CHAÑARCILLO

(Versión Íntegra)

 

Esta obra fue reestrenada por el Teatro Experimental de la Universidad de Chile en 1953, de acuerdo al siguiente reparto:

 

UN MINERO, Jorge Acevedo

CANTORA PRIMERA, Coca Melnick

EL CERRO ALTO, Roberto Parada

LA RISUEÑA, Claudia Paz

CARMEN, Fanny Fischer

ATIENZA (Minero rico), Rubén Sotoconil

DON PATRICIO, Jorge Boudon

SEBASTIÁN (Minero), Flovio Candia

CANTORA SEGUNDA, Kerry Keller

LA PLANCHADA (MACLOVIA), Bélgica Castro

MATILDE (Cantora), Shenda Román

EL VERDE CÁRDENAS, Francisco Martínez

CANTORA TERCERA, Meche Calvo

EL CHICHARRA, Domingo Tessier

PEDRO EL SUAVE, Agustín Siré

ÑO SE FUE, Emilio Martínez

MAYORDOMO, Pedro Orthous

JOAQUÍN (Minero), Luis A. Fuentealba

CHACANA, Carlos García

EL MINERO JOVEN, Alfredo Mariño

EL GRINGO, Valerio Arredondo

EL HOMBRE DEL DESIERTO, Eugenio Guzmán

EL SUJETO BIEN VESTIDO, Héctor Maglio

MINEROS, Enrique Marín, Héctor Ortiz, René Villegas,

Mario Lorca

ACOMPAÑANTES DEL SUJETO BIEN VESTIDO, Sergio Arrau,

Héctor Ortiz, René Villegas, Mario Lorca

ACOMPAÑANTES DEL SUJETO BIEN VESTIDO, Sergio Arrau, Ramón Sabat, Hernán Yáñez, Jaime Morán, Jorge Mendoza,

Jaime Fernández, Patricio Ríos.

Actuación especial de Margot Loyola

Dirección: Pedro De La Barra

 

ETAPA PRIMERA

 

La pulgada de sangre

 

Fonda en el pueblo de Juan Godoy. Es una taberna donde se vende de todo, desde el vino, que se presenta en toneles, odres y cántaras, y comestibles; entre otros, charqui, que se exhibe colgado en ristras y el queso en zarandas, hasta los artículos femeninos de más lujo; igualmente, arreos de mineros y también perfumería. Naturalmente, hay mostrador o mesón y armario que corren adosados al muro de la izquierda. Una cortina disimula una puertecita que conduce a las habitaciones particulares de DON PATRICIO, el propietario del negocio, que es de un abigarramiento definitivo. Además de la puertecita de la izquierda, hay una gran puerta a la derecha abierta a la calle. El muro del foro juega, es decir, puede alzarse. Hay, desde luego, mesas y taburetes ocupados por los clientes, mineros en su totalidad.

A telón corrido, se oyen los últimos versos de una tonada, seguidos de una gran algazara.

Sube el telón. En este momento, La Risueña (Anita), una muchacha bajita, entrada en carnes, que tanto puede tener catorce como veinte años, huye, riendo a carcajadas, de GABINO ATIENZA, minero rico, que ha encontrado un filón riquísimo que lo ha hecho millonario de un día a otro. ATIENZA conserva sus gustos antiguos, cree que la felicidad consiste en todos los derroches y los realiza. EL CERRO ALTO (A. Donoso) sale de atravieso y coge a LA RISUEÑA. Simultáneamente hablan —como se detalla más adelante— los personajes. Sobre el sitio destinado al baile, que está al fondo ocupando más de la mitad de la escena y que consiste en una tarima como un pequeño escenario, están las dos Cantoras, de arpa y guitarra, y las Tañedoras. Detrás del mostrador, DON PATRICIO, gordo y satisfecho, muy cruel o muy indiferente, agente y promotor de todo lo que pueda producir dinero. Sentada en un piso bajo, LA PLANCHADA (Maclovia), una mujer de edad indefinible, flaca, sin formas; es una celestina consagrada y repugnante; junto a un brasero toma mate, muy alegre de lo que pasa. Ella y todos celebran la cacería a carcajadas. LA RISUEÑA ríe también, pero su risa cubre el llanto.

 

VOCES.

— ¡A que no la pilla!

 

UNA CANTORA.

— No te arranquís pa juera, zamba, porque te friegan.

 

EL CERRO ALTO.

— Párate mejor, zamba, tenís que caer no más. Y t'estái encalillando mucho. Hoy día tenís qu'irte conmigo.

 

LA RISUEÑA (Asediada en forma terrible por los dos hombres, cae de rodillas implorante; pero siempre riendo. Entre carcajadas habla).

— ¡Déjenme, háganlo por Dios; déjenme que ya me muero! ¡Ayayaicito! (Cae entre convulsiones).

 

VOCES.

— Le dio la pataleta.

 

LA PLANCHADA.

— Se hace la zorra renga. Es así cuando le quiere amarrar el cuero a alguien... Es así..., y cuando le da de veras... se le pasa con un trago.

 

GABINO ATIENZA.

— Venga un vaso grande.

 

LA PLANCHADA (Pasándolo).

— Aquí tiene. (Empiezan a dárselo. Trata La Risueña de defenderse y la inmovilizan, vertiendo después el vino en su boca cerrada, que le abren a la fuerza con un cuchillo. El vino corre por su cuello y busto. Todos se han aproximado y ríen con mucho placer). Esto es pa que no te dé más la pataleta, pa que no engañís más a nadie.

 

LA RISUEÑA (Muy vejada y colmada de indignación, se levanta).

—¿De modo que no me pueo defender de estos hombres tan crueles y tan cobardes, y de estas mujeres tan malas? No'stoy enferma... ¡Quiero que me dejen tranquila! Me gustaría morirme... Morirme antes de estar aquí con ustedes ¡Me tratan peor que a una bestia! Y toos ustedes son bautizaos... ¡y han tenido madre y me tratan así! ¿Es que yo no soy mujer?

 

EL CERRO ALTO.

— ¿Mujer? Qué vai a ser mujer vos... Soi... un peacito en cangalla pa que toos te lleven y te traigan... Vos tas aquí pa divertir... y si no lo querís hacer, me voy a divertir harto con vos. (La tira hacia arriba, recogiéndola en el aire).

 

LA RISUEÑA (Ríe y llora y dice como en un ritornello trágico, muy debilitada la voz).

— Dejenmé, dejenmé...

 

EL CERRO ALTO.

— ¡Te venís conmigo! ¡Vamos, ya!

 

LA RISUEÑA.

— ¡No..., no pueo, no! ¡No quiero! ¡No! ¡Mátame, es mejor! ¡Mátame!

 

(Él la toma en sus brazos y se dispone a salir, cuando entra la Carmen, mujer de veinticinco años, morena y resuelta).

 

EL CERRO ALTO (La suelta de golpe).

— Carmencita, siempre tan guapa... Agora sí que voy a bailar... Toquen refalosa, niñas.

 

LA CARMEN (Que ha atendido a La Risueña).

— Conmigo no vas a bailar; yo no bailo con perros.

 

EL CERRO ALTO.

— Ya le hago una biricoca, ya, y le doy muerte e conejo, por insolente. (Cuando este personaje habla, todos celebran, porque le temen; es de alta estatura y de fuerza poco común). ¡Ya, vení a bailar!

 

LA CARMEN.

— No quiero, ¿no me oíste?

 

ATIENZA.

— Tengamos calma, señores, divirtámonos como caballeros. Toos estamos aquí persiguiendo la suerte, que pa muchos es color del viento; a toos nos llaman los derroteros que tienen riqueza y que tienen muerte. El cerro es como las mujeres, que se dan... algunas veces sin preguntar a quién, y otras veces... pa qué hablamos. Agora, que la cosa es sin picarse, Cerro Alto; somos harto amigos, y en nombre d'esa amistá hablo. Vengo de Copiapó a rendirle un homenaje a la Carmelita. Yo m'iba a mi tierra, debí embarcarme en Caldera hace cuatro días, pero no púe hacerlo sin despedirme d'ella, que me parece tan simpática y tan... hombre.

 

TODOS.

— ¡Viva la Carmen! ¡Viva!

 

ATIENZA.

— Toos los que no tengan plata, los enfermos, los tahúres perdidos, toos los que necesiten, aquí'stá Gabino Atienza, que tiene socorro pa toos, qu'está dispuesto a dar too lo que a él le dio el cerro. (Tira el dinero y lo arroja por la puerta izquierda). A un perro le rompí las costillas a pataconazos. Don Patricio, quiero brindar por mi negra en este vasito. (Ha tomado un vaso de la mesa). Póngame del barril del mejor vino que tenga, en este vasito; es pa ella, pa ella, ¿entiende?, y quiero que sea del mejor.

 

TODOS.

— ¡Vivan los lachos que saben querer!

 

LA CARMEN.

— Pero, señor, yo…

 

ATIENZA.

— Niñita, zambita de oro, no me diga na, no hable na... El que en este momento habla soy yo, que le voy a rendir un homenaje; un modesto trago de mosto… Si quiere mi sangre, mi sangre le doy... Si quiere mi corazón pa echarlo al trapiche, échelo al trapiche... ¡Tan agraciá y tan tirana qu'es! ¡Tan..., no es ni güenamoza y tanto que la quiero!

 

EL CERRO ALTO.

— Amigo Gabino, le voy a dar en el gusto, porque veo que se le va a perder el derrotero, así como a mí y a toos. Si a esta damita —que toos sabimos quién es— no le gusta ni Dios del Cielo.

 

LA RISUEÑA.

— Ella los quiere a toos.

 

DON PATRICIO.

— Este barril tiene el mejor mosto. (Lo ha escogido con todo sosiego, y con él, La Planchada, con la que ha cambiado gestos de inteligencia).

 

ATIENZA.

— Yo los dejo hablar no más, m'hijita, sé que voy bien... A mí los derroteros no me engañan. (Toma el vaso). Por usté y pa usté este modesto traguito. (Vacían en el vaso todo el vino del barril, el vino se derrama y sale hasta la calle. Hay expectación; los presentes han formado un corro. Al centro, la Carmen, muy impresionada, sigue la operación. Cuando sale el último vino, el minero dice:) Aquí está el alma del vino..., el alma es pa usté. Sírvasela y en este momento piense en mí, que sería capaz de dale mi vía a tragos... Piense que el derrotero que m'hizo rico lo hallé nombrándola a usté. ¡Qué tiene esta zamba fea que uno la quiere tanto!

 

LA CARMEN.

— Pensaré siempre en usté, porque sé que no merezco homenajes como éste, que le agradezco. Pero, créame, no quiero su cariño; ni creo en él, ni en el de nadie... Yo no soy más que una mujer más...

Por usté...

 

ATIENZA.

— Hágamela.

 

LA CARMEN.

— Se l'hago... Estoy contenta; en este momento pienso en mi madre, ¡en nuestras madres, Risueña!

 

LA RISUEÑA.

— ¡En nuestras madres, Carmen! (Se abrazan).

 

LA CARMEN (Bebe).

— Por usté. (Le da el vaso a Atienza).

 

ATIENZA.

— Por vos, que decís tantas cosas tristes; porque no se me brocee este cariño, que es el último, el más soñado y el más bonito. (Beben; todos aplauden).

 

DON PATRICIO.

— ¿Y esas cantoras tan entumías? Un cogollo pa Gabino Atienza. (Cantan las Cantoras una tonada que termina con el siguiente cogollo).

 

La fortuna es inconstante,

llega cuando no se piensa;

así llega el fino amante

que es don Juan Gabino Atienza.

 

Trae fortuna y amor,

trae una pasión inmensa,

pero es duro el corazón

del amor de Juan Atienza.

 

Para don Gabino Atienza

derrotero floreció,

que Dios le abra bien los ojos

y vea el corazón mío...,

y vea el corazón mío...

 

(Todos aplauden. Atienza les da dinero a manos llenas a las Cantoras y les llena la guitarra de pesos).

 

ATIENZA.

— ¡Una corría general, quiero que toos estén contentos, y que cada uno tome trago por mi zamba! (Todos beben y alguno brinda).

 

LA CARMEN.

— Yo tomo por toos, y... porque Atienza no me quiera, no me gusta que me quieran.

 

ATIENZA.

— Ahora, señores, los convío a toos. Don Patricio tiene aquí en su labor un pique brujo aonde nos vamos a servir una meriendita en honor de la niña que tanto querimos. (Pasan todos, menos La Planchada y las Cantoras. Llegan y salen mineros que ocupan las mesas o beben en el mostrador).

 

LA PLANCHADA (Aludiendo a la Carmen).

— Si esta zamba no fuera lesa, lo dejaría como cuesco al tonto de Gabino Atienza. Y

es fea la tonta... ¡Qué le hallarán los hombres! ¡Creo en Dios Padre, qué tontos son los hombres!

 

UNA CANTORA.

— Desechan la suerte... A mí me tocara...

 

LA PLANCHADA.

— Eso de la suerte es cuestión de decir sí...

 

UN MINERO.

—Por decir tanto sí te fregaste vos.

 

LA PLANCHADA.

— Vos te callái, roto intruso, perejil sin hojas... Digo que es cuestión de decir sí a tiempo..., cuestión de ojito, de estirar la mano y de sacarla cerrá. Los hombres son como los relámpagos en materia de amor, se apagan en cuanto nacen. Hay, pues, que aprovecharlos.

 

(Aparece Don Patricio).

 

DON PATRICIO (A La Planchada).

— ¿No es hoy cuando tiene que venir Meneses, pa verse con El Verde de la Mina Olvidada?

 

LA PLANCHADA.

— El caballero ese..., El Verde..., ya'stuvo aquí preuntando por él. El pobrecito viene cayendo del nial... Y también anda ladiao de la Carmen. Parece qu'esa tonta fea tiene piedr'imán.

 

UNA CANTORA.

— Te escuece a vos que tanto sabís y que te habís eido en banda..., too se te ha brociao...

 

LA PLANCHADA.

— ¿Sos hablaora vos, no?

 

(El Verde —Germán Cárdenas— golpea la puerta. Es un señor de cuarenta años, de buen aspecto; ha venido a Chañarcillo a enriquecerse y no tiene idea de la gente con que trata. Es generoso y algo ingenuo).

 

CÁRDENAS.

— ¿Se puede entrar?

 

LA PLANCHADA.

— En hablando del rey de Roma, luego asoma. En este momento nos acordábamos de usté..., lo'stábamos esperando.

 

DON PATRICIO.

—Cuánto gusto de verlo. (Le ha estrechado la mano. El Verde ha saludado efusivamente a La Planchada).

 

UNA CANTORA.

— Nosotros no seremos gente, a la Maclovia no más la saluda.

 

CÁRDENAS.

— Dispensen, es que (Las saluda igualmente y acaricia la barba de una de las Cantoras. Mira después como buscando algo).

 

UNA CANTORA.

— Sea por Dios, ya se le perdió la Carme… Cuando venga la voy a'marrar de una patita.

 

LA PLANCHADA.

— Tan apetitoso... o goloso qu'es... Cómo serán las que tiene en su tierra, onde dicen que son tan lindas las mujeres, y aquí anda mirando ese susto que es la Carmen...

 

CÁRDENAS.

— Si no..., si yo..., me voy por l' amistá no más.

 

LA PLANCHADA.

— No diga, si se le conoce qu'es fino pal amor...

 

(Él sonríe con vanidad y rubor).

 

DON PATRICIO.

— Pero déjenlo alguna vez, cargante. Parece que usted, señor Cárdenas, anda trayendo liga; en dos días se ha levantado a todas las mujeres...

 

LA PLANCHADA.

— Y tiene que andarse con cuidado, que aquí los zambos son de mal genio... (Risas).

 

UNA CANTORA.

— Yo le defiendo.

 

DON PATRICIO.

— ¿Usté viene a ver a Meneses? Aquí stuvo y se aburrió de esperarlo. Y créame que yo me alegro de poder hablar con usté antes que cierren el trato. Le diré que el negocio de la Mina Olvidada es bueno; lo querría hacer yo; pero usté habló primero y no tengo ni que gestiar. La suerte es pa quien es y no hay más.

 

CÁRDENAS.

— Es que si usté tiene interés... yo me retiro. Creo que a usté le corresponde...

 

LA PLANCHADA.

— Onde habrá como un hombre generoso.

 

CÁRDENAS.

— Yo soy así.

 

DON PATRICIO.

— Pero yo no puedo despojarlo, no puedo quitarle su negocio..., yo no soy desleal. Lo único que me atrevería a proponerle es que me asocie; seríamos tres: usté, Meneses y yo... ¿Qué le parece?

 

CÁRDENAS.

— ¿Usté conoce la mina?

 

 DON PATRICIO.

— Tengo aquí muestras. Es pura piña, plata pura, no se ha visto nada mejor. Vea. (Le muestra varias piedras plateadas). A cincel vamos a cortar la plata. Hay que agarrar luego a Meneses, antes que se le ocurra meterse con los ricos que pueen explotar el asunto en grande.

 

CÁRDENAS.

— ¿Cuánto se necesitará?

 

DON PATRICIO.

— Con quince mil pesos más o menos...

 

CÁRDENAS.

— Yo los pongo.

 

LA PLANCHADA.

— Me gustan los hombres determinaos; cuando la Carmen lo sepa va'bailar en una patita.

 

DON PATRICIO.

— Ahora yo creo que sería bueno que usté se fuera, que no se mostrara mayormente interesado... Él va a venir luego a buscar trabajo aquí.

 

LA PLANCHADA.

— Yo lo tengo bien aguachao, y no lo voy a largar. De mí no tiene que olvidarse...

 

DON PATRICIO.

— Si no fuera que está aquí mi socio, te habría dado unos buenos azotes por interesable, zamba tal por cual.

 

CÁRDENAS.

— Tiene razón, todas alcanzarán.

 

LAS MUJERES.

— ¡Viva! Cómo no se va a querer a un hombre así.

 

(Cárdenas sonríe y se dirige a la puerta).

 

CÁRDENAS.

— Hasta luego, me voy confiando en ustedes... Hagan lo que puedan, ya saben que yo no conozco estas cosas. Tengan la seguridad de que yo sé agradecer...

 

DON PATRICIO.

— Váyase confiado. Quedamos en que me asocia, no se olvide.

 

CÁRDENAS.

— ¡Cómo se le ocurre, claro, pues!

 

LA PLANCHADA.

— ¡Qué lindo pueblo debe ser Chillán! Cuando se vaya me lleva, ¿no?

 

CÁRDENAS.

— Con mil amores. Pero si me pongo a platicar no me voy a ir nunca. Saludos a la Carmelita... (Mutis).

 

UNA CANTORA.

— ¡Pobrecito! Ta sin pelo e marca, se le puee sacar leche.

 

LA PLANCHADA.

— Creyó que esa piedra con azogue era de plata.

 

DON PATRICIO.

— Pero la muestra que le di ayer es harto buena. (Pausa). Yo no lo creía tan es blando como cera.

 

 LA PLANCHADA.

— ¡Yo lo cirqué! ¡Guagüita! (Risas. Aparecen Juan, El Chicharra; Pedro, El Suave, y Ño Se Fue).

 

EL CHICHARRA.

— Güenas noches, don Patricio... ¿Cómo dice que está el ponche?

 

DON PATRICIO.

— Cómo quiere que esté...

 

EL CHICHARRA.

— Ponga una corría.

 

DON PATRICIO.

— A ningún flojo se lo ha dicho. Planchá, al derrotero. Yo me voy a ver la gente, ya se lo habrán comido todo. Gabino Atienza..., pues, tiene una fiestoca y ustedes saben cómo es. Anda con una niña. (Mutis).

 

LA PLANCHADA.

(Sirviendo). Adivina, Chicharra, quién es.

 

EL CHICHARRA.

— No Soy bueno yo pa las adivinanzas.

 

LA PLANCHADA.

— Este Juancho... Habla como si su prenda no limportara...

 

EL CHICHARRA.

— Si ha de venir, vendrá sin que la llame con la boca; vendrá porque la pide mi corazón.

 

ÑO SE FUE.

— En puerta...

 

LA PLANCHADA.

— Sírvete, pues; sírvanse, señores.

 

EL CHICHARRA.

— A mí me llaman Chicharra

y soy bueno pa cantar;

soy valiente pa pedir

y cobarde pa pagar. (Bebe).

 

LA PLANCHADA.

— Tan asegurado que se cree éste con su pior es na. Se figura que a la mujer se la puee sujetar haciéndole cariño, como a los perros. No sabís que andan quienes tienen mucha plata...

 

EL CHICHARRA.

— Sé que hay mineros con plata y mujeres intrusas y maleras que de too quieren sacar pan y peazo.

