EL CASI CASAMIENTO

o sea

MIENTRAS MÁS VIEJA, MÁS VERDE

(1881)

 

 

PERSONAJES

 

DOÑA COLUMBINA

ROSA

DON NICOLÁS

DON CATALINO

TRISTÁN

UN MOZO DE CAFÉ

UNA CRIADA

LA COCINERA

Y

LA EFIGIE DE DON AGAPITO

 

 

PRIMER ACTO

 

(La escena en Santiago, año 183… Un cuarto de un pequeño café en donde se ven dos mesitas rodeadas de sillas ordinarias, algunos cuadros ordinarios penden de las desnudas paredes. Dos velas, una sobre cada mesa alumbran escasamente el cuarto. Una puerta en el fondo, da al patio, y una ventana a la izquierda, cae a la calle. Empieza a oscurecer).

 

DON CATALINO.

(Entrando seguido de un criado). Como siempre, hombre, como siempre. Tráeme un plato de cazuela de ave, unas costillas de cordero... ¿Hay ensalada?

 

CRIADO.

— De lechugas y de rábano, señor.

 

DON CATALINO.

— Tráeme de lechugas, con asado... mira, oye... que venga tostadito, ¿eh?

 

CRIADO.

— Entiendo, señor.

 

DON CATALINO.

— Una botella de chacolí...

 

CRIADO.

— Hay un mostito de Cauquenes, señor, que está diciendo: bébeme, bébeme...

 

DON CATALINO.

— Venga el mostito, que hoy necesito una cosa estomacal...

 

CRIADO.

— ¿Y nada más?

 

DON CATALINO.

— Ahí veremos; anda pronto.

 

CRIADO.

— Voy corriendo. (Sale).

 

DON CATALINO.

— ¡Caramba! ¡Lo que es la pobreza! Que yo tenga necesidad de venir a comer al peor cuarto de este café, en donde otras veces se me salía a recibir en palmitas. ¡Ah! es que entonces pagaba y ahora como al fiado. (Se oye a lo lejos el sonido de las bolas de billar y de los tacos mezclados con grandes gritos y algazara. DON CATAL1NO pone oído hacia donde se siente la bulla). ¡Ah! Yo también jugaba al billar; pero estos malditos acreedores han dado en perseguirme hasta allí mismo... ¡Pícaros! ¡Desalmados y sin conciencia!... ¡Perseguirme a mí, cuando en vez de hacerles el menor mal, ando huyendo de ellos!... Hombres ruines, que por andar tras de un real, son capaces de desempedrar las calles de la ciudad... ¡Miserables! A honra debieran tener el que una persona de mi calidad les gastase su dinero... ¿Pero de qué me admiro, cuando hasta mis amigos de otro tiempo me han abandonado? Desde que me sintieron el olor a pobre ya no me saludan... ¡Y que llamen santa a la pobreza! Si esto fuese cierto, yo estaría a punto de ser canonizado... ¡Pero me vengaré! Les he de quebrar los ojos a todos, cuando me vea poseedor de las riquezas de esa maldita vieja... ¡Sí, señor, me caso! ¡No hay remedio! Es cierto que ella es más fea que el mismo pecado mortal; pero más fea es la pobreza, con la cual estoy casado al presente, y por divorciarme de ésta, sería capaz de casarme con el mismo diablo. (Paseándose y moviendo la cabeza). Aunque mirando las cosas así con los ojos de filósofo, la fealdad y la vejez tienen sus ventajas innegables en el matrimonio... ventajas reales... Sí, ventajas positivas... Además de qué me parece que ya voy criando amor por mi viejecita, a fuerza de repetirle que la adoro... (Se sienten pasos en la calle y se asoma por la ventana). ¿No es Tristán?

 

TRISTÁN.

(Desde fuera). ¡Catalino!

 

DON CATALINO.

– Entra, hombre, que tengo muchas cosas que contarte.

 

TRISTÁN.

– Allá voy.

 

DON CATALINO.

— Este muchacho es el único amigo que no me ha abandona-do; y eso que no sabe que estoy a pique de ser tal vez millonario... Tiene un corazón de oro; y si no poseyera esas malditas ideas románticas que lo trastornan, yo podría sacar partido de... (Entra TRISTÁN).

 

TRISTÁN.

(Dándole la mano y saludando muy tristemente). ¡Amigo Gacetilla, cuánto tiempo ha que no te veía!

 

DON CATALINO.

– Más de tres meses, hombre de Dios. (Fijándose en su semblante). Y tú, ¿por qué estás tan flaco y pálido, que pareces fraile a quien le faltan beatas?

 

TRISTÁN.

(Suspirando). Porque la mala suerte me persigue...

 

DON CATALINO.

– Como a mí mis acreedores, hijo... ¿Y para dónde marchabas tan ligero?

 

TRISTÁN.

– Para el puente de Calicanto.

 

DON CATALINO.

— Pero, hombre, hace un frío de todos los diablos... ¿Y con esta noche, te ibas a pasear allí?

 

TRISTÁN.

— Me iba a arrojar al río.

 

DON CATALINO.

— ¿Sí?

 

TRISTÁN.

— De redondo.

 

DON CATALINO.

– ¿Por lo de la mala suerte?

 

TRISTÁN.

— Por eso mismo.

 

DON CATALINO.

– ¡Pues, hombre! A pesar de la persecución que sufro de parte de mis acreedores, te aseguro que no se me había ocurrido jamás hacer tal cosa...

 

TRISTÁN.

— A mí sí.

 

DON CATALINO.

– ¡Ya se ve! La diferencia de caracteres... Ya sabes que yo soy filósofo... ¿Y estabas resuelto?

 

TRISTÁN.

– ¡Que si lo estaba! Hace más de quince días, hombre, que estoy resuelto a lanzarme de cabeza en el Mapocho...

 

DON CATALINO.

— ¿Y?

 

TRISTÁN.

– Te diré: la primera vez me encaminé al puente, sin mirar para atrás, porque ya tú sabes que soy valiente; pero antes de llegar sentí mucho frío, y me volví a casa. Al día siguiente fui también; pero me encontré en el puente con dos hombres que me miraban de hito en hito; y se me puso en la cabeza que aquellos dos hombres habían conocido mi intención, y estaban aprontándose para sacarme del río, y como yo deseo morir, no quise dar el salto entonces...

 

DON CATALINO.

— ¿Y volviste?

 

TRISTÁN.

– Por supuesto, al otro día. Sentéme en uno de los bancos de ladrillo a esperar que el puente quedase solo, pero nada... Me dieron ganas de fumar antes de ahogarme y como no llevaba cigarrillos, tuve que volver a casa...

 

DON CATALINO.

– Por lo visto, no has hallado oportunidad en todos estos días...

 

TRISTÁN.

– Así ha sido; por eso es que ahora iba de noche... Pero como me llamaste... ¡Lo que es mi mala suerte! ¡Ni ahogarme a gusto me deja!

 

DON CATALINO.

– ¡Ja, ja, ja! ¡Siempre con tus ideas!... Pero prometo sanarte... Ya viene mi comida... (Entra el CRIADO con una bandeja con dos platos tapados, un cubierto, un vaso y una botella de vino. DON CATALINO le dice al criado mientras éste prepara el servicio en una de las mesas). Trae otro cubierto. (A TRISTÁN). ¿Qué pido para ti?

 

TRISTÁN.

– Nada, hombre; gracias, he comido...

 

DON CATALINO.

- ¿Sí?

 

TRISTÁN.

– En casa de un amigo.

 

DON CATALINO.

– ¿Y hubo trago?

 

TRISTÁN.

- Y tragos... porque como es el día de su santo...

 

DON CATALINO.

– Pues ahora comprendo la causa de tu determinación.

 

TRISTÁN.

– ¿La de tirarme al Mapocho?

 

DON CATALINO.

– Sí, hombre... Tú has tenido siempre una borrachera trágica.

 

TRISTÁN.

– ¿Piensas que estoy borracho? (Se alza del asiento, dando algunas muestras de ebriedad).

 

DON CATALINO.

– ¡Ja, ja, ja! Es cosa que se echa de ver por encima.

 

TRISTÁN.– Adiós, amigo mío...

 

DON CATALINO.

– ¿Y qué? ¿Crees que yo habría de consentir en que te fueses a ahogar, con este frío tan intenso? Siéntate, Tristán, y ahoguemos nuestras penas en mosto, que para ahogarse en una agua tan sucia como la del Mapocho, hay tiempo de sobra.

 

TRISTÁN.

– Pero, hombre...

 

DON CATALINO.

– Déjate de peros, y óyeme. ¿No echas de ver que aún no has llegado al grado de borrachera que es menester para llevar a cabo tu determinación? ¡Mozo! ¡Otra botella!

 

CRIADO.- Bien, señor. (Sale).

 

DON CATALINO.

(Llena una copa de mosto). Mira qué color tan precioso tiene.

 

TRISTÁN.

(Toma la copa y la acerca a los labios). ¡Oh!, exhala un aroma exquisito.

 

DON CATALINO.

– Pruébalo, y verás cómo el sabor corresponde al olor... Sin embargo, no es tan bueno como el que yo quisiera ofrecerte; pero ahí vendrán tiempos mejores. Yo soy un hombre que tengo filosofía y un buen acopio de paciencia, pues mientras mis malditos acreedores me persiguen, sin darme tregua, como, bebo y duermo mal, con la esperanza de que mañana o pasado comeré, beberé y dormiré mejor.

 

TRISTÁN.

– ¡Ah! ¡Catalino! Tú tienes esperanza... luego no eres tan desgraciado. Pobre de mí... ¡Ay de mi corazón que ya le dijo adiós a la esperanza!

 

DON CATALINO.– (Comiendo famélicamente). ¡Pero, hombre! ¿No sabes que el decir adiós no es irse? Vuelve sobre tus pasos, imita mi filosofía, y mira el ejemplo que te doy, comiendo con este apetito cuando tal vez esté firmado el mandamiento de prisión en contra mía. (El CRIADO entra con una botella y una copa). ¡Aquí viene el que da esperanzas! (Al CRIADO). Déjalo ahí, y cierra la puerta, al salir.

 

CRIADO.

– Sí, señor. (Sale).

 

DON CATALINO.

- Sí, Tristán, prometo curarte de esa manía. (Llena ambos vasos). Mira, se me ha ocurrido en este momento un proyecto que... pero bebamos por su realización. (Beben). Antes de todo es menester que me digas la causa de tu determinación.

 

TRISTÁN.

– Vas a oírla: ahora un mes estuve en los baños de Cauquenes, y allí conocí a una niña encantadora, que me volvió loco. Se llamaba Rosita, y era más linda que la flor de su nombre. Andaba con su padre, del cual me hice amigo bien pronto. Al principio don Nicolás Mazo, que éste era su nombre, parecía aprobar el que Rosita me mi-rase con buenos ojos; mas, cambió de repente...

 

DON CATALINO.

– ¿Y era rico el señor Mazo?

 

TRISTÁN.

– No lo averigüé.

 

DON CATALINO.

– Eso prueba tu poca madurez, hijo mío... Pero sigue adelante. ¿Y por qué cambió el hombre? Tal vez supo que tú eras pobre...

 

TRISTÁN.

– Algo hubo de eso; pero no fue lo principal...

 

DON CATALINO.

– Le dirían que jugabas...

 

TRISTÁN.

– Tampoco... Todo fue porque le dijeron que yo era poeta, y vio unos versos que yo había hecho a mi Rosita. Yo no conocí su aversión hacia mí sino cuando, después de habernos concertado con la niña, se la pedí a él en matrimonio...

 

DON CATALINO.

– ¿Y se la pediste, sin saber si el viejo tenía siquiera algún fundito?

 

TRISTÁN.

– ¡Calla, Catalino! ¡También ella me amaba a mí, sin saber si yo era pobre o rico!... Pero don Nicolás me cerró completamente las puertas, diciéndome que su hija le había de casar con un hombre que supiese trabajar, y no con un ocioso que no sabía más que hacer versos... En balde le prometí abandonar a las Musas; no hubo remedio... Y no contento con esto, tuvo la crueldad de llamar a su hija, y hacer que allí delante de él me diese calabazas.

 

DON CATALINO.

– ¿Y por esto te quieres arrojar al Mapocho, hombre de Dios? Pues yo he recibido calabazas unas veintisiete veces, por lo menos, y no por esto me he desanimado... Al contrario, he tenido filosofía y constancia, pues no soy un hombre que se ahoga en tan poca agua... ¿Sabes adónde he llegado, a fuerza de tentar la suerte?

 

TRISTÁN.

— No lo adivino.

 

DON CATALINO.

- Pues he alcanzado a ponerme en disposición de dar calabazas yo mismo.

 

TRISTÁN.

- ¿Sí?

 

DON CATALINO.

— Como lo oyes. Mira lo que vale la filosofía y la constancia. Yo no me amilano por poca cosa.

 

TRISTÁN.

- ¿Es alguna linda muchacha la que tienes en vista?

 

DON CATALINO.

— Ya te digo que yo tengo filosofía... yo no estoy ahora para muchachas; pasaron esos tiempos. Es una sabrosísima vieja, aliñadita, para poderla pasar, con más de cien mil pesos.

 

TRISTÁN.

— De modo que si no tuviera el aliño de las pesetas...

 

DON CATALINO.

— No la podría tragar el más ansioso, y se le haría nudo en la garganta. Me atoraría con ella, te lo aseguro.

 

TRISTÁN.

— Entonces es un vestiglo.

 

DON CATALINO.

— Vas a juzgarla por su retrato...

 

TRISTÁN.

— ¿Lo tienes ahí?

 

DON CATALINO.

— Sí; es un soneto que he hecho, y que a fuerza de repetirlo, lo sé de memoria... Ya sabes que yo también soy aplicado a la poesía...

 

TRISTÁN.

— Sí lo sé. A ver el retrato. Estoy ansioso de conocer a tu querida.

 

DON CATALINO.

