CADA OVEJA CON SU PAREJA

Comedia en un acto

(1879)

 

PERSONAJES

 

DOÑA BERNARDA, madre de

LUCÍA

DON CAYETANO, tío de

ALBERTO

 

(La escena pasa en Santiago, en casa de doña Bernarda. El lugar de la escena es una pieza regularmente amueblada, con una puerta en el fondo que da salida al exterior, y otra al lado que comunica con el interior de la casa).

 

 

ESCENA I

 

DOÑA BERNARDA

 

 

DOÑA BERNARDA.

— (Sentada cerca de la ventana, está ocupada en coser un vestido, y canta una zamacueca):

 

El amor es un pleito;

Pero en su audiencia

Las mujeres son partes

Y ellas sentencian... Y

 aunque le ganen,

condenados en costas

los hombres salen.

 

(Concluye su canto con un prolongado suspiro).

 

¡Ayayay, penas, que para matar son buenas!

 

ESCENA II

 

DOÑA BERNARDA, DON CAYETANO

 

DON CAYETANO.

— (En la puerta del fondo). ¿Se puede entrar?

 

DOÑA BERNARDA.

— ¿Quién es?

 

DON CAYETANO.

– (Entrando). Yo soy, señora.

 

DOÑA BERNARDA.

– ¡Ah! ¡El señor don Cayetano! ¿Usted por aquí?

 

DON CAYETANO.

– Yo, en cuerpo y alma, mi señora doña Bernarda.

 

DOÑA BERNARDA.

– ¡Oh! ¡Qué placer tan grande me da usted con su visita! (Se dan las manos). Siéntese usted.

 

DON CAYETANO.

– (Sentándose). Para mí es cumplido, señora. Sí, gusto cumplido, porque tenía unos espantosos deseos de ver a ustedes. ¿Y Lucía?

 

DOÑA BERNARDA.

– Mi hija está adentro. Luego la verá usted.

 

DON CAYETANO.

– Tengo unas ganas horrorosas de hablar con ella, y también con usted. Por esto me he tomado la libertad de presentarme aquí sin haberle anunciado visita...

 

DOÑA BERNARDA.

— No había para qué. Su visita no puede sernos sino muy agradable; y ya debe haber conocido que lo miramos como amigo de confianza.

 

DON CAYETANO.

– Muchas gracias, señora. Lo mismo me pasa a mí. Desde que tuve el gusto de conocerlas, ahora a dos meses, en los baños de Cauquenes, no he dejado de acordarme de ustedes un solo día...

 

DOÑA BERNARDA.

– ¡Cuánto agradezco sus cordiales recuerdos!

 

DON CAYETANO.

– Ni tampoco una sola noche, porque le aseguro que en las noches es cuando más recuerdos he hecho... ¡Ya se ve! ¡Son tan largas las noches en el campo! y más, todavía, cuando uno se lo pasa solo su alma, como yo me paso meses enteros en mi hacienda, sin hablar más que con mi sobrino Alberto, en aquella casa tan sola y silenciosa, que no se oye más que el ruido de los pasos.

 

DOÑA BERNARDA.

– Pero, ¿por qué vive tan solo, señor don Cayetano?

 

DON CAYETANO.

– Eso mismo me he preguntado yo, hace pocos días, acordándome, como me acordaba a cada rato, de las alegres noches que pasé con ustedes en los baños. ¡Qué zamacuecas aquéllas! qué tonaditas tan dulces, qué meriendas tan sabrosas; y sobre todo, ¡qué conversaciones tan agradables! ¿Se acuerda de los paseos que hacíamos por los alrededores? ¡Ah, señora, qué días aquellos que pasé en los baños! Le aseguro que casi me puse a llorar a gritos, cuando tuve que irme a mi hacienda; y sobre todo, cuando llegué a mi casa, a aquella casa sola, en donde nadie me esperaba, fuera de mi perro Barcino... Desde entonces, ni como, ni duermo, ni respiro a gusto, en aquel caserón, en donde sobra casa y falta mujer, es decir, alegría y goce...

 

DOÑA BERNARDA.

— ¡Ah!, señor don Cayetano, ¿y por qué no se casa usted?

 

DON CAYETANO.

– Eso mismo me he preguntado: ¿por qué no me caso? ¿Por qué he de seguir permaneciendo solterón entre cuatro paredes, con las que únicamente puedo hablar en aquella solitaria casa? ¿Por qué no buscar una mujercita, me decía yo, para que venga a alegrar esta tristeza, a acompañar esta soledad, a enriquecer esta pobreza, a llenar este vacío, a alumbrar esta oscuridad, y para decirlo de una vez, a componer todo lo que aquí está descompuesto, desde el que habla para abajo? Porque la verdad, señora mía, no hay nada más descompuesto y más contrario a toda ley y razón que un hombre soltero, en una casa vacía, que es lo mismo que un cuerpo sin alma. Esta vida es una ensalada de mil clases de yerbas revueltas; pero ensalada desabrida, que no puede pasarse sin el aliño de la mujer. La dulzura de sus miradas, la sal de su conversación, el picantito de sus graciosos movimientos, y hasta el agrio de sus pucheritos de enojos son condimentos que hacen gustosos los más desabridos manjares de la vida, hasta el punto de incitarnos a repetir. Sin ello todo es tristeza, modorra y sueño, especialmente en las noches. Sí, señora; ¡qué noches aquellas de invierno, en que, por faltarme una compañera que me entretenga, tengo que acostarme con las gallinas y levantarme con las diucas!

 

DOÑA BERNARDA.

– ¡Ja, ja, ja! ¡Siempre alegre y gracioso!

 

DON CAYETANO.

– ¿No es verdad lo que digo? Pero ponga usted una mujer en un desierto, y verá como el desierto se convierte en paraíso. La mesa se cubre de frituras y golosinas; el apetito se compone, y no le falta ningún botón a las camisas. La casa se barre; no hay telarañas en los rincones; el jardín se cubre de flores olorosas; las gallinas cacarean en el corral; hay huevos frescos todos los días, y no se siente calor en el verano ni frío en el invierno. Al eterno silencio, sucede el bullicio de una multitud de chiquillos, que aparecen como por encanto, y que gritan, chillan, lloran, corren, saltan y lo manosean todo, y lo hurgan todo, y lo revuelven todo, no dejando estaca en pared.

 

DOÑA BERNARDA.

– ¡Ja, ja, ja! ¡Qué cosa tan divertida!

 

DON CAYETANO.

– ¡Sí, señora mía! Siento mucho el tiempo perdido, y quiero ver gatear debajo de aquellos largos corredores de mi casa aun cachigordito, mientras otro llora más allá porque lo rasguñó el gato... Ya me parece ver a la niñatera, que con el palo de la escoba amenaza al gato, el cual arranca bufando, mientras la buena madre corre como una loca, y pálida como un difunto, a socorrer a un hijito herido, al cual toma en sus brazos, le limpia la sangre y le unta saliva en las rasguñaduras, diciendo: ¡Calla, hijito, calla! Si no es nada; ya pasó, mi alma, ¡sana, sana, sana!... Ya oigo los gritos, y corro también a ver lo que pasa, y encuentro a mi mujer echándole un sermón a la descuidada niñerata, la cual se empeña, por su parte, en probar que ella no tuvo la culpa. El niño sigue llorando sin hacer caso ni a la mama ni a la mamá, que le dicen que calle, y que luego van a matar a ese gato pícaro, que ha ido a rasguñar a su hijito. La bulla de cuatro o seis diablillos más que hace correr hacia mi cuarto, en donde encuentro a dos tres revolviendo mis papeles; a otro jugando con la escopeta cargada que tengo en un rincón, y a la niñita consentida limpiando con su vestido la mesa, en donde ha derramado la tinta del tintero. Los pongo en orden; y apenas lo he conseguido, cuando diviso a mi mujer en el patio, gritando como un energúmeno. En un santiamén, vuelo hacia ella, y le pregunto qué sucede; pero la pobrecita, más muerta que viva, no me contesta palabra, sino que me muestra con el dedo hacia arriba... Y yo, mirando con aquella dirección, veo a los dos mayorcitos que corren por sobre los tejados, sin hacer caso de los gritos de su mamá. Yo los llamo al orden, y ellos se esconden, detrás de la cumbrera. Entonces mi mujer se encara conmigo, diciéndome: «¡Cayetano, por Dios! ¡Ya no es vida la que paso con estos chiquillos tan desobedientes y traviesos! ¡Yo no veo las horas de que los mandes al colegio, para descansar!». ¡Ah, señora! ¡Esa sí que es vida, esa sí que es felicidad! Dígame usted: ¿qué me aconseja hacer para alcanzarla?

 

DOÑA BERNARDA.

– Casarse, pues, señor. No hay más remedio que casarse.

 

DON CAYETANO.

– Pues a mí se me ha ocurrido lo mismo; y por esto he venido a Santiago, de donde no pienso volver a mi tierra, sino llevando una mujercita que me prometa darme todas esas felicidades que he dicho.