 

LA PLANCHADA.

— A lo mejor t'estái figurando que yo m'he metío en tus asuntos... El que no quiere no más, no piensa mal de una...

 

ÑO SE FUE.

— Ave Marida, niña por Dios.

 

EL CHICHARRA.

— Y pa qué querrá plata esta… lindura, parece pescao seco... Y ni pa un apetito sirve. Cuentan que tenía antorchao a un ciego y qu'éste le amarró el cuero. (Risas).

 

LA PLANCHADA.

— De amarraúra de cueros va la luna. Voy a tomar un trago por tu novia..., prenda de otro. (Bebe).

 

ÑO SE FUE.

— Ya se fue, ya se fue al mordisco la perra...

 

LA PLANCHADA.

— Me voy a poner a rezar, tal vez...

 

ÑO SE FUE.

— Deja tranquilos a los santos... Oye, ¿querís que hagamos un negocio?

 

LA PLANCHADA.

— Háblale.

 

ÑO SE FUE.

— ¿Cuánto me pagaríai a mí —que tuavía manijo como caballo— por consolarte, ah? Toy muy aburrío y quiero... aunque sea fregarme. Te diré, sí, que tengo una correa bien refirme y que toas las zambas que me l'han pegao se han eido de mi lao con el espinazo sin pellejo...

 

LA PLANCHADA.

— Le diré que yo tamién m'estoy aburriendo... y que si hago el negocio le avisaré a tiempo... Ya veremos quién tiene mejor rebenque... Y ¿qué dice, don Suave, cómo le va?

 

EL SUAVE.

— Ahí vamos, suavecito siempre. Escuchando lo que habla la gente y envidiando a las piedras, que no tienen lengua.

 

ÑO SE FUE.

— Echó su talla. A tu salú, Suave. (Bebe). Y porque a mi amigo Chicharra no se la pegue ninguna mujer.

 

EL CHICHARRA.

— La verdá es, amigos, qu'esto de la mujer es un juego muy embriscao. Ustees saben que yo vine del sur, que soy lo que se llama un maucho. Vine... no sé por qué... Tenía fuerzas en los hombros y firmeza en las piernas y me llamaban los caminos...

Cuando cantaba, parecía que me contestaban dende lejos.

 

ÑO SE FUE.

— Se desplica el maucho lechero.

 

EL CHICHARRA.

— Yo miraba a los güeyes tan pacientes y tan grandes y hacía surcos chuecos, muchos surcos, despacito, despacito, y toos iguales. El día era largo y pesao, la plata muy poca y la pobreza calló... Si alguna vez encontraba escasos los seis centavos de mi socorro y lo decía, el mayordomo me azotaba amarraíto. Una vez me defendí... ¿y que no se me pasó la mano, pues? No me quedó otra que arrancarla culebriao por el primer camino que encontré. En Chile m'enganché pa las minas; llegué aquí, y me hice cumpa con el capacho, que en los primeros días me mordía hasta el alma, y bajé y subí por las escaleras de patilla, al principio con temblores de muerte, hasta que me acostumbré. Ya no le tengo mieo a la mina, ni a la fatiga; soy un apir, colao y nunca me ha pescao muy feo l'ambición.

 

UNA CANTORA.

— Pero aquí dentra la Carmen.

 

EL CHICHARRA.

— Es cierto que dentra la Carmen, que no sé de aónde vino ni por qué vino. Aquí dentra la Carmen, que no sabe que la quiero; no se lo hei dicho, ni se lo diré nunca.

 

LA PLANCHADA.

— Al justo salió. Estos son los enamoraos que a mí me gustan, éstos que miran de lejitos y que se alimentan con la saliva'el tricao.

 

EL SUAVE.

— A mí me parece bien. La mujer, amigos, es más trabajosa que esos derroteros brujos que los esconde el diablo. La mujer ta a nuestro lao y al mismo tiempo muy lejos... Hablándonos a nosotros, dice sus recuerdos o le habla a otro que se hace el leso.

 

EL CHICHARRA.

— Güeno, como sea... Yo a la Carmen la quiero y la Carmen... no lo sabe... Tengo pena... Pásenme un trago pa echale encima... y pa tener valor p'hablar. (Le pasan un jarro).

 

UNA CANTORA.

— ¿Cree que la Carmen no sabe que lo tiene voltiao? Maucho tonto. Si hasta las piedras saben que andái ladiao d'ella.

 

EL CHICHARRA (Bebiendo).

—Tengo una pena amarilla

y un sentimiento morao,

una rabia cardenilla

y un suspiro colorao.

 

EL SUAVE.

— Eso es lo que debís hacer, sacar versos y cantarlos. Canta pa que olvidís, te irá mejor.

 

TODOS.

— ¡Que cante!

 

EL CHICHARRA.

— Que alguien me acompañe, tengo los deos a mal traer.

 

UNA CANTORA.

— Con tu amiga. (Lo acompaña y él canta, recita, "El trabajador minero ", de Liborio Salgado. Mientras canta, sale El Cerro Alto trayendo a fuerza en sus brazos a La Risueña, que patalea, ríe y llora. Entra Don Patricio, que parece muy divertido con la gracia; ríen las mujeres, La Planchada y las Cantoras, también algunos mineros, que durante todo el acto ocuparán las mesas jugando a las cartas o bebiendo).

 

LA RISUEÑA.

— Pero ¿no ve, Don Patricio, como'stá Donoso aquí? Yo no pueo resistir más. No sé qué s'estará figurando. Sosiéguese, señor; si no me deja tranquila, me voy...

 

EL CERRO ALTO.

— ¡Ya! ¡Ándate, ándate altiro! Hei ta el camino. (Hace ademán de tirarla a la calle; la niña llora, ya vencida).

 

EL SUAVE. (Interponiéndose)

— Cerro, ya'stá güeno, deja esa chiquilla.

 

EL CERRO ALTO.

— ¿Vos me venís a mandar?

 

EL SUAVE.

— No. Yo no mando a nadie. Te digo que la dejís... Porque... lo que hacís no es cosa de hombre. Déjala.

 

EL CERRO ALTO (Dejándola. Ella instintivamente se acerca a El Suave).

— Le voy a rogar al señor Suave que no se meta más en mis asuntos, porque de repente voy a perder la paciencia.

 

EL SUAVE.

— ¿Y qué pasará cuando perdái la paciencia? (El Suave habla con mucha calma y sonriendo). Vos sabís que yo no soy intruso... y que conozco la vía.

 

EL CERRO ALTO.

— Te parece a vos.

 

EL SUAVE.

— Vení, mocosa. (Le acaricia el pelo). Esta chiquilla tan chica y tan arrejá ha llegao a Chañarcillo confiá en que viviría entre hombres.

 

EL CERRO ALTO.

— Nos vai vos a enseñar a hombres.

 

EL SUAVE.

— ¿De aónde viniste vos?

 

LA RISUEÑA.

— De Santiago.

 

EL SUAVE.

— ¿Por qué viniste?

 

LA RISUEÑA.

— No sé..., vine a trabajar... Decían que aquí too era plata, y que la gente era generosa y güena...Vine porque estaba sola...

 

EL SUAVE.

— ¿La oyen? Estaba sola, guacha, seguramente. Era, antes de venir, muy desgraciá. Vino... ustedes saben a qué... tal vez a buscar un amparo... a alguien que la quisiera como padre, como hermano y como... quieren los hombres, y se ha encontrao solamente con bajezas, malos tratos... cobardías; se ha encontrao con vos, figúrate.

 

EL CERRO ALTO.

— Y con vos, que te hacís el leso.

 

EL SUAVE.

— Yo creo, amigos, que la tratamos mal; ya ha llorao mucho, ¿pa qué afligirla más?

 

EL CERRO ALTO.

— Parecís cura misionero... Vos dirís a qué horas empezamos a sacar ánimas del purgatorio. (La Carmen y los demás personajes han salido y están a la expectativa).

 

DON PATRICIO.

— Este Suave s'está poniendo muy desengáñame con el tiempo... Esta chiquilla no sirve pa na, la tengo de lástima y tuavía amenaza con irse. ¡Ya! ¡Ándate altiro, ya, fuera!

 

LA RISUEÑA.

(Se ríe con una carcajada indefinible). Bien, señor. Me voy. (Mira a los personajes y se dispone a salir).

 

LA CARMEN.

— Risueña, espérame, nos iremos juntas.

 

DON PATRICIO.

— ¡Tú no!

 

LA CARMEN.

— ¡Ella tampoco!

 

LA RISUEÑA.

— ¡Carmelita!

 

EL CHICHARRA.

— ¡Carmen! Esa es mujer. ¡Me dan ganas de abrazarte! (La Carmen ha salido a colocarse junto a La Risueña). ¡Unas ganas de decirte que te quiero!

 

LA CARMEN.

— Abrázame. Hace mucho tiempo que te iba a decir que me abrazaras. Y te voy a decir por qué. Cuando recién llegaste, me hiciste, sin darte cuenta, un servicio muy grande.

 

EL CHICHARRA.

— ¿Yo?

 

LA CARMEN.

— Vos. Me defendiste de un grosero... Yo te miré y vi que erai distinto... que hasta teníai otra voz... Además erai alegre y cantabai... y no llevabai, como toos, el cuchillo pronto, hacíai valer las palabras…

 

EL CHICHARRA.

— Carmen, a veces las palabras no valen.

 

EL SUAVE.

— El corvo, el cuchillo, Carmen, no es extraño al minero, como no lo es la uña maestra al puma... El corvo es la continuación del brazo, es cómo lo diría... es lo que refuerza la palabra, que así es como una escritura... Aquí los niños quieren tanto al corvo y desprecian tanto el dolor, que juegan a la pulgá de sangre, que es un jueguecito que, como toos saben, consiste en pelear con un cuchillo al que se le ha dejao libre sólo una pulgá de fierro pa que acaricie la carne. Pero estamos tristes, Don Patricio, un trago pa toos.

 

ATIENZA.

— Señores, el que paga soy yo. Yo, que soy minero corno ustedes, vine a hacerle un homenaje a la Carmelita y ella está conmigo...

 

LA CARMEN.

— Señor, yo no estoy con nadie; acostumbro estar conmigo misma. Usté me hizo lo que llama un homenaje, que le agradezco; pero debo decirle que esa... manifestación no me obliga a ninguna cosa, y que no me interesa su plata ni na suyo. A mi lao puee estar, siempre que lo desee, mas le ruego que pierda toa otra esperanza que puea tener.

 

ATIENZA.

— Es que a mí no hay mujer que me diga esas insolencias. ¡Yo pago!

 

LA CARMEN.

— ¡Pero yo no me vendo!

 

EL CERRO ALTO.

— No te vendís... agora...

 

LA CARMEN.

— ¡Ni nunca! ¡Canalla! (El Cerro Alto ríe sarcásticamente).

 

LA RISUEÑA.

— ¡Cobarde!

 

EL CERRO ALTO.

— ¡Cállate, gorgojo!

 

EL CHICHARRA.

— Parece mentira que gocen insultando a las mujeres...

 

EL CERRO ALTO.

— Si no te gusta, saca la cara por ella, pue, guapazo... Me da rabia, te agarro, te doy doce palmás en el trasero y te mando a acostarte.

 

LA PLANCHADA.

— Apesta... es mucho decirle.

 

LA CARMEN.

— No hagái caso...

 

EL CHICHARRA.

— Cuando querái, pégame las palmás.

 

VOCES.

(En la puerta derecha) Los que quieran divertirse que vengan a jugar a la pulgá de sangre.

 

EL CERRO ALTO.

(Toma con violencia del cuerpo a Juan y, sacando su cuchillo, dice) ¡Anda! Los dos vamos a jugar a la pulgá de sangre. En la cara te voy a poner las letras de mi nombre.

 

LA CARMEN.

— Déjalo, cobarde; él es hombre de trabajo, no de presa como vos.

 

EL CERRO ALTO.

(Tomándola de los brazos) A él le pondré mi marca y a vos te voy a hacer cariño... y va a ser ligerito. ¿Vis? (La besa. Algunos ríen).

 

LA CARMEN.

— ¡Asqueroso! (Tratando de desasirse). ¡Suéltame!

 

EL CHICHARRA.

— ¡Un cuchillo, por favor! (Un minero se lo pasa. Son escenas simultáneas).

 

LA RISUEÑA.

(Dándole con una silla) ¡Suéltala!

 

ATIENZA.

— ¡Yo pago too!

 

EL CERRO ALTO.

— ¡Váyase al infierno con su plata! ¿Usté cree que se la voy a entregar? ¿Usté cree que hay en el mundo quien pueda quitármela?

 

EL CHICHARRA.

— ¡Suéltala! (Cuchillo en mano).

 

EL CERRO ALTO.

(La suelta, y al primer asalto lo desarma) Miren qué lión. Agora te marco.

 

VOCES.

— ¡A la pulgá de sangre, amigos!

 

EL SUAVE.

— Cerro, espera. Aquí el Chicharra es amigo mío... no está acostumbrao a estas cosas... No lo marquís.

 

EL CERRO ALTO.

— ¿Y pa qué se mete?

 

EL SUAVE.

— Vos lo'stai ofendiendo.

 

EL CERRO ALTO.

— Y vos hasta cuándo me vai a fregar.

 

EL SUAVE.

— Yo no friego a nadie...

 

EL CERRO ALTO.

— Entonces párate vos.

 

EL SUAVE.

— Con mucho gusto. Yo te juego a lo que querái, a la pulgá de sangre o... si querís te peleo a pie amarrao, como querái.

 

EL CERRO ALTO.

— Toma pa que aprendái a intruso. (Se le tira encima y lo golpea. El Suave lo tiende de un golpe).

 

EL SUAVE.

— Más sosiego... Saca tu fierro y entendámonos como hombres, ¡full en…! (Se levanta El Cerro Alto y, convulso, saca su cuchillo).

 

LA RISUEÑA.

— ¡Viva El Suave! Así son los hombres, con él te la pusiste... ¡canalla!

 

DON PATRICIO.

— ¡A entretenerse afuera!

 

(Se oscurece la escena. Por el transparente del foro se ven las parejas que con sus corvos juegan a la pulgá de sangre. Luego llegan hasta allí El Suave y El Cerro Alto, la Carmen, La Risueña, El Chicharra, Ño Se Fue y todos los de la escena. Pelean y cae El Cerro, que ha sido tocado varias veces).

 

LA RISUEÑA.

(Cuando El Suave hace ademán de rematarlo) No, Suave, ya'stá castigao, ¡déjalo!

 

VARIAS VOCES.

— ¡Déjalo! (Los personajes vienen a escena; quedan allí La Risueña y algunos mineros atendiéndolo, especialmente ella, que desgarra su pañuelo grande para vendarle las heridas. Vuelve la escena anterior).

 

EL SUAVE.

— Ya tiene ponche en sangre pa emborracharse muchos días... Algo se le quitará lo matón. Ese hombre no es malo, un poco tonto no más.

 

DON PATRICIO.

— Qué firme soi pa los tajos. ¿De aónde diablos saliste vos?

 

EL SUAVE.

— No me pregunte esas cosas, pues, Don Patricio. Nunca creí que usté pudiera meterse con los asuntos de mi mamita... Y vos, Chicharra, ya tenis una experiencia más. La palabra es güena, el canto consuela y el amor ilusiona; pero es hombre completo el que se sabe defender en cualquier forma. No habís querío aprender a manijar el corvo, fuerzas te sobran, podís llegar a ser un gran peliaor y nadie te faltará el respeto. Mañana empiezo a enseñarte y después, yo los veré...

 

LA CARMEN.

— Oye lo que te dice este hombre que sabe tanto y que tan lejos está de toos.

 

EL SUAVE.

— A mí no me venga a roncar, gatita. El Chicharra necesita mujeres porque le hace falta sufrir. Yo me entregaré, cuando sea tiempo, a la muerte, que también es —después de too— mujer. (A Gabino Atienza, que se le acerca). Mire, Gabino, váyase y güelva cuando se le haya espantao la rasca. No desespere. La mujer, como los caminos, tiene sorpresas; ésta, que no lo quiere hoy, lo puee querer mañana; no porfíe demasiao, eso no es cosa de hombres. Acuéstelo, don Patricio, ya enteró viaje.

 

 DON PATRICIO.

—Tiene razón. (Hace una seña a La Planchada y se lo llevan por la puertecilla del armario).

 

EL CHICHARRA.

— ¿Sería posible, Carmela?

 

LA CARMEN.

— En la vía too es posible. ¿No es cierto, Suave?

 

EL SUAVE.

— Tanta pena que tiene la gente; parece que no hubiera mineros ni gente de la que avienta la vía como la arena del desierto. Cantemos hoy, que mañana moriremos. Aquí viene La Risueña con ganas de bailar, La Risueña que ha hecho una obra de misericordia. ¡Ya, a cantar!

 

LA RISUEÑA.

— Un poquito más fuerte y El Cerro había quedao pianito. Me da pena cuando muere un hombre.

 

LA CARMEN.

— Y a mí cuando llora.

 

LAS CANTORAS.

— Tuve una veta de amor

y un día se me broció,

porque me falló el alcance

y el pique se derrumbó.

 

Minero entra a la tierra

que te aprisiona,

saca plata pa otros,

suspira y pena.

 

Suspira y pena, ¡sí!,

que las mujeres

no buscan en la vía

sino placeres.

 

Aprovecha un poquito, dale un besito.

 

(Bailan la cueca El Chicharra y La Risuena. Todos avivan clamorosamente).

 

 

 

 

 

ETAPA SEGUNDA

 

El canto del derrotero

 

Para representar la acción en este acto y conseguir un realismo artístico dentro de los medios rudimentarios de que podemos disponer en nuestros teatros de Chile, donde están muy distantes aún el escenario giratorio y otras comodidades tan necesarias, el escenario debe dividirse en tres partes, no para lograr las mutaciones del antiguo teatro a base de cuadros, sino para darle el aspecto que ya he citado. La disposición de la escena es de acuerdo con el siguiente croquis:

 

3 Despacho Derrotero        2 Choza

 

1 Cancha

 

El cuadro 1 representa un puesto de la Mina Olvidada, ya en explotación. Al fondo, practicable, la boca de la mina.

 

Hacia la izquierda se inician las canchas con muchos montones de metal, y a la derecha, las tiendas de los mineros. Hay un transparente que cuando se levanta —al final del cuadro—el telón que representa la boca de la mina, deja ver el cuadro 2, que se destaca dentro de la oscuridad de la escena; este cuadro ocupa la mitad en sentido longitudinal del escenario no presentado y es el interior de una tienda o choza, donde habita EL CERRO ALTO, que todavía no está restablecido del todo. El cuadro 3, que se iluminará a continuación, es un aspecto del despacho de DON PATRICIO, visto en el primer acto: muestra mesas, toneles y la puerta de salida abierta hacia la lejanía azul.

Por fin vuelve el cuadro 1 y, cuando desaparece la escena, deja ver la visión de los derroteros fantásticos y fascinadores. Por ejemplo, cerros que parecen camellos, otros que se incendian o que dan la sensación del oro y de la plata. Hay otros que semejan esfinges o mujeres de piedra, que desaparecen o se mueven...

Al alzarse el telón aparecen en el cuadro 1, El verde y el Mayordomo de la Mina Olvidada. Llegan discutiendo a gritos.

 

EL MAYORDOMO.

— Señor, escúcheme, yo no entiendo nada de este negocio, ni tengo por qué mezclarme en sus detalles; yo no he tratado con usted, ni me importa lo que diga o lo que sea, ¿me entiende?

 

CÁRDENAS.

— Pero ¿que no oye que me robaron; que esta mina se puso en trabajo con mi plata? ¿Plata ganada con trabajo sagrado? ¿No se da cuenta de que Meneses y el tal Don Patricio son unos ladrones que merecen la cárcel?

 

EL MAYORDOMO.

— Eso dígaselo al juez o a quien pueda remediarlo. Yo, se lo repito, fui contratado por ellos, y ellos me pagan.

 

CÁRDENAS.

— Si unté me ayudara le entregaría la mitad del producido, se lo daría todo con tal que no se quedaran riendo; sacaría sólo lo que he gastado. Y esta mina, usté mismo me lo ha dicho, dará millones. ¿Entiende? Ayúdeme y será rico.

 

EL MAYORDOMO.

— Señor, no podría ayudarlo, aunque lo deseara. Ellos tienen los títulos en regla. ¿Entiende? Son gentes que saben mucho...

 

CÁRDENAS.

— ¡Todos se han vendido a estos ladrones miserables; pero me la van a pagar! (Saca su pistola). ¡Me la van a pagar! ¡Canallas! (Su aspecto es terrible; pero una enorme conmoción lo deshace en lamentos y gemidos). Todo me lo han robado entre ellos y esas arpías... Me encontraron el olor..., ¡el olor a tonto!

