EL ENSAYO DE LA COMEDIA

 

Comedia en dos actos y en prosa

 

(1889)

 

PERSONAJES

 

(Todos son cómicos de una compañía, menos los tres últimos).

 

AMBROSIO, director de la compañía dramática

RITA, primera dama

SERAFINA, hija de Rita

RAFAEL, amante de Serafina

BRUNA, segunda dama

COSME, pretendiente de Serafina

TERESA, tercera dama

ALVARO, amigo de Rafael

EL AUTOR de la comedia ensayada

Dos AMIGOS del autor

UN GATO

 

 

(La acción pasa en Lima, allá por los años de 186... El lugar de la escena es el proscenio del teatro, cuyo fondo estará en parte a la vista, y en parte cubierto con bastidores u otros objetos en desorden, colocados a la derecha del espectador. En el lado opuesto, se hallará la salida o comunicación del proscenio con el exterior. Habrá sillas en desorden, una mesa en el centro; dos cajones vacíos, de mercaderías, hacia la izquierda, y sobre ellos, algunos vasos, como dejados allí al acaso).

 

ACTO PRIMERO

 

ESCENA I

 

AMBROSIO.

(Paseándose por el proscenio). ¡Son más de las siete, y toda-vía no llega ninguno! Y yo que he corrido seis cuadras, creyendo que ellos estarían ya aquí para comenzar el ensayo de esta pieza. (Se sienta, saca el pañuelo y se limpia el sudor de la cara). ¡Uff!, ¡qué trabajo, señor, es esto de regir una compañía de cómicos! ¿Si costará lo mismo gobernar la República? ¡Imposible!... Yo, por ejemplo, se-ría presidente diez veces, antes que ser una sola vez jefe de una compañía cómica. (Saca el reloj). ¡Las siete y media, y todavía no asoma ninguno la nariz! Y eso que saben la necesidad que hay de ensayar y estudiar pronto esta pieza nueva... Sólo faltan tres días para la representación, y no hemos ensayado una sola vez... ¡Si habrán estudiado bien sus papeles!... ¡Ah! ¡Rafael! ¿Eres tú?...

 

ESCENA II

 

AMBROSIO, RAFAEL

 

RAFAEL.

— Yo soy, señor. ¿Todavía no han llegado?

 

AMBROSIO.

— Ninguno... y ya son las siete y media. Presumo que habrán estudiado sus papeles.

 

RAFAEL

— En cuanto a mí, sí, señor.

 

AMBROSIO.

— Ojalá los demás puedan decir otro tanto; pero lo dudo, especialmente de la Rita.

 

RAFAEL.

— ¿Por qué?

 

AMBROSIO.

— Porque el rol que le ha tocado no es de su gusto. A pesar de los cuarenta y siete años que cargan sobre ella, aspira siempre a hacer papeles de niña; y según creo, está muy disgustada con su rol de ama de llaves... Y lo peor es que con sus disgustos y malos modos, me va echando a perder a toda la compañía ¡Ah!, ¡mi amigo! Esta doña Rita me irrita; y si no fuera por su hija...

 

RAFAEL.

— Serafina es una verdadera artista.

 

AMBROSIO.

— Y una niña de mérito. (Con gesto maligno). ¿No es verdad, Rafael?

 

RAFAEL.

- Soy de su misma opinión.

 

AMBROSIO.

— No necesitas decírmelo, porque sé que la amas; y en verdad que merece ser amada... Pero permíteme agregar también que todas las ventajas que Serafina trae a la compañía las anula su madre.

 

RAFAEL.

— En cuanto a eso, yo creo...

 

AMBROSIO.

— Óyeme, Rafael. Tú sabes que soy tu amigo... Yo en tu lugar amaría también a Serafina, y encuentro muy natural que desees casarte con ella... Pero, ¡qué diablos!, cada cual es dueño de su parecer; y el mío, en este caso, es que una suegra como la tal doña Rita, hará añicos toda tu felicidad.

 

 

ESCENA III

 

Dichos, BRUNA, TERESA,

ALVARO (se retira con RAFAEL a un ángulo del proscenio)

 

TERESA.

– Pues eso mismo era lo que me venía diciendo la Bruna.

 

BRUNA.

— ¡Yo no te decía nada!

 

AMBROSIO.

— ¡Bueno!, ¡bueno! ¡Ya tenemos cuatro! ¿Y qué era lo que decía la Brunita?

 

BRUNA.

— ¡No le crea, don Ambrosio!

 

TERESA.

(Riendo). ¿Y por qué lo niegas? No me decías ahora mismo que era una locura en Rafael aspirar a la mano de Serafina.

 

AMBROSIO.

— ¿Es decir, Brunita, que somos de un mismo parecer?

 

BRUNA.

- Pero si yo no...

 

AMBROSIO.

(Palmeándole el hombro con cariñosa familiaridad). ¡No trates de engañarme, reina mía! Deja esas gazmoñerías para cuando pongamos en escena La mojigata de Moratín. Los cómicos somos para representar papeles ante el público; pero acá detrás de bastidores, no debemos tratar de engañarnos los unos a los otros, sino ser pan, pan; vino, vino. ¿Apuesto a que este matrimonio te disgusta porque te carga la doña Rita?

 

BRUNA.

— Al contrario, soy su amiga.

 

TERESA.

— Sobre todo, desde que la Ritona se opone al matrimonio de Rafael con su hija... Yo le digo Ritona.

 

AMBROSIO.

— ¡Ja! ¡Ja! ¡Jaa! lo cual significa que la Brunita desea que le dejen libre a Rafael.

 

BRUNA.

(Irónicamente). ¡Oh!, el señor don Rafael está a mucha altura para que yo me crea digna de...

 

AMBROSIO.

— ¿Digna de qué?

 

BRUNA.

— Iba a decir... Pero, como yo no pienso en eso...

 

AMBROSIO.

— ¡Mal representada La mojigata, hija mía!, pues se echa de ver el despecho.

 

BRUNA.

— ¿Yo despechada? ¿Y por qué? ¡Mire, don Ambrosio! (Junta los dedos de las manos). ¡Así!, ¡así los he tenido, y no me he querido casar con ninguno!

 

 

ESCENA IV

 

AMBROSIO, RAFAEL, ÁLVARO, BRUNA, TERESA, RITA, SERAFINA, COSME

(trae del brazo a RITA. SERAFINA se aparta a hablar con RAFAEL; y

mientras tanto, ALVARO traba conversación con COSME,

impidiéndole acercarse a SERAFINA)

 

RITA.

— ¡Santo Dios! ¡Casi me he roto un pie, al subir esa escalinata! Yo no sé en lo que piensa el empresario, que no compone los malos pasos.

 

AMBROSIO.

– Dejémonos de malos pasos, y pensemos en el ensayo... ¿Han estudiado sus papeles?

 

TODOS.

– ¡Sí, señor!

 

AMBROSIO.

– Pues entonces, manos a la obra, señores míos. El consueta se halla ya en su puesto, y podemos comenzar. Son más de las siete y tres cuartos, así es que hemos perdido cerca de una hora.

 

RITA.

– Yo no he podido venir más temprano, pues estuvo a comer con nosotras ese barón alemán de la legación... ¡Ja!... ¡Jask!... ¿Cómo se llama, Cosme?

 

COSME

- ¡Haschkyth!

 

RITA.

– ¡Eso es!... Siempre se me está olvidando este nombre; y sólo me acuerdo de que se pronuncia así como quien estornuda… ¿Para qué usarán estos alemanes unos nombres así tan arrevesados? Fuera de esto, el barón es un cumplido caballero.

 

AMBROSIO.

— ¡Por Dios, Rita! Deja en paz a ese señor Estornudo, y comencemos de una vez nuestro ensayo.

 

RITA.– ¡Es que tú no sabes lo que pasa! (A media voz). ¡Está que se muere por Serafina! En toda la comida, no habló de otra cosa que del teatro... A mí me encantan los artistas, porque como soy tan apasionada por el arte, especialmente el de Melpómene y el de Taifa...