— Oye con atención. (Dice el siguiente soneto, con afectación):

 

Los carrillos alzados cual montañas;

Dos grandes abanicos por orejas,

Pergaminosas, tiesas, disparejas;

 Dos tomates por ojos, sin pestañas;

 

En el ceño se ven todas sus mañas;

Y coronando el ceño, tiesas cejas:

De frente un dedo, y ásperas guedejas

Y más negro que todo las entrañas.

 

Imagina una hundida, oscura boca,

Una fiera nariz de garabato,

Tan puntilarga, que a la barba toca;

Pelos en el bigote, como un gato,

 

Un medio diente, que al sepulcro invoca,

Y tendrás de mi amada el fiel retrato.

 

 

TRISTÁN.

— ¡Catalino, por Dios! Un hombre honrado como tú no debe engañar a esa mujer...

           

DON CATALINO.

— No la engaño; la amó de veras. Las delicias que me esperan...

 

TRISTÁN.

— ¿Y puedes creerlo? ¿Qué delicias ni qué amor puedes esperar...?

 

DON CATALINO.

— Y te parece poca dicha la esperanza de vivir cómodamente el resto de mis días; de ocupar una distinguida posición al lado de mi arrugadita, como yo la llamo...

 

TRISTÁN.

- ¡Oh!

 

DON CATALINO.

— Tiene tres haciendas, casa ricamente amueblada, vajilla de plata, dinero a intereses... ¿Te parecen nada todos esos encantos, en una mujer?...

 

TRISTÁN.

— ¡Ah! No creía que tú fueras capaz de tal proceder...

 

DON CATALINO.

— Es que tú no eres un hombre práctico como yo.

 

TRISTÁN.

— ¡Pero vender su libertad por el dinero!

 

DON CATALINO.

— ¡Inocente! ¡Ja, ja, ja! ¡Qué libertad ni que niño muerto! Ahora es cuando estoy menos libre, porque ni a la calle me es dado salir, por temor de mis acreedores... Ni puedo concurrir a ningún paseo, porque no tengo cómo presentarme con decencia... ¿Llamas a esto ser libre? Un verdadero cautivo no vive más encerrado que yo... Pero en cuanto me case, en cuanto sea dueño de esos dulcísimos encantos de mi amada, entonces me mirarán todos con respeto, y me saludarán con cortesía, diciéndome: «Pase usted, señor don Catalino... Beso a usted la mano...». Entonces no me fastidiarán importunos acreedores, y tendré paseos, coches, caballos, casas, criados, haciendas, juegos, tertulias... Entonces, por fin, seré dueño de llevar mi persona a todas partes. (Parándose con entusiasmo). ¡Entonces, amigo mío, seré libre! ¡Bebamos por mi futura libertad! (Beben).

 

TRISTÁN.

- No cambiaría por todo eso que dices una de las sonrisas de mi querida...

 

DON CATALINO.

— Yo estimo en más una carcajada de mi Columbina, con su boquita desmolada...

 

TRISTÁN.

— Si tú la hubieses visto qué bella estaba aquella noche de luna, cuando nos paseábamos a orillas del Cachapoal...

 

DON CATALINO.

- ¿Amores a la orilla de un río?... Tú estás loco... Prefiero el amor a la luz de magníficas lámparas, bajo dorados artesones, sentados sobre ricos almohadones de seda; rodeado del brillo encantador del lujo, en una nube de dulcísimos aromas, y recreando mi oído con las encantadoras armonías de la música. ¡Ese sí que es amor!

 

 TRISTÁN.

— Pero teniendo siempre un demonio delante...

 

DON CATALINO.

— ¿Y qué me importa? Sería capaz de casarme con un palo, con una piedra, con el diablo mismo, con tal de obtener mi libertad.

 

TRISTÁN.

— Pero, ¿es comparable todo eso a la dicha de ser amado por un ángel? Jamás me olvidaré... (Entusiasmado). Marchábamos por la orilla del río, y en su gracioso andar, parecía apenas tocar la tierra...

 

DON CATALINO.

— Pues al contrario, mi Columbina está mirando siempre la tierra, que, con el favor de Dios, la ha de recibir luego en sus brazos.

 

TRISTÁN.

(Sin escucharle). Sus dorados cabellos caían graciosamente...

 

DON CATALINO.

— En más estimo el dorado bolsillo de mi viejita...

 

TRISTÁN.

— Caían graciosamente sobre sus hombros de alabastro...

 

DON CATALINO.

— ¡Oh! El alabastro y mármoles de la casa de mi dulce viejita...

 

TRISTÁN.

— Sus ojos de esmeralda...

 

DON CATALINO.

— ¡Oh! ¡Si vieras el collar que ella tiene! Son tamaños... como nueces, hombre de Dios.

 

TRISTÁN.

— Sus dientes de perlas...

 

DON CATALINO.

— Mi viejita las tiene por centenares; pero no en la boca.

 

TRISTÁN.

— Y esa dulzura inexplicable esparcida en su célico semblante...

 

DON CATALINO.

— Y esas arrugas que me anuncian dejarme viudo pronto...

TRISTÁN.

— Esa dulzura que arroba mis sentidos, que enajena mi alma, transportándome a mundos desconocidos, y que me hace vivir en un instante, siglos de siglos de una dicha inefable! (Se levanta entusiasmado y recorre la escena recitando los siguientes versos):

 

¡Volad! ¡Volad, dulces besos!

De la boca de mi amada,

Y en torno del aura suave:

¡Venid a saciar mis ansias!

Venid, que el deseo ardiente

Que en mí engendró su mirada,

Activo en mi pecho bulle

¡Y mi corazón abrasa!

Volad en torno a mi frente,

Y al son de mis cuerdas blandas

La entonaré mil canciones.

Que repetirán las auras.

Y con mis tiernos suspiros

La enviaré mi esperanza,

Y en alas a mis amores,

La libertad de mi alma...

 

DON CATALINO.

— ¡Ja, ja, ja! Estás loco rematado... Tu ejemplo y el mosto han hecho brotar mi estro poético... Pero yo digo:

 

¡Volad, volad, dulces pesos

De la bolsa de mi amada!

¡Oh, talegos argentíficos,

venid a saciar mis ansias!

Venid que el deseo ardiente

De agarrar esas alhajas

Activo bulle en mi pecho,

Y mi corazón halaga.

Replétense mis bolsillos...

Ven a mis brazos, mi amada;

No temas venir envuelta

En oro, cobre o en plata,

Porque yo a todo me allano;

Soy hombre de buena paga,

Y te pagaré en amor.

¡Tus argentíferas gracias!

Yo soy todo sentimiento

Para ti... Tú me entusiasmas;

Deliro por abrasarme

En la metálica llama

De tu amor...

 

TRISTÁN.

— ¡Catalino! ¡Acompáñame más bien al río... vamos a arrojarnos al Mapocho!

 

DON CATALINO.

— No seas loco... calla la boca... No me cortes el hilo de la inspiración...

 

¡Viejita mía!

¡No deseches mis plegarias!

La brillantez de tus ojos

No hay duda que está apagada;

Que te sobran las arrugas,

Y que los dientes te faltan,

Pero ¿qué importa si tengo

Auríferas esperanzas?

¿Qué importa que el suelo mires

Si así te quiero agachada?

¿Qué me importa que al hablar

Tirite y tiemble su barba,

si tus palabras sin hueso,

Cuando hablas como quien masca,

son para mí tan sabrosas,

Tan dulces, suaves y blandas,

Que...

 

(Golpean a la puerta)

¿Quién es?

 

CRIADO.

(Entrando). Un hombre busca ahí afuera al señor don Catalino...

 

DON CATALINO.

(Asustado). ¡Un hombre! ¿Y qué facha tiene? Que me mande decir para qué me necesita...

 

CRIADO.

— Dice que quiere hablar con usted mismo en persona...

 

DON CATALINO.

- ¡Ah! Ya sé... Dile que no estoy aquí...

 

CRIADO.

— Pero, señor, si lo acaba de ver por la ventana...

 

DON CATALINO.

— ¡Maldita ventana! (Va y la cierra) Bueno, dile que espere.

 

CRIADO.

— Está bien, señor. (Sale).

 

DON CATALINO.

— ¡Pícaros! Ni aquí me dejan en paz...

 

TRISTÁN.

— ¿Qué hay?

 

DON CATALINO.

— Qué ha de haber, hombre, sino que estos diablos no me dejan vivir ni respirar...

 

TRISTÁN.

— ¿Pero quiénes son ellos?

 

DON CATALINO.

— ¿Quiénes? Alguno de mis acreedores... Me han olido la pista, sin duda... Y sabe Dios si viene con algún mandamiento de prisión...

 

TRISTÁN.

— Malo sería ello...

 

DON CATALINO.

— ¡Vaya si sería malo! ¡Pero estos hombres no respetan nada... Les he dicho que les pagaré a todos, con tal que me dejen casarme en paz; y no he podido conseguirlo... Y ahora precisamente que estaba soñando, embebido en mis esperanzas de futuras y poéticas delicias, me vienen con sus prosaicas cobranzas... ¡Qué hombres!

 

TRISTÁN.

— Calma, calma... ¡Acuérdate de tu filosofía!

 

DON CATALINO.

- Calla la boca... Los acreedores no entienden de eso; son los seres más antifilosóficos del mundo... No siguen otro sistema que echar a la cárcel al que no paga... He ahí lo que se me espera, si no me caso luego... Aquí tienes la libertad de que gozo...

 

TRISTÁN.

— Pero es preciso que despaches luego a ese hombre.

 

DON CATALINO.

— Allá voy... Estoy armado de valor, de la resolución inquebrantable... de no pagarle ahora, sino con esperanzas, que es con lo que he estado pagando a mis acreedores, en estos últimos meses. (Sale).

 

TRISTÁN.

— ¡Qué posición tan embarazosa! ¿Y yo que quería arrojarme al río porque me veía despreciado de Rosita? ¿Pero no es casi peor el verse en la necesidad de manifestar amor a un diablo con polleras? ¡Pobre Catalino!... Pero él tiene la culpa, por haber botado en el juego y las francachelas todos sus capitales... Eso mismo hará bien pronto con las riquezas de su nueva querida... conozco tanto a este perdulario amigo, que le llego a tener lástima a la pobre vieja... él cree pagar a sus acreedores; pero estoy seguro de que con esos capitales adquirirá nuevas y más crecidas deudas, en vez de deshacerse de las antiguas... Sería un bien para él ponérsele de por medio; pero ¿cómo disuadirlo de su empeño?... De todos modos un hombre honrado como yo no puede permitir que un badulaque como Catalino engañe a una pobre vieja, que por verdes que tenga los cascos, sólo ha de ser culpable de haber creído en los embustes que sin duda Catalino le ha metido en la chaveta... Sabe Dios si le ha ido a decir que es un hombre juicioso, sin deudas... Pero aquí viene...

 

DON CATALINO.

(Entra riéndose) Estoy de suerte, amigo mío... Dame los parabienes...

 

TRISTÁN.

— ¿Te compusiste con el acreedor?

 

DON CATALINO.

- ¡Qué acreedor ni que niño muerto! Me estaba espantando de la sombra. Ahora siento no haber salido antes.

 

TRISTÁN.

— ¿Y quién era ese hombre?

 

DON CATALINO.

— El criado de mi Columbinita, que me traía un billete amoroso... Míralo: papelito rosado... olorosito, que da contento...

 

TRISTÁN.- (Riendo) Con que te quiere mucho, ¿eh?

 

DON CATALINO.

- ¡Vaya si me quiere! Si cuando estamos juntos, parecemos dos aprendices de amantes... Nos adoramos... Si la vieras tú qué mona se pone cuando le digo mis requiebros amorosos; y los visajes que hace la pobre viejecita de mi alma, cuando le cuento lo que mi corazón sufre, deseando la dichosa unión... Mira lo que me escribe: (Lee) «Catalino de mi vida: ¿por qué no has venido en todo el día? Estoy enojada, muy enojada, y no me desagraviarás, si no vienes esta noche, a las diez, a cenar con tu Columbina». ¡Ja, ja, ja! ¿Qué te parece?.

 

TRISTÁN.

– ¡Pobre vieja! ¿Y te atreves a reírte de su sencillez y credulidad?

 

DON CATALINO.

– ¡Ja, ja, ja, ja!... ¡Tú sí que eres inocente y sencillo! ¿Y quieres que deje escapar la fortuna que se me quiere entrar a la fuerza por la ventana?... Oye la postdata: (lee) «Postdata: ya están casi concluidas las diligencias de nuestro matrimonio. ¡Amor mío! Mi corazón suspira por quedar preso, cuanto antes, en las dulces redes del dios Himeneo. Tuya hasta después de la tumba. Vale».

 

TRISTÁN.

– ¡Hasta después de la tumba!

 

DON CATALINO.

– Este sí que es amor, hombre... A propósito de tumba, en cuanto me case le compro la sepultura de familia. Si no la tiene, prometo hacerle un mausoleo tan suntuoso, que le han de dar ganas a mi palomita de anidar en él, cuanto antes...

 

TRISTÁN.

— Pero esos pensamientos son indignos de un hombre bien nacido.

 

DON CATALINO.

— Déjate de tonterías... Te convido para la boda, y también para el entierro, que prometo ha de ser lujosísimo... He de cubrir de negro a toda la Compañía, porque es la iglesia que le gusta.

 

TRISTÁN.

– ¡Jesús, Catalino!

 

DON CATALINO.

– Y Si quieres imitarme, Columbita vive con una hermana, que es casi más vieja, más fea y más rica que mi adorada; te convido para que le hagas la corte. Si consigues su voluntad, hacemos los dos matrimonios a un tiempo.

 

TRISTÁN.

— ¿Estás loco?

 

DON CATALINO.

– ¿No quieres? Pues peor para ti... Pero es el caso que ya he mandado decir con el criado a mi viejita que te llevo esta noche...

 

TRISTÁN.

– ¡No, no, no!

 

DON CATALINO.