 

EL MAYORDOMO.

— Señor, cómo pudiera explicarle su verdadera situación... Usted tiene derecho a la venganza, pues ha sido usurpado...

 

CÁRDENAS (Interrumpe).

— ¿Lo ve? Usté me da la razón; un juez de palo me la daría...

 

EL MAYORDOMO.

— No se anticipe. Le quiero decir que la venganza le resultará difícil. Todo el mundo conoce su caso y se ha reído de usted. Ellos comprenden que usted está enojado y están, seguramente, prevenidos. Yo le rogaría que se cuidara; con la vida puede recobrar lo perdido. Usted no conoce caminos... Son muy solitarios, y dicen que se tragan los lamentos de los que mueren y las voces de los que hablan mucho... (Aparece un minero).

 

EL MINERO.

— Hay que encargar más provisiones; mañaña tendremos más mineros.

 

EL MAYORDOMO.

— Que pidan todo lo que haga falta, que los arrieros lo traigan y que no estemos después en veremos, ¿ah?

 

EL MINERO.

— Bien, señor.

 

EL MAYORDOMO.

— ¿Vendrá mañana el señor Meneses?

 

EL MINERO.

— Sí, señor, y lo acompañará Don Patricio.

 

CÁRDENAS.

— ¿Vendrán? Gracias a Dios, aquí me encontrarán, aquí nos veremos las caras mortales... ¿Y si los buscara, los esperara por esos caminos que hablan?... Será como usted lo dice; pero creo que es la justicia de Dios la que me los pone a tiro. (Mutis violento).

 

EL MINERO.

— Me da... no sé qué este hombre. Yo creo que es bueno y que le robaron... Y es tan... infeliz, y habla tantas cosas... que dan risa.

 

EL MAYORDOMO.

— Si no se vuelve loco, no pasa un dedo de lejos... Y ahora va'salir al camino... En algunos días más los pájaros dirán lo que sepan. (Sonríe). ¿A qué vendrán a aventurar gentes que no han nacido para eso? (Suspira. Pausa). Bueno, váyase y cumpla lo mejor que pueda. Prepare un alojamiento para los patrones. A lo mejor adelantan el viaje.

 

EL MINERO.

— Me voy, hasta mañana. (Al salir). Ño Se Fue, ¿cómo dice que le va?

 

ÑO SE FUE (Dentro).

— Cómo querís que me vaya. Bien me va y d'ei... ¿Te querís, tamién, reír vos de mí como este pellingajo, sinvergüenza, hijo e su madre, que me tiene asorochao?

 

EL MAYORDOMO.

(De cajas) No le afloje, Ño Se Fue, es dorao éste..., pura broza no más.

(Aparecen Ño Se Fue y un Minero Joven).

 

ÑO SE FUE.

— Qué le voy a'flojar yo, no paralas. Usté me conoce, don Santiaguito... Usté creció al lao e los patrones Matta. ¿Se acuerda de la Güena Esperanza, en Tres Puntas? Allí sí que corría plata y peliaba la gallá. Allí había guapos y zambas de ley. Este Chañarcillo lo tengo viejo. En la Descubriora de los patrones Gallo, jutres harto güenos, trabajé yo... Allí comencé de apir, allí aprendí a subir por la de patilla, y después fui allí mesmo barretero... Hei corrío la valija por minas chicas y grandes ende Chañarcillo a Lomas Bayas... A mí no me da planetas naide... Hei recorrío Chile, raya a raya, ende Mejillones hasta llegar a Valdivia, por el mar y por la tierra... A mí no hay ánima que me asuste. A los indios los hei ganao a lo que han querío... Asaores hei hecho de sus lanzas. Ni la mar enfiestá me da penetro, ni se me pierde el corazón en el fondo caliente de la mina más oscura que la noche.

 

EL MAYORDOMO.

— Sí, Ño Se Fue, me consta que es usted un hombre completo que vale la pena.

 

ÑO SE FUE.

— Un solo hombre respeto en esta vía, y ese hombre es El Suave, que vale más qu'el acero... Ese hombre..., no otros pellingajos que lo quieren pasar atracao a uno.

 

EL MAYORDOMO.

— No se deje, pues... Hasta mañana, Ño Se Fue. ¿Me quiere creer que no me acuerdo cómo se llama?

 

ÑO SE FUE.

— Me puso el cura, Olivero,

porque tal vez sospechó

que ni un roto miraría

las tierras qu'hei visto yo.

Tengo años; mas no le aflojo

al trabajo ni al amor...

Nunca ha habío quien se pare

con Olivero Muñoz...

¿Ah? Así soy yo en este mundo y en el otro...

 

EL MAYORDOMO.

— Va a morir en la demanda. Hasta mañana. (Mutis).

 

ÑO SE FUE.

— Y qué decís vos, pájaro niño, tuavía te hallai capaz de pasarme atracao.

 

 

EL MINERO JOVEN.

— Si no es pa tanto, eñor... Chi... Usté predica más que los misioneros.

 

ÑO SE FUE.

— ¿Sabe que me gusta? M'estaba barajando chueco el lindo, a mí, y quiere que me calle, ¡Barajarme chueco a mí! ¿Entendís l'hechura? ¿Vos a mí? ¿Cómo'stará la peste en Lima? Qué que ará de mundo cuando ñeclas como vos quieren engañar a hombres de pelo en pecho. Si seguimos así, no me extrañaría que mañana las zambas quisieran ponerse los calzones y bajar a la mina.

 

EL MINERO JOVEN.

— Ya, pues, señor, no alborote tanto... Abusa porque es viejo.

 

ÑO SE FUE.

— Viejo... Viejo naciste vos. Viejo porque cuando te hicieron tus padres taban aburríos ¡Viejo! (Hay en sus palabras una mezcla de dolor y rencor). Mírame. (Distendiendo los brazos). ¿No vis los pértigos que tengo en cuenta e brazos? Los tengo pa machucar marditos... Y no me mire más, ni se ría, ¿m'entiende? ¿Ya se fue?

 

EL MINERO JOVEN.

— Le repito, eñor, que a mí no me asusta y que si no fuera viejo vería...

 

ÑO SE FUE.

— ¡Dale! Yo no seré viejo nunca... Tuavía me llevan de apunte las chicuelas. Mirá. Las zambas se llegan a colijuntar por el viejito. Vos no me conocís, zorzal pelao... Yo sé too lo que un hombre ha de saber. Doy lo que tengo al que lo necesita, si me lo pide en hombre. La vía es un camino que hay que saberlo andar. Se empieza con mucho vicio; pero al freír de los huevos es cuando viene la quemazón. A veces se tiene la careen puerta y la suerte se hace güincha y los deja con el gusto en la boca. Hay que mirar mucho; pero con disimulo. Hay que saberlo too y enseñarlo a tiempo, y sobre too, no aprontarse nunca, ni olviar que no hay enemigo chico... si sabe callar, acuérdate del verso que dice:

No te vai a'poruñar

ni vai a pasar bochorno,

mira qu'en la puert'el horno

se suele quemar el pan.

 

(Llegan varios mineros que saludan a Ño Se Fue con mucho cariño y arrastran al Minero Joven).

 

EL MINERO JOVEN.

— Ño Se Fue, yo no quiero que se enoje conmigo..., yo no quiero ofenderlo más.

 

OTRO MINERO.

— Agárrate del viejo, zambo, irís bien. No habiendo como él pa consolar a la gente. Las chicuelas dicen qu'es el taita de las niñas, que hasta pieiras lo quieren y que ellas no podrán nunca dejar de quererlo... (Se van hacia el Iado de las tiendas. Aparece El Suave con El Chicharra).

 

EL SUAVE Y EL CHICHARRA.

— Güenas tardes.

 

ÑO SE FUE.

— Felices se las dé Dios.

 

EL CHICHARRA.

— M'hei acordao de usté toa la tarde.

 

ÑO SE FUE.

— ¿Cómo así?

 

EL CHICHARRA.

— ¿Por qué cantará este grillito? (Saca una botella de loza).

 

ÑO SE FUE.

— Aguardiente de uva… del sur, ¿De aónde la sacaste?

 

EL CHICHARRA.

— Me lo dio El Verde, ese señor Cárdenas.

 

ÑO SE FUE.

— ¿Ese... que antorcharon entre y Meneses y el tal Don Patricio? ¡Rotos maleros! Hay que ver…

¡Cuándo los castigará Dios!

 

EL SUAVE.

— Déjelos que engorden no má… el castigo los encontrará aonde s'escondan. El Verde los va arruinar. (Entra Juan Chancaca, soplón y servidor de Meneses).

 

JUAN CHANCACA.

— ¿Hablan del Verde Cárdenas? Del finao ése...Y pa qué se queja agora... Por qué no pidió él la mina, pa qué fue leso. En este mundo el que se manea es vaca.

 

EL SUAVE.

— A vos te veo muy lengúo y muy maniao. Tengo l'idea que de repente te vai a caer a un pique...

Olor a muerto t' encuentro, te diré.

 

JUAN CHANCACA.

— Si no les gusta el patrón, pa qué trabajan aquí.

 

EL SUAVE.

— Ese es cuento de nosotros. Agora, si querís, vos que soi orejero reconocío, dile a tus patrones que yo dije qu'ieran unos ladrones. Cárdenas, qu'es hombre y honrao, les dio la plata, ellos la ocuparon en su beneficio y lo dejaron fuera de la sociedá. ¿Qué tal?

 

JUAN CHANCACA.

— ¿Y pa qué fue leso?

 

EL SUAVE.

— No fue leso. Creyó que trataba con hombres, ¿entendís? Y esta mina, si los espíritus que mandan la dejan explotar, dará mucho, porque es tan rica, como la Descubriora o la Dolores. Pero el dinero mal habío se va por entre los deos... (Voces dentro. Alboroto. Fragmentos de frases que suben como una marea que se viniera acercando).

 

VOCES.

(Ya formadas) ¡El gringo mató el gaucho!

 

VOCES.

(Aisladas que repiten en todos los tonos) ¡El gringo mató el gaucho! ¡Mató el gaucho! ¡Lo mató de puro malo!

 

JUAN CHANCACA.

— ¡El gaucho! ¡Cuando muere el gaucho viene la ruina!...

 

EL SUAVE.

— Cuando muere ese pajarito termina la riqueza, y en algunas partes empieza el castigo de Dios.

 

JUAN CHANCACA.

— ¡La mina se broceará! (Las voces siguen. También protesta El Gringo. Se oyen golpes de pelea).

 

ÑO SE FUE.

(Poseído de una gran autoridad) ¡Que nadie lo castigue! ¡Tráiganlo aquí!

 

VOCES.

— ¡Hay que aplicarle la ley de la mina! ¡La muerte pa'l que mató el gaucho!

 

VOCES.

— ¡La muerte! ¡La muerte! (Síguese gran confusión y varios mineros salen arrastrando a un yanqui joven, que se esfuerza por soltarse, y que da una sensación infinita de fuerza y de desprecio).

 

MINEROS.

— Que lo juzgue Ño Se Fue.

 

EL GRINGO.

— A mí no tiene nadie que juzgarme. Yo solamente maté un pájaro inútil y feo que me seguía...

 

EL MINERO JOVEN.

— ¡Que se calle el gringo atorrejao!

 

ÑO SE FUE.

— Mira, gringuito insolente, llegaste y te fuiste altiro de hocico..., altiro sacaste los pies del plato. Llegando y cortando escobas, el mardito.

 

EL GRINGO.

— ¡Déjenme!

 

ÑO SE FUE.

— Si naide te hace na… tuavía… Mira, cuando llegaste te empezó la preñez de matar ese pajarito. ¿Te acordái qué te dije yo? Ese pajarito que llaman el gaucho, y que vive en la mina —te dije yo—, como el cuidaor del mineral, como si dijéramos ángel, el genio, el brujo de la mina. Cuando él muere o se va, el mineral se concluye. Se brocea, se aniega… ¿Te lo dije? ¿Sí o no?

 

EL GRINGO.

—Sí.

 

ÑO SE FUE.

— ¿Y por qué lo mataste?

 

EL GRINGO.

— ¡Porque no es cierto! ¡Ignorantes! ¡Indios! Cómo puede ocurrírseles que un pájaro feo, inútil, sirva para algo (Los mineros sacan sus cuchillos y lo cercan). ¡Cobardes! En grupos me amenazan; de hombre a hombre nadie es capaz para mí. ¡Bestias! ¡Son unos bestias! ¡Miren que el gaucho... dueño del mineral! ¡Ja, ja, ja!

 

ÑO SE FUE.

— Un momento, amigos. No se trata de castigar solamente; hay que hacer justicia. ¡Guardar los cuchillos! (Lo hacen). Mira, gringo tal por cual, te acodái cómo llegaste aquí, parecíai gallo peliaor, coloriando por falta de plumas.

 

EL GRINGO.

— ¡Yo peleo contra todos!

 

EL SUAVE.

— Aguántate en la bayona, buen mozo. Vos no sabís vivir; tu obligación de hombre —si fueras hombre— era respetar lo que los demás respetan.

A la ciudad que fueres, haz lo que vieres. Ahora, yo te voy a demostrar —como podría hacerlo cualquiera aquí—que no resistís un golpe. ¡Ya!, encáchate, ármate, pórtate como un hombre; ya que tenís tan larga la lengua. (El yanqui se pone en facha. El Suave lo tiende de un golpe. Todos ríen). Amigos, estos gringos se figuran que porque son rucios son más que nosotros. No hay que aflojar nunca, que nunca nadie le gane al chileno a trabajar ni a peliar, ¿ah?

 

UNO.

—S'está haciendo leso pa que no lo castiguemos. ¡Mató el gaucho, merece la muerte!

 

ÑO SE FUE.

— Nosotros no podimos matar a un hombre indefenso que no tiene más que la lengua; que lo azoten y que lo echen... Consideren que ha de tener una madre, una hermana, tal vez una novia que lo esperan; que no se diga que nosotros habimos hecho alguna vez llorar a una mujer. (Lo arrastran al interior y lo azotan. El yanqui grita y jura, los mineros se ríen).

 

VOCES.

— Hagámoslo bailar. Baila, gringo.

 

VOCES.

— ¡Si no bailái te entierro dos varas de cuchillo!

 

(Silencio. Sale uno trayendo el gaucho, que es pajarito del tamaño de una diuca. Todos lo rodean, descubiertos. Lo ponen sobre un catafalco y desfilan tristemente).

 

ÑO SE FUE.

— Esto traerá desgracia. Yo no sé lo que pasará, pero será algo malo. Tan bien qu'estábamos y tuvo que meter su cola el diablo...

 

EL SUAVE.

— ¡El diablo no! ¡Yo creo que lo que interviene es la justicia de Dios!

 

(Se oscurece la escena y aparece el cuadro 2. En escena, El Cerro Alto y La Risueña. Él, tendido sobre una cama, pero con ropa).

 

EL CERRO ALTO.

— Risueña, tenís muy güena mano; ya no me molestan las herías. Hace tiempo que me siento bien; pero no quería decírtelo porque...

 

LA RISUEÑA.

— ¿Por qué?

 

EL CERRO ALTO.

— No quería que te juerai. Soi tan amable, tan simpática. Mira, después de mi madre, vos soi Púnica mujer que se ha acercao a mí, así..., con suavidad ¿Cómo te diría? Oye, nosotros los mineros venimos de cualquier parte, venimos a'venturar, a trabajar en cualquier cosa, a vivir como venga y a morir del mesmo moo. Agarramos una mujer sin mirarla, como se toma un trago, y así la botamos, sin saber cómo es... güena o mala... ¿Entendís?

 

LA RISUEÑA.

— Güena o mala... ¿Yo, cómo seré?

 

EL CERRO ALTO.

— Decime, primero, ¿por qué me cuidaste, aborreciéndome como me aborrecíai? ¿Por qué te queaste a mi lao hasta agora?

 

LA RISUEÑA.

— Porque... estabai bandiao y... solo...Porque... yo no sé por qué te cuidé, ni entiendo la pena que me llenó cuando te dejaron tan a mal traer...

 

EL CERRO ALTO.

— Es que vos soi güena. Soi una santa, zamba. Si a mí, que t'hei hecho tanto daño, me habís cuidao así, ¿cómo habríai tratao a uno que te hubiera querío? Mira, le agradezco al Suave que me haya bajao a plan, porque si no... no te hubiera conocío... no nos hubiéramos conocío...

 

LA RISUEÑA.

— ¡Qué hombronazo es El Suave! ¿No podríai vos ser parecío a él? Tenís la fuerza, te respetan, y si no fuerai tan aguapao, tan perro, te querrían...

 

EL CERRO ALTO.

— Soy malo, yo, Risueña. Tenía de vos una idea mala. Esa noche te quería tener... y después —de puro gusto— tirarte a un pique muerto. Tenía ganas de hacerte peazos. Pa mí, esa noche, valíai menos que un... perro. El diablo se me había metío aentro, el diablo. (Pausa). Risueña, mi chica güena, perdóname.

 

LA RISUEÑA.

— Pídele perdón a Dios. Yo no tengo que perdonarte. A mí nadie me ha tratao en otra forma... Toos han querío jugar conmigo; toas han querío mi pobre cuerpo; pero nadie me ha traído amor... Hei sío como... como los perros perdíos. Nadie ha querío entender que soy una mujer con sentimientos, que sé sufrir y también... querer, y que... merezco que me quieran. De chiquitita me han tratao así. A mí me han hecho llorar mucho... Las únicas personas que en este mundo me han defendío han sío la Carmen y El Suave. (Pausa). Agora que ya'stás güeno me iré.

Vos saldrís al trabajo y yo me volveré otra vez al despacho a servir de juguete a los mineros..., a terminar en un pique muerto o de una puñalá. (Llora). Adiós.

 

EL CERRO ALTO.

— Risueña, no me dejís. Yo no podría vivir sin vos; te tengo en el pensamiento, en la sangre te llevo. Siento una pena tan grande de haberte ofendío..., no la comprendís vos... Pienso qu'estando a mi lao, no volveré a ser malo. ¿Entendís? ¡Quédate conmigo, trata de perdonarme y de quererme! Yo no te prometo na; no tengo qué prometerte...Vos sabís cómo es la vía; pero... oye... ¿Tas llorando? ¿Te duele lo que te digo?

 

LA RISUEÑA.

— ¿Dolerme? No, es que es la primera vez que oigo palabras así. Es la primera vez que alguien desea estar conmigo y defenderme. Es la primera vez que una persona cree que me quiere...

 

EL CERRO ALTO.

— Yo siento que te quiero, que te querré siempre...

 

LA RISUEÑA.

— Cerro, aunqu'stís mintiendo, aunque me botís después a un pique o me dejís en el desierto, hei de vivir con vos, queriéndote como no te querrá nadie, porque vos, que no serís ya matón, serís mío. Habís cambiao por causa mía... El otro... el otro se queó jugando a la pulgá de sangre. ¡Este es el hombre mío! (Se abrazan).

 

EL CERRO ALTO.

— ¡Qué liviano me siento! ¡Correría, jugaría con vos al pillarse..., andaría por los caminos hasta cansarme! ¡Te llevaría en brazos toa la vía y te besaría tanto! ¡Risueña, me tenís embrujao! ¡No sabía yo que la bondá era tan güena! ¡No sospechaba que la mujer era otra cosa; no se me ocurría que en la vía tamién se podía querer! (Se abrazan y se retiran mis-chas veces, riendo como niños).

 

LA RISUEÑA.

— Esta noticia se la vamos a dar, pero ya, a la Carmen. ¿No te parece?

 

EL CERRO ALTO.

— ¡Pero claro! Y después a trabajar. Me imagino que agora que te tengo a vos, me costaría mucho bajar a la mina tan oscura y tan odiosa. ¿No será la mina la que nos enturbia los pensamientos?

 

LA RISUEÑA.

—Si es cierto que me querís, me vas a ver en toas partes. ¡En toas partes estaré yo llamándote mi grandote, mi hombre, mi cariño!

 

EL CERRO ALTO.

— Mi chiquilla, mi mujercita, mi amor. Oye. ¿Vai a creer? Tengo ganas de cantar y de llorar... y me da vergüenza. Tengo algo como una pena; pero que no es una pena. Háceme cariño, pa no llorar, o... pa llorar más bonito...

 

LA RISUEÑA.

— Figúrate que soy tuya, y que me llevái en el corazón, que el corazón es un pique que si se llena de lágrimas me ahogará, ¿ah? Llévame con cuidaíto, como te llevó tu madre, como llevaremos al hijo que nos dará nuestro amor. Llévame así, con alegría..., con alegría y sin preocuparte, con la seguridá que, grandote y too, yo tamién te tengo entero en mi corazoncito chiquito que vos decís qu'es de avecita...