 

DOÑA BERNARDA.

– No dude usted que la encontrará, pues quien busca halla.

 

DON CAYETANO.

– Sí, señora, Dios mediante. Eso mismo fue lo que yo me dije, al ponerme en camino para esta ciudad. Y como durante los dos últimos meses, no se ha separado de mi corazón la imagen de un niña que...

 

DOÑA BERNARDA.

– ¿Entonces ya ha encontrado usted lo que busca?

 

DON CAYETANO.

– No, señora; lo ando buscando todavía.

 

DOÑA BERNARDA.

– ¿No dice usted que lleva ya en su corazón la imagen de...?

 

DON CAYETANO.

– Sí, es cierto que tengo aquí (se toca el corazón) la imagen de esa niña, pero ¿cree usted que con sólo poseer la imagen, habrá de resultar en mi casa esa encantadora bulla de chiquillos de que acabo de hablar?

 

DOÑA BERNARDA.

– Claro es que no. ¡Ja, ja, ja!

 

DON CAYETANO.

— Se conoce que usted lo entiende, y bien echará de ver que yo no soy hombre capaz de contentarme con imágenes, sino que he menester de más positivo.

 

DOÑA BERNARDA.

– Entonces no hay más que buscar a esa niña y decirle...

 

DON CAYETANO.

 —Yo había pensado decirle bien claro: señorita, yo tengo el retrato de usted grabado aquí en mi corazón; y vengo a devolvérselo, porque a mí no me gusta poseer una cosa son consentimiento expreso de su dueño; pero como me es imposible separar de mi corazón la bellísima imagen de usted, me veo en la necesidad de entregarle el retrato, con corazón y todo. ¿Qué le parece?

 

DOÑA BERNARDA.

– ¡Magnífico! Si ella estima en algo ese retrato, tratará de recuperarlo, admitiendo también el corazón que usted le da.

 

DON CAYETANO.

– ¿Lo cree usted así?

 

DOÑA BERNARDA.

– ¡Por supuesto! Yo haría lo mismo en su lugar.

 

DON CAYETANO.

– (Sobándose las manos, con satisfacción). ¿De veras? Usted me vuelve el alma al cuerpo.

 

DOÑA BERNARDA.

– No lo dude usted. Pero es el caso que esa niña se encontrará entonces con dos corazones.

 

DON CAYETANO.

– Así es... Y yo me quedo sin ninguno...

 

DOÑA BERNARDA.

—¡Oh!, sería una injusticia, una crueldad inaudita, quitarle a usted una cosa que hace tanta falta, como es el corazón.

 

DON CAYETANO.

– Dice muy bien. ¿Para qué serviría yo entonces?

 

DOÑA BERNARDA.

– Usted serviría sólo de estorbo y de tropezón en este mundo: pues que, aun cuando sea muy hábil, muy gallardo y muy rico, un hombre sin corazón no sirve para nada.

 

DON CAYETANO.

— ¡Oh, señora! Desde que amo a esa niña, le juro que yo deseo servir para algo.

 

DOÑA BERNARDA.

– Está muy puesto en razón. Pero advierta que las mujeres somos justas, y no tenemos nada de crueles, sino cuando los hombres no nos aman. Por consiguiente, crea que esa niña le dará a usted en cambio su propio corazón...

 

DON CAYETANO.

– ¿Está usted segura de lo que dice?

 

DOÑA BERNARDA.

– ¿Pues no he de estarlo? ¿Para qué quiere ella dos corazones, cuando con uno le basta para su uso particular?

 

 DON CAYETANO.

– ¡Ah! ¡Cuánto ganaría yo en ese cambalache!; quiero decir, en ese cambio. Perdóneme usted, señora, pues a veces me sucede creer que estoy en mi tierra, y se me salen por la boca, sin sentirlo, ciertas palabras que aquí en la capital no se usan. Pero ¿qué quiere usted? La cabra tira al monte; y yo no soy más que un pobre campe-sino, que habla así a la pata la llana...

 

DOÑA BERNARDA.

– Con tal que un hombre de bien hable de modo que los demás le entiendan, ¿para qué quiere más?

 

DON CAYETANO.

– De eso sí que me pico; y no me trocara por el mejor letrado, en esto de hablar claro y de ser hombre de bien a las derechas. No sé decir bonitas palabras; pero sí sé muy bien ser hombre de palabra.

 

DOÑA BERNARDA.

– Eso es lo que importa, y lo que, a mi entender, le habrá de gustar más a la niña. ¿Y es bonita?

 

DON CAYETANO.– ¿Que si es bonita? ¡Vaya! ¡Con decirle que se parece a usted!

 

DOÑA BERNARDA.

– ¡Ja, ja, ja! ¡Ah, don Cayetano, don Cayetano! ¿Y cómo afirma usted que no sabe decir bonitas palabras? ¡Se conoce que usted es embustero como todos los hombres!

 

DON CAYETANO.

– Eso sí que no, señora. Yo no miento, ni vuelvo atrás en lo que digo. Le repito que esa niña es tan linda como usted.

 

DOÑA BERNARDA.

– ¿La conozco yo por acaso?

 

DON CAYETANO.

– Muchísimo; y además es muy amiga suya.

 

DOÑA BERNARDA.

– ¿Conque todo eso hay?

 

DON CAYETANO.

– Sí, mi querida amiga; y por esto he venido a rogarle a usted que se empeñe con ella para que admita mi corazón y me dé en cambio el suyo.

 

DOÑA BERNARDA.

– Prometo hacer por usted cuanto puede hacerse por un

buen amigo. Ahora sólo resta que usted me diga el nombre de la niña.

 

DON CAYETANO.

– ¡Oh!... En cuanto a su nombre... le aseguro a usted que se me hace muy cuesta arriba decírselo...

 

DOÑA BERNARDA.

— ¿Por qué razón?

 

DON CAYETANO.

— Yo no sé por qué... pero se me hace nudo aquí entre los labios...

 

DOÑA BERNARDA.

– Sin embargo, es menester que usted me lo diga.

 

DON CAYETANO.

– Así es la verdad; pero yo no sé cómo decirle, mi querida amiga, que la persona cuya imagen llevo aquí en mi corazón es su hija de usted; que...

 

DOÑA BERNARDA.

– ¡Ah! ¿Lucía?

 

DON CAYETANO.

– Estoy rabioso por hacerla dueña absoluta de todo cuanto me pertenece; tengo unas ganas atroces de verla mandar en mi casa; quiero vivir para ella, satisfaciendo siempre sus menores deseos, y recreándome en su felicidad. En fin, no habrá para mí, una dicha mayor que verla convertida en madre de todos esos chiquillos de que le acabo de hablar. Esto es lo que yo quisiera decir a usted con palabras más bonitas; pero...

 

DOÑA BERNARDA.

– Sus palabras no pueden ser mejores, amigo mío.

 

DON CAYETANO.

– Espero humildemente su sentencia...

 

DOÑA BERNARDA.

– Esa sentencia la pronunciará la interesada...

 

DON CAYETANO.

– ¿Y usted?

 

DOÑA BERNARDA.

– Yo le prometo servirle a usted de abogado ante ella.

 

DON CAYETANO.

– Con un abogado tal, considero ganado mi pleito.

 

DOÑA BERNARDA.

– Cuente usted con mi entera voluntad.

 

DON CAYETANO.

– ¡Un millón de gracias, mi querida amiga! Venga esa mano. (Le sacude la mano con energía). ¡Apriete usted! ¡Apriete usted firme! A mí me gusta sacudir fuerte, cuando quiero a las personas. Yo soy así... Nunca he podido ser hombre a medias... Ahora me retiro, para volver bien pronto a saber la contestación de Lucía. (Se dirige a la puerta de salida).

 

DOÑA BERNARDA.

– (Aparte). ¿Por qué no he de decirle yo también lo que pasa en mi corazón? Oiga usted, amigo mío. Yo también tengo que decirle algo.

 

DON CAYETANO.

– ¿Es cosa en que puedo servirla?

 

DOÑA BERNARDA.

– Sí, señor; y mucho.

 

DON CAYETANO.

– Pues entonces, disponga usted de mí.

 

DOÑA BERNARDA.

– Yo... ¡Vaya!... No me atrevo... después se lo diré... mañana...

 

DON CAYETANO.– ¿Quién ha visto a mañana, señora? Hable usted, y no dejemos para mañana lo que se puede hacer hoy...

 

DOÑA BERNARDA.

– Es que me pasa una cosa que...

 

DON CAYETANO.

— Dígamela usted, con entera confianza; ábrame ese pecho con franqueza, ¡Y verá si yo sé servir a los amigos! Pero usted se ha puesto colorada... ¡Ah! ¡Ya di en el quid! ¿Apuesto a que también su asunto es de amor como el mío?

 

DOÑA BERNARDA.

– No puedo negarlo.

 

DON CAYETANO.

– ¡Pues, entonces, hable usted! ¡Mande usted! Dígame en qué puedo serle útil... ¿Ama usted a alguno de mis amigos?