– Ya que tú no quieres ser feliz, acompáñame siquiera a beber por mi cercana dicha... (Beben. Después declama paseándose por la pieza los siguientes versos):

 

¡Qué vida voy a pasar

Con mi viejita adorada,

Entre diamantes y perlas

Y topacios y esmeraldas!

Brocatos y sederías

Paseos, flores y sambras,

Y manjares exquisitos

Y vinos de clases varias;

Oyendo el ruido armonioso

De la vajilla dorada,

Y pisando, a cada paso,

Cristales y porcelanas!

Dormir en lecho de plumas,

Entre sábanas de Holanda,

Allá en dorados retretes

De paredes incrustadas,

¡Y pasarme así los días

Sin salir al sol ni al agua!

 

TRISTÁN.

— Y por esos goces materiales truecas...

 

DON CATALINO.

(Sin escuchar):

 

¡Que esto no llamen gozar!

¡Viejita de mis entrañas!

Cuando veo, de diamantes,

Cubiertas tus descarnadas

Y pergaminosas manos,

Las lágrimas se me saltan

Del más furioso cariño;

Pues te amo con furia tanta,

Que si fuera tu heredero,

De puro amor te matara,

Aunque sufriera el pesar

De quedarme en tus estancias,

Que, como son cosas tuyas,

Las quiero con toda mi alma!

 

TRISTÁN.

– ¡Hasta cuándo ensartas barbaridades!

 

DON CATALINO.

– Es que cuando me acuerdo de ella, me rebosa el entusiasmo poético por todos los poros... Mas, por último, si no vienes con-migo, tengo que dejarte, porque se acerca la hora... Adiós. (Se despide de él y sale).

TRISTÁN.

— De todos modos, este bribón tal vez va a salirse con embaucar a la rica vieja... Quisiera conocerla ahora y hacerle el servicio de desengañarla, si ello es posible... Tal vez esto es mejor que tirarse al río; además de que bien puedo ahogarme mañana o pasado. (Abriendo la ventana). ¡Catalino! Espérame, te acompaño.

 

DON CATALINO.

- (Desde afuera). Gracias a Dios, hombre, que te diste a la razón... La otra viejecita es un modelo de virtud... Dicen, y yo lo afirmo con mi pescuezo, que no se le ha conocido nunca ninguna afición... ¡Ven pronto!

 

TRISTÁN.

- Voy. (Sale).

 

 

 

Telón

 

 

SEGUNDO ACTO

 

 

(La escena pasa en una pieza medianamente amoblada, de cuyas paredes penden algunas estampas de santos y dos espejos, sin orden ni gusto en su colocación. En un lado de la pieza, se ve una mesita pequeña, con los avíos de tomar mate, junto a un brasero de cobre, con una tetera con agua para lo mismo; sobre una silla, un canasto de costura, y sobre la alfombra, tendidos, varios moldes de vestido de mujer, junto a un rollo de género, del cual se han cortado varias piezas del traje, quedando las tiras diseminadas por el pavimento. Una puerta en el fondo cae al patio de la casa, otra a la derecha da a un pasadizo de entrada, y por fin, otra a la izquierda comunica con la alcoba. En escena DOÑA COLUMBINA, ocupada en extender el género para concluir de cortar el traje, y ROSA).

 

DOÑA COLUMBINA.

– Bendito sea Dios, Rosita; ¿quién me había de decir que, después de no sé cuántos años de viudez, había de volver a mis tiempos?... Estoy segura de que a Nicolás, tu padre, le ha de parecer mal este matrimonio que voy a hacer...

 

ROSA.

– ¿Y por qué, pues tía? Ya usted sabe que mi padre la ha querido siempre...

 

DOÑA COLUMBINA.

– Sí, no puedo negarlo; le debo mucha estimación y cariño a mi buen cuñado Nicolás; y la prueba de que me estima es que te ha dejado a mi cuidado... Y te aseguro de que no te arrepentirás de haber estado a mi lado, porque, en cuanto yo arregle mis negocios, me ocuparé de los tuyos...

 

ROSA.

– No hablemos de eso, tía mía... Pero, ¿por qué cree usted que a mi padre disguste este matrimonio, cuando desde que él dirige los negocios de usted, jamás ha contrariado su voluntad?

 

DOÑA COLUMBINA.

– Cierto; pero este Nicolás es así, hijita, y ya sabes que tiene unas ideas del siglo pasado, tan rancias, tan fuera de estilo, que es de morirse el oírlo. Por eso es que quiero traerte de Rancagua en donde él te tenía encerrada entre cuatro paredes, e introducirte en el mundo elegante, que es donde deben estar las niñas como tú.

 

ROSA.

– Mil gracias, tía.

 

DOÑA COLUMBINA.

– Ya te digo, Nicolás es así, tan raro en sus ideas, que todos los días me hace acordar de mi primer marido... ¡Pobre don Agapito de mi alma! Dios lo tenga en el cielo... Así también era el pobrecito, enemiguísimo de las cosas de moda, por lo cual estábamos siempre de punta... ¡Dios lo haya perdonado!

 

ROSA.

– Pero no crea, tía, que mi buen padre se oponga... Dígame usted, ¿no sería mejor esperarlo? En pocos días más estará aquí.

 

DOÑA COLUMBINA.

– No, niña. Me caso antes; y ya se lo tengo dicho a mi Catalino. ¡Qué gallardo estaba anoche, ¿no te acuerdas?... Sí, lo haré antes... Cuando Nicolás llegue, regañará y pateará un poco; pero ya no tendrá remedio... Así también lo hacía con mi querido don Agapito... ¡Dios lo tenga en la gloria!... Venía a saber las cosas después que yo las había hecho, y cuando de nada le servía hablar; y así pasaba por todo... ¡Dios lo tenga perdonado al pobre viejo de mi alma! No tuvimos jamás un sí ni un no...

 

ROSA.

(Sonriéndose). ¡Ya se ve! Obrando usted como lo hacía...

 

DOÑA COLUMBINA.

– Si, pues, hijita, yo fui muy buena casada, y por esto Dios me premia haciéndome pasar a segundas nupcias... Sí, he sido siempre una mujer muy sumisa, como debe ser toda esposa honrada y cristiana y timorata de Dios... Al principio, cuando vi que mi don Agapito se oponía siempre a lo que yo quería hacer, armándome disputas y entrando en dimes y diretes, que convertían a toda la casa en un infierno; no podía conformarme, porque con las rabietas que me ocasionaba el hombre ¡Era tan porfiado! Me hacía perder la gracia de Dios todos los días... Y como soy tan de paz y tan enemiga de las disputas, sobre todo, con el marido, a quien siempre, hijita, debemos las mujeres respetar y no contradecir en lo más mínimo, tomé el partido de no consultar con don Agapito nada de lo que yo quería hacer.

 

ROSA.

– (Con candidez) Y ¿no se enojaba después de...?

 

DOÑA COLUMBINA.

– Al principio, sí, muchísimo. ¡Tenía tan mal genio el pobrecito! ¡Dios le dé gloria! Pero luego que principiamos a confesarnos con un padre muy hábil y santo, que estaba de guardián en Santo Domingo, a quien yo siempre le hablaba de lo porfiado que era mi marido, y de lo que aborrecía las modas, los bailes, los paseos, tertulias, y demás usos recibidos en la sociedad, conocí que don Agapito se daba a la razón, tal vez por mis oraciones y los consejos del siervo de Dios, que era muy de mi casa... Desde entonces, yo hacía lo que quería, sin consultar; disponía los paseos, armaba las tertulias, y hacía compras, que don Agapito venía a saber cuando tenía que pagarlas... Rabiaba un poco, allá a las perdidas; pero ya no disputamos ni peleamos más: hubo paz en la casa; cesó el mal ejemplo en la familia, porque yo tenía la prudencia de obrar sin hacer caso a don Agapito... ¡Oh, Rosita, Rosita, es menester que la mujer que dobla su cuello al santo y dulce yugo del séptimo sacramento, sea muy prudente, pacífica y sumisa con su esposo!... Yo he sido un modelo da este respecto... ¡un modelo!

 

ROSA.

– Sin duda don Catalino lo ha sabido, y por eso...

 

DOÑA COLUMBINA.

- ¿Pues no? Por eso anda que bebe los vientos por con-seguirme; pero, ¿no es verdad sobrina mía, que es buen mozo a las derechas?

 

ROSA.

– Cierto, tía.

 

DOÑA COLUMBINA.

– ¡Y qué gallardo y bien plantado!... En cuanto nos casemos, le he de decir que entre de oficial, en el batallón cívico... A mí me han gustado siempre los hombres vestidos de oficial; pero nunca pude conseguir con don Agapito que se pusiera la casaca... ¡Era tan raro el pobre viejo de mi alma! Dios lo haya perdonado.

 

ROSA.

– Pero con don Catalino lo conseguirá... ¡Es tan condescendiente!

 

DOÑA COLUMBINA.

– Y luego que me adora, niña... No te he leído unos versos que me envió el otro día... Aquí están. (Saca un papel del seno). Los ando trayendo junto a mi corazón...

 

ROSA.

– Si ya me lo ha mostrado más de seis veces...

 

DOÑA COLUMBINA.

– ¡Ah! Pero yo no me canso de leerlos... ¡Como tú no estás enamorada!... (Abre el papel, haciendo morisquetas y zalamerías y lee algunas palabras):

 

¡Columbita mía!

Cara de clavel,

Mi tierno pimpollo,

¡Qué linda está usted!

 

(Se pone frente de un espejo y se mira en él con coquetería)

 

¡Qué linda está usted!

¡Qué linda está usted!

 

¡Me adora, niña, me adora!...

 

ROSA.          

—¡Pero, tía! (Con aire de reconvención).

 

DOÑA COLUMBINA         

— Ya sé lo que me vas a decir... Cierto que cuando me miro al espejo, hay veces que estoy por no creer en esas alabanzas... Pero, como el amor es ciego, niña, y por otra parte, Catalino no es un tonto para que se fije en caritas más o menos alfeñicadas... ¡Ah! y se me olvidaba ir a ver los dulces que se están haciendo en la cocina... Creo que saldrán muy buenos, sobre todo el de duraznos, que tanto le gusta a mi Catalino... Mira, arregla y dobla este género para que se lo entregues a la costurera, que luego ha de venir; y encárgale que no me deje el vestido ancho de cintura.

 

ROSA.

– Está bien, tía.

 

DOÑA COLUMBINA.

- (Hace un ademán de irse y vuelve). Y se me olvidaba preguntarte si te ha gustado el compañero que trajo anoche Catalino.

 

ROSA.

(Turbada)...Yo, tía, no...

 

DOÑA COLUMBINA.

– ¡Ya te entiendo, picarona! Confiesa que Tristancito te dejó preocupada... No te pongas colorada ni te avergüences, que esto no es un pecado, gracias a Dios. En cuanto vi que te turbaste, cuando él entró, dije para mis adentros: ¡amorcito tenemos! Y no es para menos la cosa, pues el mozo es un merengue, y se halla en el punto. ¡Ah! ¡Si yo tuviera diez años menos!... ¡Pero, no, no!... Yo soy constante: amo y amaré siempre a mi Catalino... Y, después de todo, aún no me has dicho cómo te pareció Tristán.

 

ROSA.

– No piense en eso, tía...

 

DOÑA COLUMBINA.

– ¿Que no piense en esto, cuando tu felicidad me preocupa tanto como la mía? No te lo había preguntado antes, porque tengo ahora la cabeza, que... Tú no sabes lo que es la cabeza de una mujer enamorada... Una no se acuerda entonces más que de su querido... Voy a ver los dulces... En cuanto llegue Catalino, me llamas.

 

ROSA.

– Así lo haré, tía...

 

DOÑA COLUMBINA.

– Y no te olvides de disfrazarte, antes que él llegue. Mira que se acerca la hora. (Sale saltando como una muchacha).

 

ROSA.

(Saca del canasto de costura una peluca, una nariz de cartón, unos anteojos y los demás objetos que expresa el monólogo, los cuales se irá poniendo, a medida que habla). Está loca mi buena tía con su Catalino, que a mí me parece el pícaro más redomado del mundo, y que, atraído por la riqueza de mi tía, anda viendo modo de estafarle algo... ¡Y ella cree que ese hombre puede quererla! Desde la primera vez que lo vio formó el proyecto de conquistarlo, y ha olvidado a su don Agapito, a quien tenía siempre en la boca... Como teme que su querido la vea cerca de una niña, me hace disfrazarme con esta peluca y estos anteojos... ¡Qué narices, Dios mío!... Y estos lunares, que es preciso ponerse uno en la frente, dos en la barba, y éste con pelos largos, aquí en el labio superior... ¿A qué lado? No me acuerdo; creo que es a la derecha... Ya están. Vamos a los polvos negros ahora... (Se mira al espejo). ¡Qué visión, por Dios!... A pesar de que estoy bien disfrazada, tengo que ponerme en los rincones oscuros, por temor de que me conozca... Luego han de venir... ¿Si me conociese Tristán, qué pensaría?... Anoche, cuando lo vi entrar con don Catalino, no sé lo que pasó por mí... ¡Cuándo creería que esta fea vieja, a la que él dirigía la palabra tal vez por reírse, fuera su linda Rosita, como no ha mucho me llamaba! Pero tal vez me ha olvidado, porque mi tía dice que son así los hombres... (Se entristece). Y si me ha olvidado ¿no tengo yo la culpa? ¿Yo, que tuve que decirle delante de mi padre que no lo quería? Y sin embargo, a pesar del mandato de mi padre, a pesar de los esfuerzos que he hecho, siempre lo tengo en la memoria, y deseo que vuelva, aunque sea para que me vea en esta figura... Pero aquí vienen... Ellos son...

 

DON NICOLÁS.

(Entrando). ¡Deo gratias! ¿Hay alguien en esta casa?

 

ROSA.

(Corre hacia su padre con los brazos abiertos). ¡Padre mío!

 

DON NICOLÁS.

(Asustado y mirando de arriba a abajo a ROSA). ¡Señora!

 

ROSA.