 

AMBROSIO.

— ¡Otra te pego! ¡Ya salieron a bailar las Musas!

 

RITA.

– ¿Y de qué te admiras, cuando nos hallamos en el templo mismo de las divinas hermanas de Apolo? Aquí es donde la alegre Talía se cubre con su máscara para hacer reír a los hombres a costa de ellos mismos. Aquí en donde la terrible Melpómene, de airado gesto, con el vestido talar a medio ceñir, calzado el coturno y con el puñal en la diestra, eleva el alma de los mortales por medio del terror; aquí en donde...

 

AMBROSIO.

– Y van tres aquíes...

 

RITA.

– ¡Sí!, aquí digo, en donde la docta Clío narra los hechos del pasado para enseñar a los hombres a conducirse en el presente; en donde la elocuente Calíope y la retórica Polinonia pasman el alma de quien las escucha; en donde la enamorada Erato sublima los corazones, elevándolos al cielo en alas del amor; en donde...

 

AMBROSIO.

– Se acabaron los aquíes y han seguido los endondes.

 

RITA.

– Pues bien, no te hablaré de Euterpe, que tan bien sabe conmover el espíritu con las deliciosas notas de la música, ni de Tepsícore, que, ligera como una mariposa, sabe hablar con los pies; ni de Urania...

 

AMBROSIO.

– ¡Gracias a Dios! ¡Ya están las nueve! He llevado la cuenta en los dedos...

 

RITA.

– ¡Habráse visto cosa como ésta! ¡A ti, hombre del arte, empresario del teatro y todo, te disgusta oír hablar de las Musas!

 

AMBROSIO.

– Sí, Rita, me disgusta grandemente todo lo que está fuera de su lugar. Precisamente, porque soy el empresario, deseo que no perdamos el tiempo, y comencemos pronto nuestro ensayo; pero tú con tus Talías y Melpómenes...

 

RITA.

– ¡Sí! Melpómenes y Talía, dije, porque poseo la suficiente flexibilidad para sobresalir en la tragedia y en la comedia.

 

AMBROSIO.

– ¡Está bien; pero comencemos, por Dios!

 

RITA.

– Tú no confiesas que poseo esa flexibilidad...

 

AMBROSIO.

– Para hacer lo que te viene al capricho.

 

RITA.

– ¡No! ¡No! Para hacer toda clase de papeles... Porque tengo flexibilidad..., porque soy artista... Una verdadera tragicómica, en toda la extensión de la palabra... por más que ciertas gentes (mira con intención a TERESA) aparenten creer lo contrario.

 

TERESA.

– Yo la tengo a usted por una verdadera artista (se sonríe malignamente); pero mi opinión vale tan poco, que temo estar engañada a este respecto.

 

AMBROSIO.

– Todo ello será; pero vamos a lo que importa... ¡Consueta! Ya vamos a comenzar. (A RITA). Presumo que tu papel...

 

RITA.

– Lo he leído, pero no he tenido tiempo de estudiarlo... Casi me han muerto a visitas, en estos tres últimos días. La tía del Presidente, que es tan amiga mía, el hijo del banquero don Judas, ese barón alemán...

 

AMBROSIO.

– ¿Acabarás, al fin?

 

RITA.

— Si hubiera de recitar la lista de todas las personas que me han visitado esta semana, no terminaría en tres horas... Ya sabes que cultivo relaciones amistosas con las principales familias de Lima. (Viendo a SERAFINA, que habla con RAFAEL). ¡Serafina! ¡Ven acá!, ¿qué haces ahí?

 

SERAFINA.

– Estábamos estudiando nuestros papeles con Rafael, mamá.

 

RITA.

– ¡Sí! Estudiando papeles, ¿eh? Usted, señor don Rafael, ya debe comprender mi manera de ver...

 

RAFAEL.

– ¿Acerca de qué, señora?

 

RITA.

– Acerca de... los papeles que ustedes estaban estudiando ahí... Al buen entendedor pocas palabras.

 

AMBROSIO.

– Pero después de todo, ¿ensayamos o no?

 

RITA.

– Comencemos; pero yo no respondo de mí, pues me has dado ese papel de ama de llaves, que me tiene toda nerviosa.

 

AMBROSIO.

– ¿Quieres hacer el papel de niña?

 

RITA.

— ¿Y por qué no? ¿Te parece a ti que estoy tan vieja para no poder desempeñar el rol

de muchacha enamorada?

 

AMBROSIO.

— ¿Pero no dices que posees tanta flexibilidad?

 

RITA.

— ¿Y quién lo duda? Lo mismo era mi madre, pues, como tú sabes, soy hija de cómicos y he sido esposa de dos cómicos, y mi hija será cómica y mis nietos...

 

AMBROSIO.

Etcétera, etcétera...

 

RITA.

— De manera que puede decirse que he nacido y crecido en el teatro y para el teatro... Soy toda una artista, por las cuatro esquinas... Amo mi arte, y estoy orgullosa de él... Pero querer que yo represente ese papel de ama de llaves...

 

AMBROSIO.

— Te he dado ese papel, a pesar de ser tan ajeno de tu temprana edad, porque, como eres tan flexible...

 

RITA.

— ¡Lo soy! No lo digas con esa sonrisita burlona... Tú me has visto hacer de Elvira, en el Macías... ¿Qué tal? Pues si me vieras hacer el Sargento Federico, dirías: «esta mujer no es la misma». (Arrebata el sombrero de lana que lleva Ambrosio; lo dobla dándole una forma especial, y se lo cala, recitando los siguientes versos, de una manera afectada y pretenciosa). ¡Oye, y verás!

 

«¡No vayáis al bosque, niñas

¡Que hay un lobo muy feroz!

¡Que se come a las doncellas!

¡Las traga de dos en dos!».

 

TERESA.

(A ÁLVARO). En verdad que parece un sargentón.

 

RITA.

— ¡Dime ahora que no tengo flexibilidad!

 

AMBROSIO.

— ¡La tienes, Rita! Eres la mujer más flexible que conozco; pero cede, por San Roque, y conténtate con ese papel que te ha tocado.

AUTOR.

(Desde un palco en que estará colocado con otros dos personajes más). ¡Señor Director! Aquí estoy esperando que comience el ensayo. He venido con dos amigos inteligentes, para ver qué efecto produce la pieza.

 

AMBROSIO.

— Vamos a comenzar, señor... Serafina, ¡salga usted!

 

SERAFINA.

(Sale a la escena y recita):

 

«¡Ay! ¡Infeliz de la que nace hermosa!

¡Ay! ¡Infeliz de la que nace fea!

¡Ay! ¡Infeliz de la que blanca nace!

¡Ay! ¡Infeliz de la que nace negra!

¡Desdichas y desdichas me circundan!

¡Desdichas y desdichas me rodean!

¡La desdicha es mujer! ¡Sí!, ¡la desdicha!

¡La desdicha es el lote de las hembras!» (Llora).

 

AMIGO 1 °.

— ¡Jesús, hombre! Quítale algunas desdichas, pues, de lo contrario, va a ser muy desdichada tu comedia.

 

AUTOR.

— ¡Aguarda, amigo mío! Va a salir el galán.

 

RAFAEL.

— (Recitando):

 

«¡Ah! ¿Por qué lloras, Matilde?

¿Por qué gimes desolada?

¿Por qué la preciosa faz

Mojas con gotas amargas?

¿Por qué...?».

 

RITA.

— ¡Ah! (A AMBROSIO). ¿Entonces persistes en que Rafael haga de galán?

 

AMBROSIO.

— Están así repartidos los papeles, Rita. Déjalos proseguir.

 

RITA.

— ¡Eso sí que no! ¡No me gusta, y no lo permitiré, de ningún modo! Estoy dispuesta a hacer de ama de llaves; pero también es preciso que tú cedas a la razón. Ese papel que le has dado a Rafael puede hacerlo Cosme mucho mejor.

 

AMBROSIO.