 

DOÑA BERNARDA.

— Ha acertado usted.

 

DON CAYETANO.

– Lo que es por este día, creo que voy acertando en todo. Ojalá pudiese acertar a decir quién es él, para ahorrarle a usted el trabajo de hacerlo.

 

DOÑA BERNARDA.

– Pues yo se lo diré, amigo mío. Hay un joven que desde que lo conocí, me cayó en gracia; pero ya ve usted... Soy una mujer, y no me atreveré a manifestarle el amor que le profeso, si no después que usted lo haya sondeado...

 

DON CAYETANO.

– ¿Quién es?

 

DOÑA BERNARDA.

– Jura usted guardarme el secreto, en caso de...

 

DON CAYETANO.

– No tenga usted cuidado alguno. ¿No ha oído usted decir que el hombre sabe guardar los secretos ajenos, y la mujer los propios?

 

DOÑA BERNARDA.

– Pero, ¿jura usted que...?

 

DON CAYETANO.

– No necesito jurarlo, mi buena amiga. Basta que le dé mi palabra, a la cual no he faltado jamás en mi vida; y crea que el que no respeta su palabra, maldito lo que se le dará de faltar a sus juramentos. Así, pues, haga pecho ancho: dígame ese nombre, y crea que su secreto cae en mí como piedra en pozo.

 

DOÑA BERNARDA.

– Pues bien..., la persona que yo amo es... Su sobrino. (Se cubre la cara con las manos).

 

DON CAYETANO.

– ¡Mi sobrino! ¿Y temía usted decírmelo?

 

DOÑA BERNARDA.

– Una mujer teme siempre...

 

DON CAYETANO.

– Pero no una mujer como usted, fresca y linda como una mañana de primavera. Esté usted segura de que mi sobrino no la rechazará...

 

DOÑA BERNARDA.

— Pero de todos modos, espero que usted no le hablará claro, antes de sondearlo...

 

DON CAYETANO.

– ¡Si no necesito de sonda para ver claro en el interior de mi sobrino! Ya usted lo conoció en los baños.

 

DOÑA BERNARDA.

– Y me pareció muy bien.

 

DON CAYETANO.

— Es un Juan de Buena Alma...

 

DOÑA BERNARDA.

– Así es como yo lo quiero.

 

DON CAYETANO.

– Trabajador, eso sí; activo, constante...

 

DOÑA BERNARDA.

– Con tal que lo sea en el amor...

 

DON CAYETANO.

– Debe serlo puesto que por sus venas corre sangre que también es mía: pero le aseguro que yo no sé si ha tenido inclinación a mujer alguna...

 

DOÑA BERNARDA.

– ¡Tanto mejor! ¡Así es como a mí me gusta!

 

DON CAYETANO.

— A pesar de lo que le digo, tal vez podría afirmar...

 

DOÑA BERNARDA.

– ¿Qué cosa?

 

DON CAYETANO.

– Que Alberto tiene algo entre pecho y espalda..., algo que sin duda me oculta... ahora no más caigo en ello. ¡Sí, eso es! Todo este último tiempo ha estado taciturno y poco comunicativo conmigo.

 

DOÑA BERNARDA.

– ¡Si estará enamorado!

 

DON CAYETANO.

– ¡Eso es! Usted a dado en el clavo. ¡Qué memoria la mía! ¡No me acordaba ni aun de lo que le había oído decir repetidas veces a este muchacho! Como yo no tenía lugar sino para pensar en Lucía.

 

DOÑA BERNARDA.

– Pero, ¿qué es eso que usted le ha oído decir?

 

DON CAYETANO.

– Siempre bien de usted, señora...

 

DOÑA BERNARDA.

– ¡Ah!, ¿de mí?

 

DON CAYETANO.

– Desde que nos separamos de los baños, no ha cesado este muchacho de acordarse de ustedes. A cada momento me alababa la bondad, la dulzura y la gallardía de misiá Bernardita...

 

DOÑA BERNARDA.

— ¡Ah!

 

DON CAYETANO.

– Y cuando yo hablaba de la belleza de Lucía, él se callaba, o bien me contradecía manifestándome cuánto era lo que usted excedía en belleza y bizarría a su propia hija...

 

DOÑA BERNARDA.

– ¿Qué dice usted?

 

DON CAYETANO.

– Lo que oye... Y como yo veía que Alberto tenía razón en encontrarla a usted hermosa...

 

DOÑA BERNARDA.

– ¡Oh! ¡No diga usted eso!

 

DON CAYETANO.

– Dispense usted. Me he equivocado: yo debería haber dicho hermosísima... Pero el que confiesa su error merece perdón... Sí, señora; no hay duda, y ahora sólo caigo en que este muchacho, si está enamorado es de usted... Además, voy a darle otro dato... Un día lo pillé en su cuarto, escribiendo una carta, a puerta con llave... Óigame usted... Tenía los ojos como si hubiera llorado... Yo traté de conocer aquel negocio; pero él jamás quiso descubrirme nada: y aun rasgó la tal carta, en mi presencia, arrojando los pedazos de papel al brasero. Mi curiosidad excitada me hizo volver después, a ver si podía encontrar algún fragmento en donde leer..., y los encontré...

 

DOÑA BERNARDA.

– ¿Y qué decían?

 

DON CAYETANO.

– Los papeles se habían quemado, y sólo pude leer en los pequeños trozos que quedaban, expresiones cortadas, como éstas: ¡Infeliz de mí! Mi amor. Soy muy pobre. No puedo sufrir este martirio. ¡La amo!

 

DOÑA BERNARDA.

— ¿Eso decía?

 

DON CAYETANO.

— Eso y mucho más.

 

DOÑA BERNARDA.

— ¿Y a quién iba dirigida esa carta?

 

DON CAYETANO.

— Se había quemado el principio, y sólo encontré un fragmento en donde decía: «¡Ah!, ¡misiá Bernardita!».

 

DOÑA BERNARDA.

— ¡Amigo mío! Mi corazón no me engañaba. ¡Él me ama! Y tenía el presentimiento de mi felicidad.

 

DON CAYETANO.

— ¡Y yo, tonto de mí, que no me había acordado de esta circunstancia!

 

DOÑA BERNARDA.

— Pues, entonces, hable con él y dígale...

 

DON CAYETANO.

— Ya sé lo que he de decirle... Adiós... Influya usted en el ánimo de Lucía.

 

DOÑA BERNARDA.

— Mi hija es suya.

 

DON CAYETANO.

— Mi sobrino es usted. (Vase).

 

 

ESCENA III

 

DOÑA BERNARDA

 

DOÑA BERNARDA.

— ¡Oh, que dicha! ¡Qué dicha tan completa! Se casa mi hija... ¡Y su madre a un mismo tiempo!

 

ESCENA IV

 

DOÑA BERNARDA, LUCÍA

 

LUCÍA.

— (Oyendo las últimas palabras de doña Bernarda). ¡A un mismo tiempo! ¿Qué quiere decir eso, mamá?

 

DOÑA BERNARDA.

— ¡Ah! ¿Has oído, Lucía?

 

LUCÍA.

— Sí, mamá; pero no sé por qué cree usted que nos hemos de casar a un mismo tiempo.

 

DOÑA BERNARDA.

— ¿Te disgustaría eso?

 

LUCÍA.

— De ningún modo.

 

DOÑA BERNARDA.

— Pues bien; ¿sabes que las dos hemos encontrado marido?

 

LUCÍA.

— ¡Ah, mamacita mía! Me alegro... ¿Y qué clase de maridos son... esos que hemos encontrado?

 

DOÑA BERNARDA.

— Mira: el uno es un caballero, no viejo, sino así, así, de cierta edad, pero gallardo, bien plantado, y sobre todo, muy rico, muy bueno, muy amable, muy...

 

LUCÍA.

— (Aparte). Me habla primero de su novio, por eso lo alaba tanto. Sí, mamá, y muy...

 

DOÑA BERNARDA.

— Muy... ¡Vaya! muy buen mozo.

 

LUCÍA.

— ¿Y el otro?

 

DOÑA BERNARDA.

— El otro, es un joven, que aun cuando no es rico...

 

LUCÍA.

— (Aparte). Este es el mío. Sí, mamá, no es rico; pero...

 

DOÑA BERNARDA.

— Pero es protegido por el otro caballero; el cual es tío del mozo.

 

LUCÍA.

— ¡Ah! ¿Conque las dos vamos a quedar en la misma familia?

 

DOÑA BERNARDA.

— Sí, hija mía. La una se casará con el tío, y la otra con el  sobrino.

 

LUCÍA.

— Pero, después de todo, aún no me ha dicho usted cómo se llaman, quiero decir, quienes son ellos.

 

DOÑA BERNARDA.

— Son dos personas de muy buenas prendas para maridos, y a cuál de los dos es mejor. Dime ahora: ¿te parece mal que yo quiera casarme?

 

LUCÍA.

— De ningún modo, mamá..., tanto más cuanto que su esposo será buen padrastro...