(Queriendo abrazarlo) ¡Mi querido padre!

 

DON NICOLÁS.

– ¡Yo su padre! Esta vieja está loca... ¡Si tiene padre vivo, debo contar más años que Matusalem!

 

ROSA.

– ¡Ah! (Se quita la nariz y los anteojos) ¿No conoce a su hija?

 

DON NICOLÁS.

- (Abraza a RosA) ¡Ja, ja, ja! ¡Qué visión! (Más serio). Pero, ¿qué es esto, Rosa? ¿Se ha vuelto casa de comedias esta casa?

 

ROSA.

– Le contaré, padre; pero es menester que se siente... (Le pasa una silla).

 

DON NICOLÁS.

– Sentémonos a escuchar... Esto deber ser un nuevo capricho de esa loca de la Columbina.

 

ROSA.

– Antes de todo, sepa que mi tía piensa casarse.

 

DON NICOLÁS.

– ¡Por Cristo Crucificado! ¿Se ha vuelto más loca de lo que es?

 

ROSA.

– No alce tanto la voz, porque ella puede oírnos. Sí; quiere casarse con un caballero que visita la casa todos los días...

 

DON NICOLÁS.

– Algún estropajo viejo como ella...

 

ROSA.

– No, señor; es mozo y...

 

DON NICOLÁS.

– Entonces, es algún botarate, que quiere gastarle todo lo que tiene...

 

ROSA.

– Así lo creo yo también...

 

DON NICOLÁS.

– Pero, ¿qué tiene que ver eso con tu disfraz?

 

ROSA.

– Voy a decírselo a usted. Mi tía ha temido que su novio se incline a mí, si me ve junto a ella en mi figura natural, y me ha rogado que me transforme en una vieja...

 

DON NICOLÁS.

— ¡Ya, ya! Para que, a fuerza de ponerte fea, no parezca ella tan horrible.

 

ROSA.

— Eso debe ser.

 

DON NICOLÁS.

— ¿Habrá loca como ésta? Mientras más vieja, más verde... Pero, ¿de qué me admiro, si siempre ha sido así?... En vida de su primer marido, digo mal, porque no fue vida la que pasó el pobre Agapito con esta mujer...

 

ROSA.

— Me ha contado que era muy buena esposa...

 

DON NICOLÁS.

— Sí, esposa de fierro, como las que les ponen a los presos de la cárcel.

 

ROSA.

— Que era muy obediente y consentida con su marido.

 

DON NICOLÁS.

— ¡Ja, ja, ja! ¡Sí, sometida a los bailes y a las jaranas!

 

ROSA.

— Y que jamás tuvo un sí ni un no con don Agapito...

 

DON NICOLÁS.

— Desde que lo enterraron, te habrá querido decir, por supuesto: después de viuda, no ha tenido jamás un sí ni un no con su difunto esposo.

 

ROSA.

— Sin embargo, padre, se está acordando todos los días de su primer marido...

 

DON NICOLÁS.

— Es el recurso de todas las viudas que no han sabido portarse bien cuando casadas... Les queda el refrán de lo bueno que era el difunto... Y con el difunto arriba y el difunto abajo, catarrean y aturden a todo el mundo... Así ha sido la Columbina; no contenta con haberle molido la paciencia al buen Agapito, en vida, ha seguido remoliéndole los huesos, después de muerto...

 

ROSA.

— Padre, padre de mi alma: no sea cosa que nos vaya a oír

 

DON NICOLÁS.

— Y aunque me oiga... Se lo he de decir a ella ahora mismo. Ya no hay paciencia para sufrir tantas locuras. Desde que murió su don Agapito, lo ha tenido en la boca, ya que no lo tuvo jamás en su corazón, cuando vivo... ¿No tiene todavía el retrato?

 

ROSA.

— ¿Un maniquí grande, de palo, que el otro día vi en esa otra pieza?

 

DON NICOLÁS.

- Ese mismo. Es la efigie de Agapito, que ella mandó a hacer a un carpintero muy curioso que había en Rancagua entonces...

 

ROSA.

— ¡Y a mí que me dio tanto miedo la primera vez que lo vi! Parece santo de iglesia...

 

DON NICOLÁS.

— Lo mandó fabricar, como te digo, porque decía que aquella efigie de su marido le había de servir de consuelo, y no podía acostumbrarse a ver vacío en donde Agapito acostumbraba sentarse... Lo mantenía siempre en esta pieza, vestido con su ropa; y hasta espuelas solía ponerle a veces...

 

ROSA.

— ¿Y cómo dice su merced que no lo quería?

 

DON NICOLÁS.

— Calla la boca... Si mandó hacer el mono, fue, sin duda, porque su marido le hacía falta para descargar en él sus genialidades. Después de haberlo mortificado en cuerpo y alma, siguió martirizándolo en efigie... ¿Y dónde tiene ahora el tal espantajo, que no lo veo aquí?

 

ROSA.

— Lo hizo entrar en esa otra pieza, desde que principió a visitarla su novio...

 

DON NICOLÁS.

— Se conoce que ésta va ganando terreno; y pronto veremos al mono de palo en el gallinero... Pero no le arriendo las ganancias al tal novio, cuando... (Entra DOÑA COLUMBINA).

 

DOÑA COLUMBINA.

– ¡Ya estás, Catalino, aquí! ¿Y cómo no me habías enviado a buscar, Rosa? (Repara en DON NlCOLÁS) ¡Nicolás! ¡Gran Dios... tú aquí!

 

DON NICOLÁS.

— Mucho disgusto te causa mi presencia, ¿eh? No me esperabas, sin duda.

 

DOÑA COLUMBINA.

— No es disgusto... eso no, Nicolás, sino que... como estoy, desde algún tiempo a esta parte, tan impresionable, tan nerviosa y asustadiza...

 

DON NICOLÁS.

— ¡Déjate de simplezas, Columbina! No me vengas a mí con esos cuentos de nervios...

 

DOÑA COLUMBINA.

- No he podido dejar de sorprenderme al verte de repente...

 

DON NICOLÁS.

— He venido a asistir a tu boda...

 

DOÑA COLUMBINA.

— ¡Cómo! ¿Tú?

 

DON NICOLÁS.

— Como tú no me convidabas, quise hacerme el convida-do...

 

DOÑA COLUMBINA.

— Pensaba hacerlo, cuñado mío, pero... ¿Y cómo lo supiste?

 

DON NICOLÁS.

— No es del caso entrar por ahora en estas averiguaciones... Cuando me lo contaron, no lo creí, y aún oyéndolo de tu boca, apenas doy crédito...

 

DOÑA COLUMBINA.

— ¿Y por qué? ¡Veamos por qué!

 

DON NICOLÁS.

— Pero, mujer de Dios, ¿no te ha dicho el espejo que ya es tarde para casarse?

 

DOÑA COLUMBINA.

— Estoy resuelta, Nicolás, a encender por segunda vez la antorcha del himeneo.

 

DON NICOLÁS.

— Déjate de antorchas... ¿Y en esa edad, mujer, te atreves a encender antorchas?

 

DOÑA COLUMBINA.

— Cierto es que no soy una chiquilla; pero tampoco soy tan vieja... Espera... Aguarda... Cuando la batalla de Rancagua estaba muy muchacha...

 

DON NICOLÁS.

— Eras mujer de colmillo, en ese tiempo...

 

DOÑA COLUMBINA.

— Calla; tú no te acuerdas... Estaba muchacha, entonces... A la fecha tendré unos cuarenta y pico...

 

DON NICOLÁS.

— ¡Cuarenta! En cada pata, mujer; en cada pata, porque el pico de que hablas debe ser de otros cuarenta, por lo menos...

 

DOÑA COLUMBINA.

— ¡Jesús! ¡Nicolás! ¡Qué grosería! ¡Tratar de ese modo a una señora! Siempre has sido un descortés...

 

DON NICOLÁS.

— La verdad es siempre descortesía para los que viven de adulaciones y mentiras...

 

DOÑA COLUMBINA.

— Es que tú eres formado de una pasta demasiado grosera para que puedas comprender el trato delicado y culto de las finas sociedades, en que yo he vivido siempre... ¡Ah! ¡Estoy por accidentarme!

 

DON NICOLÁS.

— No te accidentes antes de tiempo: espera un momento, que quiero aquí decirte la verdad... ¿Crees que yo he puesto a mi hija a tu lado para que presencie semejantes ejemplos?

 

DOÑA COLUMBINA.

— No veo que mal ejemplo sea el que una trate de ligarse con los santos nudos del matrimonio... ¡Vaya! Ni un sacramento tan santo respetan los hombres como tú...

 

DON NICOLÁS.

— ¿Y crees tú que un hombre de bien tenga estómago para casarse contigo?

 

DOÑA COLUMBINA.

— ¡Qué atrevimiento! ¡Qué grosería! ¡Yo me descoyunto! (Con energía). Pero si tú no gustas, no por eso lo he de dejar de hacer...

 

DON NICOLÁS.

— ¡Mientras más vieja más verde!

 

DOÑA COLUMBINA.

— ¡Vieja! Aun cuando sea vieja y revieja, a ti no te importa... ni tienes por qué entrometerte en mis cosas...

 

DON NICOLÁS.

— ¡Dios me libre! Sólo quería...

 

DOÑA COLUMBINA.

— Tú no eres ni mi curador ni mi marido...

 

DON NICOLÁS.

— ¡A Dios gracias!

 

DOÑA COLUMBINA.

— Y soy una mujer que tengo edad...

 

DON NICOLÁS.

— ¿Cómo no? ¡De sobra!

 

DOÑA COLUMBINA.

— Digo edad suficiente para que nadie coarte mi libertad...

 

DON NICOLÁS.

— ¡Ya se ve! Nadie te la ha podido coartar jamás...

 

DOÑA COLUMBINA.

— Es cierto, porque he sido siempre amiga de la libertad y del expedito ejercicio de los derechos...

 

DON NICOLÁS.

— Aunque tú siempre has andado por el lado zurdo...

 

DOÑA COLUMBINA.

— Repito que eso no debe importarte... Yo soy dueña de mi voluntad, y puedo hacer lo que quiera... Así es que me caso, y me casaré diez veces, si se me antoja, sin pedirle licencia a nadie... ¡Sí, a nadie, a nadie!... Porque soy libre. (Al decir lo siguiente, da dos o tres saltos, abriendo los brazos; tropieza y cae al suelo), libre, libre, como los pajarillos que vuelan por los aires... ¡Ay! ¡Casi me había caído!

 

DON NICOLÁS.

— Ve, mujer, como la tierra reclama ese cuerpo viejo, que tú quieres echar a volar por los aires...

 

DOÑA COLUMBINA.

— Si mi cuerpo es viejo, mi alma es joven, y mi corazón está cada día más tierno...

 

DON NICOLÁS.

— Te engañas, mujer de Dios, porque ya debes tener el corazón como un terrón.

 

DOÑA COLUMBINA.

— El engañado eres tú, que no has tenido corazón jamás... El mío está cada día más sensible a las tiernas impresiones.

 

DON NICOLÁS.

(Menea la cabeza y vuelve la cara). ¡Vaya! Una vieja verde no tiene cura.

 

DOÑA COLUMBINA.

— Vieja o no vieja, Catalino de la Gacetilla me quiere así, y santas pascuas... Tanto más cuanto que él es filósofo, según me ha dicho, y no se fija tanto en caras y edades, como en las cualidades...

 

DON NICOLÁS.

— Lo concibo: debe ser de esos que se fijan en las pesetas... ¡Y qué peseta será él!... Tengo ganas de conocerlo.

 

DOÑA COLUMBINA.

— Pues lo conocerás y lo querrás a tu pesar... Es un hombre irresistible... Apenas lo vi, lo hice dueño absoluto de mi albedrío... El se ha vuelto loco, como yo...

 

DON NICOLÁS.

— ¡Virgen de Andacollo! Quítale el diablo del cuerpo a esta mujer...

 

DOÑA COLUMBINA.

— ¡Sí, loco, loco!... Para que me creas, te voy a leer los versos que me envió, no sé que día... porque han de saber que es poeta; y cuando me relata sus versos con aquella vocesita de ángel que tiene, me trastorna, me descoyunta toda; casi me accidento...

 

DON NICOLÁS.

— ¡Por las once mil vírgenes! ¡Poeta! ¡Con que también hace versos! Debiera hacerlo presumido... No necesito saber más... ¡Y yo que he dejado a mi hija por tanto tiempo al lado de esta loca! (A su hija). Rosa, Rosa, tú debes salir al momento de esta casa...

 

ROSA.

— Padre, como su merced quiera, pero...

 

DON NICOLÁS.

— No me vengas con peras ni manzanas... Arregla pronto tus trevejos, y agur... En cuanto a ti, Columbina, te diré que desde hoy dejo de representarte en tus negocios...

 

DOÑA COLUMBINA.

— Razón de más para que yo busque quien me represente y administre mis capitales.

 

DON NICOLÁS

— Y te gaste, y te bote todo a la calle...

 

DOÑA COLUMBINA.

— Que lo bote; para eso es mío mi dinero; y lo mío es suyo... ¡Pero gran Dios! ¡Aquí viene Catalino!...

 

DON NICOLÁS.

— Quiero conocer a esa alhaja...

 

DOÑA COLUMBINA.

— ¡No, no, Nicolás, por Dios! Entra ahí a la alcoba... ¿Qué diría si encontrara un hombre aquí?

 

DON NICOLÁS.

— ¿También con misterios?

 

DOÑA COLUMBINA.

— ¡Ah! Si tu supieras... Catalino es celoso como un turco... Y tú, Rosa, lleva tus narices y tus anteojos a la alcoba, para que no te vea así... ¡Por favor, Nicolás!

 

ROSA.

— Padre mío, cúmplale a mi buena tía este deseo...

 

DON NICOLÁS.

— ¿También tú? Pero vamos; veremos cómo se explica ese tunante... (Salen).

 

DON CATALINO.

(Entrando). ¡Qué dicha, Columbita mía! La encuentro a usted sola, cuando creía haber oído hablar...