(A media voz). Te engañas, Rita. Al pobre Cosme le falta todavía mucho para...

 

RITA.

— ¡Pues, hombre! Tú eres el engañado. Cosme es un verdadero artista, y por eso lo estimo. ¿Piensas tú enseñarme a mí, hija, nieta, esposa, hermana y madre de artistas?

 

AMBROSIO.

— Te faltó decir abuela.

 

RITA.

— ¡Y lo seré! No te dé cuidado; pero no de los hijos de tu protegido Rafael. ¡Lo dicho, dicho! ¡No me agrada que represente con mi hija! Y si persistes en ello, nos separamos al momento de la compañía.

 

AMBROSIO.

— ¡Qué trabajo! ¡Pero si Cosme no ha estudiado ese papel!

 

COSME.

— Aunque no lo he estudiado, puedo ensayarlo... Todo lo hace el buen apuntador.

 

RITA.

— ¡Sí! ¡Sí! ¡Eso es! (A RAFAEL, que todavía ocupa su puesto cerca de SERAFINA). Retírese usted de ahí, porque no es ese el puesto que le corresponde.

 

BRUNA.

(Aparte a RAFAEL). Mira, ingrato, lo que te pasa, por poner tus ojos en gentes que no lo merecen.

 

RAFAEL.

(Aparte a BRUNA). ¡Quite usted allá!

 

BRUNA.– (Aparte). Ella me vengará.

 

AMBROSIO.

– Es decir que, porque no lo quieres para yerno, le niegas el talento que tiene... No, Rita; puedes negarle la mano a tu hija, pero...

 

RITA.

(Exaltada). ¡Se lo niego todo, todo! Porque no merece ni el lauro a que aspira ni la mano que pretende. Yo soy descendiente de artistas, y quiero que mi hija se case con un hombre capaz de conquistar los laureles del arte. Rafael no llena mis deseos. (A RAFAEL). Y así le digo a usted bien claro, ya que el caso se llega: ¡olvide usted ese absurdo amor!

 

SERAFINA.

— ¡Mamá!

 

RITA.

– Calla, y déjame hablar. (A RAFAEL). Usted no será jamás mi yerno.

 

AMBROSIO.

– ¡En lo que ha venido a parar el ensayo!

RAFAEL.

(A RITA, con semblante alelado). ¿Es esta su última palabra, señora?

 

RITA.

— Lo dicho, dicho; ¡yo no vuelvo atrás!

 

AMBROSIO.

– ¡Qué flexibilidad de mujer!

 

RAFAEL.

(Haciéndose loco, hasta terminar la escena). ¡Ja, ja, jaa! (Lanza su sombrero al aire). ¡Viva mi dicha! (Exclamación general. Todos miran asustados a RAFAEL, quien se queda, con los brazos abiertos, mirando hacia el cielo del proscenio).

 

ALVARO.

– ¡Rafael! ¿Qué tienes?

 

RAFAEL.

– ¿Yo? Yo no tengo nada... ¡Soy muy pobre!... ¡Ah! ¡Si yo fuera rico!... (Toma del brazo a ALVARO). ¡Alvaro! ¿Eres tú, amigo mío? A ti te lo puedo decir. (Bajando la voz). Yo tenía antes un amor; ¡pero ahora no tengo nada! ¡Nada! (Se toma la cabeza entre las manos). ¡Nada!

 

AMBROSIO.

— ¡Loco!

 

RAFAEL.

– ¿Quién dice que estoy loco? ¿Es usted, señor don Ambrosio de Quiñones? Pues, amigo, el loco, el verdadero loco es usted, pues cree hacer negocio manteniendo en la compañía a un necio. (Muestra con el dedo a COSME).

 

COSME.

– ¡Oh! (Mostrándole los puños). ¡Cuenta conmigo! Mira que el loco, por la pena es cuerdo.

 

RAFAEL.

– Peor para ti, pues los tontos no serán cuerdos, ni con todas las penas del Infierno.

 

AMBROSIO.

(A ÁLVARO). Ve si puedes llevarlo a su alojamiento para que lo vea un médico.

 

ÁLVARO.

– ¡Rafael! ¡Amigo mío! Vámonos al hotel.

 

RAFAEL.

– Todavía no, Alvaro.

 

ALVARO.

– ¡Vámonos pronto, Rafael! Acompáñame.

 

RAFAEL.

– Te he dicho que no, y ya sabes que yo soy un hombre muy flexible, casi tanto como doña Rita.

 

RITA.

– ¡Atrevido!

 

RAFAEL.

– ¡Perdón, señora, perdón! A una artista, hija, nieta y abuela de artistas, no debía yo atreverme...

 

RITA.

– ¡Ambrosio! ¡Si no sacas de aquí al momento a este loco, me voy!

 

SERAFINA.

– ¡Mamá! Cálmese usted. ¿No ve el estado en que se encuentra?

 

RAFAEL.

– ¿También tú me encuentras loco, Serafina? ¿Y será cuerda una niña que habrá de casarse con un tonto a quien no ama, sólo porque se lo manda su madre? Tú sí que estás fuera de juicio, hija mía... ¡Y tu, pobre Cosme de mi alma! Tú no te volverás loco jamás... ¿Quieres saber por qué? Voy a decírtelo, porque estoy ahora para decir verdades... Graba bien mis palabras en tu memoria, hijo mío, ya que te falta el juicio para discurrir... Te falta el juicio, digo, y sin embargo, no estás loco... Me contradiga y no me contradigo... Porque tú eres uno de esos cuerdos sin juicio, como hay muchos que se creen del todo cuerdos... ¡Engaño sufres, si tal crees, pobre Cosme de mis pecados!... Tú estás en la línea equinoccial... ¿Me entiendes?, mejor para ti... ¿No me entiendes?... Mucho mejor todavía... ¡porque, bienaventurados los que no entienden!... Tú eres la bienaventuranza en dos pies... Si fueras cuerdo o loco, no serías bienaventurado... Por-que la cordura y la locura son como los dos polos contrapuestos, en medio de los cuales está el ecuador de la necedad; y por eso te digo que tú no saldrás nunca de la línea equinoccial, aunque te vayas a las estrellas, o te estrelles donde te vayas. ¡Despabila el seso y oye! Serafina no se casará conmigo, sólo porque su madre así lo ha dicho, y se casará contigo, sólo porque así lo ha dicho su madre. Y como ya es cosa averiguada por todos los astrólogos del mundo, que la bendición del cura no hace olvidar los antiguos amores ni crear amores nuevos, saca tú la consecuencia, si de ello eres capaz, que en cuanto a mí, sólo te daré un consejo, y es el de que vayamos los dos juntos a echarnos de cabeza en el Rímac, yo porque no me casaré con Serafina, y tú porque te casarás con ella.

 

AMBROSIO.

– ¡Y el ensayo se lo llevó Mandinga! (Al AUTOR). Ya ve usted, señor mío, lo que nos ha pasado; ¡y no es culpa mía, si no podemos ensayar ahora!

 

AUTOR.

— Ya lo veo. Lo dejaremos para mañana, señor Director. (A los AMIGOS). ¿Nos vamos?

 

AMIGO 1°.

— No, no; quedémonos, y veamos en lo que para la otra comedia.

 

AMIGO 2°.

— Yo soy del mismo parecer. Miren como doña Rita está en espinas.

 

RITA.

— ¿Y por qué no hemos de ensayar ahora? No hagas caso, Ambrosio, del loco y sigamos. Cosme hará el papel.

 

RAFAEL.

(A ÁLVARO, con el cual estará cerca de los cajones). El sargento Federico cree sin duda haber llegado a general. Mira como manda en jefe.

 

TERESA.

(Aparte a SERAFINA). ¡Pobre Rafael! ¡Tan digno de mejor suerte!

 

SERAFINA.

(Aparte a TERESA). No me digas nada... ¡Tengo el corazón oprimido y quisiera llorar!

RAFAEL.

(A ÁLVARO). ¡Oye, amigo mío! Uno de estos cajones me servirá de ataúd.