 

DOÑA BERNARDA.

— ¿Por qué te parece eso?

 

LUCÍA.

— Porque como pariente cercano de mi maridito, no me mirará mal... ¡Ah, mamá! ¡Yo he oído hablar pésimamente de los señores padrastros! ¡Ni en los dedos son buenos!

 

DOÑA BERNARDA.

— Tienes razón, hija mía: pero no creas que tu madre haya de darte uno de esos padrastros viejos, achacosos, llenos de caprichos y de ideas antiguas. (Abrazando a LUCÍA). ¡No! Yo quiero mucho a mi hijita, para que me atreva a casarme con un vejestorio, que me la trataría mal, y estaría molestándomela a cada rato con sus impertinencias. ¡Eso sí que no, alma mía! (Acariciándola). Ten con-fianza en el buen juicio y en el cariño de tu madre, y cree positiva-mente que te he elegido un padrastrito a pedir de boca, como hecho en las monjas.

 

LUCÍA.

— ¡Mucho se lo agradezco, mamá de mi alma! Pero en fin, ¿quiénes son?

 

DOÑA BERNARDA.

— Luego los vas a ver, porque no tardarán en llegar. No quiero nombrártelos, para sorprenderte agradablemente; y sólo te diré que tú conoces al uno y al otro...

 

LUCÍA.

— ¿Los conozco yo? ¡Ah!, ¿quiénes serán entonces? (Se pone el dedo en la frente, en actitud de pensar).

 

DOÑA BERNARDA.

— No te devanes los sesos en balde... Luego va a ver quiénes son.

 

LUCÍA.

— ¡Ah, mamá! ¿Son buenos mozos?

 

DOÑA BERNARDA.

— Sí, hijita. No hay a cuál irse de los dos.

 

LUCÍA.

— ¿Quiénes serán?

 

DOÑA BERNARDA.

— Te repito que tú los conoces tanto como yo.

 

LUCÍA.

— (Aparte). ¡Quiénes serán, Dios mío!

 

DOÑA BERNARDA.

— El que te solicita me acaba de decir que te adora...

 

LUCÍA.

— ¡Ah, mamá!

 

DOÑA BERNARDA.

— Que te adora como a un ángel.

 

LUCÍA.

— ¡Mi querida mamá! ¡Qué dicha tan grande debe ser ésa de ser adorada por un hombre! ¡Pero dígame, quién es él, mamacita!

 

DOÑA BERNARDA.

— Y esa dicha es mayor todavía, cuando el hombre es buen mozo como tu novio...

 

LUCÍA.

— ¿Buen mozo?

 

DOÑA BERNARDA.

— Sí, hijita. Entonces es miel sobre buñuelos.

 

LUCÍA.

— Ya me lo figuro, mamá, aunque nunca he pasado por ello.

 

DOÑA BERNARDA.

— ¡Calla, niña!

 

LUCÍA.

— Sí, mamá. Me figuro muy bien todo eso, como si ya me hubiera pasado...

 

DOÑA BERNARDA.

— No hables así, Lucía.

 

LUCÍA.

— ¡Pero si es cierto, mamá! Me parece que ya he estado casada y viviendo con un hombre que me adora como a un ángel. Me lo imagino todo tan bien, que es como si lo estuviera viendo.

 

DOÑA BERNARDA.

— (Aparte). ¡Qué imaginación tan exaltada tienen las muchachas de hoy!

 

LUCÍA.

— ¡Pero mamacita querida! (Abrazándola). ¿Por qué no me dices quién es?

 

DOÑA BERNARDA.

— ¿Para principiar a quererlo?

 

LUCÍA.

— ¡No, no! ¡Si ya lo quiero, desde que sé que me adora!

 

DOÑA BERNARDA.

— ¿De veras? (Aparte). ¡Estas muchachas!

 

LUCÍA.

— Así es mamá, y aun puedo decir que lo amo, desde mucho tiempo ha.

 

DOÑA BERNARDA.

— ¿Como es eso?

 

LUCÍA.

— Yo le explicaré. Usted me ha dicho siempre que le hable con franqueza.

 

DOÑA BERNARDA.

— Así debe hacerlo una buena niña con su madre, pues de esa falta de franqueza suelen provenir mil desgracias que hacen llorar eternamente al pobre corazón de una mujer.

 

LUCÍA.

— ¡Ah! Ahora comprendo lo que me ha pasado, porque yo también he llorado así.

 

DOÑA BERNARDA.

— ¿Qué dices?

 

LUCÍA.

— Que yo conozco ese llanto de corazón... ¡Ah!, es un llanto doloroso, terrible; llanto que no tiene lágrimas ni sollozos, y que sólo tiene quejidos, suspiros y dolores... ¡Sí!, mamá, no me diga nada: lo conozco ahora muy bien. El llanto de los ojos consuela; pero ese otro llanto interior deja nuestra alma como muerta de dolor. ¡Oh!, se sufre entonces un martirio inexplicable, un martirio oculto que nos atormenta en silencio y al lado del cual la misma muerte parece deliciosa. Entonces quiere una morir. ¿No es cierto, mamá? Es algo como cuando una desea quedarse dormida para descansar de la fatiga de una penosa marcha. En balde quiere una llorar con los ojos, porque, a nuestro pesar, los ojos permanecen secos; y no parece sino que las lágrimas que debieran salir por ellos caen gota a gota sobre el corazón oprimido

 

DOÑA BERNARDA.

— ¡Pobre hija mía! ¿Tú has sufrido de ese modo, sin que yo lo supiera? ¿dime qué cosa; dime quién te ha hecho padecer así?

 

LUCÍA.

— Nadie, mamá, nadie..., o mejor dicho, es él quien me ha hecho llorar con el corazón.

 

DOÑA BERNARDA.

— ¿Él? ¿Y quién es él?

 

LUCÍA.

— Eso es lo que le iba a decir. Mire, mamá: usted sabe cuánto la he querido siempre. Cuando chiquilla, yo no comprendía otra dicha que la de vivir a su lado. Estar con usted; verla cerca de mí; oírla hablar... era como es hoy para mí, una delicia inexplicable. Cuando usted me sacaba a pasear, iba contenta, porque usted estaba junto a mí; y si salía con otras personas, no veía las horas de volver a mi casa, porque me parecía que una parte de mí misma había quedado aquí...

 

DOÑA BERNARDA.

— (Abrazándola). ¡Mi Lucía! ¡Cuanto te quiero!

 

LUCÍA.

— No me quiera tanto, mamá, porque no he sido enteramente buena con usted. Voy a confesárselo, para que Dios me lo perdone... ¿Y usted también, no?

 

DOÑA BERNARDA.

— ¡Habla, alma mía!

 

LUCÍA.

— Es el caso que cuando dejé de ser chiquilla, sentí que pasaba algo extraño aquí en mi interior. Yo no se lo puedo explicar; y sólo le diré que me hacía falta una cosa que yo no sabía qué fuera. Estaba como si estuviera enferma, y a veces me entristecía y lloraba, sin saber por qué. Pero era solamente con ese llanto de los ojos, llanto dulcísimo comparado con el otro, del corazón. En seguida me ponía alegre, y me reía de esa especie de pena que yo sentía en mi interior, y que nunca me atreví a decírselo a nadie.

 

DOÑA BERNARDA.

– ¿Y por qué esa pena?

 

LUCÍA.