 

DOÑA COLUMBINA.

— (Aparte). Tal vez ha oído algo. (A él). ¿Era usted, Catalino? Siéntese usted. Muy temprano me ha dado usted el placer de verlo...

 

DON CATALINO.

— ¿Y lo siente usted, mi dulce paloma?

 

DOÑA COLUMBINA.

(Aparte) ¡Qué fino! (A él) ¿Sentirlo yo? No lo crea, de ningún modo, amigo mío... Y aunque mi boca lo dijera, los latidos de mi amante corazón desmentirán mis palabras...

 

DON CATALINO.

— ¡Oh! Siento repercutir esos latidos aquí en mi pecho, porque nuestros corazones son dos relojes movidos por una misma cuerda...

 

DOÑA COLUMBINA.

— ¡Qué poético! Y esa cuerda es el amor.

 

DON CATALINO.

— ¡Sí! El amor, dulce Columbita mía... Ese sentimiento cuyo símbolo son las aves que llevan tu lindo nombre. (Acerca una silla y quiere tomarle una de las manos)... Sí, paloma mía, mi tierna tortolilla, el amor...

 

DOÑA COLUMBINA.

(Aparte). ¡Qué hombres éstos! (A él) ¡Retírese usted, Catalino!

 

DON CATALINO.

(Retira su silla). Retírome a mi pesar, y sólo porque usted me lo manda. (Aparte). ¡Gracias a Dios!

 

DOÑA COLUMBINA.

(Aparte). ¡Qué obediente y ardoroso al mismo tiempo! ¡Tal vez he sido demasiado cruel con él! (A él). ¡Ah! ¡Catalino! Me siento otra delante de usted; pero como no estoy acostumbrada a estas escenas (se cubre la cara con el pañuelo), la cortedad... el rubor me hace decirle... pero no, ¿no me perdona usted?

 

 

DON CATALINO.

— ¡Oh, cándida paloma! Los ángeles no piden perdón a los míseros mortales... Dios los suele enviar, de vez en cuando, a la tierra para que transporten a los hombres al cielo...

 

DOÑA COLUMBINA.

— ¡Magnífico! ¡Soberbio, poético, sublime! Pues si es cierto lo que usted dice, yo le juro que un miserable mortal, como usted se llama, puede acrecentar la dicha de esos ángeles...

 

DON CATALINO.

— ¡Columbina!

 

DOÑA COLUMBINA.

— ¡Catalino!

 

DON CATALINO.

— ¡Ah!

 

DOÑA COLUMBINA.

— ¡Oh!

 

DON CATALINO.

— ¡Uf! (Aparte). Estoy atosigado. No puedo más; pero tiene cien mil pesos.       

 

DOÑA COLUMBINA.

— Perdone usted; cortemos esta escena... Mi sensibilidad... Estoy asustada... ¡Tengo un corazón tan impresionable!

 

DON CATALINO.

— ¡Está usted enferma! (Aparte). No se vaya a morir, antes de tiempo... (A ella). Voy volando a buscar a un médico...

 

DOÑA COLUMBINA.

(Aparte). ¡Qué interés por mí! (A él). No vaya, Catalino; no: las enfermedades del corazón no las curan los médicos, sino quien las ha producido...

 

DON CATALINO.

—  Pero usted sufre, alma mía...

 

DOÑA COLUMBINA.

— No es nada... Un poco de fiebre... Tómeme el pulso...

 

DON CATALINO.

(Aparte). Es preciso complacerla en todo. (A ella). Venga esa linda mano. (Le toma el pulso). Quisiera poseer la ciencia de Hipócrates para tener el placer de ser el médico de mi palomita...

 

DOÑA COLUMBINA.

— ¡Gracias, gracias! ¡Y con qué gusto no pagaría yo las visitas de un médico tal!

 

DON CATALINO.

— ¿Y qué mejor pago alma mía, que tener entre mis manos este tesoro? (Aparte). Parecen sus manos un pergamino reseco...

 

DOÑA COLUMBINA.

(Aparte). ¡Y cómo aprieta! Está rematado... (A él). Pero no me aprietes tanto el brazo que... (Lo retira prontamente. Aparte). Si con estos hombres, no se puede descuidar una.

 

DON CATALINO.

— Perdóname, alma mía, si me he propasado. (Aparte). No me quedaba otro recurso que meterle mis uñas para que retirase su mano... (Vuelve a sentarse). Pero es menester, Columbina mía, que le diga a usted el segundo objeto de mi visita, después de verla...

 

DOÑA COLUMBINA.

— ¿Cuál es?

 

DON CATALINO.

— El amigo con quien vine anoche...

 

DOÑA COLUMBINA

— ¿Tristán?

 

DON CATALINO.

— Sí; se ha enamorado perdido, loco, desaforadamente de su hermanita de usted.

 

DOÑA COLUMBINA.

– ¿De veras?

 

DON CATALINO.

– Como lo oye. Son un volcán el pecho y la cabeza de esa joven... Como es poeta...

 

DOÑA COLUMBINA.

— ¡Sí! Y habrá dos poetas en casa... Y se harán versos, que se recitarán en las tertulias... No me diga usted más: lo comprendo todo...

 

DON CATALINO.

— ¡Lo decía yo! Su penetración adivina lo demás... ¿Y qué dice usted?

 

DOÑA COLUMBINA.

– Que Rosa se casará con su amigo... Habrá dos bodas a un tiempo... ¡Dos poetas!

 

DON CATALINO.

– Y que prometen, Columbita.

 

DOÑA COLUMBINA.

– ¡Qué celebraciones de santos no hemos de tener! Habrá pavos con papeles picados llenos de versos...

 

DON CATALINO.

— ¡Yo me muero por los pavos asados, Columba mía!

 

DOÑA COLUMBINA.

– Y fuentes de dulces de guindas, duraznos... con décimas.

 

DON CATALINO.

– ¡Oh! El dulce de duraznos me entusiasma... Prometo hacerle décimas...

 

DOÑA COLUMBINA.

– Y tortas de las monjas...

 

DON CATALINO.

– ¡Ah! ¡Las tortas! ¡Las tortas de las monjas! No hay cosa que sublime más mi genio poético que una torta bien hecha... Es para lo que sirven la monjas, Columbita...

 

DOÑA COLUMBINA.

– ¡Qué gusto! Y se darán pies forzados en la mesa; y ustedes dejarán con la boca abierta a los concurrentes; quienes admirarán el talento del dueño de casa...

 

DON CATALINO.

— Y la belleza de las esposas...

 

DOÑA COLUMBINA.

(Con coquetería) ¡No sea usted zalamero!

 

DON CATALINO.

– Pues, vuelvo a darle este feliz nueva a mi amigo... Y mientras tanto, ¿qué esperanza me da usted a mí de...?

 

DOÑA COLUMBINA.

– Cuando usted menos lo piense, Catalino...

 

DON CATALINO.

– ¡Oh! ¡Ruégole a usted que me abra cuanto antes la puerta del cielo! (Aparte). Debiera decir las puertas de la cárcel, pues me parece que estoy allí alojado! (Sale).

 

DOÑA COLUMBINA.

(Sola) ¡Qué talento, qué imaginación y qué viveza de hombre!... Al fin había de encontrar un corazón que comprendiese el mío... Lo vamos a pasar como dos tortolillas... ¡Rosa! ¡Rosita!

 

ROSA.

(Entra) Aquí estoy, tía... ¿Ya se fue?

 

DOÑA COLUMBINA.

– Va más amartelado que nunca... ¿Sabes que ha venido a pedirme tu mano para su amigo?

 

ROSA.

– ¿Para Tristán?

 

DOÑA COLUMBINA.

– Sí, hijita, ¿qué buen mozo, no? Le he contestado que por mí no hay inconveniente, y que estaba segura de tu voluntad...

 

ROSA.

– Pero, tía; y mi padre...

 

DOÑA COLUMBINA.

– ¡Ah! No me acordaba... Como este Nicolás es tan raro, tal vez no querrá... Te aseguro que estoy preocupada con este matrimonio... Me siento rejuvenecer... Lo vamos a pasar como dos tortolitas... ¡Ah! ¡Sobrina mía! ¡Lo que es el amor!... Me parece que estoy lo mismo que cuando me pretendía don Agapito, allá el año... Pero ¿qué es esto? (Entra DON NICOLÁS con LA EFIGIE DE DON AGAPITO a cuestas). ¡Don Agapito! ¿Nicolás, qué estás haciendo?

 

DON NICOLÁS.

– ¡Caramba! Agapito pesaba mucho menos en vida que lo que hoy pesa en muerte... (Lo deja en el suelo).

 

DOÑA COLUMBINA.

– Pero ¿por qué has hecho esto?

 

DON NICOLÁS.

– Ha sido una inspiración, mujer... Creí que Agapito querría presenciar en efigie las segundas nupcias de su esposa, y lo he traído... ¡Pesa como un diablo!

 

DOÑA COLUMBINA.

– Me asustastes... ¡Como estoy tan impresionable! Pero, ¿para qué lo dejan caer tan de repente? No sabes tú lo que he querido ese retrato... ¡Pobre viejecito de mi alma!

 

DON NICOLÁS.

— Se conoce que cuidas más al retrato que lo que cuidaste a tu marido en vida...

 

DOÑA COLUMBINA.

– Calla la boca... (Se acerca a la estatua y le acomoda la ropa, acariciándole la cabeza). ¡Pobre mi viejo! Tanto que me ha consolado este retrato, en toda mi viudez... Me parecía ver a mi don Agapito sentadito en su taburete, como lo pasaba en vida. ¡Dios lo haya perdonado!... No podría acostumbrarme a no verlo aquí...

 

DON NICOLÀS.

– Y sin embargo, en cuanto tuviste novio, quitaste el retrato de esta pieza...

 

DOÑA COLUMBINA.

– Así fue; pero me arrepiento muy de veras... En cuanto me case, el primer favor que le he de pedir a Catalino es que me deje conservar el retrato aquí, en su rincón de siempre... Con esto se convencerá él de que yo fui buena casada, y me querrá más.

 

(Entra una CRIADA).

 

CRIADA.

– ¡Señorita! ¡Señorita!

 

DOÑA COLUMBINA.

— ¿Qué hay? ¿A qué vienen esos gritos que han asustado? Después de estar tan nerviosa como me encuentro...

 

CRIADA.

– Pero, señorita, el dulce de duraznos se pierde...

 

DOÑA COLUMBINA.

– ¿Qué ha sucedido? Y precisamente el dulce de duraznos, que es el que más le gusta... ¿se dio vuelta la paila?

 

CRIADA.

— No ha sido eso sino que ha faltado la leña, en lo mejor y cuando más se necesitaba, porque ya la pailada estaba soltando el hervor; y no debe parar el fuego para que el dulce no se afiambre.

 

DOÑA COLUMBINA.

— Así es... ¡Pero y qué! ¿Se acabó la leña?

 

CRIADA.

— Están en el fuego las últimas astillas que quedaban.

 

DOÑA COLUMBINA.

— ¿Y el carbón?

 

CRIADA.

— No queda migaja, señorita.

 

DOÑA COLUMBINA.

— ¡Qué desgracia! ¡Y tan bueno que prometía quedar este dulce! Corre pronto a comprar leña al puesto de tío Goyo...

 

CRIADA.

— Pero señorita, está tan lejos, que cuando lleguemos con la leña, ya la paila se habrá enfriado, y...

DOÑA COLUMBINA.

— ¡Buena cosa! No es conciencia perder esta pailada... (Mira alrededor). ¡Ah, qué idea! Entra para acá... Llama a la cocinera.

 

CRIADA.

— Está aquí conmigo, señorita.

 

DOÑA COLUMBINA.

— Bueno. Pues entonces entren y lleven a don Agapito. (Les muestra la estatua de madera). Luego, luego, antes de que se enfríe. (Entran las mujeres y entre las dos sacan el retrato con silla y todo. Al pasar por enfrente de DOÑA COLUMBINA, ésta se acerca y acaricia el retrato). ¡Pobre mi don Agapito!

 

DON NICOLÁS.

— ¿Pero qué van a hacer esas mujeres?

 

CRIADA.

— Vamos a alegrar el fuego con esto, señor.

 

DOÑA COLUMBINA.

— Con dolor de mi corazón lo mando quemar... ¡Estaba tan acostumbrada con el retrato! Pero la necesidad tiene cara de hereje... (A las criadas). ¡Corran pronto, y no pierdan tiempo! (Al salir las criadas, se acerca a la puerta y les grita). ¡Oigan, muchachas; echen primero la silla al fuego; y si no basta, es decir, en último caso, queman a don Agapito... ¿Oyen?... ¡Ah! ¡Qué sacrificio es este que acabo de hacer! ¡Jesús! ¡No sé donde tengo la cabeza!

 

DON NICOLÁS.

— ¡Ja, ja! ¡Pobre Agapito! En esto han venido a parar tus protestas de que jamás te separarías de la efigie de tu antiguo esposo.

 

DOÑA COLUMBINA.

— No me impacientes, Nicolás, con tus impertinencias, porque estoy no sé como... ¡Vayal... ¡Pero allí viene Tristán!... (Mirando hacia afuera).

 

DON NICOLÁS.

(Se asoma a la puerta) ¿No es éste el mocito de los baños?

 

ROSA.

— Sí, padre.

 

DON NICOLÁS.

— ¿Y cómo no me habías dicho que visitaba esta casa?

 

ROSA.

— Anoche vino, por primera vez, y no me ha conocido.

 

DON NICOLÁS.

— Sin embargo...

 

DOÑA COLUMBINA.

— ¡Calla, Nicolás! Es uno de los amigos de mi Catalino; un mozo muy recomendable. Ven, ven acá; yo te diré a lo que viene. (Le indica la alcoba). Y tú, Rosa, acomódate pronto tus arreos. (A DON NICOLÁS). Ven, ven...

 

DON NICOLÁS.

— Pero, mujer, esto sí que no lo entiendo.