 

RITA.

(A SERAFINA). ¡Vamos, niña! A tu puesto... Déjate de sentimentalismos y comienza de nuevo con Cosme.

 

SERAFINA.

— ¡Pero, mamá! ¿No podríamos dejarlo para mañana?

 

RITA.

— ¡No! ¡No! ¡Ahora ha de ser!

 

(SERAFINA marcha hacia el centro del proscenio, con paso tardo, sin des-pegar los ojos de RAFAEL, mientras éste como ensimismado en sus pensamientos, recita con dolorida voz los versos que siguen).

 

RAFAEL.

—«Y bate, pues tanto en la muerte mía.

¿Fementida hermosa, más que hermosa ingrata?

¿Así más rendido amador se trata?

¿Cupo en tal belleza tal alevosía?

¿Qué se hizo tu amor? Fue todo falsía.

¡Cielos! Y permites una falsedad.

¿Qué semeja tanto la propia verdad?

¡Ay, lloren mis ojos, lloren noche y día!».

 

BRUNA.

(Aparte). ¡Oh! ¡Cuánto la amaba!

 

ALVARO.

— ¡Vámonos, amigo mío!

RAFAEL.

— ¡Sí! Vámonos de aquí. (Hace que se va, vuelve). Oye, Cosme: te repito que nos vayamos a lanzar a las aguas del Rímac. Es un río histórico, que lleva el mismo nombre que el célebre profeta anterior a Manco Cápac. Mañana saldrá nuestra brillante acción referida en todos los periódicos de Lima. Adquiriremos gloriosa fama, y los siglos venideros pronunciarán nuestros nombres con respeto. Sí, Cosme, he aquí la única manera de inmortalizarte, pues lo que es por el teatro, no creas que adquirirás renombre... ¿No me acompañas? Pues entonces te encargo que pronuncies el discurso fúnebre, al borde de mi tumba. (A SERAFINA).

 

«Volverán del amor a tus oídos

Las palabras ardientes a sonar:

Tu corazón, de su profundo sueño

Tal vez despertará.

Pero mudo, y absorto, y de rodillas,

Como se adora a Dios en el altar,

Como yo te he querido... desengáñate,

¡Así no te querrán!».

 

(Hace que se va, y vuelve). Dime, Álvaro, ¿es Serafina esa mujer?

 

ALVARO.

— ¡Sí, amigo mío! Es Serafina.

 

RAFAEL.

(Bajando la voz). No lo creas. Cuando una mujer cambia de amor, ya no es la misma que antes era... Creo que es de noche, y sin embargo, aquí en mi cabeza siento el ardor del sol... Pero no... es de noche. Es la hora a propósito para echarse al río. (Hace que se va y vuelve). Se me olvidaba despedirme de mi general... quiero decir de mi sargento. ¡Señor sargento Federico! Adiós. Voy a morir; pero antes quiero dar a usted las gracias por el inmenso beneficio que me ha hecho, librándome de una suegra-sargento.

 

RITA.

— ¡Insolente!

 

RAFAEL.

— Sí, señora... Voy a morir porque pierdo a Serafina; pero moriré con gusto porque así la pierdo a usted... ¡Viva mi dicha! (Da un salto).

 

RITA.

(Muy irritada, arrebata el bastón a AMBROSIO y acomete contra RAFAEL). Si no sales de aquí al momento... (La detienen AMBROSIO, SERAFINA y TERESA, mientras ÁLVARO toma del brazo a RAFAEL y trata de llevárselo).

 

AMBROSIO.

— ¡Rita! ¡Qué vas a hacer!

 

SERAFINA.

— ¡Mamá, por Dios! ¡Cálmese usted!

 

RITA.

— ¡No sé lo que me pasa! ¡Lo arañaría con mis uñas!

 

RAFAEL.

— ¡Mira, Cosme! Dice que me arañaría... y esto que no es mi suegra... Considera, hijo, lo que será capaz de hacer con su yerno.¡No eches en saco roto todo lo que te digo! (Se encamina hacia la puerta, conducido por ÁLVARO).

 

BRUNA.

— Yo los acompañaré, Álvaro. (Trata de seguirlos).

 

RAFAEL.

— ¡No, no Brunita! No me siga usted, porque soy un hombre que cuida mucho de su honestidad.

 

(Vanse RAFAEL y ÁLVARO).

 

 

ESCENA V

 

Dichos, menos RAFAEL y ÁLVARO

 

RITA.

— ¡Gracias a Dios! Ya se fue... Ahora sí que podemos proseguir el ensayo.

 

AMBROSIO.

— Hagamos algo siquiera. (Saca el reloj). Nos queda todavía una hora y cuarto. Cosme suplirá a Rafael.

 

RITA.

— ¡Serafina! ¡A tu puesto!

 

SERAFINA.

(Sale y comienza a recitar con voz desmayada).

 

«¡Ay! ¡Infeliz de la que nace hermosa!

¡Ay! ¡Infeliz de la que nace fea!».

 

RITA.

(A SERAFINA). ¡Más fuego, niña! ¡Más fuego! ¡No pareces hija mía!

 

SERAFINA.

(Con lacrimoso tono). ¡Pero si no puedo, mamá!

 

RITA.

— ¡Vaya! Cualquiera diría que este accidente te ha afectado hasta el punto de impedirte recitar tu papel. Pues bien, yo desempeñaré ese rol. Tú harás de ama de llaves.

 

AMBROSIO.

— ¡Rita! ¡Eso es imposible!

 

RITA.

— ¿Y por qué ha de ser imposible? Pues voy a probarte que soy capaz de hacer el papel de muchacha tiernamente enamorada. (Corre hacia el centro del proscenio). Yo no he leído ese papel... ¡Consueta! ¡Hable usted claro y recio! Y tú Serafina, fíjate bien en todos mis movimientos... (El consueta apunta en alta voz y RITA recita con gestos y movimientos exagerados). ¿Ves, niña? Así es como se expresa el sentimiento... ¿No te decía, Ambrosio, que yo era capaz de todo?

 

AMBROSIO.

— ¡Ya lo creo!

 

RITA.

— ¡Ahora te toca a ti, Cosme! (A tiempo de querer recitar COSME, aparece ALVARO).

 

 

ESCENA VI

 

RITA, SERAFINA, TERESA, BRUNA, AMBROSIO, COSME, ÁLVARO

 

ÁLVARO.

(Asustado). ¿Y Rafael?

 

AMBROSIO.

— Pero ¿no salió contigo? ¿Qué ha sucedido?

 

ALVARO.

— Pregunto si Rafael ha venido aquí, en este momento.

 

TERESA.

— ¡Oh! ¡Qué presentimientos!

 

AMBROSIO.

— No ha venido.

 

ALVARO.

— ¡Entonces hay que temer una gran desgracia!

 

SERAFINA.

— ¡Por Dios! ¡Habla! ¿Qué ha sido de él?

 

ALVARO.

— Vamos a buscarlo. No hay que perder tiempo.

 

AMBROSIO.

— Pero di, hombre, qué es lo que ha sucedido.

 

ALVARO.

(Muy agitado). ¡Vamos, pronto! Debe estar en el fondo del teatro... Al salir de aquí parecía ir tranquilo... En la puerta del pasillo quedóse atrás, y yo pasé adelante. Él entonces cerró prontamente la puerta, y echó el pestillo por dentro, diciéndome con una calma terrible: «¡Adiós, Álvaro! ¡Hasta el valle de Josafat! Me voy a subir a las vigas del proscenio para dejarme caer... Quiero morir a vista de la in-grata Serafina»... Tuve que forzar la puerta...

 

SERAFINA.

— ¡Gran Dios! ¡Mamá! ¡Álvaro! Vamos a ver si...

 

TERESA.

— Mi corazón me anunciaba una desgracia.

 

AMBROSIO.

— Iremos a buscarlo con Álvaro. Quédense los demás aquí.

 

COSME.

— Muy bien. No me gusta habérmelas con un loco.