— Porque me parecía estar sola, aun en medio de las niñas de mi edad. Antes no deseaba más compañía que la de usted; y después... mire si yo sería mala entonces, me parecía estar enteramente sola, aun cuando me encontraba aquí a su lado. Mil veces me acariciaba usted, y yo lloraba, reclinando mi cabeza sobre su seno. Usted me preguntaba por qué lloraba, pero ¿qué le había de poder contestar yo, cuando no lo sabía? Después comprendí que yo lloraba porque..., se lo diré todo, porque no me bastaban sus caricias, y me encontraba sola aún entre sus brazos. Pero, no vaya a creer, mamá, por Dios, ¡que yo había dejado de quererla! ¡No, no!, créame que la quería más. Porque cuando chiquilla, la quería así, sin pensarlo, y después, puedo decir que la amaba dos veces, pues la amaba pensando en que la amaba. Pero a pesar de este crecido amor, me creía capaz de amar tanto como usted a otra persona que no era usted, ni era nadie. Mas no por esto se menoscabó lo más mínimo mi amor a usted, pues mi corazón se había como ensanchado lo bastante para que en él cupiera otro amor además del suyo. A mí me parecía que yo amaba con este nuevo amor a alguien que yo no veía en ninguna parte, aunque siempre lo buscaba con los ojos, en el paseo, en el teatro, y hasta en la misma iglesia, cuando iba a misa. Para verlo, necesitaba cerrar los ojos y estar sola. Nada puedo decir de su fisonomía; pero yo encontraba bellísimo a ese ser ideal que me había formado dentro de mí. Luego me acostumbré tanto a amarlo, que no podía dejar su dulce compañía. A donde iba yo lo llevaba en mi imaginación, pareciéndome, a veces, que marchaba a mi lado. Más de una vez deseé con ardor que los jóvenes que me galanteaban se pareciesen a mi bello ideal, porque yo no podía amar sino a quien fuese igual a mi imaginario compañero. En varias ocasiones creí que éste se había confundido, ya con uno, ya con otro de los jóvenes que han pretendido conquistar mi corazón; pero a poco andar he conocido mi engaño, y he visto cuán grande es la diferencia entre cualesquiera de esos jóvenes y el objeto ideal de mi amor. Entonces es cuando me he encontrado enteramente sola en medio de las personas, y he buscado la soledad, porque allí lo encontraba a él junto a mí... Cuando me iba a acostar, solía latir de ternura mi engañado corazón, porque me figuraba que él había de estar aguardándome en mi cuarto. ¿Si estaría yo loca? Mire usted: ¿creerá que una noche me oculté detrás de la puerta para darle un susto cuando él entrara? Después me dio vergüenza...Sí, mamá, me dio mucha vergüenza, aunque nadie me veía. Es verdad, nadie me veía, porque estaba sola, y en torno de mí, no había más que el vacío, con un silencio tan aterrador como el de la muerte. Mas yo trataba siempre de llenar ese vacío espantoso, llamando a mi imaginario compañero, al confidente de mis ocultas penas. El se me presentaba, y ya yo no tenía miedo. Apagaba la luz, para verlo mejor; yo le hablaba, sin tener necesidad de mover mis labios, y sus palabras no resonaban en mis oídos sino en lo más profundo de mi pecho. Cierto es que aquello no era más que una mentira; pero mentira tan parecida a la verdad, que ahora mismo hace, su solo recuerdo, latir dulcemente mi corazón. ¿Cuántas veces me quedé dormida, oyendo su deliciosa conversación! ¡Cuántas veces abrí los ojos para verlo a la luz de los primeros rayos del sol que entraban por mi ventana! En ocasiones lo veía en mis sueños, ya dulces, ya agitados y terribles. Pero no siempre lo veía con las mismas facciones, ni siempre se me aparecía allí con el mismo carácter, alegre, tierno y amable con que me entretenía, cuando yo estaba despierta. En aquellos sueños lo veía tomar casi todas las fisonomías de los jóvenes que poco antes había visto. Era necesario que despertase, y volviese a soñar de otra manera, para verlo tal como él era, tal como a mí me gustaba. Pero, ¡pobre de mí!, esta ilusión no duraba más que instantes y luego se desvanecía, dejándome enteramente sola, y cara a cara con la cruel realidad. ¡Ay, mamá!, entonces era mi dolor tan inmenso, como era inefable el goce de mis bellas ilusiones. Porque veía que todo era mentira, que el dulce apoyo que soñaba, el tierno compañero de mi pensamiento no era más que una vana sombra. Y al encontrarme sin nadie, sin él, enteramente sola; al cerciorarme de que no estaba en parte alguna el objeto de aquel ardiente amor que yo sentía... ¡Ah, mamá de mi alma, entonces era cuando yo lloraba con ese llanto del corazón! (Se echa en brazos de DOÑA BERNARDA).

 

DOÑA BERNARDA.

– (Abrazándola). ¡Hija querida, no llores!... Desecha esas negras ideas y alégrate.

 

LUCÍA.

– (Desprendiéndose de DOÑA BERNARDA). No, mamá, no lloro... Ya

ve usted que estoy alegre... Todo eso ya pasó... ¡Sí!, he conseguido al fin sobreponerme, y ahora soy otra.

 

DOÑA BERNARDA.

– Pues bien, no nos acordemos más de eso.

 

LUCÍA.

– Sí, mamá; y si me he acordado ahora, es para decirle que yo no sé por qué lo estoy viendo a él, en esa persona...

 

DOÑA BERNARDA.

— ¿Cuál?

 

LUCÍA.

– Esa que me adora como a un ángel. Usted me ama...

 

DOÑA BERNARDA.

– ¡Sí, mi Lucía! Cree que Dios ilumina siempre la mente de una madre que piensa en la felicidad de su hija.

 

LUCÍA.

– ¡Por eso confío en usted, mi querida mamá! Es imposible que usted me quiera casar con otro... ¡No, no! ¡Usted no puede entregarme en brazos de otro... que no sea él! (Pronuncia las últimas palabrasen voz baja).

 

DOÑA BERNARDA.

– Sí, hijita. Quiero pensar ahora en tu establecimiento. Déjame sola.

 

LUCÍA.

– ¿Y usted? No me decía que también...

 

DOÑA BERNARDA.

– Por ahora no quiero pensar más que en tu matrimonio. Tengo fe en que casada con ese caballero, vas a ser feliz. Déjame sola, y ve a distraerte un poco. ¡Ah! Se me ocurre que ellos pueden comer con nosotros. Dile a la cocinera que tenemos dos convidados a la mesa.

 

LUCÍA.

– Voy, mamá. (Vase).

 

 

ESCENA V

 

DOÑA BERNARDA

 

DOÑA BERNARDA.

– ¡Pobre hija mía! ¡Cuánto ha sufrido sin duda... con esas engañadoras imágenes del deseo!... ¡Y no lo sabía yo, su madre! Pero debía haberlo adivinado viendo esa tristeza que a veces solía apoderarse de ella, y que yo creía efecto de alguna enfermedad. Sí, era enfermedad..., pero del corazón, ahora lo veo. Yo estaba ciega, cuando no comprendía lo que pasaba en su alma candorosa. ¡Soy una madre muy culpable! He pensado en casarme, cuando debí pensar en establecerla a ella... He amado a ese joven, con un amor sin esperanza ya; esperanza que hoy ha renacido, al oír hablar a su tío Cayetano..., lo he amado en silencio, reconcentrada en mí misma, como si me avergonzara de que alguien descubriese mi secreto... Tal vez por esto mismo, no he echado de ver que también ella adoraba en silencio a ese bello ideal, cuya encarnación buscaba en todas partes... Mi distracción ha sido egoísta y muy culpable... Pero, ¡gracias a Dios!, hoy veo que pueden quedar satisfechas a un tiempo mis aspiraciones de mujer y de madre. Don Cayetano es un caballero de cualidades sólidas, y estoy segura de que hará la felicidad de mi Lucía... Cierto que él no es un joven, ¡pero la quiere tanto!... Su corazón es joven todavía... Sin embargo, ¿podrá satisfacer las aspiraciones de una muchacha, como es mi hija? En cambio, yo, que soy su madre, me quiero casar con el joven... ¿Cómo proponerle el tío a mi hija, y decirle al mismo tiempo que mi novio es el sobrino? Casi no me atrevo; y desearía que esta niña se casara con Alberto... Ojalá pudiera yo hacer este enlace, aun cuando fuese sacrificando mi pasión. Sería feliz con la felicidad de mi Lucía, y con tener por hijo a ese joven a quien no puedo dejar de querer. ¡Sí!, vivirá ami lado, amando a este ángel que Dios me ha dado por hija; y yo ahogaré esta pasión dentro de mi pecho... ¿Por qué no he de tener fuerzas para ahogarla? Se trata de la felicidad de esta pobre niña, que tanto ha sufrido, sin decir nada; y nadie sabrá que yo... Pero, ¡oh! ¡Dios mío! Si ya don Cayetano sabe que amo a su sobrino... ¿Y si éste no ama a Lucía, como la quiere el tío, de cuyo amor estoy segura? Yo misma me he traicionado; yo misma me he vendido; y cuando menos lo pensaba, he descubierto este secreto a la persona de quien debiera ocultarlo más. He sido una imprudente, pero ya está hecho el mal..., digo si esto puede ser un mal. Porque, bien mirado, don Cayetano no es un viejo, y si Lucía no lo ama, bien puede hacerse amar de ella. Este caballero posee prendas tan recomendables, que bien merece ser amado por una mujer de corazón. Sí, lo amará... A cada paso estamos viendo chiquillas casadas con hombres mucho más viejos que él... Tampoco habrá por qué nadie se admire de mi matrimonio con Alberto. ¡Cuántas viejas que pueden ser madres mías, no se han casado con muchachos!... Aunque, por otra parte, la cuestión sería ver si conviene seguir estos ejemplos... ¿Será conveniente, será dable, será decente que yo me case con el mozo y ella con el maduro? ¿Será bien visto que?... Pero ¿qué me importa a mí la chismografía? Lo que me importa es la felicidad de mi hija; y ninguna mujer puede ser feliz sino con el hombre que ama y del cual es amada, sea mozo o viejo, pobre o rico. Esto es lo principal; y ya sé que don Cayetano ama a Lucía... Que ella lo ame, y mi dicha es completa... Yo trataré de sondear su corazón... Aquí viene.

 

 

ESCENA VI

 

DOÑA BERNARDA, LUCÍA

 

LUCÍA.

—Mamá, ya están dadas las órdenes necesarias para esperar a las visitas.