 

DOÑA COLUMBINA.

— Ven, hombre de Dios, aquí te lo explicaré todo. (Toma a DON NICOLÁS, de un brazo, y lo introduce en la alcoba). Y tú, hija mía, cuidado con darle el sí a la primera... Es preciso ponerse durita con los hombres, y darse a desear... Así lo hice con Catalino... Pierde cuidado, yo convenceré a Nicolás de que el partido es bueno... (Entra a la alcoba).

 

ROSA.

(Arregla su disfraz) ¿Cuándo habría creído yo esto de Tristán? Se quiere casar conmigo porque me cree una vieja rica como mi tía. El, a quien yo tenía por un joven digno y cumplido... incapaz de... ¡Hombre venal! Ahora sí que creo que no hay hombre que no le doble la rodilla al dinero... ¡Lo aborrezco! ¡No lo he querido jamás! ¡No, no! Pero debo ponerme en este rincón para que no perciba mi disfraz. (Se pone a cubierto de la luz). ¡Siquiera me vengaré riéndome de él!

 

(Entra TRISTÁN).

 

TRISTÁN.

— Señora, a los pies de usted.

 

ROSA.

— Para servirle, caballero. Siéntese usted.

 

TRISTÁN.

— Mil gracias; no me sentaré, porque sólo vengo a hablar dos palabras con la señora doña Columbina.

 

ROSA.

— ¿No podía decirme eso a mí?

 

TRISTÁN.

(Reflexionando). Sí, señora; y aun creo que será mejor decir a usted lo que tenía que hablar con doña Columbina. Acabo de estar con Catalino, y me ha dicho que ha venido a pedir a mi nombre la mano de usted a la señora; pero como este amigo es ligero de carácter, le aseguro que ha sido son mi aprobación...

 

ROSA.

— Es decir que usted desprecia mi mano... ¡Vaya! Yo le ahorraré el bochorno de darme calabazas...

 

TRISTÁN.

— ¡Ah, no, mi señora!... Al contrario; el paso que doy ahora le manifestará cuanto la aprecio. Verdad es que vine anoche aquí, sólo por pasar el tiempo... Ya ve usted que soy franco, pero desde que la vi a usted, y sobre todo, desde que la oí hablar, sentí en mi corazón un movimiento inexplicable en favor de usted y de cuanto la pertenece...

 

ROSA.

— ¡Ah!

 

TRISTÁN.

— Y como sé que Catalino ha tratado de engañar a la señora Columbina...

 

 ROSA.

– ¿Con que eso hay, no?

 

TRISTÁN.

– Sí, mi señora; ha formado mil proyectos locos para cuando se case; y es seguro que doña Columbina quedará arruinada y abandonada, en menos de dos meses, porque mi amigo es muy jugador y tiene muchas deudas. Usted a contribuido a que yo tome tal interés por su familia, que he trabajado mucho por disuadir a Catalino de su idea; pero nada he podido conseguir, y entonces me he resuelto, a poner en conocimiento de la señora los futuros proyectos de mi amigo para que vea el martirio que le espera. A él mismo le he dicho el paso que iba a dar, porque también me repugna traicionarlo...

 

ROSA.

– ¿Y qué ha contestado?

 

TRISTÁN.

– Se ha reído de mi candidez, como él dice. Una de dos; o él no me cree capaz de dar este paso, o está seguro del amor de la señora.

 

ROSA.

(Riendo) ¿De manera que usted no me hace el honor de aceptar mi mano?

 

TRISTÁN.

– Señora... Yo sería el honrado, en tal caso... Valgo tan poco, sin duda, que confieso a usted llanamente el haber sido despreciado por la única mujer a quien he querido.

 

ROSA.

(Turbada). Perdone usted, Tristán, mi indiscreción. Pero, ¿qué pruebas podríamos presentar a mi hermana de la felonía de don Catalino? Tal vez ella podría creer que usted era movido por algún interés particular para...

 

TRISTÁN.

– Sentiría mucho que usted me creyese capaz de eso.

 

ROSA.

– No digo yo... Yo confío enteramente en su sinceridad; créalo usted, Tristán.

 

TRISTÁN.

– Gracias, señora.

 

ROSA.

– Pero puede no suceder lo mismo respecto de mi hermana, quien, como está enamorada del tal don Catalino, recibirá naturalmente mal cuanto se le diga en su contra.

 

TRISTÁN.

– Tiene usted razón; pero créame que no me ha movido otro interés que el de cumplir con un deber. A ello me impelía mi corazón mismo, sin saber por qué. Mire usted: había querido ocultarle una cosa, que ahora voy a decírsela.

 

ROSA.

(Con interés). Hable, Tristán.

 

TRISTÁN.

– Ya le he dicho que he sido despreciado por la mujer que amo a mi pesar...

 

ROSA.

– ¡Ah! ¿Y?

 

TRISTÁN.

– Yo no encuentro otro motivo de ese rechazo, que mi pobreza...

 

ROSA.

– ¿Entonces es una mujer que sólo ama el dinero?

 

TRISTÁN.

– No me atrevo a creer esto de ella... Tal vez instigada por su padre... pero no es del caso decir a usted de esto por ahora... Sin embargo, yo creo que obtendría el consentimiento del padre, si mi posición fuera otra. Pues bien, sabedor Catalino de esta circunstancia, me ha ofrecido diez mil pesos, con tal de que lo deje obrar en libertad...

 

ROSA.

– Y usted...

 

TRISTÁN.

– Por grande que sea mi amor, no tengo un alma tan baja para aceptar tal propuesta... He querido más bien ser útil a ustedes...

 

ROSA.

(Levantándose). Tristán, déme usted su mano. Usted es digno de mi cariño, quiero decir, de mi eterna amistad. Jamás olvidaremos este servicio que usted nos hace... Sólo le ruego a usted que venga esta noche, pues no sé por qué el corazón me está diciendo que tal vez podremos testificarle con obras nuestro reconocimiento.

 

TRISTÁN.

– Ese deseo es una orden para mí. Adiós, señora.

 

 

ROSA.

– Pues, hasta la noche, entonces. No falte usted. (TRISTÁN sale. ROSA sola). ¡Gracias, Dios mío! ¡Gracias a vos! (Entran DOÑA COLUMBINA y DON NICOLÁS). ¿Han oído ustedes?

 

DON NICOLÁS.

– Todo al pie de la letra. Me he reconciliado con este muchacho, y le perdono que haga versos...

 

DOÑA COLUMBINA.

— ¿Quién lo había de pensar? ¡Lo que son los hombres! ¡Y créales usted!

 

DON NICOLÁS.

– Ahí tienes a tu Catalino...

 

DOÑA COLUMBINA.

– ¡Miserable! Pero yo me vengaré... ¡Ah! Y se me olvidaba... (Corre a la puerta). ¡Muchacha! ¡Muchacha! ¡No me quemen a don Agapito! Corre, Nicolás, a librar de las llamas al pobre viejo de mi alma. Y yo que lo he mandado quemar por este vil ingrato, desleal, fementido, infame, corazón de piedra, alma de tigre... (Llora). ¡Qué atrocidad! Hacer esto con una pobre mujer inocente, que le entrega a discreción su corazón y todo... ¡Ah, ah, ah! (Entra la CRIADA y DON NICOLÁS recibe la estatua de manos de ésta).

 

DON NICOLÁS.

– Aquí está el pobre Agapito. Dice la muchacha que no se le alcanzó a quemar más que una pierna...

 

DOÑA COLUMBINA.

– Escóndelo, Nicolás, allá adentro... No tengo valor para estar en su presencia... ¡Ah!... Mis nervios... ¡Yo desfallezco, me descoyunto, me desmayo, me muero! (Cae desmayada sobre una silla).

 

DON NICOLÁS.

– ¡Estamos bien! Como no se acordó antes de los novios, no se había desmayado... En otro tiempo no tenían las mujeres esta clase de achaques... ¡Maldita moda, que parece haber sido inventada por Satanás! Pero a mí no me engañan... (Se acerca a DOÑA COLUMBINA). Déjate de estas artimañas del diablo... ¿Crees engañarme? Con otros tontos, pase; pero conmigo no, mujer... Tú eres del siglo pasado, y esto de los nervios es de ahora poco, no más. Te aseguro que te sienta muy mal la tal moda... Columbina, Columbina, levántate; mira que no tengo paciencia. Pero nada, señor; ni por esas que se levanta, y dale con que ha de estar desmayada a la fuerza. (A ROSA, que trata de rociarle la cara con agua fría). Quita allá, muchacha, que al fin se levantará cuando se canse de estar así.

 

DOÑA COLUMBINA.

(Con palabras entrecortadas). ¡Qué grosero! ¡Tratar así a una señora de mi nerviosa constitución! Ya desfallezco...

 

DON NICOLÁS.

– ¡Habrá paciencia!

 

DOÑA COLUMBINA.

– Creo que voy volviendo. Estoy tan impresionable como cuando se me declaró don Agapito... Nicolás, ¿con que se le alcanzó a quemar una pierna, no?

 

DON NICOLÁS.

– Pierde cuidado; el carpintero le hará otra en un santiamén.

 

DOÑA COLUMBINA.

– ¡Ah! ¡Estoy toda descoyuntada! ¡Me muero!

 

DON NICOLÁS.

– ¡Dale con yo me muero! Si uno no se muere, mujer, así no más, cuando se le antoja, sino cuando se le llega la hora... Vamos ahora a lo que importa. Es preciso castigar el atrevimiento de tal Catalino, por haberte querido engañar, haciéndote el hazmerreír de sus compañeros de francachelas y juegos...

 

DOÑA COLUMBINA.

- (Se levanta enojada). ¡Me vengaré, y ruidosamente!

 

DON NICOLÁS.

– Si me prometes discreción, yo tomo a mi cargo este negocio. Tengo ya formado mi proyecto, y creo que te ha de gustar...

 

DOÑA COLUMBINA.

– Haz lo que quieras... Gasta lo que te parezca... Todo lo que tengo, si es necesario, a fin de castigar al ingrato.

 

DON NICOLÁS.

– Ya lo verás, por la obra.

 

DOÑA COLUMBINA.

– Yo me voy a llorar... Acompáñame, Rosa. (Salen con ROSA).

 

DON NICOLÁS.

– Ahora pensemos en lo que conviene hacer... El tal debe ser un bribón de siete suelas... Mas, para saber cómo conviene obrar con él, es menester conocerlo... ¿Si convendrá hacerlo llamar, a nombre de Columbina? (Se pone el dedo en la frente en actitud de reflexionar). ¡Sí, eso es! Le haremos una jugarreta, cazándolo en sus propias redes. (Se asoma a la puerta). Pero aquí viene uno... ¿si será él?

 

(Entra DON CATALINO).

 

DON CATALINO.

– ¡Ah, caballero! Creía encontrar aquí a mi señora Columbinita.

 

DON NICOLÁS.

(Aparte) ¡Él es! (A él). ¿Es usted el señor don Catalino de…?

 

DON CATALINO.

(Mirándolo con desconfianza, aparte). ¿Qué pájaro será éste? ¿Si será alguno de los que me persiguen? (A él). Y usted, señor mío, ¿no me podría decir quién es?

 

DON NICOLÁS.

– Soy cuñado de Columbina.

 

DON CATALINO.

– Pues no tenía el honor de conocer a usted.

 

DON NICOLÁS.

– He venido a presenciar el matrimonio de mi cuñada...

 

DON CATALINO.

– ¡Ah!

 

DON NICOLÁS.

Al verlo entrar a usted, creí que fuese el señor don Catalino.

 

DON CATALINO.

– No se equivocó usted. Soy Catalino de la Gacetilla; y tengo el honor de saludar (dándole la mano) a un pariente de mi querida Columbita.

 

DON NICOLÁS.

– Venga acá esa mano, y tratémonos con confianza, pues ya debemos considerarnos como parientes.

 

DON CATALINO.

(Sacudiéndole la mano a DON NICOLÀS). Tiene usted razón. (Aparte). ¡Qué viejo tan francote! (A él). ¡Cuente usted con mi eterna amistad!

 

DON NICOLÁS.

– Ídem, amigo mío. ¡Ídem por Ídem! Como mi cuñada me quiere tanto, desea realizar su boda antes de que yo me vaya mañana para Valparaíso...

 

DON CATALINO.

–¡Oh, entonces...!

 

DON NICOLÁS.

– Lo cual quiere decir que el matrimonio será hoy, si usted desea que yo los acompañe, pues tengo que ponerme en marcha mañana sin falta para el puerto. La misma Columbina me ha pedido que haga todas las diligencias.

 

DON CATALINO.

– ¡Oh, mi señor pariente! Cuánto agradezco a usted y a mi adorada Columbita su empeño por la pronta realización de mis más ardientes deseos. Desde ahora puede usted contar conmigo... con mis influencias en la sociedad santiaguina, en el Gobierno, en...

 

DON NICOLÁS.

– Gracias, mi querido primo.

 

DON CATALINO.

– Ahora quisiera manifestar a Columbita mis sentimientos de...

 

DON NICOLÁS.

– ¡No, hombre! ¡No haga usted tal cosa! Las mujeres están por allá ocupadísimas en la preparación de sus dulces, pavos mechados y demás menesteres de la boda... Vaya usted a arreglarse... A las oraciones, lo esperamos...

 

DON CATALINO.

–  Es que yo quería hablar con Columbita sobre un asunto que... tal vez usted no sabe...

 

DON NICOLÁS.

— ¿Qué cosa? Hable conmigo, y ábrame ese pecho. ¿Necesita dinero?

 

DON CATALINO.

— ¡Ah! ¡Sí, mucho!... ¡No! ¡No es eso! Lo que necesito es decir a ustedes... ¿No ha venido hoy un mozo a decirle a Columbita que yo...?

 

DON NICOLÁS.

— ¡Ah! ¿Un tal Tristán? Estuvo aquí, y dijo mil tonterías en contra de usted.

 

DON CATALINO.

— Yo venía a deshacer la mala impresión que en Columbita habrían podido producir las palabras de Tristán...