 

EL CERRO ALTO.

— ¡Risueña! (Nuevos abrazos).

 

LA RISUEÑA.

— ¿Sabís que agora me moriría de gusto?

 

EL CERRO ALTO.

— Ya me querís dejar... Si te morís, te juro que te doy la primera calda. (Abrazo y cuadro).

 

(Se hace otra vez oscuro y aparece el cuadro 3 visto a través del transparente. Representa, como se ha dicho, el despacho de bebidas y otras cosas de Don Patricio, es decir, es un fragmento de la escena del primer acto. En escena, la Carmen y La Planchada).

 

LA CARMEN.

— Vos vai a terminar con la tanda de Gabino Atienza, ¿no? Yo no necesito su plata. Ni creo que tu patrón tenga derecho a negociarme a mí... ¿Lo entendís? Ni quiero que vos me hablís pa güeno ni pa malo... ¿No te habís desengañao, asquerosa, de que te tengo asco?

 

LA PLANCHADA.

— Adiós, Virgen Marida... Cómo seríai si no te conocieran... Te han visto muchas veces así como la sota, en las carpetas. Se hace la que no quiebra ni un güevo, mirenlá, ¿no digo yo?

 

LA CARMEN.

— Soy lo que soy; ni lo que haya sío ni lo que seré le importa a nadie. Pueo ser de quien se me ocurra, que no dé plata como Gabino Atienza, ¿entendís? No negoceo con amor, no lo hei hecho ni lo haré... Por cariño, lo que Dios disponga..., la vía, ¡too! Pero pa qué te hablo a vos de cariño...

 

LA PLANCHADA.

— El cariño es como un dulce que pone malo el estómago... Vos, zamba, debíai de ser menos pasá por agua tibia, y tamién habíai de comprender que aquí tai frita. Aquí tenís que dentrar por onde te lo ordenen los que te mandan. Yo no diré más esta boca es mía, pero te vai a acordar de mí. Aquí, como en todas partes, m'hijita, manda la plata y no hay más.

 

(Aparece Don Patricio dando muestras de una gran furia, y se queda mirando a la Carmen detenidamente).

 

DON PATRICIO.

—¿Qué te parece lo que m'hiciste? ¡Contesta!

 

LA CARMEN.

— ¿Qué l'hei hecho yo?

 

DON PATRICIO.

— ¿Te querís hacer lesa? ¿De manera que no sabís la chanchá que m'hiciste? ¡Zamba canalla, zamba intrusa! ¿Te habís olvidao quién soy yo? ¿No sabís que conmigo no se juega nadie?

 

LA CARMEN.

— Sé muchas cosas de usté, muchas...

 

DON PATRICIO.

— ¿Me querís amenazar?

 

LA PLANCHADA.

— Esta tiene ganas que le pase una mano.

 

LA CARMEN.

— ¿Por qué me dicen tantas cosas? ¿No hei trabajan hasta quear rendía? ¿No hei sío condescendiente hasta con los rotos más asquerosos pa que hagan su negocio? ¿Qué más quieren que haga?   

 

DON PATRICIO.

— Bendito sea Diós. Mirenlá cómo se hace la chiquitita... Dígame, ¿es cierto o no que usté declaró ante el juez que yo había estafao a Cárdenas..., ah?

 

LA CARMEN.

— ¿Y no es verdá?

 

LA PLANCHADA.

— Y a vos, zamba canalla, te hacía cominillo... Intrusa, te mataría sin asco...

 

LA CARMEN.

— Podría darles vergüenza... ¡ladrones!

 

LA PLANCHADA.

— Soi como las quiltras... Cárdenas te menió la cola.

 

DON PATRICIO.

— Dejalá, si la Carmelita es muy razonable y muy güena amiga mía. ¿No es cierto? (La Carmen lo mira sin expresión). ¿No es cierto que si yo le pido un servicio me lo hace?

 

LA CARMEN.

— Según y cómo.

 

DON PATRICIO.

— Usté se da cuenta que su lesera, o su declaración, me ha hecho daño, ¿no? Güeno, yo quiero que vaya otra vez onde el juez y le diga que por enojo, por irreflexión, en fin, declaró en contra mía..., ¿ah?

 

LA CARMEN.

— ¿Que yo vaya a desmentir lo que declaré por propia voluntá; que yo vaya a mentir pa que un canalla haga negocio? ¡Nunca en la vía, antes me muero!

 

LA PLANCHADA.

— Debíai cortarle la lengua pa que aprendiera.

 

LA CARMEN.

— ¿Y por qué no me la cortan? Si lo hicieran, si me despresaran, creo que hasta el último peacito de mi cuerpo gritaría la verdá. ¡Y si Cárdenas viniera y los matara corno perros, haría bien!

 

DON PATRICIO.

(Saca su revólver) Entonces quiere decir que como usté no quiere entender lo que le conviene, me veré obligao a castigarla. ¡Mira! A sangre fría te voy a agujerear el cuerpo por estúpida; aquí va a terminar tu carrera de buena moza. ¿Querís ser dueñ'e mina, no? Cuando Cárdenas recobre la mina vai a dentrar de millonaria... Muy bonito, muy bonito... Tonta infeliz, debíai mirarte al espejo y mmmmmm.

 

LA CARMEN.

— Yo no tengo ningún interés en esa mina, ni en la plata de nadie; vivo de mi trabajo y de él seguiré viviendo. A la vía... a la vía le tengo odio; el que me matare me hará un favor. Pero aquí no hay quién lo haga. ¡Hasta pa matar a una mujer hace falta un hombre!

 

DON PATRICIO.

(Amartillando el arma, se acerca hasta tocarle el busto) Al infierno vai a ir a dar con tu terquedá inútil... Antes de terminar con vos, dime, ¿te vai a retractar?

 

LA CARMEN.

— ¡No!

 

DON PATRICIO.

— ¡Que disparo!

 

LA CARMEN.

— Y pa qué me lo dice a mí... ¡Ladrón!

 

DON PATRICIO.

— Encomiéndate a Dios.

 

LA CARMEN.

— Él sabe la verdá. Él sabrá volver tosca la plata o llenar de agua los piques. ¡Muera yo, pero que se cumpla su justicia! (Cuando Don Patricio resuelve fríamente disparar, entra Gabino Atienza).

 

ATIENZA.

— Hermano Patricio, no se acrimine sin necesidá. Usté sabe que esta zamba es cosa mía. Si por causa de la mentira que le dijo al juez lo embroman a usté, yo le doy la plata que se le ocurra; pero ella ende este momento corre de mi cuenta. Yo la voy a'mansar. Conmigo no se juega. Bestias más chúcaras me han ligao. Tome, cuente lo que hay en este saquito. (Le da plata, que Don Patricio recibe). Cuente, too pa usté. Toy encaprichao con ese espina. Déjemela a mí...

 

DON PATRICIO.

— Usté la salva, mi amigo. Zamba cochina, da las gracias a mi amigo que librái el pellejo.

 

LA CARMEN.

— ¡Prefiero la muerte! ¡Cochinos! ¡Más asco le tengo al tal Atienza! ¡Grosero! Pa esto ganan plata... Pión ayer, millonario hoy, borracho toos los días, inventando vicios, inventando la manera de gastar la plata, de limosnero terminará ¡como toos! ¡Plata maldecía! La ganan sólo pa hundirse en los vicios, sin una idea güena, de trabajo ni de caridá. Vicio, vicio, maldición... Aparta. ¡Un perro estúpido no tocará jamás mi cuerpo!

 

ATIENZA.

— Lo vai a ver. (La toma, hay una lucha terrible. Ella se defiende ferozmente logrando derribar a Atienza. Intervienen a favor de éste La Planchada y Don Patricio, que consiguen reducirla a la impotencia. Atienza la arrastra hasta la puerta; pero en este momento se presentan La Risueña con El Cerro Alto).

 

LA RISUEÑA.

— ¡Carmen! ¡Pa ónde la llevan!

 

LA CARMEN.

— ¡Risueña! ¡Cerro!

 

EL CERRO ALTO.

(Arrebatándole la niña a Atienza y derribándolo de un golpe) ¡Ya, don Gabino, qué le pasa!

 

DON PATRICIO.

(Apuntándole) ¡Los intrusos p'afuera!

 

LA RISUEÑA.

— ¡Con arma, no! ¡Asesino! (Salta rápidamente y se coge al cuerpo de Don Patricio que, desconcertado, pierde la dirección y dispara al vacío).

 

LA CARMEN.

— ¡Mataor! ¡Me han vendío a este hombre, me han vendío como a una res!

 

EL CERRO ALTO.

(Con mucha ligereza ha desarmado a Don Patricio) ¡Tan lindo! Cómo juega a los balazos. (Procede mientras habla). ¡Tan lindo! (Atienza y La Planchada escapan, entretanto, intimidados).

 

LA CARMEN.

— ¡Cerro! ¡Gracias! No l'hubiera creído nunca...

 

EL CERRO ALTO.

— Qué le vamos a hacer, algún día tenía yo que hacerlo bien...

 

LA RISUEÑA.

— Vive conmigo, yo vivo con él agora... ¡Es güeno, es güeno agora!

 

EL CERRO ALTO.

— Por causa de ustedes creo que me voy a ir al Cielo...

 

LA CARMEN.

— Llévenme pa la mina; allá'stan El Suave y Juan... Con ellos quiero estar. Llévenme.

 

EL CERRO ALTO.

— Altirito pues, al sordo le han dicho. Vamos, hoy la mina'stará de fiesta... Allá lo esperamos, Don Patri, usté dirá cuándo se va a lavar. (Se apodera del revólver).

 

LA RISUEÑA.

— Carmencita, cierto es que nos han pasao hartas cosas malas; pero tengo fe en que too ha de cambiar. Creo firmemente que nosotras tamién tenimos derecho a la felicidá...

 

LA CARMEN.

— Yo tamién lo creo. Busquemos el camino, vamos hacia la felicidá, ¡vamos!

(Se oscurece el teatro y vuelve al primer cuadro. En escena, Juan, El Chicharra; Pedro, El Suave; Ño Se Fue y otros mineros).

 

ÑO SE FUE.

— Cierto es que el negocio de Meneses y Don Patricio es mal habío; pero la mina... la mina es de los trabajadores. No puee Dios —sin cometer injusticia— arruinar la mina pa castigar a dos pícaros que no valen el perjuicio que sufrirán más de un ciento de hombres.

 

EL CHICHARRA.

— Pero ¿es bien verdá que cuando se muere el gaucho se acaba la mina?

 

ÑO SE FUE.

— Siempre ha ocurrío así. Pasa como cuando canta el chuncho... Vos sabís el versito:

El chuncho canta

y el indio muere,

no será cierto,

pero sucede.

Misterios son éstos en los que no los debimos de meter.

 

EL SUAVE.

— Como nosotros no tenimos derecho a mezclarnos en los designios del destino, debemos seguir lo que se acostumbra en estos casos. Dicen que si una mujer baja...

 

UN MINERO (Lo interrumpe).

— ¡No, la mujer no! Una mujer arruinará pa siempre la mina. Se ha visto tantas veces...

 

ÑO SE FUE.

— Tenís razón, si una mujer bajara a la mina, se terminarían altirito las labores.

 

EL SUAVE.

— Pero déjenme terminar. Digo que ha sío práctica que una mujer virgen baje al pique a enterrar el gaucho. No hay amigo que valga si no tiene como elemento a la mujer, sea como sea.

 

UN MINERO.

— Una virgen... y de aónde la vamos a sacar...

 

EL SUAVE.

— Dios la mandará. (Se oye ruido y aparecen la Carmen, La Risueña y El Cerro Alto).

 

EL CERRO ALTO.

— Buenas noches, compañeros.

 

TODOS.

— ¡Cerro Alto! ¡Bienvenío!

 

EL CHICHARRA.

— ¿Carmen, Risueña? ¿Cómo por aquí?

 

LA CARMEN.

— Vos lo habís de ver.

 

EL CHICHARRA.

— ¿Están güenas?

 

LA CARMEN.

— Con el favor de Dios.

 

LA RISUEÑA.

— Y llegamos aquí pidiendo amparo.

 

EL SUAVE.

— ¿Qué ha pasao?

 

EL CERRO ALTO.

— Las cosas más sabrosas. La Carmen declaró a favor de Cárdenas, y Don Patricio, que está como si le hubieran echao ají, le quiso hacer una chanchá a la Carmen, y tuvimos que envelarlas p'acá.

 

EL SUAVE.

— La Carmen declaró....

 

LA CARMEN.

— Yo fui la única; los demás le dan el favor a Don Patricio. Yo le dije tamién al juez que toos eran unos vendíos. Si declararan hombres, la cosa cambiaría.

 

EL SUAVE.

— Yo tamién conoze r esa encartá. El Chicharra y yo podimos declarar.

 

UN MINERO.

— Muchos podimos declarar.

 

ÑO SE FUE.

— Entonces se pensó y se hizo Ayudemos a la justicia.

 

TODOS.

— ¡Ayudemos a la justicia!

 

EL SUAVE.

— Me doy a santo que se haya librao esta chiquilla.

 

LA CARMEN.

— Si no hubiera sío por El Cerro...

 

EL CERRO ALTO.

— Me tocó ponerle un poquito e pólvora.

 

LA RISUEÑA.

— Agora El Cerro es buen hombre.

 

ÑO SE FUE.

— Si vos lo decís... (Risas. Sale el Mayordomo).

 

EL SUAVE.

— Señor, usté sabe lo que pasó en la cuestión del gauch...

 

EL MAYORDOMO.

— Nos van a formar un alboroto del porte de un cerro. El Gringo dice que irá a Valparaíso a reclamarle a su cónsul. Pero lo hecho bien hecho está.

 

UN MINERO.

— Si le hubiéramos partío la guatita no andaría formando alboroto. Si la cosa es dejarlos callaítos; los muertos son muy discretos.

 

EL MAYORDOMO.

— Hay que enterrar el gaucho. Necesitamos una mujer que no haya pecao.

 

EL SUAVE.

— Ha de ser una mujer la que entierre el gaucho, una mujer que no haya pecao con hombre, ¿entienden? Porque hay mujeres con las que los hombres han pecao no más..., ¿entienden? Yo propongo a la Carmen.

 

LA CARMEN.

— ¡A mí! (Rumor de desaprobación).

 

EL SUAVE.

— Amigos, déjenme seguir, se trata de salvar la mina. Seguramente, la Carmen no es una virgen; pero nadie podría asegurar que es una pecadora. No es una virgen como las que califican así, es una mujer que ha exprimío la vía, que ha sufrío más que toos nosotros, y que se conserva buena e íntegra a través de mil trabajos. Ha pasao por el mundo sin contagiarse, ha pasao por el infierno sin quemarse, la han herío toas las malas palabras, la han acechao el dinero y la fuerza, y no se ha perdío, ha llegado a ser lo que podemos llamar una mujer completa, que sufriendo ha aprendío a ser buena y a vivir. Ella, que es capaz de dar la vía por lo que sea güeno, es como un ejemplo pa nosotros, que vivimos del dolor y del sacrificio, y que jugamos y peliamos y... muchas cosas más. ¿Quién no le rompería el alma al que le asegurase que no era honrá? A ella, que es nuestro equivalente, debemos defenderla y proclamarla. Es honrá, güena y pura, con la pureza del dolor que engendran el sufrimiento y la esperanza, que es un dolor mayor. Ellá puee ser la virgen, como lo es pa los católicos la Virgen, que tuvo un hijo. Propongo que ella baje.

 

EL MAYORDOMO.

— Que baje.

 

TODOS.

— ¡Que baje!

 

LA CARMEN.

(Profundamente emocionada) No soy na más que una mujer pecaora. Ustedes saben que una no es más que lo que la dejan ser; pero sí tengo la certeza de no ser mala y que los quiero mucho por hombres y por fatales. Porque es una fatalidá trabajar hasta morir pa que otros hagan fortuna, y no lograr sino lo que es desagradable. Con la fe más inmensa en Dios y en mi madre y en la vía, bajaré al pique.

 

(Sigue un gran silencio. Toma la avecita y se va, seguida de todos los mineros descubiertos e inclinados por la bocamina. También la sigue La Risueña. El acto es solemne. Después de una pausa que aproxima más el crepúsculo, se oyen gritos seguidos de un tiroteo. Juega el transparente y por entre una luz roja pálida se ve la escena, que es una lucha a muerte entre Cárdenas, Meneses y Don Patricio. Meneses cae muerto. Cárdenas lo hiere desde un parapeto de rocas, es a su vez herido por Don Patricio, que recibe un tiro de Cárdenas, que ha caído y es ayudado por otro personaje que lo saca de escena. Don Patricio trata de aproximarse arrastrándose a la escena de primer término, oscura ahora. El cielo se cubre de astros. Se da la luz al cuadro anterior, Don Patricio aparece trabajosamente y se arrastra hacia las tiendas de los mineros, dejando un rastro de sangre. Aparecen los personajes de la escena anterior. Escena a toda luz).

 

EL MAYORDOMO.

— Amigos, por aquí acaba de pasar la muerte. Vamos a ver quién es. El que sepa curar heridas que me acompañe.

 

LA RISUEÑA.

— Yo, señor, entiendo algo.

 

EL CERRO ALTO.

— Manos de ángel tiene. (Todos los mineros siguen, con excepción de El Suave, la Carmen y El Chicharra, que se quedan en silencio contemplando la noche. Al foro se advierten los contornos de los cerros mineralógicos. Sombra en la escena, reflectores sobre los personajes, luz en las montañas).

 

EL CHICHARRA.

— Los ricos no sufren.

 

EL SUAVE.

— Sufre todo el mundo.

 

EL CHICHARRA.

— Cualquiera puede hallar una mina, y no volver a sufrir de hambre y desnudez.

 

LA CARMEN.

— Con la riqueza se puee hacer mucho bien.

 

EL CHICHARRA.

— ¿Vos, Suave, conocís toos los caminos, los ojos de agua y los derroteros de esta tierra?

 

EL SUAVE.

— Yo soy... dicen que buen catiaor; soy medio chango. Conozco bien esto.

 

EL CHICHARRA.

— ¿Y no habís buscao minas?

 

EL SUAVE.

— ¿Pa qué? La plata no m'interesa.

 

LA CARMEN.

—Con la riqueza se puee hacer mucho bien. Si una tiene plata nadie l'atropella. Se puee vivir como se quiera.

 

EL SUAVE.

— A mí no m'interesan la riqueza ni la vía. No me mato porque el sufrimiento me es indiferente. No me divierto porque la manera corriente de hacerlo me parece miserable; me retiraría del trabajo si no tuviera necesidá de moverme; pero me arrastran las cosas que llevan a los demás

 

LA CARMEN.

— ¿No te interesa… ni el amor?

 

EL SUAVE.

— ¿El amor? Tal vez. ¿Pero aónde está el amor? La mujer se acerca al hombre na más que p'hacerlo instrumento de sus deseos. Se le entrega, no por él, sino por ella, y toa la vía está tirándolo de la rienda —el que se une a una mujer hace el papel de animal amaestrao nomás—. Digo que lo tira de la rienda hasta que lo doblega por completo. Cierto es que algunas veces cae en la demanda; pero generalmente vence. Los hijos, a los que uno quiere tanto, son cadenas definitivas en esta tragedia de la vía...

 

LA CARMEN.

— Me hace daño oírte estas palabras a vos que soi tan güeno.

 

EL SUAVE.

— Viviendo hei visto mucho. Viajando por mares y tierras desconocías, sufriendo y creyendo aquí y allá, me fui haciendo duro. Volví y me recibió el amor, ese amor que engaña. Por esa razón no tengo interés en na. Soy güeno porque es más cómodo. Al desierto me lancé no a buscar riquezas, quise encontrar la muerte, y como la muerte es mujer, tamién se m'escondió. ¡Soy güeno, no por bondá, sino porque es más ventajoso que ser malo!

 

LA CARMEN.

— Nadie hay que sea más bondadoso que vos; nadie es mejor que vos... Tus palabras revelan dolor, desengaño, rencor, pero tu vía es toa bondá. (Pausa. Pasan grandes pájaros que ensombrecen el cielo).

 

EL CHICHARRA.

— ¿Oyen? ¿Oyen? Es algo como una música que viniera de lejos, ¿oyen? (En efecto, inunda el momento la música de un órgano lejano que se va acercando en relación con las necesidades de la acción. Se iluminan las cimas de las montañas como si ardieran. La música crece, unas letras de oro se graban sobre los cerros). ¿Oyen? ¡Hablan! Los derroteros hablan. En estas montañas está la riqueza. La riqueza nos llama.