 

DOÑA BERNARDA.

– Bien, hija mía. Ahora siéntate y dime: ¿te parece que yo estoy muy vieja para casarme?

 

LUCÍA.

– No, mamacita, no. A propósito de esto, ¿quiere que le diga una cosa?

 

DOÑA BERNARDA.

– Dila, Lucía.

 

LUCÍA.

– Es que he oído decir que usted parece así... Como si fuera mi hermana.

 

DOÑA BERNARDA.

- ¡Ja, ja, ja! ¿Y quién ha dicho ese disparate?

 

LUCÍA.

– Ahora no más me recuerdo de esto. ¿Tiene usted presente a aquel caballero tan alegre que conocimos en los baños de Cauquenes?

 

DOÑA BERNARDA.

– ¡Ah!, ¿don Cayetano Troncoso? ¿Y por qué te has acordado de él ahora?

 

LUCÍA.

– Porque él fue quien le dijo a una amiga mía, en los baños, que usted y yo parecíamos hermanas.

 

DOÑA BERNARDA.

– ¿De veras? Eso quiere decir que don Cayetano está muy viejo y corto de vista.

 

LUCÍA.

– No lo crea, mamá: don Cayetano está muy lejos de ser un viejo.

 

DOÑA BERNARDA.

– (Aparte). ¡Bueno, bueno! ¿Lo crees tú así?

 

LUCÍA.

– ¡Pues no he de creerlo! ¡Qué caballero tan alegre, tan conversador y tan bueno!

 

DOÑA BERNARDA.

– (Aparte). Bien marcha el negocio.

 

LUCÍA.

– ¿Lo duda usted? ¿No se acuerda de cuánto nos divertimos allá con él?

 

DOÑA BERNARDA.

– (Aparte). ¡Bien!

 

LUCÍA.

– En cuanto a mí, le sé decir que no sentí !os días que pasamos en los baños.

 

DOÑA BERNARDA.

– (Aparte). ¡Mejor que mejor!

 

LUCÍA.

– ¿Qué dice usted?

 

DOÑA BERNARDA.

– Que... Que he pensado seriamente en este doble matrimonio...

 

LUCÍA.

– ¡Pero, por el amor de Dios! ¿Por qué no me dice usted quien es ese novio que me destina? Voy a ver si acierto... ¿Es Jacinto Valverde? ¿Juan José Contreras o Pedro Hinojosa?

 

DOÑA BERNARDA.

– Son muy pobres, hija mía, y yo no quiero que mi Lucía sufra...

 

LUCÍA.

– Ni a mí tampoco me gustaría casarme con ellos, aun cuando fueran ricos; ¿será Antuco Villafranca?

 

DOÑA BERNARDA.

– Es un presumido insoportable. No sabe más que vestir-se bien; y por acomodarse el peinado y la corbata, sería capaz de olvidarse de que estaba casado.

 

LUCÍA.

– ¿Y Agustín Buscavida?

 

DOÑA BERNARDA.

– ¡Cuchito! No me hables de él. Ése no se casa con una mujer pobre; y yo sé que su sueño dorado es desposarse con una buena hacienda, para irse a trabajar en el campo.

 

LUCÍA.

– ¡Ah! ¿Entonces se casa por amor a la agricultura?

 

DOÑA BERNARDA.

– Así es. No me gusta ninguno de esos mozos que has nombrado, pues de ninguno de ellos sale un marido pasable siquiera. Atiéndeme, Lucía; para encontrar la felicidad en el matrimonio, se necesita un marido de ceso, de juicio y que sepa lo que es el mundo...

 

LUCÍA.

– Sí, mamá; pero no vaya a fijarse, por Dios en don Nicolasito Jorquera...

 

DOÑA BERNARDA.

– ¿Por qué no te gusta don Nicolasito? ¿Lo hayas muy viejo?

 

LUCÍA.

– No es por eso, mamá, sino porque... ¡Vaya! Soy capaz de perdonarle los años a un pretendiente; pero no la tontería.

 

DOÑA BERNARDA.

– Eres una niña de buen sentido, pues nada hay más perdonable que los años, cuando van acompañados del talento, de rectitud y de cordura. Yo no hablo de un viejo sin juicio, o como si dijéramos, de un viejo verde, pues nunca éstos han servido para nada, sino de un hombre de buena edad, que es de lo único que puede hacerse un marido en razón, prudente y discreto. Un mozalbete sin la necesaria madurez no hará jamás un buen marido, mientras no se le asiente el juicio con la edad; y en el intertanto, ¿cuánto no es lo que tiene que sufrir una pobre mujer, si carece de la energía necesaria para mantenerse en su puesto? Por esto habrás oído decir, hija mía, de los hombres que se casan dos veces: la primera escoba, y la segunda señora. Esto proviene de que la segunda mujer los pilla mansitos y en buen sazón, después de haber barrido el suelo con la primera. Fuera de que hay muchos mozos a quienes no se les asienta nunca el juicio, y suelen pasmarse en la mata, quedando al fin de los años tan sin seso como en el principio. Esto no puede temerse de un hombre ya probado y conocido como bueno por las muestras que de sus dotes ha dado durante largos años. Porque has de tener presente, Lucía, que un hombre no se da a conocer en pocos años. Sí, hija querida, renuncia a la idea de casarte con uno de esos mozuelos con los cascos a la jineta, que tarde, mal y nunca aprenden a querer a sus mujercitas, al paso que no hay maridos más querendones que un mozo que no sea muy mozo.

 

LUCÍA.

— Entonces, mamá, es un viejo el que...

 

DOÑA BERNARDA.

— No, hijita, ¿Cómo te había yo de querer unir con un viejo chocho? ¡Eso sí que no! Nuestros dos novios son dos mozos solteros, el uno con pocos años menos que el otro, pero ninguno de ellos es un mozalbete destornillado e inconstante... ¡Ah!, ¡son tan inconstantes los mozuelos! Muy buenos cuando amantes, y muy olvidadizos cuando maridos. Y en caso de matrimonio, suele ser más acertado que los tome una mujer de cierta edad, la cual posea la experiencia y el arte necesario para traerlos a camino. En fin, Lucía, pronto hemos de ver llegar a nuestros futuros, y tú me dirás si me he engañado en la lección. Uno de ellos es un caballero elegante, de talento, rico y generoso...

 

LUCÍA.

— (Aparte). Es su novio y se conoce que lo quiere.

 

DOÑA BERNARDA.

— El otro es un mozo que parece viejo, según es su cordura y discreción.

 

LUCÍA.

— (Aparte). Es el mío. ¿Y dice usted que yo los conozco?

 

DOÑA BERNARDA.

— Sí, hija mía... Y para que veas que no te engaño (Mostrando con el dedo a DON CAYETANO y a ALBERTO, que aparecen en la puerta del fondo). ¡Míralos! ¡Allí están!

 

 

ESCENA ÚLTIMA

 

DOÑA BERNARDA, LUCÍA, DON CAYETANO, ALBERTO

 

LUCÍA.

— ¡Ah! ¡Don Cayetano! (Aparte). ¡Y también Alberto! ¡Qué sorpresa tan agradable!

 

DON CAYETANO.

— (A LUCÍA, mientras ALBERTO saluda especialmente a DOÑA BERNARDA). La palabra agradable me agrada tanto en su boca, como me sorprende la palabra sorpresa, pues ésta me indica que su mamá no le ha dicho a usted lo que...

 

DOÑA BERNARDA.

— Se lo he dicho todo, amigo mío..., pero sin nombrar personas... para ver qué efecto hacía la presencia de ustedes. (Se forman dos grupos, uno de ALBERTO y LUCÍA a la izquierda, del espectador, y otro de DON CAYETANO y DOÑA BERNARDA, a la derecha, que hablan o afectan hablar, según lo indica el diálogo).

 

ALBERTO.

— (Saludando. Aparte a LUCÍA). ¡Qué feliz soy con verte!

 

LUCÍA.

— (Aparte a ALBERTO). ¡Y yo! Mi mamá no quería decirme; pero ya mi corazón te había adivinado.

 

DON CAYETANO.

— ¿Es decir que ninguno de los dos seremos condenados a muerte?

 

DOÑA BERNARDA.

— Ya le digo a usted que esas palabras «agradable sorpresa» de Lucía se lo explicarán todo.

 

DON CAYETANO.

— ¡Oh!, las dulces palabras de una mujer tienen cierta magia para encantar nuestro corazón.

 

DOÑA BERNARDA.

— (Mirando a ALBERTO). Yo nada dije, al ver a ustedes, porque el placer no sólo produce exclamaciones, sino también el silencio, en nosotras las mujeres.

 

ALBERTO.

— (A DOÑA BERNARDA). Mi corazón, señora, me dice en este momento que las últimas palabras de mi tío son verdaderas.

 

DON CAYETANO.

— (Aparte a DOÑA BERNARDA). ¡No le decía a usted! Eso que usted ha dicho le ha llegado al corazón.

 

DOÑA BERNARDA.