 

DON NICOLÁS.

— No tenga usted cuidado; nadie en la casa ha dado crédito a sus palabras... Parece un mozo de cabeza desatornillada.

 

DON CATALINO.

— Es así, inocentón; pero a pesar de todo, lo quiero porque es de genio alegre... Con que dice usted que mi Columbita...

 

DON NICOLÁS.

— Ha sido la primera, hombre, en reírse de todo cuanto ha dicho ese pobre mozo... Pero no le hemos guardado rencor; así es que si a usted le parece hacerlo padrino...

 

DON CATALINO.

— Con mucho gusto, si es que él quiere, pero...

 

DON NICOLÁS.

— Y si no quisiera, lo sería yo, y estábamos al otro lado. Lo que deseamos es que la boda se haga pronto y calladamente... Sólo convidaremos unos tres o cuatro amigos de confianza. Ya le digo que a eso de las oraciones, lo esperaremos...

 

DON CATALINO.

— Muy bien.

 

DON NICOLÁS.

(Dándole la mano). Acuérdese que yo parto mañana sin falta para Valparaíso.

 

DON CATALINO.

— No faltaré.

 

DON NICOLÁS.

— Mientras tanto, yo me voy a hacer las diligencias. Los casará un padre de San Francisco, muy amigo de la familia. Haremos a un lado todas las formalidades, pues yo sé que encontraré dispensas para todo. Mi cuñada es rica; y usted ya sabe que, en habiendo plata, todo nudo se desata.

 

DON CATALINO.

— Así es la verdad. (Aparte). Por eso es que yo quiero tenerla. (A él). Con que, hasta la noche, mi querido pariente. (Sale).

 

Telón

 

 

TERCER ACTO

 

El mismo decorado del Segundo Acto.

Están en escena DON CATALINO y TRISTÁN.

 

 

DON CATALINO.

— ¡Gracias a Dios, amigo mío! ¡Estoy en el colmo de mi dicha! Ya estoy casado con mi riquísima y viejísima mujer... Ya soy dueño de todos esos encantos, esas alhajas, esos tesoros, por los cuales mi enamorado corazón suspiraba... Ya podré contentar a mis famélicos acreedores, que como lobos hambrientos me perseguían por todas partes... Ya puedo salir a la calle, sin temor de ir a alojar a la cárcel... ¡Ya soy libre, mi querido Tristán! ¿Por qué estás triste y taciturno, hombre?... Acompáñame en mi dicha...

 

TRISTÁN.

— Estaba pensando, hombre, en lo que son las mujeres... ¿Quién lo habría creído?... ¡Casarse después de lo que le dije! (Se toma la cabeza entre las manos).

 

DON CATALINO.

— ¿Y te admiras, muchacho, de que Columbita se me haya entregado en cuerpo, alma y tesoros? ¡Ah, es que tú no sabes la filosofía de las mujeres! Y sobre todo, la filosofía de las viejas... No te asustes de lo que has visto, que yo te contaré después cosas de morirse de risa... ¡Ya se ve! Como tengo tanta práctica en esto de las viejas ricas... He desplumado a más de quince, y hubo un tiempo en que me di a temer de los herederos de las matronas de esta ciudad. Ya te digo que éste ha sido mi flaco y mi fuerte al mismo tiempo; hasta que Dios ha premiado mis proezas y afanes, dándome a mi Columbita en matrimonio. Repítote una vez más que no te admires...

 

TRISTÁN.

— Pero, ¿no me he de admirar, hombre de Dios, de que esta vieja haya tenido alma para casarse, después de lo que le hice saber por conducto de su hermana?... Le canté la cosa bien claro.

 

DON CATALINO.

— Pero no te creyeron... Eso que hiciste fue una locura incalificable; pero te lo perdono todo... Ya verás si sé ser amigo de mis amigos, cuando me haga cargo de mis estancias... Tú has de administrarme la de la Rinconada; yo me quedo en la chacra que tiene casas muy cómodas y bonitas.

 

TRISTÁN.

— Gracias, no soy para el campo...

 

DON CATALINO.

— Pues entonces te habilitaré con veinte o treinta mil pesos para que establezcas un cafecito, como a mí me gusta, con sus saloncitos arreglados, con sus mesitas para que los amigos se entretengan al monte, a la primera, a los dados y demás juegos inocentes, con sus cuartitos secretos... en fin, después te daré el plan de todo, porque me lo valgo para estas cosas... ¡Qué comilonas y «guadeamus» no hemos de tener con los amigos! Yo conozco niñas de lo rico para estos asuntos... ¡Vaya! Se me hace agua la boca; y me pa-rece que ya mi buen padrino está regentando su establecimiento. (Le da de palmaditas en la espalda).

 

TRISTÁN.

— ¡Ah! Se me había olvidado que era tu padrino.

 

DON CATALINO.

— Pues, a mí no se me olvidará, y siempre trataré de protegerlo con mis riquezas...

 

TRISTÁN.

— Gracias...

 

DON CATALINO.

— Y con mis influencias sociales. (Dándose importancia). Ya sabes que Columbita es prima en tercer grado de la novia con quien ahora tiempo se quiso casar el entenado de un primo hermano muy querido que tiene el cuñado del señor Presidente de la República... ¡Y con el señor obispo! no digo nada... Colomba me ha asegurado que está al partir de un confite con una sobrina política del confesor de su Ilustrísima... Ya sabes que estas cuñitas no son de des-preciar, en estos tiempos... Además el cuñado de mi esposa...

 

TRISTÁN.

— ¿Qué cuñado?

 

DON CATALINO.

— ¡El cuñado, pues hombre! Un caballero viejón, que parece persona muy respetable, y con quien me encontré esta mañana aquí, de manos a boca, cuando vine a deshacer las tonterías que hiciste...

 

TRISTÁN.

— No sabía eso.

 

DON CATALINO.

— Él ha sido el más empeñado en la realización de mi matrimonio. Esta mañana no más llegó a la ciudad, y se va en cuanto pase la noche con nosotros... Parece un caballero de buenas partidas, francote y alegre de genio, como mi Colomba; y su actividad está de manifiesto en la prontitud con que arregló y diligenció el matrimonio. En un santiamén lo hizo todo; sacó la licencia del cura para que nos casara ese fraile amigo de él, que acaba de irse...

 

TRISTÁN.

— ¿Y por qué no ha aparecido por aquí el tal cuñado?

 

DON CATALINO.

— Me dijo Colombita que una diligencia urgente lo detenía en otra parte, pero ahora en la cena, lo tendremos aquí, con otros amigos. Mi buena esposa y su simpática hermana deben estar a esta hora empeñadísimas por allá adentro, en preparar los pavitos... (Sobándose las manos). ¡Ah! ¡Tristán! Me parece que no es cierto lo que me pasa. Qué tertulias no hemos de tener, cuando Colomba abra sus salones... Alégrate, hombre; estás en mi casa, quiero decir la tuya... Alégrate, ten filosofía... Yo hubiera querido tener aquí esta noche a muchos otros amigos; pero mi esposa es de un genio tan corto, que ha tenido vergüenza de dar publicidad a su matrimonio... Mas ahí se irá acostumbrando al mundo de la pobrecita... Ya adquirirá soltura.

 

TRISTÁN.

— Yo creo, bribón, que tú has de matar a esta maldita vieja, a fuerza de paseos y comidas y desarreglos y...

 

DON CATALINO.

— Y Si es así, morirá contenta; es lo que quiere la mujer... ¡Yo tengo mucha práctica en mujeres, amigo!... Pero te aseguro que no hará ningún desarreglo, mientras no firme su testamento... Esto es lo principal. Estamos convenidos en heredarnos mutuamente...

 

TRISTÁN.

(Riendo). Pues es gracioso ese convenio, por tu parte...

 

DON CATALINO.

— Es cosa arreglada muy de antemano... (Golpean la puerta). ¿Quién? ¡Adentro! (Entra DON NICOLÁS vestido de padre franciscano, con la cabeza atada, la capilla calada y un parche verde en el ojo).

 

DON NICOLÁS.

— ¡Deo gratias!

 

DON CATALINO.

— Por siempre sean dadas... Pase para acá su paternidad.

 

DON NICOLÁS.

— Me he tomado la libertad de venir, porque es cosa que urge.

 

DON CATALINO.

(Con importancia). Cada y cuando quiera venir, mi padre, viene usted a su casa, y espero que no será ésta la última vez que lo tengamos por aquí...

DON NICOLÁS.

— Agradezco sus favores.

 

DON CATALINO.

(Saca cigarros y le pasa a DON NICOLÁS). Un cigarrito, mi padre. Ya le digo, pase a tomar mate todas las tardes... Columbita tendrá mucho placer en servirlo... Porque, como usted sabe, los novios que se quieren bien no olvidan jamás al sacerdote que los casa... Usted ha bendecido nuestra felicidad, y mi reconocimiento no tendrá límites.

 

DON NICOLÁS.

— ¡Ah, señor don Catalino! Las bendiciones vienen del Señor... Yo no soy más que un humilde siervo, un indigno ministro del Altísimo. Nada tiene usted que agradecerme, pues no he hecho más que cumplir con los deseos de mi comadre Columbita y de su buen cuñado... ¡Pobre caballero! ¿Y cómo ha recibido la noticia mi comadre?

 

DON CATALINO.

— ¿Qué noticia?

 

DON NICOLÁS.

(Como si no oyera). Yo lo supe al llegar al convento; y, después de ir a la cárcel, he venido a consolar a mi comadre...

 

DON CATALINO.

— ¿Qué dice, padre? ¿Qué es lo que ha habido?

 

DON NICOLÁS.

— ¿Entonces usted no sabe nada?

 

DON CATALINO.

— Estoy en ayunas... ¡Hable, padre!

 

DON NICOLÁS.

— En tal caso, siento mucho ser portador de malas nuevas...

 

DON CATALINO.

— ¡Malas nuevas! ¡Pero, en fin! ¿Qué es lo que hay?

 

DON NICOLÁS.

— El cuñado de mi comadre...

 

DON CATALINO.

— ¡Mi digno pariente! Mi primo querido...

 

DON NICOLÁS.

— ¡Sí! Su pariente está preso en la cárcel, y por eso no ha asistido al matrimonio...

 

DON CATALINO.

— ¿Mi noble pariente preso? ¿Y lo sabe usted de positivo?

 

DON NICOLÁS.

— Vengo de hablar con él en su mismo calabozo.

 

DON CATALINO.

— Pues entonces pondré al momento en juego todas mis influencias... para eso tengo dinero. Daré fianza; haré correr la plata por todas partes... ¡Poner preso a un hombre de mi familia! Será tal vez por alguna cosa de política. ¿Ha sabido usted algo?

 

DON NICOLÁS.

— Sí, señor; me lo ha contado todo el hombre, y como usted es de la familia puedo decírselo.

 

DON CATALINO.

— Sí, soy de la familia; este caballero es un amigo íntimo, hable no más.

 

DON NICOLÁS.

— Lo han puesto preso sus acreedores, porque dicen que la cesión de bienes es fraudulenta, y...

 

DON CATALINO.

— ¡Cesión de bienes! ¿Y cómo Columbita no me había dicho nada?...

 

DON NICOLÁS.

— Se presentó haciendo cesión en Rancagua; y de allá se les vino a los acreedores, que lo han perseguido hasta aquí...

 

DON CATALINO.

— Por eso quería irse mañana muy temprano... ¡Ya caigo!

 

DON NICOLÁS.

— Sí, para Valparaíso; y embarcarse, según me lo ha dicho ahora mismo; pero lo atraparon esta tarde...

 

DON CATALINO.

— Pues, entonces, vamos, Tristán, a la cárcel, a ver a mi noble primo. Mis haciendas, mis capitales, mis influencias, todo estará siempre a disposición de mis amigos, cuanto más de los parientes cercanos...

 

DON NICOLÁS.

— Así me dijo el pobre caballero, que como usted era rico...

 

DON CATALINO.

— ¡Oh! En cuanto a eso...

 

DON NICOLÁS.

— Se compadecería de la situación en que quedaba mi comadre; y él podría marcharse, sin este contrapeso, dejándola al amparo de usted...

 

DON CATALINO.

— ¡Por supuesto! Desde que tengo la dicha de estar unido a Columbita, yo, y nadie más que yo, tiene derecho a ampararla...

 

DON NICOLÁS.

— Porque sería triste cosa que el caballero se fuese de aquí, y mi pobre comadre quedase sin un cuartillo.

 

DON CATALINO.

— ¿Cómo es eso, compadre? No entiendo bien.

 

DON NICOLÁS.

— Y sin embargo, la cosa es clara; porque como mi santa comadre está acostumbrada a pasar buena vida...

 

DON CATALINO.

— ¿Y piensa su paternidad que conmigo lo habrá de pasar mal?

 

DON NICOLÁS.

— De ningún modo, señor de la Gacetilla, pues aun cuando mi pobre comadre lo ha perdido todo...

 

DON CATALINO.

— ¿Qué dice su paternidad? Explíquese más claro, porque...

 

DON NICOLÁS.

(Flemáticamente). Quiero decir que con los capitales de usted podrá esta santa señora pasar el resto de sus días, ya que ha perdido todo cuanto tenía...

 

DON CATALINO.

— ¡Padre! ¿Está usted en su juicio?

 

DON NICOLÁS.

— Sí, señor... Como esta quiebra ha sido tan grande...

 

DON CATALINO.

— Pero si el quebrado es otro, y nosotros no estamos obligados a pagar... Fuera poca cosa, vaya con Dios; pero si pasa de raya...

 

DON NICOLÁS.

— Pasa de ciento setenta mil pesos...

 

DON CATALINO.

— ¡Es espantoso!... Y el hombre, que tenía facha así de... quiero decir tan honradote... Pero decía usted...

 

DON NICOLÁS.

— En estos tiempos engañan mucho los hombres... Decía que, como la señora trabaja en compañía con su cuñado...

 

DON CATALINO.

— ¡Ah!