 

LA CARMEN.

— ¡La riqueza nos llama..., la riqueza nos llama!

 

EL SUAVE.

— Tamién podría ser la muerte. (Aparece el siguiente texto impreso en los cerros:

"Son oscuros y ocultos los caminos; la muerte acecha en cada detalle; pero al final está la riqueza, la riqueza que es el poder, la felicidad; todo lo que el ser humano puede soñar, todo lo fino, todo lo grande, todo lo bueno, lo absurdo, lo horrible. ¡Todo! ¡Todo lo da la riqueza!")

 

EL CHICHARRA.

— Todo lo da la riqueza. (Cambian de forma los cerros, las grandes rocas parecen huir.

Impreso en las rocas: "El fondo del mar tiene poder para el audaz; para el emprendedor, el centro de la tierra guarda sus metales preciosos; para el triunfador son los besos embriagantes y los finos perfumes y los exquisitos manjares. La vida puede beberse de un sorbo; fugaz es la dicha, busquémosla, todos podemos encontrarla; seamos felices antes de morir".

La música es suave como un canto de amor.

Viento de las riberas.

Sobrevienen hoscas tinieblas; el órgano imita la tempestad, y la tempestad envuelve las cimas, ahora tenebrosas.

Impreso en las tinieblas: "Si la tempestad nos aplasta, la muerte nos sorprende; si caemos luchando, habremos cumplido con nuestro destino, que es el de morir. Estamos señalados por la muerte, pero antes que nos reclame debemos vivir. ¿Es más muerte la de la guerra y la aventura, la del desierto el naufragio, la del patíbulo o de la desesperación, que la del blando lecho rodeado de amigos?

No: la muerte tiene un solo gesto. Vamos a luchar, afrontémoslo todo para ser poderosos. Llevamos en nosotros el triunfo y la derrota. Somos jugadores del destino. ¡Tiremos el dado, luchemos!")

 

EL CHICHARRA.

— ¡Somos jugadores del destino! ¡Jugadores del destino!

 

(Luces de diversos colores marcan la lejanía. Los cerros toman formas diversas, la música sigue, los personajes están como fascinados.

Impreso en los cerros: "Estamos en el centro de la desgracia, que es oscura como la noche y tiene garras de fiera. Escapemos de la desgracia. Los derroteros están abiertos. Ellos dicen: Venid para entregaros la riqueza y la fama, y con ellos la felicidad. Los derroteros llaman, la suerte está oculta, pero también llama; nunca los inertes podrán encontrarla; sólo son hombres los que andan, piensan y obran. ¡Marchemos, el porvenir corre delante de nosotros, venzámoslo ".

La visión desaparece).

 

EL CHICHARRA.

—No sé si estoy loco o embrujao; pero oí cantar los derroteros, oí hablar los caminos. Yo iré a luchar, no quiero ser más pobre ni miserable. No quiero enriquecer con mi esfuerzo a nadie más. Seré rico para ti, Carmen, para ti, para mí y para todos los demás.

 

LA CARMEN.

— ¡Seremos ricos!

 

EL SUAVE.

— Como yo te quiero mucho y sé que en la aventura morirías si fueras solo, te acompañaré. El desierto me ha mordío, pero me conoce. ¡Iremos juntos!

 

EL CHICHARRA.

— ¡Y seremos ricos y felices!

 

LA CARMEN.

— ¡Probaremos que la riqueza puede ser una bendición.

 

 

ETAPA TERCERA

 

El de profundis del desierto

 

Cuadro Primero

 

El derrotero

 

Todo orden de montañas calvas y agresivas que se alejan hasta las más remotas lejanías azules, un tanto más oscuras que el cielo diáfano sin nubes, inmóvil como un gran espejo de turquesa. Un sendero que se retuerce prisionero entre las quebradas rocosas, y que es más bien un tajo dado en las moles, viene desde el fondo y avanza hasta la escena. Dibujados sobre las cimas se ven caminos o rutas angostísimos que como cuerdas ahorcan los cerros, se descuelgan hacia los abismos o se resuelven en zigzagueos arbitrarios.

Los pedreros de la escena son altos y de diversas estructuras; dan la idea de ser superposiciones de piedras preciosas inmensas; diríase que forman el pórtico de la más fantástica leyenda, donde la imaginación árabe no ha logrado penetrar: El suelo gris formado de arena. Grandes aves oscuras atraviesan de vez en vez el espacio, perdiéndose detrás de las cimas. El silencio sería sagrado si no fuera angustiante.

 

VOZ DEL SUAVE.

— Deja las mulas al abrigo. Entremos por este cajón, pueda ser que encontremos por'onde salir. (Asomándose a la escena). Oye, mira. ¡Es aquí! ¡Aquí!

 

EL CHICHARRA.

— ¿Qué hay aquí?

 

EL SUAVE.

— Un ojo de agua. Esta es la quebrá que la llaman de los sueños. Esto es lo más bonito que hay en el mundo; pero no hay que dormir aquí.... no hay que dormir.

 

(Aparecen El Suave y El Chicharra. El Suave examina la arena, llevándosela a la boca; se orienta, mirando a todas partes, y avanza hacia el muro rocoso de la izquierda y, después de examinar ávidamente un sitio dado, se alza y deja caer los brazos con desaliento. Luego sonríe y se acerca a El Chicharra, que espera angustiado. Sus trajes están ahora destrozados, crecidas las barbas y los cabellos. Greñudos y sombríos, parecen montones de arena o rocas que caminaran).

 

EL CHICHARRA.

— ¿No hay agua?

 

EL SUAVE.

— No. Se secó. Antes había agua aquí. Se ven demostraciones. Yo lo sabía porque los viejos que pasaron antes me lo habían dicho...

 

EL CHICHARRA.

— ¿Y ahora qué haremos?

 

EL SUAVE.

— Buscar la huella; no nos quea otra.

 

EL CHICHARRA.

— Me muero de cansancio. (Avanza hasta primer término). ¡Qué piedras más lindas!

 

EL SUAVE.

— Son piedras preciosas. No hay en el mundo riqueza mayor.

 

EL CHICHARRA.

— Carguemos las mulas volvamos. (Se acerca y trata de extraer una. Se oye un gran estrépito como el de un trueno)… ¿Qué es esto?

 

EL SUAVE (Consigo mismo).

— Era verdá, Tamién...

 

EL CHICHARRA.

—¿Qué era verdá?

 

EL SUAVE.

— Que este cerro defiende sus piedras, que aplasta a cuantos quieren llevárselas. Tamos metíos en un embúo, tenimos que salir, y luego.

 

EL CHICHARRA.

— Suave, tengo susto. Agora stoy seguro de que perdiste la huella. ¿Aónde iremos a dar?

 

EL SUAVE.

— Aonde llegan toos los mortales, ¡a la muerte!

EL CHICHARRA.

—¿Te querís burlar? Te seguí porque aseguraste que conocíai los caminos, y ahora... ya se va a acabar el agua... Ahora... ya no tengo esperanza de volver.

 

EL SUAVE.

— Los sufrimientos t'están oscureciendo la razón. Yo no quiero perder el rumbo, no quiero matarte, no me perdonaría jamás si te hiciera algún daño irreparable; pero si me hubiera perdío sin querer, ¿creís que amargándote e insultándome llegaría la huella? Vos me conocís a mí... ¿no?

 

EL CHICHARRA.

— Perdóname; pero es que...

 

EL SUAVE.

—Yo encontraré el camino. Sé qu'estamos cerca del más famoso derrotero que oculta el desierto.

Ahora hay que procurar salir adelante, y no hay más.

 

EL CHICHARRA.

— Ya no quiero la riqueza, ya no quiero na; sólo deseo volver atrás.

 

EL SUAVE.

— Sin haber encontrao el derrotero yo no volveré jamás...

 

EL CHICHARRA.

— Pero si too está en contra. Aquellos pájaros negros casi nos comieron cuando quisimos dentrar a la mina de los Campillay.

 

EL SUAVE.

— Esa riqueza espera su dueño. Las fuerzas misteriosas del desierto sólo acogen a los señalados por el destino. ¿Te acordái cuando dormimos con la cabeza puesta en un rodao de plata que era una riqueza fantástica?

 

EL CHICHARRA.

— Sí, me acuerdo. Despertamos al otro día centro de una cueva oscura y húmeda y no encontramos señales de mineral. Me parece que too lo bonito que se encuentra es puro sueño.

 

EL SUAVE.

— Pero muchos encuentran riquezas. Es que lo que se dice es cierto. Estos minerales están al cuidao de los brujos o de los genios del desierto. Yo hei tenío aquí muy grandes sorpresas. Una vez toa la caravana se moría de se, vino un cataclismo, ro-damos por una laera arenosa y nos encontramos en una vertiente que no conocía ningún baquiano. Otra vez nos atajaron unos pájaros y así pudimos capearle al tierral del desierto. Too es misterioso... los seres humanos somos muy poca cosa...

 

EL CHICHARRA.

—Suave, yo me volvería, tengo mucho mieo, tengo el espíritu asustao. Anoche se metieron en mi sueño los más terribles animales. Pájaros me picaron los ojos, me abrieron las entrañas, me destrozaron el cuerpo. Toas las noches hacen lo mesmo. Toy lleno de angustia, me voy deshaciendo poco a poco, y llegará el momento en que no tendré voluntá, caeré pa siempre o me volveré loco.

 

EL SUAVE.

— Un poco embromao es el asunto. Haga como yo, ríase de las visiones y del mieo. Las visiones se ríen, yo tamién me río. Y si me matan, que me maten... ¡Güena cosa, de harto me voy a perder!

 

EL CHICHARRA.

— Pero ¿buscarís la huella?

 

EL SUAVE.

— La buscaré mientras puea moverme. Tuavía quean dos o tres tragos de agua, tres días más de vida.

Las mulas bebieron, están bien conservás; lo demás... se arreglará por el camino, too es cuestión de ánimo.

Voy a explorar un poco, a ver si se me abren los ojos.

La huella'sta aquí, aquí mesmo; pero no la vimos... Yo sé que el derrotero que buscamos, y que se llama El Muro de Plata, está cerca de este abismo de las Piedras Preciosas. Hasta luego. Ruega por mí a l'ánima guachuchera...

(Cuando va a salir por la derecha, aparece por el foro El Hombre del Desierto. Es un hombre de edad indefinible, barbudo, recio, de estatura casi baja. Viste una chaqueta tejida con fibras de palmeras, unas botas inverosímiles y un sombrero también de palma).

 

EL HOMBRE.

— Buenos días.

 

EL SUAVE Y EL CHICHARRA.

— Güenos se los dé Dios.

 

EL HOMBRE.

— ¿Tiene agua la vertiente?

 

EL SUAVE.

— No.

 

EL HOMBRE.

— Qué malo está eso. Yo tengo necesidad de beber algo antes de emprender mi última jornada.

 

EL SUAVE.

(Mirándolo inquisidoramente) ¿Quién es usté?

 

EL HOMBRE.

— A mí me llaman el Hombre del Desierto (Sonríe). Dicen las leyendas que donde aparezco llega la muerte, que soy una especie de baquiano de ella. Pero no es así. No sé por qué me temen. Muchos, desesperados por el miedo, me han disparado tiros o arrojado sus boleadoras; pero no me han dado. .

 

EL SUAVE.

— ¡El Hombre del Desierto! ¡El Hombre del Desierto! Puede ser que lo que dice usté sea cierto; pero la verdá del cateador es que usté es algo fatal. Todos creen que usté anuncia las tempestades, los atierros..., y ha de ser también verdá que el desierto se librará de su maldición el día que usté muera. ¡Y me parece que sucederá ahora mismo, porque yo lo mataré! (Saca su cuchillo).

 

EL HOMBRE.

— No podría matarme, yo me defendería. Soy muy fuerte y no estoy extenuado como ustedes.

 

EL SUAVE.

— A mí le costará mucho vencerme. A mí me llaman El Suave y soy hombre de mucha historia.

 

EL HOMBRE.

—¿El Suave? Dicen que usté, mi amigo, fue un gran marino en la escuadra, el mejor explorador del desierto, el mejor tirador de cuchillo y el hombre más generoso. Dicen también que una mujer lo lanzó al desierto a buscar la muerte.

 

EL CHICHARRA.

— ¿A buscar la muerte?

 

EL SUAVE.

— Aburrío de esperarla, me vine al desierto.

 

EL HOMBRE.

— Una cosa parecida me precipitó a mí hacia la soledad.

 

EL SUAVE.

— No crea, Chicharra, que en este momento busque la muerte. (Pausa). Una mujer es una mujer.

No hay en el mundo como una mujer. Es cierto que una de ellas me lanzó al desierto; pero el desierto me enseñó a hombre. Es curioso... Buscando la muerte me di cuenta del valor de la vía...

 

EL HOMBRE.

— Cuente, amigo, su historia. Veo que ya es amigo mío, como lo son todos los que han sufrido de verdad. Cuente, amigo, acaso mañana habremos desaparecido.

 

EL SUAVE.

— No vale la pena. Las tragedias las hacemos nosotros mismos. Nosotros forjamos todo lo que nos pasa... Y somos tan imprevisores que al borde de la tumba nos reunimos pa contarnos cuentos.

 

EL HOMBRE.

— Que vea la muerte que no le tenemos miedo.

 

EL SUAVE.

— Esa mujer me la dio el mar y la tierra me la quitó, yo la salvé de un naufragio. Era alegre, simpática, dulce..., yo la había oído, pero no era su amigo... El fruto de quince años de trabajo llevaba yo en ese viaje. La encontré batallando con las olas; quise salvarla, sin perder mi oro, pero me di cuenta de que no era capaz. Debía para salvar mi fortuna dejarla a ella; arrojé sin vacilar el oro y me vi en posesión de una mujer tan amable, tan fina. Quise dejarla, pero me retuvo con mimos y lágrimas y con besos. Yo he sido siempre un niño y un creyente en busca del milagro... Me quedé con ella, fui su esposo, gocé infinitamente de la vida, y luego debí abandonarla para buscar la vida. Un día volví... y la encontré distrayéndose como saben hacerlo todas las mujeres. Mi primer impulso fue matarla..., pero se sobrepuso el hombre. La dejé sin decirle nada, sin que me viera, gozando del momento y con el sobresalto de la espera. A lo largo del tiempo he comprendido cuánto la quería...

 

EL HOMBRE.

— Lo mío es parecido; pero sin heroísmo. Yo, el Hombre del Desierto, la maté, la habría muerto mil veces.

 

EL SUAVE.

— Usté, Hombre del Desierto, convertío en fantasma de la muerte por causa de una mujer, quiere agua. Chicharra, divide el agua en tres raciones y dale una aquí, al amigo... Dios dispondrá después.

 

(Lo hacen, beben los tres, luego se miran en silencio en forma solemne y se dan las manos como quien se despide).

 

EL HOMBRE.

— ¡Con la facilidad que dan ustedes el agua que es la vida! Están perdidos, no saben lo que les ocurrirá mañana, o esta noche, y dan el agua. Yo he visto a dos amigos, que eran como hermanos, pelearse cruelmente por un sorbo de agua que finalmente ha caído al desierto. He visto a los sedientos crispados escarbando la arena en busca de agua. ¡No sabían que abrían su tumba! He visto a los piratas del desierto proceder con más crueldad que los buitres, con los exploradores que ellos mismos han perdido. Lo he visto todo y he debido callarme. Por eso dicen que yo aparezco momentos antes de la muerte.

 

EL SUAVE.

— Nosotros damos el agua y damos la vida, porque no nos hace mayor falta. Somos hijos del azar y hacia el azar vamos; hay una fuerza ajena en nosotros para conducirnos... En fin, a qué pensar más...

 

EL HOMBRE.

— Deseo con toda mi alma que les vaya bien; pero más me gustaría que estuvieran más allá de la pequeña ambición que pierde a la humanidad.

 

EL CHICHARRA.

— Nos esperan.

 

EL SUAVE.

— Todos los hombres están atados a un corazón.

 

EL HOMBRE.

— Ustedes buscan El Muro de Plata. Millares han pasado por aquí y nadie ha vuelto; los caminos del desierto son muy enredados. La arena es siempre enemiga, muy ancha la angustia, y la inquietud de volver se clava como una cuña de nostalgia en el corazón. ¡Cómo se envidia al mendigo y al animal de carga! El viento de la noche muerde siempre, los ruidos atontan, enloquecen, y las tempestades de tierra parecen estar forjadas por el polvo de las tumbas. Muchos han acopiado cantidades inmensas de metal; pero no han podido volver. Llenas de huesos y de secretos están las sendas. Este bolsito de piedras que constituye la riqueza más grande que se pueda soñar, es por las noches pestilente. Da libertad a un gas envenenado que asfixia con rapidez, y de día provoca el sueño. Pero no hay que dormirse. ¡El que se duerme, no despierta nunca más! Yo he tropezado con la riqueza, he dormido sobre los rodados; pero no quiero la plata. Rico y considerado fui; no quiero volver al mundo que me rechazó, que yo abandoné. Prefiero ser como las vizcachas, como los ratones...

 

EL SUAVE.

— Se m'ocurre que usté'sta más fregao que yo. Créame que celebro haberlo encontrado. Yo también, sin ser de una gran familia, recibí cierta educación; pero me avengo muy bien con los mineros porque son muy hombres. Soy como todos, aunque a veces me salga la conversación medio parecida a la de las personas decentes...

 

EL CHICHARRA.

— Siempre creí que vos erai otra cosa.

 

EL SUAVE.

— Como lo es la Carmen. Las guerras civiles le mataron sus padres y le incendiaron su casa; la vida se encargó después de ensuciarla y de traspasarla de amargura. Y son muchos los que caen empujados por un fracaso. Eso sí que callan, se adaptan y desaparecen. La vida aplasta y borra, de nada sirven los apellidos ni las noblezas; sólo el dolor es efectivo.

 

EL CHICHARRA.

— ¿Y aónde vive usté?

 

EL HOMBRE.

— ¿Yo? ¿No pasaron por un pequeño oasis donde hay una palmera? Allí vivo yo.

 

EL SUAVE.

— ¿Y a qué vino por acá?

 

EL HOMBRE.

— Un ramalazo de pena me lanzó de nuevo a buscar la muerte; pero, como siempre, acobardé. Y quiero llegar pronto a mi reparo, porque el viento negro va a venir luego y no quiero que me encuentre en el camino. ¡Sin darme cuenta me veo huyendo de la muerte que creí que venía buscando! (Pausa). El camino para El Muro de Plata pasa por una de estas montañas, no sé por cuál; pero creo que está cerca. Usté que es baquiano podrá encontrar la huella. Me duele mucho no poderles indicar dónde pueda haber un ojo de agua. (Se despide dándoles la mano). No se olviden de mí. Soy un ermitaño que no irá al cielo. (Se aleja hacia el foro por la quebradura de la montaña. Hay una pausa).

 

EL CHICHARRA.

— Suave, yo quisiera volverme. Vámonos con este hombre al oasis de la palmera.

 

EL SUAVE.

— ¿Qué le dirías a la Carmela? ¿No recuerdas que esa mujer lo espera todo de vos? ¿No te acuerdas que después de desear la riqueza se arrepintió y te pidió llorando que no vinieras? Por otra parte, yo gasté en la expedición todo cuanto tenía. Alimentos hay para dos meses; agua... sin duda encontraremos; estamos cerca de El Muro de Plata, ¿y querís que acobardemos? Si querís te volvís vos. Yo seguiré, no por ambición de riqueza, sino por instinto de pelea.

Yo encontraré El Muro de Plata aunque deba morir junto a él. Las mulas son nueve; llévate las que querái y todas las provisiones, y déjame aquí.

 

EL CHICHARRA.

— Vos sabís que yo me perdería...

 

EL SUAVE.

— Ese hombre del oasis puede servirte de guía. (Pausa). Resuélvete, mira que el tiempo pasa y debo encontrar la senda.

 

EL CHICHARRA.

— Iré con vos.

 

EL SUAVE.

— Estaré a tu lao hasta el último minuto, donde quiera que nos encontremos. (Le da la mano y luego un abrazo). Hasta luego. (Mutis derecha).

 

EL CHICHARRA.