 

RITA.

— Bien pensado.

 

SERAFINA.

(Aparte y mirando de reojo a COSME). Qué diferencia entre uno y otro.

 

(Al salir AMBROSIO y ÁLVARO, se deja oír en el fondo del proscenio un recio golpe seguido de quejidos lastimeros. ÁLVARO y AMBROSIO corren hacia el fondo. COSME los sigue paso a paso).

 

 

ESCENA VII

 

Dichos, menos AMBROSIO, COSME y ÁLVARO

 

ÁLVARO.

(Afuera). ¡Es él! ¡Pobre amigo mío!

 

(Todos los personajes, menos SERAFINA, se agrupan en el fondo de la escena. SERAFINA se aparta hacia la derecha, y allí cae de rodillas, sir-viéndole un sillón de reclinatorio).

 

BRUNA.

— ¡Se mató, por Dios!

 

RITA.

— Está vivo, pues se queja.

 

SERAFINA.

— ¡Dios mío! ¡Conserva su vida, o mátame!

 

RITA.

(Viendo a SERAFINA). ¿Qué es eso, niña? ¿A qué tantos extremos? Si Cosme te viera así, creería que...

 

SERAFINA.

— ¡Mamá! ¡No me hable de Cosme!... ¡Lo aborrezco!

 

BRUNA.

(Toma en sus brazos un gato que entra corriendo). ¡Mi gatito! ¡Pobrecito de mi alma! ¡Qué asustado viene! ¡Cómo le salta el corazoncito! ¡No parece sino que él también sintiera esta desgracia! (Lo besa cariñosamente).

 

 

ESCENA VIII

 

RITA, SERAFINA, BRUNA, TERESA, COSME, AMBROSIO.

(Estos últimos traen en brazos a RAFAEL)

 

SERAFINA.

— ¡Rafael! ¿Qué has hecho?... Déjeme, mamá..., quiero ver... quiero saber en dónde está herido...

 

AMBROSIO.

— Parece que es sólo una pierna la quebrada.

 

BRUNA.

— ¡Cojo para siempre!

 

RAFAEL.

— ¡Ay, ay! ¡No me toque la pierna, don Ambrosio!

 

SERAFINA.

(En tono de reproche). ¿Y has querido matarte, sabiendo que no eras tú solo quien había de morir?

 

RAFAEL.

— Gracias, Serafina... ¡Ay!, gracias por el interés que demuestras... Pero ya es tarde porque ahora no me pertenezco a mí mismo.

 

RITA.

(A media voz). Alguna nueva locura es esta.

 

RAFAEL.

— ¿Y Álvaro? ¿En dónde está? ¡Ah!. ya me acuerdo... quedó afuera, cuando eché el pestillo.

 

AMBROSIO.

— Tranquilízate... Álvaro ha ido a buscar un médico.

 

RAFAEL.

— Sin duda que yo debía estar loco cuando formé la resolución de matarme... Me acuerdo, aunque confusamente, de todo lo que me acaba de pasar... Tal vez he dicho cosas que... ¡Perdónenme ustedes!

 

AMBROSIO.

— No te acuerdes de eso, Rafael... ¿Sientes mejor tu cabeza?

 

RAFAEL.

— Sí, señor. La misericordia de Dios me ha librado... Apenas me acuerdo de esos momentos en que me vino la idea de subirme a las vigas del techo, como lo hice por la escala de cuerdas... Fue aquella una idea irresistible, y no parece sino que el demonio me hubiese dado fuerza.

 

SERAFINA.

— (Aparte). ¡No está loco!

 

RAFAEL.

— ¡Ah! ¡No podía soportar la vida!

 

BRUNA.

— (Aparte). ¡Cuánto la ama!

 

RAFAEL.

— Pero al venir de arriba, como volando por los aires, se me despejó la cabeza... Vínome la perdida razón, y comprendí vivamente la enormidad de mi crimen. ¡Aquellos cortos instantes fueron para mí como años de vida, pues que pude reflexionar tanto! Entonces formé una resolución irrevocable: hice voto de consagrarme a la Iglesia, si libraba de la muerte.

 

SERAFINA.

— ¡Dios mío! (Llora).

 

RAFAEL.

— Así es la verdad, Serafina, y por eso te decía: ¡ya es tarde!, pues ya no me pertenezco a mí mismo... No llores, porque Dios lo ha querido así... ¡Ay, ay!... ¡A qué horas vendrá el médico!... Tengo en la herida unas astillas de hueso que me hacen sufrir mucho..., quisiera sacarlas...

 

AMBROSIO.

— ¡No hagas tal! El médico llegará pronto.

 

RAFAEL.

— Pues entonces esperemos y que se cumpla la voluntad de Dios... Ahora ruego a ustedes que me perdonen el mal ejemplo que les he dado, y las palabras descompuestas que tal vez he pronunciado, en mi locura... Doña Rita, ¿me perdona usted?

 

RITA.

— Estás perdonado: tranquilízate.

 

RAFAEL.

— Cosme, dame tu mano. (Cosme alarga al mano y RAFAEL le sacude amistosamente). ¡Ahora estoy contento!

 

BRUNA.

(Aparte). ¡Y de mí no se acuerda el ingrato!

 

 

ESCENA IX

 

Dichos, ÁLVARO (Viene cojeando, apoyado en un grueso bastón, y

disfrazando con anteojos verdes, patillas rojas, larga melena que

le cae sobre los hombros, etc.)

 

ÁLVARO.

(En la entrada de la izquierda, simulando hablar con alguien que está fuera de escena). Ya llegamos. Ahora váyase usted a la botica y tráigame las medicinas de que he hablado.

 

AMBROSIO.

— Ya está aquí el médico.

 

ÁLVARO.

(Entrando). Soy el médico; y el joven que me ha llamado ha ido a la botica. (Saluda). Mientras tanto, examinaremos al paciente... Pero ante todo, ¿qué significan tantas luces?

 

AMBROSIO.

— Estamos en el ensayo de una comedia...

 

ÁLVARO.

– Esas luces hacen daño... Que se apaguen al momento.

 

RITA.

– ¡Apagar las luces! ¿Qué clase de médico es este?

 

ÁLVARO.

– Se me ha dicho que se trata de una pierna quebrada.

 

RITA.

– ¡Así es! Ahí está el enfermo.

 

ÁLVARO.

- ¡Pues bien! Entre las rupturas, quebraduras, descomposturas, dislocaciones y luxaciones de los huesos pérnicos y los centelleantes reflejos de la luz artificial, existe cierta simpatía atómica y vibratoria, que produce siempre un extraño desequilibrio tanto más fatal, cuanto que... Permítanme quedarme con mi sombrero, pues vengo agitado...

 

AMBROSIO.

– Está usted en su casa, señor doctor. (Manda apagar las luces).

 

ÁLVARO.

–¡Muy bien! Que sólo queden dos o tres luces... Ahora veamos la herida. (Se acerca al grupo).

 

RITA.

– Pues, señor, yo no comprendo cómo es que para ver esta herida, se haya de apagar las luces.

 

ALVARO.

(Con tono hueco). ¡Ah, señora! Si sólo si hiciera aquello que los profanos comprenden, ¿a qué quedaría reducida la práctica de la divina ciencia de Hipócrates?

 

RITA.

– Pero yo quisiera saber cómo es que la luz...

 

ALVARO.

– ¡Señora! ¡No pretenda usted entrar en los arcanos de la ciencia!

 

RITA.

– Sin embargo...

 

AMBROSIO.

– ¡Qué mujer tan... flexible! Venga a ver, señor doctor.

 

RITA.

– Es que yo decía eso, porque también se ocurre que...

 

ALVARO.

(Volviéndose con viveza hacia RITA). ¿Es usted comedianta, señora?

 

RITA.

– Para servir a usted; y me enorgullezco de mi arte. Soy hija, esposa y madre de artistas.

 

ALVARO.