 

DON NICOLÁS.

— Ha sido aplastada en una cantidad mucho mayor que todo cuanto tiene; y si no fuera por los capitales de usted...

 

DON CATALINO.

— ¡Calle la boca, padre! ¡Si yo no tengo un Cristo!

 

DON NICOLÁS.

— Ella tendría que morirse de hambre...

 

DON CATALINO.

— ¡Pues que se muera veinte veces!... ¡Y con la flema, padre, con que usted me ha dado la noticia!

 

DON NICOLÁS.

— Si yo creía que usted lo sabía desde esta tarde...

 

DON CATALINO.

— ¿Y me habría casado, padre, por Dios, si lo hubiese sabido? Óigame; ¿se habría casado su paternidad?

 

DON NICOLÁS.

— Es claro que no, porque ya ve usted que soy incasable...

 

DON CATALINO.

— Pero esto no puede ser; no puedo creerlo, es absurdo, injusto...

 

TRISTÁN.

— Tiene razón el padre... Catalino, resignación hombre, no te dejes llevar de las impresiones...

 

DON CATALINO.

— Sí, es absurdo; es contrario a la equidad que un hombre como yo, después del sacrificio que he hecho, vea evaporarse una fortuna que tantos trabajos y sudores me había costado.

 

TRISTÁN.

— ¡Sudores!

 

DON CATALINO.

— ¿Y te parece que he sudado poco, que he trabajado poca cosa, al tener que fingirme frenéticamente enamorado de una mujer como...? ¡Vaya! ¿Como mi mujer?... ¡Ah! Esto es injusto, escandaloso, inicuo... ¡Es un verdadero absurdo de la suerte!... Pero ¿y Columbina en dónde está? ¡Colomba! ¡ Colombita! Ella me dirá si esto es verdad.

 

TRISTÁN.

— Modérate, Catalino.

 

DON CATALINO.

— ¡Cómo que son circunstancias para moderarse!

TRISTÁN.

— Pero tu filosofía...

 

DON CATALINO.

— Déjate de filosofías... ¡Colomba! ¡Colomba! ¿Dónde se ha ido ésta?

 

TRISTÁN.

— Tu práctica en esto de las mujeres...

 

DON CATALINO.

— Calla la boca... Pero aquí viene mi mujer...

 

(Entra DOÑA COLUMBINA).

 

DOÑA COLUMBINA.

— Aquí estoy, Catalino mío... aquí está tu Columbita, tu desgraciada consorte, que todo lo ha perdido...

 

DON CATALINO.

— ¿Con qué es verdad?

 

DOÑA COLUMBINA.

— Como que ahora es de noche. Acabo de recibir una carta de mi cuñado, en la cual me dice que, en poco tiempo más, se rematarán mis tres haciendas, esta casa, la chacra y todo... pues todo entraba en la Compañía.

 

DON CATALINO.

— ¡Maldita sea tu Compañía!

 

DOÑA COLUMBINA.

— ¡Sí, pues, todo, todo! Hasta la chacra, que era la propiedad que quería más, por ser de la predilección de don Agapito, mi primer esposo.

 

DON CATALINO.

— ¡Señora! ¡Váyase a los infiernos, con su don Agapito y todo! ¡Oh, yo no estoy en mí!

 

DOÑA COLUMBINA.

— ¡Qué oigo! ¿Este desengaño me esperaba? Pero yo soy una mujer sumisa, y no pronunciaré más el nombre de mi finado don Agapito. Lo haré por el amor de mi Catalino. (Se le acerca).

 

DON CATALINO.

(Retirándose). ¡Su amor!

 

TRISTÁN.

— Modérate, hombre... Acuérdate que eres filósofo...

 

DOÑA COLUMBINA.

(Llorando). ¡Desgraciada de mí! ¡Ingrato! ¿Cómo has podido olvidar tan pronto tus protestas de amor? ¡Padre! ¡Padre! Pídole al Señor que me dé valor para...

 

DON CATALINO.

— ¡Oh! ¡El que ha de menester de valor soy yo!

 

DON NICOLÁS.

(Sentenciosamente). Nosotros no tenemos derecho a juzgar los derechos del cielo. Nuestro deber es someternos a la voluntad divina...

 

DOÑA COLUMBINA.

— Pero es triste cosa, compadre, que venga un cualquiera, con sus manos limpias, a llevarse lo que nos ha costado tantos años de trabajo... Si su paternidad supiera cuánto tuvo que sudar don Agapito, por... ¡Perdona, Catalino mío! Se me salió el nombre de don Agapito, sin quererlo decir... Cuando estaba lo más dispuesta a no nombrar jamás en tu presencia a don Agapito, aun cuando viviera cien años...

 

DON CATALINO.

— ¿Y piensa usted vivir otro siglo más sobre el que ya lleva corrido? ¿Cree usted que lo había de permitir?

 

TRISTÁN.

— Catalino, repórtate...

 

DON CATALINO.

— ¡Déjame, por Satanás! ¡Estoy soñando!

 

DOÑA COLUMBINA.

— ¡No, no! ¡Está despierto, Catalino mío, querido! Sólo tu amor es capaz de darme fuerzas para soportar esta desgracia...

 

DON CATALINO.

— Pero no sabe usted, señora, que yo estoy lleno de deudas; que contaba con su capital para pagarlas, y que mañana me veré en la cárcel como su cuñado... ¡Esto es atroz!

 

DOÑA COLUMBINA.

— Pues entonces nos iremos a vivir a los bosques, amor mío. Lejos de los hombres seremos felices... En cualquier rancho, debajo de un árbol, comiendo cualquier cosa... Porque la pobreza es nada para dos que se aman...

 

DON CATALINO.

— ¿Está usted en su sentido? (Mirándola fijamente). ¡Vivir en un rancho, muriéndose de pobre, y con usted al lado de yapa!... ¡Ja, ja, ja! Prefiero lanzarme de cabeza al Mapocho, cuando venga más crecido...

 

TRISTÁN.

— Amigo, ten filosofía... Estás dando un escándalo, porque los gritos se oyen en la calle...

 

DON CATALINO.

— ¡Pero, hombre, por Cristo! ¡Si yo no imaginaba que pudiera pasarme esto. ¡Gran Dios! Cuando yo creía haber logrado mis aspiraciones, me encuentro sin plata y con la vieja! ¡Esto es absurdo!

 

DOÑA COLUMBINA.

— Catalino (Se le acerca, mientras DON CATALINO se retira). ¡Catalino de mi alma! ¿Qué oigo? ¿Eso dices de tu esposa? ¿Qué se hicieron tus promesas de amor?

 

DON CATALINO.

— ¡Se las llevó el diablo! Si se las hice cuando usted tenía plata, ahora que está pobre me retracto en forma. ¿Piensa usted, por todos los santos, que yo me iba a casar con usted, por su linda cara?

 

DOÑA COLUMBINA.

— Sin embargo, aquí tengo tus versos, ingrato, que concluyen con un «qué linda es usted». (Saca el papel del seno).

 

DON CATALINO.

– Me equivoqué... Debiera haber concluido con un «qué horrible es usted». Este es un engaño monstruoso, y donde hay en-gaño no hay trato... ¡Nuestro matrimonio es nulo! ¿No le parece a su paternidad?

 

DON NICOLÁS.

– No sea usted blasfemo... Dios dijo a sus apóstoles: «Lo que atares en la tierra yo lo rectificaré en el cielo».

 

DOÑA COLUMBINA.

– Cierto, Catalino mío, te perdono todo... El sagrado nudo que nos une para siempre...

 

DON CATALINO.

- ¡El nudo corredizo que le saldré echando a tu garganta, vieja de Belcebú!

 

DOÑA COLUMBINA.

– ¡Ah, esto es demasiado! Don Agapito no se expresaba jamás de esa manera.

 

DON CATALINO.

- ¡Hasta cuándo me «agapitea» usted, señora, con doscientos mil de a caballo!.

 

DOÑA COLUMBINA.

– En eso habías de ver, ingrato, que fui buena casada, cuando todavía me acuerdo de aquel pobre viejo de mi corazón!

 

DON CATALINO.

– Pues entonces me presentaré a la curia... Pediré mi divorcio, porque esta mujer me matará al fin a difuntazos. (ROSA entra corriendo, con una carta en la mano).

 

ROSA.

– ¡Columbina! ¡Columbina! ¡Esta carta traen de la cárcel!

 

DOÑA COLUMBINA.

– ¡Ah! ¿Qué dirá en ella mi cuñado? (A DON NICOLÁS).¡Ábrala, compadre de mi alma! Con lo que me pasa, no estoy yo para leer cartas.

 

DON NICOLÁS.

(Abre la carta y lee) «Querida Columbina; acabo de hablar con nuestros principales acreedores, que han venido a verme; y con ellos he arreglado satisfactoriamente nuestros negocios. He conseguido librar las dos haciendas, la chacra y la casa donde vives, entregándoles mis dos fundos y uno de los tuyos. La pérdida no es tan grande como se pensaba, pues resultó en las cuentas un error que nos favorece. Abraza a nuestro querido pariente Catalino».

 

DON CATALINO.

- ¡Nuestro digno pariente! Qué hombre tan respetable me pareció, en cuanto lo vi. Me incliné a quererlo al momento... ¡Columbita! (Se hinca) Perdóneme usted; son genialidades mías. ¡Cómo soy poeta!

 

DOÑA COLUMBINA.

(Retirándose) ¿Qué lo perdone? ¡Si usted es incapaz de ofenderme, hombre!

 

DON CATALINO.

– ¡Pero, con la cara que lo dices, Columba adorada! ¡Con qué cara!

 

DOÑA COLUMBINA.

– Con esta cara de vieja fea, horrible como dijo usted ahora poco...

 

DON CATALINO.

– ¿Y pudo creer que yo hablaba de veras? Cierto es que al principio me impresionó la noticia... ¡A cualquiera se la doy! Pero todo lo que he dicho después ha sido una ficción... ¿He representado bien mi papel, no? (Se sonríe hipócritamente).

 

DOÑA COLUMBINA.

– Y tan bien, que le diré que ha errado la vocación. Usted debió haberse dado al oficio de cómico.

 

DON CATALINO.

– Pues soy capaz de hacerme cómico, por complacerla a usted; y crea que no me ha de ganar a buen casado.

 

DOÑA COLUMBINA.

– Pero, hombre, si este matrimonio es nulo...

 

DON CATALINO.

- ¡Eso sí que no!... ¿Cómo dijo su paternidad denantes? Lo que atases en la tierra...

 

DON NICOLÁS.

– Es que yo no tengo autoridad para atar a nadie en la tierra ni en ninguna parte...

 

DON CATALINO.

– ¿Cómo así?

 

DON NICOLÁS.

– Ya lo ve usted. (Se quita el hábito y se desata la cara).

 

TRISTÁN

– ¡Don Nicolás!

 

DON CATALINO.

– ¡Ah, es el cuñado!

 

DON NICOLÁS.

– El mismo en persona. Yo jamás he tenido vocación para la iglesia.

 

DON CATALINO.

– ¿Entonces lo de la cárcel es una mentira?

 

DON NICOLÁS.

– Como bala y pinta.

 

DON CATALINO.

– Es decir que la quiebra es...

 

DON NICOLÁS.

– Otra mentira.

 

DON CATALINO.

– ¿Y nuestro casamiento?

 

DON NICOLÁS.

– No ha sido más que un casi-casamiento.

 

DOÑA COLUMBINA.

– Así como era mentara todo su amor.

 

DON CATALINO.

– ¡Oh! ¡Pero esto es una felonía atroz! ¡Una traición!

 

DOÑA COLUMBINA.

– Originada por la traición de usted. Ya ve que no tiene derecho para quejarse...

 

DON CATALINO.

(Aparte) ¡Ya se me escapó la vieja con capital y todo!

 

DON NICOLÁS.

(A DON CATALINO) Sí, mi amigo, todo esto no ha sido más que pura comedia; y esa vieja que usted ve ahí (Muestra a ROSA). Es otra mentira.

 

TRISTÁN.

(Aparte y mirando con gran atención a ROSA). ¡Ah! si saldrán ciertos mis presentimientos.

 

DON NICOLÁS.

– Acabada la farsa, sigue ahora la verdad; y la verdad mi señor don Catalino de la Gacetilla, es que usted no pondrá ya más los pies en esta casa, si no quiere que la cosa le cueste más caro que ahora. (Saca una pistola del bolsillo). Ahora el negocio no es de burlas.

 

DON CATALINO.

(Aparte). ¡Bien lo veo! (A él) Yo, señor... no pretendo revalidar este matrimonio (Se retira hasta la puerta de salida).

 

DON NICOLÁS.

— Pero si el primer matrimonio ha sido nulo, yo quiero hacer ahora otro verdadero. Rosa, ven acá; quítate esos embelecos de la cabeza.

 

ROSA.

(Quitándose apresuradamente el disfraz). Aquí estoy, padre mío.

 

TRISTÁN.

— ¡Rosita! ¿Estoy soñando?

 

ROSA.

— ¡No, Tristán, es la verdad!

 

TRISTÁN.

— ¡Mi corazón no me engañaba!

 

DON CATALINO.

(Muy admirado) ¡Qué transformación! ¡Ah, si Colombita pudiera hacer lo mismo!

 

DON NICOLÁS.

(A TRISTÁN) Acércate, hijo mío. He sido testigo de tu honradez, y te perdono el que hagas versos. Ahora quiero ser tu suegro...

 

TRISTÁN.

— ¡Gracias, señor!

 

DON NICOLÁS.

— Rosa, dale la mano a tu marido.

 

ROSA.

(Alargando su mano a TRISTÁN) ¿Me perdonas, Tristán, el que te haya engañado ahora, por segunda vez?

 

TRISTÁN.

— ¡Qué! ¿Y cuándo me engañaste antes?

 

ROSA.

— Cuando me vi obligada, allá en Cauquenes, a decirte que no te amaba.

 

TRISTÁN.

— ¡Alma mía!

 

Telón