— (Aparte a DON CAYETANO). ¿Y le ha dicho él que me ama?

 

DON CAYETANO.

— (Ídem). Usted va a verlo. Cuando le propuse venir aquí a verlas a ustedes, no me aceptó. Pero yo insistí diciéndole: ¡hombre!, no trates de engañarme, porque yo sé bien que en esa casa hay una personita a quien tú amas. ¿Y cómo lo sabe usted?, me preguntó. Porque he descubierto tu secreto, le respondí yo entonces. ¿No te acuerdas, hombre, de aquella carta que te pillé escribiendo y que tú arrojaste al brasero? Yo leí después los trozos que quedaron sin quemarse, y me impuse de todo. Al decirle esto, me echó los brazos al cuello y me dijo: ¡tío de mi alma!, no puedo negarlo... ¡La quiero cada día más! Yo le había ocultado este amor, porque creía que usted también... No, hombre, le interrumpí; sí yo quiero a la otra... ¿Y cree usted que ella no me rechazará?, volvió a preguntarme. No, hijo mío, le respondí. Ella te espera con los brazos abiertos. Créemelo. Acabo de hablar con la misma doña Bernardita, quien me ha dicho que te admite gustosa y que te venga a buscar pronto. Al oír esto, casi se volvió loco de gusto: vistióse en un santiamén y hétenos aquí...

 

LUCÍA.

— (Aparte a ALBERTO). Y Si me amabas de ese modo, ¿por qué no me dijiste en los baños?

 

ALBERTO.

— (Ídem). ¡No me atreví, alma mía!

 

LUCÍA.

— (Ídem). Y sin embargo, bien pudiese entender las miradas de mis ojos, con las que a mi pesar yo te manifestaba mi cariño.

 

ALBERTO.

— (Ídem). ¡Lucía! ¡Sigue hablando de esa manera! ¡Mira que no hay música, por celestial que sea, que encante mis oídos como tus palabras! Creo haber oído ya mil veces esa tu argentina voz, cuando, en el silencio misterioso del bosque, yo me internaba buscándote por debajo de los árboles. ¡Sí!, eran tus dulces palabras de amor, sin duda, las que yo oía, en alas de la brisa que jugueteaba por entre los tupidos follajes. Mi corazón latía apresuradamente; mi alma se sublimaba para alcanzar allá, a la región de los ángeles en donde te había colocado mi entusiasmo. ¡Lucía! ¡Lucía! ¡Cuál era mi dolor cuando yo me encontraba impotente para elevarme a esa región, de la luz para mi entendimiento, de amor para mi corazón! Yo te veía en todas partes, y también en todas partes te oía. Veíate en los primeros rayos del sol que despuntaban sobre la nevada cumbre de los Andes; ¡te veía en la luna que resbalaba por el límpido azul de los cielos, o que se medio ocultaba tras la gasa transparente de las nubes de otoño! Te veía en las flores del prado, en la brillante nieve de la montaña, en las oscuridades del bosque... y cuando veía ondular, al empuje del viento, los cortinajes de enredaderas salpicadas de flores, parecíame, Lucía, verte al través de la verde cortina... ¡Pero me engañaba!

 

LUCÍA.

– (Ídem). ¡No, no, Alberto! ¡Era yo! ¡Era mi pensamiento que te buscaba por todas partes!

 

ALBERTO.

– (Ídem). ¡Sí! ¡Ahora veo que eras tú, alma mía! ¡Era tu voz la que yo oía en el murmullo del torrente, en los misteriosos sonidos del bosque! ¡Cuántas veces, sentado sobre el tronco de un árbol, escuchaba, al caer de la tarde, el canto melancólico del zorzal, que llamaba a su compañera! Las lágrimas aparecían en mis ojos, y yo las dejaba rodar por mis mejillas.

 

LUCÍA.

– (Ídem). ¡Oh!, esas lágrimas eran mías. ¿No es verdad?

 

ALBERTO.

– (Ídem). ¡Sí, mi vida! Eran tuyas porque eran de mis ojos. Eso cantos de las aves eran voces de tu alma, porque llegaban hasta mi corazón.

 

LUCÍA.

– (Ídem). Y ¿por qué no venías a decirme?... ¿Por qué no me escribías...?

 

ALBERTO.

– (Ídem). Muchas veces te escribí, pero luego rasgaba las cartas, porque nunca podía expresarte en ellas mis sentimientos... Un día, medio loco, le escribí una larga carta a tu mamá, solicitando tu mano... Mi tío me encontró escribiéndola, y la rasgué; pero él leyó los pedazos, y se hizo dueño de mi secreto.

 

LUCÍA.

– (Ídem). Ahora comprendo por qué te ha traído.

 

ALBERTO.

—,(Ídem). Me ha dicho que tu mamá me acepta...

 

LUCÍA.

— (Ídem). Y pudo haber agregado que yo te amaba... Cuando mi mamá me hablaba ahora poco, de mi novio, yo pensaba en ti... Ella no quería decirme el nombre; y al nombrar yo a varios jóvenes, para ver si acertaba, te confesaré que te tuve en los labios, pero no pude pronunciar esta linda palabra: Alberto.

 

DON CAYETANO.

– Ahora que he oído mi sentencia de sus labios, voy a decir dos palabras a Lucía. (Se encamina hacia ella).

 

ALBERTO.

— (Acercándose a DOÑA BERNARDA). ¡Ah, señora de mi corazón! ¡Usted me hace el más feliz de los hombres! Permítame besarle las manos, en prueba de mi reconocimiento...

 

DOÑA BERNARDA.

– ¡Ah! ¿Sólo es reconocimiento lo que mueve su corazón, Alberto?

 

ALBERTO.

– ¡No, señora! Es también el amor más grande y puro que puede sentir un hombre. Jamás había tenido un día tan feliz como éste... En esta casa me siento como si estuviera en la mía, desde que sé que hay en ella un corazón que me ama...

 

DOÑA BERNARDA.

– Y puedes estar seguro de ello.

 

ALBERTO.

– Gracias, señora... Mi cariño por usted se ha aumentado, desde que estoy seguro de mi amor; y yo no sé por qué... ¡Pero no! ¡Sí, lo sé!... Comprendo muy bien por qué en esta casa lo encuentro todo bello, bellísimo.

 

DON CAYETANO.

– ¡Bravo, sobrino! Así me gusta... Es preciso decir claro las cosas, sobre todo cuando son cosas del corazón. (A LUCÍA). ¿Qué te parece mi sobrinito?

 

LUCÍA.

– Muy bien, señor; y lo quiero tanto más, cuanto más lo oigo atestiguarle su cariño a mi mamá.

 

DON CAYETANO.

– Se conoce que eres una buena hija: por consiguiente, serás buena esposa. (A ALBERTO, mostrándole con el dedo a LUCÍA). ¡Oye, sobrino mío!, te encargo que me la quieras, que me la cuides mucho.

 

ALBERTO.

– Jamás me ha hecho usted, tío querido, un encargo tan dulce como éste.

 

LUCÍA.

— (A ALBERTO). ¡Yo también te amenazo no quererte, si no quieres mucho a mi mamá!

 

DOÑA BERNARDA.

– (Corre a abrazara LUCÍA). ¡Gracias, hija mía! (Hablando aparte con ella). Dime, ¿qué le has contestado?

 

LUCÍA.

– (Ídem). Que lo amo como él me ama. ¿Y usted?

 

DOÑA BERNARDA.

– (Idem). Yo le he significado lo mismo.

 

LUCÍA.

– (Ídem). Pero dígame: ¿le ha dicho él que la quiere?

 

DOÑA BERNARDA.

– (Idem). Sí, mi alma. Y a ti, qué te ha dicho él.

 

LUCÍA.

— (Ídem). Que me adora.

 

DON CAYETANO.

– (Aparte a ALBERTO). Conque, sobrino mío, ya debes estar contento.

 

ALBERTO.

— (Aparte a DON CAYETANO). Contentísimo, tío. Ella me ama.

 

DON CAYETANO.

– (Ídem). Pues lo mismo me pasa a mí. ¡Con decirte que ella me acaba de jurar que ha soñado con nosotros en todo este último tiempo!

 

DOÑA BERNARDA.

– (Separándose de LUCÍA y yendo hacia DON CAYETANO). ¡Amigo mío! Soy doblemente feliz... Venga usted acá. (Aparte a DON CAYETANO). ¡Abrace usted a su madre!

 

DON CAYETANO.

– (Abrazándola). ¡Sí, sí! ¡Me gusta la idea! ¡Venga un abrazo bien apretado! (Aparte a DOÑA BERNARDA). ¡La muchacha me quiere como a las niñas de mis ojos!

 

DOÑA BERNARDA.

– (Ídem). ¡Y él me adora, amigo mío!

 

LUCÍA.

– (Aparte a ALBERTO). Mira, Alberto, ¡cuánto es lo que tu tío quiere a mi mamá!

 

ALBERTO.

– (Aparte a LUCÍA). No tanto como lo que yo te amo a ti.