(Lo sigue hasta que sale de la escena) Vuelve luego, hermano. (Pausa). Ya se perdió. Parece que se lo tragó l'arena. (Pausa). Me muero de cansancio y no pueo dormir aquí... Me parece que too es una cama muy grande. El alma daría yo por una cama... ¿Y por qué no me acostaré? ¿Qué importancia tendrá que no me levante más? ¿A quién le voy a hacer falta? A las mujeres no les importa el amor..., el amor que ellas quieren lo dan toos. (Pausa). Me caigo de cansancio... (Se sienta junto al muro del fondo). Parece que me dormiré... Ya se acabó..., ya me está comiendo el desierto... No siento el cuerpo... No veré más a mis padres ni el rancho, ni el estero... No tocaré más la guitarra, ni bailaré más... Ya no... ¡No..., no! ¡Yo no quiero dormir! ¡No quiero dormir! ¡No quiero morir!

(Trata de levantarse sin conseguirlo. Se arrastra hasta el límite derecho de la escena). ¡He de salir de aquí, he de salir de aquí! Tengo mieo d'estar solo...

El Suave no llegará nunca... Se lo tragará el desierto que escondió el camino. (Logra levantarse. Iluminado por el entusiasmo, grita). ¡El Muro de Plata! ¡Veo El Muro de Plata! ¡Allí s'enrea el sol, allí está la riqueza, allí, allí! ¡Voy corriendo! (Mientras habla y correspondiendo a su expresión, se ha hecho jugar el transparente y presentado El Muro de Plata. Luego, cuando él corre para salir, la escena vuelve. El Chicharra embiste al muro y cae; se da una vuelta y se queda allí. Pausa. Aparece El Suave, muy contento).

 

EL SUAVE.

— ¡Codeo! ¡Codeo! ¿A que está dumiendo? No es hombre de aventuras, usté, hermano. ¡Arriba, ya!

(Lo levanta). ¿Qué tiene en la frente?

 

EL CHICHARRA.

— No sé lo que me pasa. Mire, codeo, yo vi El Muro de Plata. Allí estaba, ¡allí!, ¿ve? Entonces corrí a encontrarlo y me di ¡qué medio cabezazo! en las piedras. Y aquí me tiene. Los brujos hacen lo que quieren conmigo. Lo mejor sería que me matara...

 

EL SUAVE.

— ¡Cómo se le ocurre, hermano, por la santa! Le vengo a decir que acabo de encontrar la huella. Esta noche dormiremos amparaos por El Muro de Plata... Vaya y saque de las alforjas un poco de harina o charqui; comeremos aquí mesmo y altiro emprenderemos la marcha.

 

EL CHICHARRA.

— Ta bien, codeo. (Obedece. El Suave contempla el panorama, se palpa las piernas y la cabeza, haciendo a continuación demostraciones de honda fatiga. Entra El Chicharra, trayendo los comestibles)...

 

EL SUAVE (Repartiendo las raciones).

— ¡Qué lástima qu'el charqui, que tan güeno es pal hambre, no se le puea poner al prepararlo un traguito de agua! (El Chicharra come sin contestar ni con el gesto. Hay tristeza en su faz). Si no encontramos agua después de comer esta carne salá, nuestra muerte sería como la de las princesas emparedás de los cuentos... ¿Qué te parece? A vos que soi un alma blanca, te vendría a llevar al cielo entre sus blancas alas el ángel de servicio... ¿No te gustaría irte al cielo volando?

 

EL CHICHARRA.

— ¿Te parece poco lo que nos ha pasao, que t'estái riendo?

 

EL SUAVE.

— No sé por qué se me ocurren estas cosas tan divertías… Me gustaría que te rieras. Es harto hondo este embúo... ¿Cómo llegaríamos aquí? ¿Nos habrán traído los brujos, la pelá o la suerte? ¡Qué bonito sería esto pa sepultura! ¿Ves esa piedrecita que nos cubre? ¿No te gustaría que nos cayera encima y nos dejara quietitos pa siempre? ¿Y abrazaítos?

 

EL CHICHARRA.

— No decís cosa que se te puea agradecer. (Suspira. Silencio).

 

EL SUAVE.

— La Carmen ha d'estar rezando por vos... al son de las guitarras... (Ríe).

 

EL CHICHARRA.

— Parece qu'estái endiablao, me querís quitar hasta mi último consuelo...

 

EL SUAVE.

— Perdóname. Yo creo que la Carmen es buena.

Pero creo tamién que te ha pescao el desaliento, la cobardía, y me hace daño. Me gusta que creái aunque sea en una mujer que acaso no verís más..., mientras tengái fe tendrís vía. Ahora se me ocurre que —si los brujos no lo impiden— encontraremos El Muro de Plata... (Pausa). Sigo pensando en la fuerza del destino. Si no hubiera perdío la huella no habríamos llegao aquí. Pero, vamos antes que te dé por dormir. (El Chicharra trata de levantarse y no puede). Ta medio no sé cómo, hermano Chicharra. No es el cansancio el que lo aplana, es el pensamiento. Usté se ha llenado de pensamientos malos, y se ha ido minando solo. Ahora que estamos en la mejor etapa se hunde en la nada, ahora lo están demoliendo las fuerzas extrañas, el miedo que usté ha venío acopiando durante todo el camino. ¡Búsquese, pálpese, dése cuenta de que es hombre, que le quea un corazón y que le hizo una promesa a la mujer que lo mantiene todavía vivo!

 

EL CHICHARRA.

— No pueo, hermano, no pueo, déjeme aquí.

 

EL SUAVE.

— Si le parece, hermano, más que hermano, aquí nos quearemos. ¡Qué buena, qué'buena es la vía y qué buena es la muerte cuando se comparte con un amigo querío!

 

EL CHICHARRA.

— Suave, perdóname. Pero...

 

EL SUAVE.

— ¡Chist! Escucha. Vinimos aquí porque nos llamó el desierto. Nos llama otra vez El desierto canta otra vez... Nos recuerda que somos hombres. ¡Escucha, álzate, oye de pie, con el alma levantá al cielo!

 

(Empieza el son del órgano a llenar con su extraña y grandiosa melodía la inmensa soledad que subraya el desaliento, precursor de la muerte. El Chicharra ha logrado alzarse).

 

EL CHICHARRA.

— Tenís razón, la cobardía está dentro de mí; fuera de mi corazón, todo canta, todo lucha; solamente yo soy cobarde, ¡solamente yo no merezco ser hombre! Vamos, vamos a morir en la demanda. (Lo abraza).

 

EL SUAVE.

— Y que los brujos no nos roben la plata; ni el miedo, la vida. ¡Vamos a luchar hasta que seamos capaces, por ellas y por nosotros! (Música hasta después de bajado el telón).

 

 

Cuadro Segundo

 

El canto del minero

 

Una pequeña meseta en el centro del desierto. Una roca enorme, negra y cóncava, se recorta sobre el cielo azul gris que parece una gradación de los arenales infinitos del yermo.

 

VOZ DE EL SUAVE (Detrás de la roca).

— Descansaremos un momento aquí. ¡Qué lástima que no tengamos agua pa las mulas! Comeremos un poco y yo iré a explorar por este otro lado.

 

VOZ DE EL CHICHARRA.

— ¿Creís que habrá agua por aquí?

 

VOZ DE EL SUAVE.

— Si no hubiera... Anda, aquí'sta más abrigao. Te diré que no me gusta mucho ese viento que empieza a levantarse. (Aparecen primero El Suave y después El Chicharra; éste trae provisiones, el otro atraviesa la escena, examina la roca y luego escruta el horizonte).

 

EL SUAVE.

— Un trago de agua que bebiéramos nos daría fuerzas p'alcanzar el oasis de la palmera, y allí'staríamos en salvo.

 

EL CHICHARRA.

— ¿Estái seguro que vamos por la huella?

 

EL SUAVE.

— A mí me parece que sí... Ahora que el destino lo puee determinar de otra laya...

 

EL CHICHARRA.

— Te encuentro... no sé cómo..., cada vez te entiendo menos.

 

EL SUAVE.

— Los hombres son según la intención con que los miremos. Vos m'encontrái raro porque me tenis desconfianza.

 

EL CHICHARRA.

— ¿Desconfianza? No creo que sea desconfianza...Toma. (Le pasa los alimentos). Este polvo de galleta se me ataja en la garganta, y este charqui... Llegamos al quinto día sin agua.

 

EL SUAVE.

— Así es. (Pausa). Hay quienes han soportao ocho días...

 

EL CHICHARRA.

— ¿Vos no tenís se?

 

EL SUAVE.

— Hei tomao tanta agua como vos. Hay que tener fe. La esperanza da fuerza... No hay que atraer la derrota con malas palabras ni con dudas.

 

EL CHICHARRA.

— ¡Y pensar que encontramos el mineral más rico del desierto!

 

EL SUAVE.

— Es por esa razón que me hace muy poca gracia la falta de agua.

 

EL CHICHARRA.

— Era cierto... Encóntramos el derrotero..., lo encontramos. Somos ahora ricos. ¡Ricos! Podimos hacer cuanto se nos ocurra. Empedrar con plata el pueblo, apedrear los perros con patacones, comprar de cuanto se nos ocurra... ¿Qué te parece, Suave? (Este sólo sonríe). A vos parece que no t'importa tia... ¡Quién te creyera!

 

EL SUAVE.

— No me creís.

 

EL CHICHARRA (Sin contestarle).

— Ese roto maulino que profana porque tiene aperos de plata y caballo con herraúras de plata, va a quear chiquitito cuando yo llegue a Copiapó. Yo tamién le daré plata a too el mundo. Yo, de aquí en ailante, seré, no El Chicharra, sino don Juan. Iré a mi tierra y a toos les daré plata, compraré una hacienda pa mi padre, La Carmen será señora principal. Cuando la vean pasar dirán: "Es la esposa de don Juan, el minero".

 

EL SUAVE.

— No hablís, Chicharra, no te conviene.

 

EL CHICHARRA.

— ¿Entonces no es cierto que somos ricos?

 

EL SUAVE.

— Pero el hablar en demasía nunca quitó la se. Guarda tus fuerzas, te hacen mucha falta. Ya sabís que soi rico y que te aguarda una mujer... y que si tenís más tino que Atienza y que el maulino, serís lo que se te ocurra. (El Chicharra se va y vuelve trayendo una gran masa de plata pura).

 

EL CHICHARRA.

— ¡El Muro de Plata!

 

EL SUAVE.

— Es plata de buena calidá.

 

EL CHICHARRA.

— ¡Plata pura! ¡Lo encontramos nosotros!

¡Es el mineral más rico de Chile! ¿Qué te parece, Suave? (Sin esperar respuesta, se tira al suelo y abraza al trozo de plata, en seguida lo pone de almohada). Días y días por el desierto quemaos hasta el alma, medio muertos, aplastaos por los fríos de la noche, oprimíos por las penas del desierto, agonizando de se, amenazaos por pajarracos, los sueños llenos de diablos, extraviados por los brujos. Las huellas, tragás por el desierto. ¡No le basta al desierto comérselo a uno, tamién se traga los caminos!

 

EL SUAVE.

— Come.

 

EL CHICHARRA.

— ¿Pero no te habís dao cuenta de que soy rico? ¿Cuántos pesos dará El Muro de Plata?

 

EL SUAVE.

— Si no lo esconden los brujos y lo podimos explotar, unos... trescientos millones...

 

EL CHICHARRA.

— ¿Tan poco? Ningún rey será tan rico como nosotros.

 

EL SUAVE.

— Podís ir en busca de la niña pelo de oro de los cuentos.

 

EL CHICHARRA.

— De too te reís vos. Gabino Atienza, que me quiere enganchar a la Carmen, queará chiquitito... Cuando lleguemos ya'stará en despinte... ¡Cómo me voy a reír de Gabino Atienza! Los patrones me saludarán de igual a igual. "¡Chicharra, oh! ¿Hallaste un derrotero?". "Así fue, pues, patrón, cosas de la suerte... que no se casa con nadie...". ¿Y es rica la mina?" "Así, así... Dicen que los rodaos solos dan sus... mil toneladas... Plata pura, la cortamos a cincel, ¿ve". Y le mostraré esta piñita. Ellos la examinarán y dirán: "Te felicitamos, Chicharra, te lo merecís, soi un güen muchacho. ¿Tu socio es don Pedro, El Suave?" "Sí, él era el baquiano". "Es un hombre muy habiloso. Ustedes merecían la riqueza...". Corno perras van a andar detrás de mí las zambas; pero yo solamente querré a la Carmen. ¡Por ella me hice aventurero y por ella soy rico! (Va a comer). No pueo..., se me secó la garganta... parece que tengo una bra¬sa e fuego en el gallito... ¡Son cinco días al sol, sobre la arena caliente! Si no encontrái agua, serís un mal amigo.

 

EL SUAVE.

— La buscaré.

 

EL CHICHARRA.

(Lo mira intensamente) Suave...

 

EL SUAVE.

— ¿Qué te pasa?

 

EL CHICHARRA.

— ¿Tai enojao conmigo?

 

EL SUAVE.

— No.

 

EL CHICHARRA.

— ¿Soi amigo mío?

 

EL SUAVE.

— ¡No seái niño...!

 

EL CHICHARRA.

— Oye, se me ocurre que vos no querís encontrar agua...

 

EL SUAVE.

— ¡Chicharra! Te diré que m'estái molestando.

 

EL CHICHARRA.

— ¿A vos no te interesa la plata? Decís que no t'interesa y querís que me muera de se...

 

EL SUAVE.

— ¿Qué decís?

 

EL CHICHARRA.

— Te veo las intenciones. A vos no te gusta la plata; pero querís que me mate el desierto... Te hacís el desinteresao, y soi como toos; un traguilla. Tampoco te gusta la Carmen, ¿no? No te gusta la Carme... y me querís matar... Sabís que resisto menos, lo sabís Muerto yo, quean la plata y la mujer...

 

EL SUAVE.

— Chicharra, ya te vuelve el pensamiento malo, el demonio se te mete en las intenciones. Yo no te contestaré; yo iré a buscar agua.

 

EL CHICHARRA.

— ¿Y si yo te matara?

 

EL SUAVE.

— Eso... vos lo sabrís. No me defendería...

 

EL CHICHARRA.

— Yo no te mataría, no soy corno vos...

 

EL SUAVE.

— Déjame partir. Escúchame, está soplando el viento del desierto; los cateadores lo llamamos el viento malo porque levanta montes de arena que lo cubren too. Abrígate detrás de esta roca, el viento pasará por arriba... Por tu madre, por tu plata, por la Carmen, no te movái de aquí, ¡entiéndeme y créeme! ¡Si salís de aquí no podré responder de tu vía! (El Chicharra lo mira con fijeza de idiota; parece no comprenderle; pero en su expresión hay duda y dolor. El Suave le echa una última mirada y parte hacia la izquierda. El Chicharra se tira sobre la arena, se sienta afirmándose en las manos, en actitud de observación, y permanece inmóvil. La sed lo sigue estrangulando. Sobreviene el delirio, respira a boca abierta y se oprime la garganta con las manos y luego el estómago, se ovilla en el suelo y queda inmóvil. De pronto los mirajes del desierto se adentran en su deseo. Toma su anterior posición).

 

EL CHICHARRA.

— Pa ónde iría este Suave tonto a buscar agua, si el agua está aquí... Veo olear las laúnas. El Suave tonto... Dende que perdió la huella se ha puesto leso. Yo voy a ir... Yo tendré que guiar. (Se levanta con gran esfuerzo). Pero... ¿Aónde están ahora las laúnas? ¡Ah! Los brujos canallas me las han quitao... Yo vi pastales, árboles y agua,.., pero ya no'stan... ¡Maldecío..., estoy maldecío! (Se humilla en el polvo, cogida la garganta y la fauce reseca y candente, abierta). Agua (Su voz es sorda, silbante). Agua... ¿Por qué vendría a buscar plata? ¿Pa qué quiero plata yo? ¿Por qué hei de ser rico yo? ¿Por qué? Yo no soy más que un pión... (Está sentado como al empezar, apoyado sobre las manos). El destino... El destino... Morir de se en l'arena... Luego vendrán los pájaros negros... que tienen los picos como lanzas y que me arrancarán los ojos, me sacarán, me harán tiras la carne... ¡Los pájaros! ¡Los pájaros! (Cae y se queda largos segundos silencioso). La plata..., ¡maldición! Si yo no hubiera conocío la plata, si no supiera lo que vale la plata, lo que se puee tener con plata, sería feliz... No habría tenío ambiciones, no me habría acercao a una mujer bonita... Al hombre le basta con tener que echale a las tripas y aonde tender los huesos. La codicia rompe el saco, pierde el alma... La codicia embruja el deseo, empuja a la muerte... La mujer no es más que un saco de dolores que uno carga sobre el corazón... La plata... tengo plata, soy rico... ¡Toa mi plata por un trago de agua! ¡Maldita sea la plata! ¡Maldita sea la vía! ¡Maldita! (Se oscurece el teatro, los reflectores sobre el cuerpo y el rostro del personaje). Ya es de noche. Esta noche que acaba de bajar del sol... ¿es la noche? ¿O es que ya mis ojos no ven..., es que voy dentrando en la otra vía? No pueo levantarme, me tragará la sombra, ya no me obedece el cuerpo, mis manos están lejos de mí... ¿Aónde estoy? ¿Aónde estoy? ¿Qué fantasmas me rodean? Madre, defiéndeme, acuérdate de tu pobre hijo. Muero llamándote..., madre... (Sobre el fondo se proyecta una película que interpreta el cuadro familiar: la madre, anciana y pulcra campesina; el padre, las hermanas y los hermanos tomando mate. Si no puede hacerse con cine, debe utilizarse el transparente con los respectivos juegos de reflectores y construir el cuadro con artistas así, en todo. Se borra el cuadro y el foco da primero en la guitarra y luego en una mujer joven vestida de campesina, muy sonriente, y luego en otra y otra y varias; por fin, él, El Chicharra, entre ellas, muy regocijado). Mi guitarra..., mis cantos de amor... (Desde lejos viene la canción que él canta: "Duerme querida". Está vestido de labriego con su hermoso chamanto y su sombrero de pita, feliz, pantalón de mezclilla y ojotas).

 

Mientras tú gozas del sueño

yo de amor canto a tu puerta,

perdona, querida mía,

si mi canción te despierta.

Duerme..., duerme...

Duerme, querida...

 

(La cantan lentamente —como debe venir el recuerdo— y a la sordina. Se borra el cuadro). Ya too ha pasado..., too... (Llora, gime como un niño abandonado). Me ahorcan... Agua..., agua... ¿Quién ha echao fuego en mi garganta, quién me retuerce las tripas? Me quemo, no pueo resollar... (Ahora, otro cuadro: el despacho del mineral lleno de risas. Luego El Chicharra, un minero, arrojando su plata a un abismo). ¡Maldita..., maldita sea la plata! (Un nuevo cuadro: la Carmen vestida de negro, llorando). Carme..., Carme, ruega por mí. Carme se llama la mina que busqué pa vos..., la buscamos pa que fuerai rica... Carme... (Ahora la Carmen aparece muy contenta cantando. Se oye la canción alegre. Mientras la canta entra Atienza al cuadro; ella termina y lo abraza y besa. Canta la canción alegre, "El cojo").

 

Una naranja madura

y una naranja más verde

cuando el hombre está de lacho

hasta la vergüenza pierde.

 

Corre, corre, muchacho.

Corre, corre de buena gana.

Corre, corre que viene el cojo,

que viene el cojo y no alcanza nada.

 

Así son las mujeres; pero me vengaré... La muerte..., merece la muerte... Yo encontraré agua, aquí hay agua. (Con un violento esfuerzo se levanta y escarba con desesperación, luego se clava de bruces sobre la arena y cae, desesperado, gimiendo. Aparece El Suave profundamente desalentado. El Chicharra ya no lo reconoce. La luz ilumina ahora el teatro. El Suave lo contempla con tristeza).

 

EL SUAVE.

— Mi amigo, mi buen amigo..., ya no hay remedio. Lo hemos sufrío too y moriremos de se en el desierto. A mí no m'importa, yo sé morir; pero vos... Y no habríai venío si yo no hubiera dentrao. Si mi sangre te calmara la se, te la daría Pero sería inútil, volverías a caer…

 

EL CHICHARRA.

— Usté… ¿qué busca? ¿Viene a reírse de mí? ¿Sabe que la Carme, la mujer que adoro, me engaña con Atienza? Canalla... Así es la mujer... pero yo la mataré. (Hace un nuevo esfuerzo y se retuerce horriblemente).

 

EL SUAVE.

— Chicharra..., ya no me conoce...

 

EL CHICHARRA.

— El Suave me dejó botao... El se queará con la plata y con la Carme... Él la quiere, yo lo sé...

 

EL SUAVE.

— Mi amigo, ahora que vamos a morir te diré que quiero a la Carme y que me habría bastad hablar o hacer una seña pa que se hubiera ido conmigo; pero no lo hice por vos, que erai más débil... Busqué la fortuna pa dársela por tu intermedio. A vos, que soi como un chiquillo nuevo, tamién te quiero... Te quiero tanto que jamás lo comprenderás aunque vivierai mil vías... Perdóname; morirás porque me seguiste; pero bien sabe Dios que sólo quise tu bien.