– Pues yo también soy médico, hijo y padre de médicos, y me enorgullezco de mi profesión. Cuando tratemos de comedias, hablará usted, y callaré yo; pero tratándose de medicina, es fuerza que yo hable, y que usted calle. ¿Cuál es la pierna quebrada?

 

RAFAEL.

– La derecha, señor, cerca del tobillo...

 

ALVARO.

(Examina a tientas la pierna, mientras Ambrosio va a buscar una luz para alumbrar). ¡Nada de luz, señor mío! Retire usted su vela... Ya he dicho que la titilación luminosa produciría fiebre... No se trata por ahora, de curar, sino de examinar la herida por encima... Veamos el pulso. (Toma con una mano el pulso, mientras con la otra saca del bolsillo una caja de rapé). El pulso ha comenzado a alterarse. (Toma un polvo, y se queda con la caja abierta, en las manos, como reflexionando profundamente).

 

RITA.

(Mete los dedos en la caja para sacar una narigada). ¡Con su permiso, doctor!... ¡Ah! ¡No hay nada!

 

ALVARO.

(Cierra y guarda vivamente la caja). En efecto, está vacía, señora, y yo, preocupado de mi deber, había creído que... ¡Pero tiene uno tantas cosas en qué pensar! (Vuelve a examinar la pierna). Las astillas de los huesos quebrados han roto los pantalones...

 

RAFAEL.

– ¡Ay! ¡Eso es lo que me hace sufrir!

 

ALVARO.

– ¡Valor, señor mío! ¡Valor! Sólo será el dolor de un momento. (Aparenta sacar un trozo de hueso ensangrentado, que cae al suelo). ¡Ya está!

 

RAFAEL.

– ¡Ay! ¡Por Dios!

 

SERAFINA.

– ¡Ah! Tengo el corazón oprimido.

 

AMBROSIO.

(Cogiendo el hueso). Parece sea un pedazo de canilla.

 

ALVARO.

– Era el que causaba el mayor dolor, y por eso lo he arrancado (A RAFAEL). ¿Cómo se siente ahora?

 

RAFAEL.

– El dolor ha disminuido, señor.

 

ALVARO.

– Ya lo creo, y ahora es menester conducirlo a usted a su cama, en donde debe hacerse la curación formal. Yo mismo lo llevaré en mi coche. Mientras tanto, alguien se quedará aquí esperando a ese joven, que aún no llega, para que lleven las medicinas al alojamiento de usted.

 

RAFAEL.

– Agradezco a usted sus bondades, señor doctor, y me atrevo a rogarle...

 

ALVARO.

– Hable usted con confianza, amigo mío. Su desgracia me conmueve profundamente, pues ya sé por su amigo todas las circunstancias... ¿Quiere que lo lleve a mi casa? Allí lo curaré...

 

SERAFINA.

(Aparte). ¡Qué hombre tan bueno!

 

RAFAEL.

– ¡Mil gracias, señor! Sólo le pido a usted el favor de que me lleve al convento de San Francisco.

 

ALVARO.

– ¿Para qué?

 

RAFAEL.

– He hecho un voto, señor doctor... Después lo impondré de todo. En el convento de San Francisco, tengo un primo que me quiere mucho; y sé que, a cualquiera hora que allí llegue, seré bien recibido.

 

ÁLVARO.

- Está bien. Lo llevaré al convento. Vamos pronto. (A AMBROSIO). No hay más que sentarlo en el coche. (AMBROSIO y COSME Colocan a RAFAEL en una silla y lo sacan de la escena, seguidos de ALVARO).

 

 

ESCENA X

 

RITA, SERAFINA, TERESA, BRUNA

 

TERESA.

— ¡Pobre Rafael!

 

SERAFINA.

— ¡Mamá! ¡Vámonos pronto de aquí! (Aparte a TERESA). ¡Tengo ganas de llorar!

 

RITA.

(Al AUTOR). Ya ve usted, señor mío, que si no hemos podido ensayar ahora, no ha sido por culpa nuestra. Veremos si mañana somos más felices.

 

AUTOR.

— ¡Pues, señora, hasta mañana!

 

AMIGO 1°.

— Y paciencia.

 

AMIGO 2°.

— ¡Pues hombre! A mí me va gustando la comedia.

 

RITA.

(Mientras los demás se disponen a salir arreglándose sus trajes). ¡Perico! ¡Baja el telón, y dile a Manuel que apague las luces y eche llave a la puerta! (canse).

 

 

ACTO SEGUNDO

 

ESCENA I

 

AMBROSIO, TERESA, BRUNA

 

AMBROSIO.

— Ya ven ustedes, reinas mías, cómo yo soy siempre el inglés, pues que llego a la hora justa.

 

TERESA.

— De nosotras no tendrá usted hoy que quejarse, pues hemos llegado dos minutos antes.

 

AMBROSIO.

— ¡Así es! Pero esta doña Rita, que jamás llega a tiempo. ¡Si nos pasará ahora lo de anoche!

 

TERESA.

— Eso no puede ser... ¿Y han sabido de Rafael?

 

AMBROSIO.

— No he tenido tiempo de ir a verlo.

 

BRUNA.

— Yo fui esta tarde al convento; pero no me permitieron hablar con Rafael, ni aun me dieron noticias de él.

 

ESCENA II

 

Dichos, ÁLVARO

 

ÁLVARO.

— Es que el lego portero tenía orden de no dar noticias a nadie acerca de nuestro amigo.

 

AMBROSIO.

— ¿Lo has visto hoy?

 

ÁLVARO.

— Sí, señor. He estado con Rafael más de tres horas; y les aseguro a ustedes que, después de hablar con él, me han venido deseos de meterme a fraile.

 

TERESA.

(Riendo). ¿De veras, Álvaro?

 

ÁLVARO.

— De veras... ¡No se ría usted, Teresa! Yo no puedo explicarme aquel prodigio.

 

TERESA.

— ¿Qué prodigio?

 

ÁLVARO.

— Una especie de milagro, pues he visto por mis propios ojos que Rafael ha sanado de repente.

 

AMBROSIO.

— ¡Imposible! Yo mismo he tomado en mis manos el pedazo de hueso.

 

ÁLVARO.

— Pero yo acabo de ver andar a Rafael, como si nada le hubiera sucedido. Aquello es portentoso. Rafael cree que cierta santa lo ha sanado milagrosamente; y a la vedad que yo también me inclino a creer lo mismo.

 

BRUNA.

— ¿Siempre persiste en su determinación?

 

ÁLVARO.

— Cada rato se afirma más en ella. ¡Si ustedes hubieran visto lo mucho que hizo por persuadirme a que yo tomase el hábito!

 

AMBROSIO.

— ¡Pobre joven! Mucho temo que este sea un nuevo giro que ha tomado su locura.

 

ÁLVARO.

— Así también lo cree doña Rita, según me lo dijo no ha mucho rato.

 

AMBROSIO.

— ¿Lo piensa así la Rita? Pues yo entonces creo lo contrario; y ahora me parece que la vocación de Rafael es verdaderamente milagrosa. ¡Será de ver un fraile que ha sido cómico! Pero volviendo a otra cosa, creo que ahora podemos hacer nuestro ensayo; y lo que siento es que la tal doña Rita nos haga esperar tanto. ¿La has visto esta tarde?

 

ÁLVARO.

— He comido en su casa y la he dejado en los postres: por manera que tendrá que demorar algo todavía, mayormente ahora que, según creo, ha cambiado de rumbo, pues de lo que menos parece ya acordarse es del arte de Melpómene y Talía.

 

AMBROSIO.

— ¿Cómo así?

 

ÁLVARO.

— Está loca con su Míster Choso, o su gringo, como ella dice.

 

TERESA.

— ¿Qué gringo es ése?

 

BRUNA.

— ¡Cuéntanos, Álvaro!

 

ÁLVARO.

— Es un tal Míster Johnson, conde de no sé dónde, personaje muy rico, que, según él dice, viaja por placer.

 

TERESA.

— ¿Y cómo se ha amistado la Ritona con el gringo?