 

LUCÍA.

— (A DON CAYETANO). Cuanto más ame usted a mi mamacita, tanto más lo querré yo.

 

DON CAYETANO.

– (A LUCÍA). ¡Pichoncita! ¡Pues mira como le doy otro abrazo, para aumentar tu amor! (Abraza de nuevo a DOÑA BERNARDA).

 

ALBERTO.

– (Aparte a LUCÍA). Ellos se abrazan. ¿Por qué no hemos de seguir también nosotros este dulcísimo ejemplo?

 

LUCÍA.

— (Aparte a ALBERTO). ¡Dices bien, amor mío!

 

ALBERTO.

– (Abrazando a LUCÍA). ¡Oh! ¡Cuánto te amo, querida de mi alma!

 

DON CAYETANO.

— (Mirando de reojo a LUCÍA con ALBERTO. Aparte). ¡Caramba con el sobrino, que abraza de veras! (A ALBERTO). Despacito, amigo; despacito por las piedras...

 

ALBERTO.

– Tío... Señora... Perdonen ustedes..., yo...

 

DON CAYETANO.

– Bueno es que le manifiestes tu cordialidad, pero, aquí ínter nos, ese abrazo ha sido algo exagerado... Te he dicho que me la quieras; pero que ello sea hasta cierto punto...

 

LUCÍA.

– ¿Hasta cierto punto? ¿Cómo es eso, señor? ¿Cree usted que yo estaría contenta con que usted amase a mi mamá sólo hasta cierto punto?

 

DON CAYETANO.

– Pero, Lucía...

 

DOÑA BERNARDA.

— (A DON CAYETANO). No le haga caso, amigo mío: vea que es una muchacha sin mundo y sin experiencia.

 

DON CAYETANO.

— (A DOÑA BERNARDA). Tiene usted razón; pero...

 

DOÑA BERNARDA.

– (Ídem). Una vez casada, entrará en vereda. Así somos las mujeres.

 

DON CAYETANO.

— ¡Sí, sí! Entraremos todos en la vereda del amor. (Se colocan los cuatro formando un cuadrado de modo que DOÑA BERNARDA a la izquierda, y ALBERTO a la derecha estén en primer término. En el segundo término, estarán, DON CAYETANO a la derecha y LUCÍA a la izquierda). ¡Qué bien, que agradablemente se marcha por esa vereda esmaltada de flores! Es una marcha triunfal, que debemos emprender pronto, amigas mías, salvo el parecer de ustedes.

 

DOÑA BERNARDA.

– Nos conformamos con él.

 

ALBERTO.

– ¿Y tú, qué dices, Lucía?

 

LUCÍA.

– Mi mamá me ha dicho que nosotras las mujeres no debemos ja-más oponernos a los deseos de…de... nuestros esposos.

 

DON CAYETANO.

– ¡Bien, señora! Bien ¿enseñadita la tiene. Ahora mismo nos casamos, y mañana nos largamos, con camas y petacas, a la hacienda. Vámonos, Alberto, a arreglar nuestras diligencias. Despídete de la señora, mientras yo... (Se dirige con los brazos abiertos hacia LUCÍA).

 

LUCÍA.

— (Yendo a abrazar a DON CAYETANO). ¡Tío mío!

 

ALBERTO.

— (Abrazando a DOÑA BERNARDA). ¡Mi querida madre!

 

DON CAYETANO.

– ¡Su tío! (Da un paso atrás).

 

DOÑA BERNARDA.

— ¡Su madre! (A DON CAYETANO). ¿Qué significa esto, señor?

 

DON CAYETANO.

– Eso mismo iba a preguntar a usted.

 

DOÑA BERNARDA.

– Pues yo no entiendo una palabra.

 

DON CAYETANO.

– Y yo estoy en ayunas... ¡Su tío!

 

DOÑA BERNARDA.

– ¡Su madre! ¡Explícame esas palabras, Alberto!

 

DON CAYETANO.

– Y tú, Lucía, dime, ¿por qué me has dado ese título?

 

ALBERTO.

— (A DOÑA BERNARDA). Yo no veo la causa de tanta admiración... Si yo me voy a casar con Lucía, claro es que puedo llamarle a usted mi madre.

 

LUCÍA.

— (A DON CAYETANO). Y yo digo: si me he de casar con Alberto, claro es que puedo llamarle a usted mi tío.

 

DOÑA BERNARDA y DON CAYETANO.

– ¡Ah!

 

LUCÍA.

— (A DON CAYETANO). ¡Pero si usted, por ser el esposo de mi mamá prefiere que le de el nombre de padre, lo haré con mucho gusto!

 

ALBERTO.

— (A DOÑA BERNARDA). Y Si usted quiere que la llame tía, puesto que ha de ser la mujer de mi tío querido, no tengo inconveniente.

 

DOÑA BERNARDA.

– ¡Ay! ¡Dios mío! (Se cubre la cara con las manos).

 

DON CAYETANO.

– (Poniéndose el dedo en la frente). ¡Ahora sí que ya voy entendiendo el negocio! (A DoÑA BERNARDA, con la cual sigue hablando aparte, mientras LUCÍA y ALBERTO se unen para hablar en secreto en el otro extremo). Dígame, señora, ¿no comprende usted ya todo este enredo?

 

DOÑA BERNARDA.

– Demasiado bien, por desgracia.

 

DON CAYETANO.

– Cierto que ha sido un chasco salado; pero, en este mundo, es preciso sacar partido de todo, para ser feliz. ¿Quiere que hagamos una cosa?

 

DOÑA BERNARDA.

– ¿Qué cosa?

 

DON CAYETANO.

– Que dejemos a esos muchachos en su dulce error. Amo demasiado a Lucía para que quiera verla casada con su padre.

 

DOÑA BERNARDA.

— Soy de su mismo parecer... Yo tampoco quiero casar  me con mi hijo.

 

DON CAYETANO.

– En cuanto a este pobre muchacho, a quien siempre he querido mucho... sería una crueldad separarlo de Lucía.

 

DOÑA BERNARDA.

– Y yo no tendría valor para hacer una cosa semejante con mi pobre hija.

 

DON CAYETANO.

— Esto es por lo que toca a ellos. Ahora, por lo que atañe a nosotros... Es menester que sigamos el ejemplo que ellos nos dan.

 

DOÑA BERNARDA.

— ¿Qué dice usted?

 

DON CAYETANO.

– Digo, señora, que aquí la perdí y aquí la he de hallar. Yo no soy de esos hombres que se ahogan en poca agua. He venido a casarme, y volveré casado a mi hacienda. ¿Qué le parece a usted?

 

DOÑA BERNARDA.

– Que es una resolución muy cristiana; pero todavía no sé lo que usted quiere decir...

 

DON CAYETANO.

– Que, bien pensado, señora, debemos agradecerles a estos muchachos la jugada que, sin saberlo ellos mismos, nos han hecho. Hemos olvidado aquello de «Cada oveja con su pareja», y hemos cambiado los frenos, como dicen en mi tierra. Hagámonos perdonar nuestra locura, con una gran cordura, volviendo sobre nuestros pasos. Si ellos se casan allá entre sí, casémonos nosotros acá in ternos.

 

DOÑA BERNARDA.

— ¡Oh!, en cuanto a eso... Yo...

 

DON CAYETANO.

— Si me hallaba bueno para marido de su hija, ¿por qué no me encuentra regularcito siquiera para usted?

 

DOÑA BERNARDA.

– Con esa razón quedo convencida. Acepto.

 

DON CAYETANO.

– ¡Viva la patria! ¡Aquí la perdí y aquí la encontré!... ¡Hijos míos!, venid acá. (LUCÍA y ALBERTO se acercan al grupo formado por DON CAYETANO y DOÑA BERNARDA). Amaos como Dios manda, que nosotros prometemos imitar vuestro ejemplo. Y no se admire nadie de esto, porque si los jóvenes deben imitar los buenos ejemplos de los viejos, tócales a los viejos seguir el ejemplo de los mozos, cuando éstos obran bien. De donde deduzco yo que la obligación de un buen cristiano no consiste en imitar las obras de los demás, porque éstos son de mayor edad, sino porque aquellas obras son buenas. Sirvaos esto de regla, y sed felices, para que con vuestra felicidad, hagáis dichosos a vuestros padres. (Se abrazan los cuatro). ¿No le parece, señora, que esto vale mucho más que... lo otro? Lo dicho, dicho. Mañana nos vamos bien casaditos a la hacienda, y allí viviremos los cuatro desafiando a la tristeza... Allí formaremos un cuadro impenetrable contra este cruel enemigo del género humano; y cada vez que nos asedie, la combatiremos con valor, y le diremos: «Señora tristeza, usted nada tiene que hacer aquí: es inútil que nos persiga; no pierda su tiempo, y váyase con su música a otra parte. ¡Mire usted, mi señora tristeza, que estamos bien pertrechados de alegría, y que el combate es muy desigual, porque somos cuatro contra uno!».

 

 

 

Cae el telón.