(El Chicharra sufre atrozmente y se queja. El Suave saca su revólver). No tengo valor pa verte padecer así..., no tengo valor. Una bala te aliviará... Te voy a matar, amigo, que hasta hijo fuiste pa mí, te voy a matar... Así lo haría con un hijo contrahecho... Yo no pueo ver lo que sea feo..., no pueo. (Amartilla el arma y le apunta. En ese momento se oye indistintamente el tamboreo de un rebano de guanacos).

¡Guanacos! ¡Nos salvaremos! ¡Tomaremos el agua roja del estómago de los guanacos!

 

(Se oculta tras de la roca. El galope de los guanacos avanza, llega. El Suave dispara. Se oye el ruido de la pieza al caer y el galope de la dispersión, muy rápido, de los animales. El Suave saca su cuchillo y se va por el foro. El Chicharra ya no tiene movimiento; se ha quedado de espaldas con la boca abierta y los dedos crispados sobre la garganta. Aparece El Suave con la bolsa de agua de guanaco, y abriéndole la boca con el cuchillo, le da agua a sorbos, hasta reanimarlo).

 

EL CHICHARRA (Abriendo los ojos).

— Hermano, ¿aónd'estoy? ¿De aónde me sacaste? Taba en el fondo de un abismo negro..., había ido cayendo despacio.... despacio..., y tuve sueños muy feos... (Bebe más). ¿Encontraste un ojo de agua?

 

EL SUAVE.

— Sí; no tengái cuidao; pero bebe de a poco; te haría daño si abusarai. (Bebe él también).

 

EL CHICHARRA.

— ¿Cuándo saldremos? Tengo tantas ganas de ver a la Carme. ¿Creís, hermano Suave, que la Carme es güera? (Sin esperar respuesta, sigue). ¿Creís que me habrá esperao? Soñé que un bicho grande que tenía garras de lión y la mesma cara de la Carme, me mordía el corazón y me voltiaba... Y luego se reía de mí y me hacia morisquetas. ¡Ay!, no pueo más... (Pausa corta). Tengo la seguridá que la Carme no me ha esperao... Yo... en el desierto, de onde tan pocos güelven... Y ella..., Atienza con su plata..., y el vino, y la guitarra... Hermano, quiero morir. Hágame un servicio, ¿quiere? Máteme, si no quiere verme aentro de un barranco... Yo no debí enamorarme, nadie debe enamorarse, la mujer come almas..., es como el desierto..., fuego y angustia.

 

EL SUAVE.

— Los hombres con el corazón bien puesto ven primero la verdá, y si se sienten ofendíos, se vengan, se callan o... se van.

 

EL CHICHARRA.

— O se matan.

 

EL SUAVE.

— Como lo entendái, amigo. Ahora, me vai a seguir; llegaremos luego al camino bueno aonde hay agua... No se te olvíe que somos ricos. A veces maldecimos de la plata y del amor, y es por Púnico que vivimos... La plata y la mujer, la mujer y la plata. Somos chiquillos nuevos toa la vía; los únicos juguetes que nos consuelan y nos dan fuerzas son la plata y la mujer, la mujer y la plata; Púnico que nos alienta es la madre y en la amante buscamos una madre. (Se asoma al foro). No me gusta este viento; ya es demasiado recio. (Durante toda la acción ha soplado viento huracanado que ha producido, naturalmente, un ruido que se ha ido acentuando. El Suave sale a poner las acémilas en seguridad y vuelve trayendo mantas con las que envuelve la cabeza de El Chicharra y la suya).

 

EL SUAVE.

— El desierto se nos rebelará entero. Viene el tierral...

 

EL CHICHARRA.

— ¿El tierral? Entonces moriremos... y será cuando ya habíamos bebío...

 

EL SUAVE.

— Ampárese debajo de la roca... y no se mueva. Cúbrase la cara y las manos, mire que la arena es cortante como si fuera hecha de filos de cuchillos. E! viento negro, viento maldito, el que levanta las arenas y tapa el sol. Este viento es como el brazo de la muerte. En él viajan las almas de toos los que han muerto en la arena... Y esas almas cantan y rezan en voz alta, sus murmullos llenan los oídos de los vivos; pero nadie le ha entendío jamás. El desierto es maravilloso, está lleno de muerte y de vía, da la riqueza y ama la ilusión... El que puede mantenerse hombre aquí, es completo. ¡El desierto canta! ¡Lo vamos a oír! Ya empieza el huracán, ampárese, piense en lo que más quiera y escuche, por aquí van a pasar la muerte y Dios.

(El huracán es ahora más recio. Relámpagos y truenos se aproximan como augures de la catástrofe; aves y animales huyen, produciendo sus ruidos característicos. Se oscurece el teatro hasta la altura de la roca. Debe dejar la sensación de que pasa una horrible columna de arena, conducida por el huracán que se resuelve en un estruendo espantoso. De pronto se produce lo admirable. Se oye un órgano lejano acompañado del huracán, la música de una letanía que se va acercando para desaparecer cuando el viento amaina. Y de en medio de ese acompañamiento infinito, voces que no se entienden cantan trozos litúrgicos que son como una luz dentro de la inmensa angustia. El proyector debe imprimir la ronda de las almas que pasan sin poner pie en el suelo, cantando sus preces.

Cuando amaina el temporal, un nuevo personaje viene a caer sobre la escena, queda de espaldas con los brazos en cruz. Cesa la música, aparece el sol, y todo queda a plena luz. Los personajes están pálidos y desencajados como si vinieran saliendo de la tumba; tienen los ojos enrojecidos y no saben atinar a nada. El Suave reacciona antes).

 

EL SUAVE.

— Chicharra, acércate. Aquí hay un hombre muerto, lo trajo el tierral.

 

EL CHICHARRA.

— Es verdá. ¿Cómo llegaría aquí? Qué terrible lo que pasa, aunque viviera mil años no me encontraría en algo más terrible ni más bonito.

 

EL SUAVE.

—Es el hombre del oasis: aqui'stá con su chaqueta de palma. ¡Mírale, está con los brazos abiertos como si quisiera abarcar la inmensidad, y está sonriendo, lleno de dicha! ¡Está como un novio! ¡Y es un novio! ¡Se ha casado con la muerte! Arrodíllate, hermano, ante el hombre que nos ha enseñado a morir. (Se arrodillan). Recemos, hermano, recemos, porque no seremos capaces de cantar... Padre nuestro, que estás en los cielos...

 

 

ETAPA CUARTA

 

La vuelta

 

La decoración de la primera etapa. Ahora la dueña o administradora es LA PLANCHADA. Nada ha cambiado: el placer sigue tormentoso y miserable. Los mineros siguen gastando cuanto ganan, y deseando tener más para poder hundirse en el torbellino del más absurdo derroche. Cuando se alza el telón, la escena está dispuesta exactamente como en la primera etapa: las Cantoras y Tañedoras sobre el anfiteatro, LA PLANCHADA detrás del mesón y los Mineros como siempre, sentados a las mesas, bebiendo o jugando a las cartas.

 

 

LA PLANCHADA.

— Pedir, niños, no se queen dormíos: el pajarete resucita muertos. Y ustedes, zambas harinosas, no se hagan las lesas... Me parece que les pago pa que canten.

 

UNA CANTORA.

— Pero espérate, pues. Tan apurona que te habís puesto. Creíamos que Don Patri ela malo y es un ángel comparao con vos..., que habís sío compañera...

 

LA PLANCHADA.

— No quiero que se ganen la plata de balde.

 

UN MINERO.

— Tu pajarete es puro campeche. Sabía yo qu'erai ladrona, pero nunca creí que lo fuerai tanto.

 

LA PLANCHADA.

— Si no te gusta, anda al Clus de Copiapó, pues.

UN MINERO.

— Tan perra que t'estái poniendo. ¿No te acordái ya que cuando andabai vará, yo fui el que te maté el hambre, y te cubrí las vergüenzas?

 

LA PLANCHADA.

— Así son los hombres. Tuavía no hacen un favor cuando lo representan.

 

UN MINERO.

— Si vos te pusierai a representar los favores tuyos no concluíai en un año... (Risas). El negocio de las mujeres ta en callarse.

 

OTRO MINERO.

— Te echaron talla, zamba.

 

LA PLANCHADA.

— Zambo cochino. Dispuesta estoy a pagarte lo que creái que te debo..., chancho.

 

UN MINERO.

— Si no estuvierai tan brociá, podíamos conversar. ¿Paqué quiero plata yo? Lo que no se remuele en esta vía no le sirve a nadie. Esas cosas del infierno son cuentos de cura..., yo vivo pa divertirme. Me divierto cuando gano... y cuando pierdo... tamién. Un día me saldrá un mal genio y me dejará con la guata al sol..., entonce descansaré... Y a él... lo hará descansar otro... Y es natural, los pájaros tamién tienen que divertirse... Me dai risa vos. ¿Pa qué juntái plata? Parecís charqui azumagao... (Risas).

 

UNA CANTORA.

— ¡Psch!, es mucho decile...

 

UN MINERO.

— Y estoy empezando.

 

LA PLANCHADA.

— Yo quiero que te vai de aquí; no te venderé más.

 

UN MINERO.

— ¿No me vendís más? ¡Lo veremos! (Saca su cuchillo). Si no me vendís lo que pía y bailái una cueca conmigo..., te saco las pepas. (Risas). De veras. (Va hacia el mostrador: Aparece Ño Se Fue).

 

ÑO SE FUE.

— Buenas tardes, amigos. ¿Qué te pasa? Sebastián, ah, tenís una car'e pique abandonao que da mieo... (Mira a La Planchada). Te viniste a meter con la señora Planchá..., que antes era tan güena amiga; pero que luego se hará rica...

 

LA PLANCHADA.

— Usté tamién se va'dejar de palique y entorches...

 

UN MINERO.

— Ta como liona, ya ve, hasta con usté se ajiza. A mí me acaba de echar, y dice que no me quiere vender mosto.

 

ÑO SE FUE.

— Quién sabe qué cosas l'estaríai recordando, vos, pues. Mira, si a ésta le tocaran la trompeta del juicio final, le resucitaban regimientos de recuerdos... Yo la miro y me río del pantión... Ya, Planchaíta, no te enojís con tu viejito; ya sabís ya: los zambos no te van a decir ni una cosa más..., llámalos a la cutria, y pásalos atracaos, no más... Agora, pa empezar las amistás, háceme un causeo re grande, y me ponís un cántaro de tu famoso pajarito, ¿es pajarito?, ¡ah!, pajarete... El primer trago va'ser a tu salú. (La Planchada sirve el mosto. Ño Se Fue llena los vasos). A la salú de La Planchá. (Beben).

 

LA PLANCHADA.

— Salú. (Prepara el causeo, que tiene cebollas, charqui machacado y queso).

 

TODOS.

— Salú. (Mientras lo prepara, entra Cárdenas, llamado El Verde).

 

CÁRDENAS.

— Provecho.

 

ÑO SE FUE.

— ¿Que no es El Verde? ¿D'esta vía o de Potra, amigazo?

 

CÁRDENAS.

— De esta vida, amigo. Vengo a agradecerle lo que ha hecho por mí, y a rogarle que asista con los amigos a dar las últimas declaraciones.

 

ÑO SE FUE.

— Pero sírvase un trago; se le conoce que tiene se.

 

CÁRDENAS.

(Bebiendo) A la buena salud. La Mina Deseada, señores, será dentro de poco mía y de los amigos. Usté, señora Maclovia, tendrá que presentarse a la justicia a reafirmar sus declaraciones.

 

LA PLANCHADA.

— Yo no tengo nada que hacer; yo era mandá.

 

UN MINERO.

— Mandá a hacer, soi vos.

 

ÑO SE FUE.

—Too lo que le duela y la causa del dolor se lo dice al juez, na más. Amigos, propongo un trago a la salú de la justicia. ¿Qué les parece?

 

TODOS.

— Bien. (Beben). A la salú de la justicia.

 

UN MINERO.

— ¿A los otros les van a quitar la participación?

 

CÁRDENAS.

— El descubridor era Meneses, no tiene parientes... Ustedes recuerdan que murió en el asalto...

Es decir, cuando me quisieron matar a mí. Yo salí bandiao; pero les anduve apuntando a los dos. Meneses la torció y Don Patricio salió con su marquita..., que sirvió para identificarlo. (Pausa corta). Y qué es de la Carmen, ella fue la que me salvó y puee decirse que entabló la demanda.

 

LA PLANCHADA.

— La Carmen viene luego. Unos caballeros muy alegres que vinieron aquí... y que la conocen mucho, fueron a buscarla pa que les divirtiera... Ellos la conocen mucho... y le pueen sacar los trapitos. Así es que... tendrá que venir.

 

ÑO SE FUE.

— La vieja bruja... goza cuando sospecha que una mujer puee sufrir... La Carme es una mujer honrá, los mineros la respetan, los verdaderos mineros, no esta chimuchina e verdes que ha llegao a ensuciar los piques y que se burlan del mismo Dios si lo pillan a tiro, siempre que anden en cuadrilla... La Carmen nunca ha negao lo que fue; pero agora nadie puee compararse a ella. Me parece que si no la traen a la rastra, no viene.

 

CÁRDENAS.

— La Carmen, amigos, es una mujer completa.

 

LA PLANCHADA.

— Pero va quear viuda...

 

CÁRDENAS.

—Yo me casaría con ella.

 

ÑO SE FUE.

— Sacó trago... Al avío, amigos. (Beben. Aparece Gabino Atienza muy desmejorado y casi mal vestido).

 

ATIENZA.

— Buenas tardes, amigos, celebro verlos reunidos. Señora, ponga una corría, ponga lo que pían toos. ¡Yo pago!

 

LA PLANCHADA.

— Pero me tiene que pagar anticipao..., ¿no?

 

ATIENZA.

— ¿Qué?

 

LA PLANCHADA.

— Tiene que pagar anticipao, no se haga el sordo.

 

ATIENZA.

— ¿Sabe qué me gusta? ¿No te acordái de mí? Yo soy Gabino Atienza, el hombre que más plata ha gastao en Copiapó, Chañarcillo y Juan Godoy; el mejor amigo. Yo hice rico a tu patrón y a vos te llené la trompa... Yo derramé mi plata ¿Y agora creís que no te voy a pagar? Hay que suponer que no tuviera plata... Sé una cosa, ¿ah?, callao el loro, sé una cosa. Un derrotero que me dará más que el otro. Me río del Suave, que anda buscando "la paré de plata". No l'hallará nunca. El que sabe ónd'está esa riqueza soy yo. Este pecho. Pero cuando otra vez sea millonario, no daré como di, daré más. Empedraré el pueblo con plata, moleré la plata y en su polvo dormiré. ¿Qué tal, amigos?

 

UN MINERO.

— Bien no más..., qué quiere que le diga.

 

ATIENZA.

(Introduce la mano al bolsillo) Esta mujer es parienta de los jotes, a su moo conoce el olor de la plata... Se dio cuenta de que no la tenía. Ta bien, no tengo plata..., pero voy a tener luego... y harta.

 

ÑO SE FUE.

— Amigo Atienza: compañeros juimos en la Descubriora y en Lomas Bayas; me creo con derecho a servirlo. ¿Quiere tomar un trago con nosotros y comer un causeíto poco? Modesto..., nosotros somos pobres...

 

ATIENZA.

— Amigo, yo quiero qu'esta zamba me ponga la pedía que le hice.

 

LA PLANCHADA.

— Ya se lo referí: si no paga anticipao, no le pongo ni la mugre un cinco. El negocio no es mío y yo tengo que dar cuenta.

 

ATIENZA.

— Ta bien. Son cortaos por la mesma tijera; en toas partes me han dicho lo mesmo. Ta bien. Amigos, dispensen. Me retiro. Tres millones son una pitijaña, no duran na. En Copiapó... Allí me quebraron...

Esos caballeros son más pillos que ese despintaor de barajas que llaman el minero Maula. Me ganaron toa la plata... Y esas mujeres de Copiapó... ¡Ay! (Suspira). Cierto es que tienen el cuerpo blanco y los besos fregaos; pero son como piedr'imán... Los trapiches son escapularios comparaos con ellas... Adiós, amigos.

 

ÑO SE FUE.

— Pero por qué no se sirve algo... con nosotros.

 

ATIENZA.

— Gracias. Acabo de comer. Hasta luego.

 

CÁRDENAS.

(Deteniéndolo) Señor, aunque no me ha sido presentado, quiero ser su amigo y pedirle un favor.

 

ATIENZA.

(Dándole la mano) El que desee... Nunca Gabino Atienza dejó de servir a un amigo. Cuando sea otra vez millonario, me acordaré de usté; Atienza Gabino, a sus órdenes...

 

CÁRDENAS.

— Cárdenas, a sus órdenes. El servicio que le quería pedir es... que como veo que usté no tiene sencillo, quiero que me permita facilitarle..., usté, naturalmente, me paga cuando se acuerde..., unos cincuenta pesos...

 

ATIENZA.

— Tiene usté la pinta del buen amigo. Yo, por estos generosos cincuenta pesos que usté ha sabío ofrecerme, le devolveré cincuenta mil. (Los recibe, le da la mano, y se aleja muy erguido).

 

ÑO SE FUE.

— Señor Cárdenas, ha hecho una acción de hombre... Así me gusta. Cuente con este pobre viejo.

 

UN MINERO.

— Soi harto pior vos, zamba, ¿no? A vos te digo, Planchá. ¡Que tuvierai alma de negarle lo que te pidió Atienza, que los enriqueció a tu patrón y a vos!

 

LA PLANCHADA.

— ¿Y pa qué me dio su plata? ¿Se l'estaba pidiendo yo? De tonta me hubiera pasao si no se l'hubiera recibío...

 

ÑO SE FUE.

— A este pobre Atienza, si llega a partir, se lo comerá el desierto... Lo más seguro es que uno de estos días amanezca muerto de frío y de hambre.

 

UN MINERO.

— No podrá tomarla huella. El vino y la alegría lo dejaron hecho peazos... Nos ahora la sombra de lo que fue. Con ese cuerpo no se descubren derroteros.

 

UNA CANTORA.

— Y ya que hablan de derroteros..., ¿qué será del Suave y del Chicharra?

 

LA PLANCHADA.

— De ésos... no quean ni señas. Se los comieron hace tiempo los pájaros. Encontraron en un esqueleto la chaqueta del Chicharra. Parece que'l Suave lo perdió... Al Suave le gustaba la Carmen... Dicen que tenían entre los dos su cagüincito...

 

ÑO SE FUE.

— Ya salió la lengua ya... Mandé Potro día a buscar al Cerro Alto y hablamos la cosa. Y el Cerro con otros guainas salieron a buscarlos. Han d'estar por llegar, si no han llegao. Ese Suave sabe mucho. Tengo la seguridá de que va a morir en la cama. (Pausa). ¿Me dijiste que a la Carmen la habían ido a buscar?

 

LA PLANCHADA.

— Y la van a traer. Si se bota a gorda, le sale la gata capá... Esa mujer se ha puesto tonta con el amor. ¿Saben en qué se la pasa? Ta en la casa de una señora ayuándole la cocina; se ha vestío de negro y se lo pasa llorando por el embeleco. Creo que van a traer algún provecho... Yo los veo si llegan contando cuentos. El Suave no es más que un atorrejao. (Pausa). ¿Oyen? Esos que vienen traen a la Carmen.

 

(Se oyen muchas risotadas y salen varios hombres bien vestidos, traje 1830, y mucha chusma minera que ríe y dice pullas. Los bien vestidos traen a rastras, el traje destrozado, a la Carmen).

 

VOCES.

— ¡La monjita!

— ¡A bailar!

— ¡Vos soi pa divertir!

— Te conocimos, buena pieza.

— Mírenla, la zorra renga.

— La Virgen de la Piedra.

— ¡Ja, ja, ja!

— ¡Ja, ja, ja!

— Ya le doy una guantá.

 

(Uno de los bien vestidos la toma y la coloca violentamente sobre el anfiteatro. La Carmen no llora, tampoco se defiende; está profundamente indignada. Cuando el individuo la toma, se desase violentamente).

 

LA CARMEN.

— ¡Suélteme!

 

EL SUJETO.

— Señores, esta mujer —que se hace la enojada— es de todos los hombres, porque su misión es divertirnos. ¿Y saben?, se había escondido. La niñita no quería venir a cantar, tuvimos que traerla con buenas maneras, y aquí está dispuesta a portarse bien. Yo la traje, interpretando el deseo de todos los mineros. ¿No es verdad que todos querían verla?