ÁLVARO.

— Hoy le fue presentado por el barón alemán, que no parece sino que se hubiese convertido en odre o barril para guardar cerveza. El tal Míster Johnson no le va en zaga, con la diferencia de que, en vez de cerveza, es barril de coñac. Doña Rita estaba loca de gusto, haciendo los honores de la mesa.

 

TERESA.

— ¿Es decir que hoy han comido los dos en casa de la Ritona?

 

AMBROSIO.

— ¿Y qué? ¿No lo había dicho antes? Han comido los dos, o mejor dicho, se han emborrachado hoy los dos en casa de doña Rita.

 

BRUNA.

— ¿Y Serafina?

 

ÁLVARO.

— Parecía un poco triste; pero se dejaba hacer la rueda por el míster: por manera que el pobre Cosme, si es prudente, debe tocar retirada.

 

TERESA.

— ¿Conque la Ritona aprueba las pretensiones del gringo?

 

ÁLVARO.

— ¡Vaya si las aprueba! Ella es la que viene riendo, según creo.

 

AMBROSIO.

— ¡Sí! Ella misma. ¡Gracias a Dios!

 

 

ESCENA III

 

AMBROSIO, ÁLVARO, TERESA, BRUNA, RITA, SERAFINA, COSME

 

RITA.

(En la puerta de entrada). ¡Ja, ja, jaa! ¡Me he reído ahora a mi gusto! (Sentándose). Necesito sentarme... ¡Ja, ja, ja, jaa!, porque estoy cansada de reírme.

 

AMBROSIO.

— ¿Y de dónde proviene tanta risa?

 

RITA.

— De mi gringo, Ambrosio; ¡de míster Choso! Es el hombre más divertido del mundo, y dice unas cosas tan graciosas, con aquella media lengua que tiene, que es para morirse de risa. No pronuncia palabra a derechas, y esto es lo que más me gusta. Luego lo conocerás, porque me dijo que deseaba venir a presenciar el ensayo. Es loco por el arte de Melpómene y de Talía; y esto basta para que yo lo estime. Figúrate, Ambrosio, un conde que viaja por placer con dos haciendas en Inglaterra, y tres palacios en Londres, y acciones en los bancos, y en los ferrocarriles..., en una palabra, podrido en plata, como dicen. El barón alemán me lo ha contado todo... ¡Ja, ja, ja!

 

AMBROSIO.

— ¿De manera que ya piensas en hacerlo tu yerno?

 

RITA.

— ¿Y por qué no habría de suceder? Me ha dicho que en todos sus largos viajes, no ha encontrado (baja la voz), sí, no ha visto figura más simpática que la de Serafina. Hoy ha comido en casa, y al levantamos de la mesa, puso a mi disposición su coche con sus lacayos y todo, diciéndome que él tenía que hacer una diligencia antes de venir. ¡Qué coche tan suave! Me ha prometido enviarlo todas las tardes a casa, para que yo salga a pasear con Serafina.

 

AMBROSIO.

(Con socarronería). Y Cosme, ¿qué dice de todo esto?

 

COSME.

— Lo que yo digo es que el tal gringo y el barón alemán se entienden de lo lindo, y que no es posible decir cuál de los dos es más borracho.

 

RITA.

— ¡Que lo sean! Tienen con qué hacerlo; y peor para los que no pueden beber más que agua clara. Lo cierto es que hasta en el modo de beber se les conoce la clase elevada a que pertenecen, pues saben emborracharse a lo grande, como personas de alta categoría.

 

AMBROSIO.

— ¡Muy bien! Dejemos que los ingleses se emborrachen a lo grande, y vamos a lo que nos importa. Ya estamos todos, y podemos comenzar nuestro ensayo.

 

RITA.

— ¡Comencemos! ¡Serafina, a tu puesto!

 

SERAFINA.

—  (Recitando):

«¡Ay, infeliz de la que nace hermosa!

¡Ay, infeliz de la que nace...!».

 

 

ESCENA IV

 

Dichos, RAFAEL. (Vestido de fraile franciscano).

 

RAFAEL.

— Todos los nacidos somos infelices. Deo gratias!

 

AMBROSIO.

— ¡Nueva interrupción tenemos!

 

RITA.

— ¿Qué es esto? ¿Frailes aquí?

 

RAFAEL.

— ¡La paz sea con vosotros, amigos míos!

 

SERAFINA.

— ¡Rafael!

 

RITA.

— ¿Conque es verdad que has tomado el hábito?

 

RAFAEL.

— Sí, señora. No podía hacer otra cosa, después del prodigio obrado en mí mismo.

 

AMBROSIO.

— ¿Y la quebradura de pierna?

 

RAFAEL.

— Aquí está el prodigio, señor; y para esto he venido yo mismo a relatarles este portentoso milagro... ¡Ojalá este ejemplo vivo que ustedes ven en mí les haga abrir los ojos del espíritu, y convertirse al camino de la salvación eternal... Ruégoles que me escuchen atentos. Cuando el doctor me examinó la herida, allá en el convento, fue de parecer que yo no podría andar sino después de cuatro o cinco semanas. Hízome la primera curación, y me dejó. Mi primo me había hecho dar una celda que está pared por medio con la de un siervo de Dios, un lego del convento, llamado fray Andrés, ferviente devoto de Santa Rosa de Lima. El lego me visitó en seguida; y, después de hablarme largamente sobre los milagros de la Santa, me dijo que tuviese fe en que ella me sanaría, sin necesidad de otra medicina que acogerme a su devoción, y de afirmarme en mis propósitos de tomar el hábito de San Francisco al día siguiente. Luego se fue el lego a su celda, y volvió con la imagen de la milagrosa Santa, que colocó a mi cabecera. Media hora después, yo podía mover la pierna, sin gran dolor.

 

ALVARO.

— ¡Milagro patente!

 

RITA.

— Lo estoy viendo, y no lo creo.

 

RAFAEL.

— Es preciso creer, señora; y para que ustedes crean, he venido a mostrarles y a relatarles este prodigio. Me quedé dormido, con la firme resolución de tomar el hábito; ¡y cuando desperté me encontré sano! (Hacen todos diversos gestos de admiración, mirándose unos a otros). Sólo me ha quedado una pequeña hinchazón en la pierna; pero esto es nada, porque puedo andar... Traiga su mano, don Ambrosio. (Toma la mano de AMBROSIO y la coloca sobre la lesión). Toque usted... Apriete fuerte... Ya ven que no me duele.

 

AMBROSIO.

— El hueso está soldado; y sólo queda una especie de hinchazón dura...

 

ÁLVARO.

— ¡Y esto, después de haberle sacado anoche el médico las astillas del hueso!

 

BRUNA.

— ¡Yo misma lo vi!

 

TERESA.

— ¡Y yo!

 

RAFAEL.

— ¡Pues bien! Ahora que ustedes han palpado el prodigio, les ruego que reflexionen sobre las miserias de la vida humana, para que dejen el mundo, y se acojan al seguro puerto de la salvación... Contigo, querido Álvaro, contigo hablo especialmente. ¿Quieres tomar el santo hábito?

 

ÁLVARO.

— ¿Yo? Yo no tengo vocación, Rafael.

 

SERAFINA.

(A RAFAEL). ¡Pero tú no has pronunciado aún tus votos!

 

RAFAEL.

— ¡Es como si ya los hubiese pronunciado, Serafina! Ya no me pertenezco a mí mismo.

 

SERAFINA.

— ¡Ah! Pues yo también quiero entrar...

 

RITA.

— ¿En un convento? ¿Estás loca? ¿Había yo de permitir que abondonases tu nobilísimo arte?

 

RAFAEL.

— Déjela usted, señora, seguir los nobles impulsos de su corazón; y ojalá usted misma abandonase también el teatro, en donde el demonio hace su cosecha.

 

RITA.

— ¡Ni pensarlo! Soy cómica, y quiero vivir y morir cómica.

 

AMBROSIO.