 

TODOS (Menos Ño Se Fue y Cárdenas).

— ¡Sí, sí!

 

EL SUJETO.

— Bueno. Ahora está muy contenta y va a cantar. Un trago para celebrar su vuelta. (Todos, menos los citados, beben y aplauden).

 

LA CARMEN.

— ¡Cobardes! Desafío a todos los qu'están aquí, y a todos los habitantes de Juan Godoy, ricos y pobres, a jurar que alguna vez me han visto en algo que les dé derecho a ofenderme así.

 

EL SUJETO.

— Pero ahora, los que tengamos ese derecho lo vamos a tener por turnos y sin pelear. El primero es para mí. (Se acerca y la abraza. Ella le sacude el más feroz bofetón).

 

LA CARMEN.

— ¡Bestias! Se ríen de mí porque espero a un hombre, ¡porque quiero a un hombre! ¡Desean que los divierta, que les resista sus torpezas! ¡Canallas! ¡No creí que en un mineral hubiera hombres como ustedes! ¡No creí que los que día a día desafiaban la muerte fueran capaces de ofender a una mujer!

 

ÑO SE FUE.

— ¡Bien dicho!

 

LA CARMEN.

— ¡El que espero es compañero de ustedes; el que me desee, lo traiciona!

 

TODOS.

— Ese murió. Sabimos que murió...

 

LA CARMEN.

— ¡No es cierto!

 

ALGUNOS.

— ¡Zamba idiota!

 

EL SUJETO.

— Aunque no haya muerto... Nosotros te queríamos pa nosotros.

 

LA CARMEN.

— ¿Por qué hei de ser yo, precisamente, la que les calme los malos apetitos? No lo entiendo, no quiero entenderlo. ¿Es que les molesta que haya cambiao de vía? Déjenme retirarme, no quiero estar aquí. Me trajeron por fuerza... Me hicieron recordar los malones de los indios en "La guerra a muerte", ¡pero hasta esos indios son menos malos que ustedes!

 

VARIOS.

— Ella sabe cómo son los indios.

— En un malón fue la cosa. ¡Ja, ja, ja!

— Por eso le gustan los malones.

— ¡Viva la Virgen de la Piedra!

— ¡Ja, ja, ja!

 

LA CARMEN.

— ¿No me quieren oír?

 

TODOS.

 (Menos Cárdenas y Ño Se Fue)  ¡Que cante, que baile!

— ¡Que se saque el traje!

— ¡Que se ría!

— ¡Que nos bese a todos!

 

EL SUJETO.

— Me pegaste un golpe, me tiraste a matar, yo había de pegarte también; pero si te vistes con un vestido bonito, te perdono el atrevimiento. ¡Ya, anda! (La toca para impulsarla. Ella lo golpea otra vez). Señores, ya no se puede aguantar más. Yo quiero castigarla. ¿Están de acuerdo en que la desnude?

 

VARIOS.

— ¡Sí, sí, bravo!

— ¡Después la rifaremos!

 

EL SUJETO.

— Ya oíste. (Coge el traje y lo desgarra).

 

ÑO SE FUE.

 (Avanzando hasta el anfiteatro). Yo, Olivero Muñoz, estuve esperando que de entre ustedes saliera un hombre que defendiera a esta mujer, pero ese hombre no salió. ¡Entonces hei debío venir yo!

 

VARIOS.

— ¡Que se calle el viejo!

— Viejo clueco. Co... co... co... ro... có...

— Viejo brociaooo.

— Hasta cuándo lo aguantamos.

— Viejo intruso.

 

ÑO SE FUE.

— ¡Desafío a fierro al que se pare!

 

VARIOS.

— ¡Ja, ja, ja! (Muchas risas).

— Miren cómo nos mete cuco...

— ¡Ja, Ja, Ja!

 

EL SUJETO.

— Mire, anciano, ya se habrá dado cuenta de que entre nosotros no cunde. Váyase mejor, antes que le pase algo serio. La gente quiere que esta mujer se desnude y baile... ¡y así tendrá que ser! ¡Ya las echó!

 

ÑO SE FUE.

— Échame vos.

 

LA CARMEN.

— ¡Déjelos, don Olivero!

 

EL SUJETO.

— ¿La oye?, ya'stá lista, ya'sta el chancho en la batea. Así son toas las vírgenes de piedra…Se hacen de rogar pa peliar con más bríos.

 

LA CARMEN.— ¡Canallas!

 

ÑO SE FUE.

— ¡Yo no permito que se desnúe ni que nadie la toque!

 

EL SUJETO.

— Mira cómo te obedezco. (Va a besarla. Ño Se Fue lo tumba de un golpe y, sacando su cuchillo, queda de pie, desafiante).

 

VARIOS.

— ¡Matemos al viejo!

— ¡Viejo infeliz!

 

(Todos ríen e injurian. Hay una horrible onda de burla y seguirá hasta envolverlo todo si alguna acción más violenta aún no cambia las corrientes de infamia que lo profanan todo).

 

ÑO SE FUE.

— ¡Juro que si la mofa sigue, bajaré y repartiré mástajos que una tempestad de arena! ¡Hablo yo, cobardes!

 

UNO.

— ¡Baja! (Ño Se Fue baja dispuesto a luchar. Esquivan la embestida y sin dejar de reír lo rodean y reducen a la impotencia).

 

VARIOS.

— ¡Ah, viejo, ah, viejo!

— ¡Sosegao, niñito!

— ¡Ah, viejo guapo!

— ¡Aguántate, viejo!

 

LA CARMEN.

— Son harto hombres, qué más podía soñar yo... Si quieren violentarme, háganlo... Me defenderé mientras sea capaz. (Se dirige a la salida, la traspasan de rechiflas y la tiran de uno a otro lado, como un juguete. De ese modo la desnudan. Extenuada, cae). ¡Miserables! ¡Nadie mereció tener una madre! (Salen el Cerro Alto, La Risueña y varios otros Mineros).

 

LA RISUEÑA.

— ¡Carmen! (Corre y se abraza a ella).

 

EL CERRO ALTO.

(Con voz de suprema energía) ¡Alto! ¿Qué pasa aquí? ¿Quién ofende a estar nujer? ¿Quién ha voltiao a este anciano? ¿Quién o quiénes han sío los cobardes? ¡A ellos, compañeros! (Hay una corta lucha. El Cerro Alto distribuye feroces mazazos que aturden y desconciertan a los insolentes; los otros mineros sacan sus cuchillos y cargan contra el grupo, que, atemorizado, escapa. La Carmen y La Risueña están abrazadas durante toda la lucha).

 

UNO DE LOS COMPAÑEROS DE EL CERRO ALTO.

— Parece que se arrancaron y tan guapazos.

 

EL CERRO ALTO.

— ¿Quieren que los sigamos y les demos la calda más soná de Chañarcillo? Yo tengo ganas de divertirme.

 

TODOS.

— A lo hecho: ¡vamos!

 

LA CARMEN.

— No, Cerro, ya es bastante. Muchas gracias.

 

LA RISUEÑA.

— Carmen, Carmen..., no sabís lo que haríamos por vos, no lo sabís. Mira, perdóname; pero me han dao ganas de llorar... de pena porque han sío capaces de ofenderte a vos.

 

LA CARMEN.

— Soi una chiquilla güena..., seremos siempre amigas, en la buena y en la mala.

 

EL CERRO ALTO.

— Casi me meto en la conversación y la echo a perder.

 

ÑO SE FUE (Con dolor indignado que crece).

— Me hicieron burla..., ya no hay na que esperar de estos rotos chilenos, que no respetan a las mujeres, ni respetan las canas. Se relajarán y se perderán, formarán un pueblo cargao de vergüenza y de baldón, sólo preparao pa la esclavitú. ¡Yo, pa salvarlo, les impediría tener hijos a los cobardes, a los canallas y a los calambrientos!

 

LA CARMEN.

— Me fueron a sacar a mi trabajo, diciéndome que ellos habían muerto, y que yo debía dedicarme a ganar plata divirtiendo a la gente. En el aire me trajeron..., en jirones me arrancaron el vestío, querían desnudarme pa que bailara... ¡Nunca hei padecío tanto! ¡Nunca hei tenío más vergüenza! Cuando ellos se fueron, estaba atontá por el pesar... Creo que si han muerto, hei sío yo la culpable, yo los eché al desierto a buscar plata... ¿Pa qué quería plata yo? ¡Sólo ahora me doy cuenta de lo desampará que soy y de que pa vivir de veras, con un beso de amor sobra!

 

LA RISUEÑA.

— ¡Con un beso sobra! ¡Hasta con una pena de amor basta! Carmen..., cuándo podremos vivir pa nosotras... Cómo puee ser posible que nunca alcancemos tranquilidá... ¿Por qué los hombres, que no buscan en su vía na más que nuestra perdición, pueen obligarnos a ser güenas? Carmen, yo me siento muy cerca de vos... Mira, a mí me quea mucha risa tuavía; hei encontrao muchos besos..., besos tan terribles que parecen piedrazos, caricias que me hacen sonar los huesos, que me duelen, pero son muy buenas. Figúrate que este animal, hace algún tiempo, muy entusiasmao, me hizo unos cariños que me tuvieron ocho días en cama (Risas).

 

LA CARMEN.

— Esta Risueña...

 

EL CERRO ALTO.

— No lo crea, Carmencita... Es que... somos tan... diferentes de porte.

 

LA RISUEÑA.

— ¡En qué forma me estruja; cree que soy de piedra! Cuando llega contento, juega conmigo a la pelota; corre conmigo en brazos y me salta. ¡Dios mío, qué hombre! Un día se va a equivocar y me va a romper en peacitos...

 

EL CERRO ALTO.

— Ponga una corría, señora Maclovia. (La Planchada obedece. A su tiempo beben).

 

CÁRDENAS.

— Señorita, perdóneme que no me acercara durante el mal rato, ni que hasta ahora la hubiera saludado. Yo no podía defenderla..., ya ve lo que le pasó aquí a don... Olivero.

 

LA CARMEN.

— Señor Cárdenas, no se preocupe, y créame que me alegro de verlo bueno... Mañana... Pa mañana creo qu'es una notificación que me llegó.

 

CÁRDENAS.

— ¡Le he agradecido tanto!

 

EL CERRO ALTO.

— Pero sírvanse, pues. (Beben todos).

 

CÁRDENAS.

— Dispénseme, ¿no anduvo usted buscando a los amigos Suave y Chicharra?

 

EL CERRO ALTO.

— L'hice un empeño... Anduvimos unas diez jornás contás desde aquí. Hei nos pescó el viento malo y tuvimos que volver... Si a ellos los ha pillao en el desierto, sin abrigo, ya tienen un monte encima. (La Carmen llora en silencio). Pero así como los púo pillar..., púo tamién suceder lo contrario. Nosotros nos salvamos del mesmo peligro... Hace mucho tiempo que faltan, lo menos medio año... Yo tengo la tincá de que van a llegar de repente..., a lo mejor ya'stan en el pueblo. La verdá es que golver del desierto es como golver del otro mundo. Pero los hombres como El Suave lo vencen too. ¡Un trago por ellos! No llore, Carmen, tome por ellos... (Beben).

 

LA RISUEÑA.

— Si pasara algo, que Dios no lo permita, te llevaríamos con nosotros, que te querimos tanto.

 

CÁRDENAS.

— Señorita, yo no quiero —Dios lo sabe— que les suceda nada malo; pero si así fuera, me permito ponerme a sus órdenes. Aprenderíamos a conocernos. ¿Y por qué no, a querernos?

 

LA CARMEN.

— No pueo quejarme de mi suerte... La verdá es que soy una regalona del destino. Muchas gracias, amigos, acepto cuanto me ofrecen porque sé que es bueno. Risueña, vos habís sío más que una hermana; parece que la vía nos amarró con lágrimas y con risas. Nuestros destinos han sío iguales. Después de una borrasca encontraste vos un amor, ¿qué de extraño tiene que yo encuentre ahora la tranquilidá? (Se oye un silbido).

 

EL CERRO ALTO.

— Juraría que ese chiflio es del Suave y viene del lao'el cerro. Esperemos.

 

LA CARMEN.

— Señor, se me rompe el corazón. (Se sienta anhelante). Risueña, dame agua.

 

LA RISUEÑA.

— No oís, Planchá, pasa agua. (Recibe el vaso y da de beber a la Carmen, que está tan temblorosa que parece que va a morir). Cálmate, Carmen, sé valiente, un ratito más... Ya, echa una risa... Yo no quiero que llorís, no te quiero entonce.

 

LA CARMEN.

— ¿No han vuelto a chiflar?

 

EL CERRO ALTO.

— Parece que no ¿Quién sabe si serían otros? Pero voy a salir a ver.

 

LA CARMEN.

— No, Cerro. Con vos s'iría mi ilusión. Yo quiero, por lo menos, soñar que llegan.

 

LA RISUEÑA.

— Carmen, ¿qué haré pa consolarte? Te quiero con toa mi alma, pero no pueo evitar tu tristeza. No llorís, porque la cosa será entre dos y se pondrá muy fea. (De la calle sube un aplauso, surgen voces que llegan fragmentadas a la escena).

 

LA CARMEN.

— ¡Son ellos! (Se levanta vuelve a caer. La Risueña le da agua y le abre el chal con que la ha cubierto al encontrarla casi desnuda; la fricciona. Poco a poco vuelve en sí). Gracias a Dios. (La estremece y lo alivia un hondo suspiro). Qué feo habría sío que me hubiera ido al suelo delante de ellos, que esperan una mujer pa que los consuele. (Sonríe. Pausa). Toy muy cambiá, Risueña, a lo mejor me hallan muy seria.

 

LA RISUEÑA.

— Yo te hallo más bonita; así seria, me gustái más. Oye, sabís, quién sabe si será una lesera mía: me da como mieo decirte de vos... Parecís..., de veras..., parecís una señora. Nadie aquí tiene ese... ese mando que tenís vos. De aquí en ailante me va a dar mieo abrazarte.

 

LA CARMEN.

— Risueña, tan buena, tan amiga..., es tu cariño el que hace milagros.

 

CÁRDENAS.

— Es verdad, parece una señora, como ella se portó y se porta, proceden las señoras. (Se oyen pasos de mulas).

 

LA RISUEÑA.

— ¡Son ellos! ¡Son ellos! (Corre por la escena riendo, alegre como un niño y batiendo las manos y dando palmadas de entusiasmo. Se detiene y abraza a Carmen y sigue en su juego. Aparecen El Suave y El Chicharra).

 

EL CERRO ALTO.

— Amigos... (La Risueña les ha salido al encuentro y los ha abrazado y besado, la primera).

 

LA RISUEÑA.

— ¡Eran ellos, Carmen, eran ellos!

 

LA CARMEN.

— Llegaron..., llegaron.

 

EL SUAVE Y EL CHICHARRA.

— Risueña, Carmen, amigos... (La Carmen y El Chicharra se unen en un largo y doloroso abrazo. El Cerro Alto y los demás han abrazado a El Suave, también las Cantoras. La manifestación es general; sólo La Planchada no toma parte en ella. La Carmen suelta a El Chicharra y se abraza de El Suave, mirándolo a los ojos, con infinita tristeza; luego, apoyando la cabeza sobre su hombro, llora en silencio; él, conmovido y como si se tratara de una niñita de pocos años, la abraza suavemente, toma su cabeza y la besa en la frente).

 

LA CARMEN.

— ¡Qué contenta estoy, qué contenta, qué contenta!

 

LA RISUEÑA.

— En verdá parece que vuelven del otro mundo; se me ocurre de repente que son ánimas... Pero los encuentro mejores... El Chicharra parece hombre ahora.

 

ÑO SE FUE.

(Está muy vejado) Así llegan los hombres que devuelve el desierto, que son muy pocos. Amigos, celebro verlos antes de irme. Esta mesma tarde m'iré de Chañarcillo.

 

EL SUAVE.

— Antes tenimos que hablar... Hablaremos mañana... Se irá pasao mañana. (Mira la escena, que conserva las señales de la lucha). ¿Y aquí qué ha pasao?

 

LA CARMEN.

— Na... de particular.

 

EL SUAVE.

— Ahora comprendo por qué arrancaron al vernos, varios que eran antes amigos nuestros. Vos tai desnúa. Te acaban de dar un malón... y han ofendío tamién a Ño Se Fue. Y él lo ha tomao en serio... Él, que sabe cómo son estas fieras. Nosotros sabíamos que esto no había cambiao..., los hombres se repiten eternamente. El desierto es malo, la muerte es dura; pero el hombre tiene la burla y la cobardía. Pero no hablemos así, es bajo amargarse por detalles corrientes. Díganos, fuera de esto, cómo'stan por aquí.

 

LA RISUEÑA.

— Queriéndote..., toos te querimos..., y los zambos que no te quieren te tienen un mieo que parece un monte...

Teníamos deseos de verte, de verlos, pues toos los que le querían hacer las buscas a la Carmen venían contando el mesmo cuento: que ustedes habían muerto.

 

LA CARMEN.

— ¡Seis meses! Momento a momento pensando en ustedes... Sabiendo que habían ido casi... a la muerte. Arrepentía de haber tenío la culpa del viaje... Los hei soñao muertos... A veces m'imaginaba qu'iba por el desierto y los hallaba acurrucaítos debajo de una roca, muertos; pero que los cubría con mi llanto y resucitaban. ¡Lo que hei sentío por ustedes! No soy más que una pobre mujer, una redoma llena de lágrimas; no sirvo pa na, ni para querer... No quiero que se vayan más... (Los abraza a los dos).

 

EL CERRO ALTO.

— Hay que ver cómo somos nosotros. Han de venir secos de se, muertos de cansancio, y estamos dándoles palique y haciéndolos llorar. Sirve, ligerito, un causeo del porte'el desierto. (A La Planchada). Vamos a comer, y después, que descansen.

 

LA RISUEÑA.

— Hablaste como Salomón; ¿lo ven como tiene sus ocurrencias güenas? (Risas).

 

EL CHICHARRA.

(Después de beber el primer trago) Hay que ver 1'agua del desierto y el odio que le tengo al charqui...

 

LA CARMEN.

— Yo te haré olvidar too.

 

LA RISUEÑA.

— Y yo tamién.

 

EL CHICHARRA.

— ¡Estas chiquillas! ¡Cómo las quiere uno! ¡Con qué angustia! Carmen, siempre te tuve presente..., me consolabai y me hacíai daño... Te bendecía y te maldecía... A veces erai santa y otras el demonio ¡Güena y mala, too! Yo, Carmen, soy malo, no te merezco...

 

LA CARMEN.

— Juan...

 

EL SUAVE.

— Quién se acuerda de esas menudencias... La vía se retuerce tanto... Y luego un hombre que ha encontrao la fortuna... Carmen, buscándolo pa vos, hallamos el derrotero.

 

LA CARMEN.

— ¿El derrotero?

 

EL SUAVE.

— Sí.

 

LA CARMEN.

— Me contraría... ¡Soy tan al revés de los otros cristianos, que me hubiera gustao verlos infelices, pa haberme muerto por alegrarlos y haber podio demostrarles cuánto los quiero!

 

EL SUAVE.

— ¡Qué mujer tan completa soi!

 

LA RISUEÑA.

— Por algo la quiero tanto a esta zamba. ¡Ay!, ¡qué ganas m'están bajando de cantar, de bailar, de reírme y de morir! Yo nunca tomo trago porque me da por matar gente. Una vez... maté a cuatro hombres bien grandes, bien grandes... pero fue — ¡qué lástima!— en un sueño. (Ríe mucho y corre por la sala. Toma un vaso). ¡Por la mina Carmen! (Beben todos)

 

EL SUAVE.

— Por los buenos amigos y por las mujeres verdaderas.

 

EL CHICHARRA.

— Es que yo tengo grandes remordimientos, no me creo con derecho a participar ni de este amor ni de esa fortuna; con El Suave he sido tan malo como con la Carmen. Yo, señores, debo alejarme a deplorar mi falta de hombría.

 

EL SUAVE.

— Vos te vai a callar; si soi tan tonto, disimúlalo. Amigos, somos ricos, verdaderamente ricos, y seremos ricos toos. ¡Abrir un camino en la vía nos será más fácil que seguir la huella y que resistir el viento negro! ¡Que los que hemos pecao nos enderecemos, que los buenos persistamos! ¡Desde este momento, empezaremos a abrir un nuevo camino, vamos a él con el corazón franco, con la palabra buena y el abrazo pronto, y tendremos derecho a la riqueza y hasta a la felicidá!

 

TODOS.

— ¡Hasta la felicidá!

 

 

 

TELÓN