— ¡Es decir, Rafael, que no contento con dejar tú la compañía tratas de quitarme a los demás!

 

RAFAEL.

— No es mi intención hacerle a usted mal alguno, señor don Ambrosio... He hablado así, porque deseo el bien y la salvación de ustedes, pues los amo a todos, en Jesucristo... Ahora me retiro; pero les repito que reflexionen sobre las miserias de esta vida. Adiós, por la última vez. (Da la mano a todos). Serafina, obedece a tu madre; no le des disgusto, eligiendo un estado contrario de su parecer. Tú no necesitas entrar en un convento para ser un ángel. Yo te prometo rogar a Dios por tu felicidad hasta el último momento de mi vida.

 

ÁLVARO.

— ¡Rafael, amigo mío! ¡Me voy contigo!

 

RAFAEL.

— ¿Y tomarás el hábito?

 

 ÁLVARO.

— ¡Sí, Sí! (Se abrazan).

 

AMBROSIO.

— ¡También tú, Álvaro! (RAFAEL se encamina a la puerta seguido de ÁLVARO). ¡Pues, estamos frescos! ¿Y cómo diablos ensayaremos ahora? ¡Álvaro!

 

RITA.

— ¡Vuelve, Álvaro! (Todos se agrupan cerca de la salida, menos Serafina, que, apartándose hacia el lado opuesto, se acerca a una lámpara y lee rápidamente un papel que Rafael le ha entregado al despedirse de ella).

 

ÁLVARO.— (Vuelve la cara hacia el grupo, y dice a media voz). No crean que tengo tal intención; pero he querido contentar a mi pobre amigo. En cinco minutos más estoy de vuelta. (Vase).

 

 

ESCENA V

 

AMBROSIO, RITA, SERAFINA, BRUNA, TERESA, COSME

 

AMBROSIO.

– Siendo así, esperemos.

 

SERAFINA.

(Guardando el papel). ¡Gracias a Dios! Todo es farsa.

 

AUTOR.

— ¡Adiós ensayo otra vez! ¡Yo estoy frito, señor director!

 

AMBROSIO.

— Estamos esperando a un actor para comenzar. Pronto ha de venir, señor. Tenemos tiempo.

 

AMIGO 1°.

(Al AUTOR). ¡Ten paciencia, hombre! Veamos en lo que va a parar esta comedia.

 

AMIGO 2°.

— Yo creo que Álvaro está también en el secreto.

 

RITA.

— ¡No sé qué pensar de todo esto! Yo nunca he creído en milagros.

 

AMBROSIO.

– En cuanto a mí, digo que estoy alelado. Yo mismo tuve en mis manos aquel pedazo de canilla, y ahora he tocado la pierna sana.

 

COSME.

— Yo también la toqué, y apreté fuerte.

 

BRUNA.

— Parece cuento de encanto.

 

TERESA.

— Y tú, Serafina, ¿qué piensas?

 

SERAFINA.

— ¿Yo? Yo creo ser feliz con los ruegos de Rafael.

 

RITA.

— Acuérdate del encargo que te hizo, de darme gusto en todo.

 

SERAFINA.

— ¡Lo cumpliré, mamá!

 

RITA.

— Siempre ha sido este Rafael un buen muchacho. Sólo que no le daba el naipe para la comedia, y ha hecho bien en tomar el hábito.

 

AMIGO 1°.

(En voz baja). ¡Pobre doña Rita, qué engañada está!

 

AMIGO 2°.

— ¡Ya llega Álvaro!

 

 

ESCENA VI

 

Dichos, ÁLVARO

 

AMBROSIO.

— ¡Ya está aquí Álvaro! Al ensayo ahora. ¡Vamos, consueta!

 

ÁLVARO.

— ¡Sí! Comencemos de una vez. Para que no nos importunen, le he echado la aldaba a la puerta del pasillo: por manera que el gringo no podrá entrar.

 

RITA.

— ¿Qué dices?

 

ÁLVARO.

— Cuando me despedía de Rafael, en la puerta, prometiendo que luego estaría con él en el convento, vi venir al tal Míster Johnson.

 

RITA.

— ¿Y has echado la aldaba?

 

ÁLVARO.

— Sí, señora; porque de otro modo nos va a interrumpir el gringo.

 

COSME.

— ¡Bien hecho!

 

RITA.

(Enojada). ¡Tú no sabes lo que dices, Cosme! Es menester ir a abrirle la puerta, pues yo le he prometido a Choso darle aquí lugar para que presencie el ensayo.

 

ÁLVARO.

— ¡Pero, señora!, ¡el gringo viene como una cuba de vino!

 

RITA.

— ¡Y qué importa! Para eso es inglés, y tiene con qué comprarlo.

 

AMBROSIO.

— ¡Déjanos en paz con tu gringo, Rita, y comencemos, por fin, este desgraciado ensayo!

 

RITA.

— No he de dejarlo ahí fuera, como a cualquier gringo borracho, de los que andan por esas calles. No, Ambrosio, porque es un conde... y rico, por añadidura.

 

AMBROSIO.

— A la añadidura me atengo; que, en cuanto al título...

 

RITA.

— También vale el título. Voy a abrirle y a conducirlo aquí yo misma. (Hace que se va y vuelve). ¡Figúrate que es loco por el arte! Y desea oír recitar a Serafina. (Se dejan oír golpes en la puerta). ¡Él es! ¡Voy corriendo! Pero ¿no será mal visto que yo vaya en persona? ¡Ve tú, Cosme!

 

COSME.

— ¿Yo, señora? No iré, porque me carga ese borrachonazo.

 

RITA.

— Borrachonazo que vale más que tú, ¿entiendes? (Nuevos golpes).

 

COSME.

— Sí, entiendo... Y buena pro le haga a usted.

 

TERESA.

(Aparte). ¡Ya cayó el pobre Cosme! (Se oye el ruido como de una chapa que salta).

 

AMBROSIO.

— ¡Apuesto a que ha echado la puerta abajo! (Tomando su sombrero y encaminándose hacia la salida, con aire amenazador). ¡Me la va a pagar el señor gringo!

 

RITA.

— ¡Qué vas a hacer, Ambrosio! ¡Mira que es un conde!

 

COSME.

— Yo le ayudaré, don Ambrosio, a acomodarle la persona al señor conde.

 

RITA.

(Toma a COSME de un brazo). ¡Mal agradecido! Cuando él te hace el honor de hablar contigo, te atreves...

 

COSME.

(Tratando de desasirse). Cáspita. ¡Bien decía Rafael! ¡A usted le parece, señora, que ya es mi suegra!

 

RITA.

— ¡No lo serás, hijito! No lo serás, porque no se ha hecho la miel...

 

 

ESCENA VII

 

AMBROSIO, ÁLVARO, COSME, RITA, SERAFINA, TERESA, BRUNA,

RAFAEL. (Disfrazado con una gran barriga, las piernas arqueadas

hacia afuera, patillas rubias, anteojos ahumados

y gran sombrero de felpa)

 

RAFAEL.

(Imitando el tono y pronunciación inglesas). ¡Ja! ¡Ja! ¡Jaa! Puorta cerrada... dispones puorta rompida... and mí entrando.

 

AMBROSIO.

(Con tono acre). ¿Cómo es esto, señor mío? ¿Usted entra forzando las puertas?

 

RAFAEL.

(Mira de arriba abajo a AMBROSIO con aire despreciativo). Mí ser conde de Kilderking, and ni no hablar con vos, ¡porque vos no estando presentado a yo! (Se toca el pecho). ¿Lady Rita?

 

AMBROSIO.

— ¡Pues, estamos frescos!

 

RITA.

— ¡Aquí me tiene usted, Míster Choso!

 

RAFAEL.

— ¡Hao! Mí estar mucho contenta viendo a vos, My lady. Mí gustando very much ver Seraffiina... ¡Ja! ¡Jaa! Puorta cerrada... Mí carga forte, antonss puorta rompida. Yo inglés mucho honorable gentleman.., pagando rompimiento. (Saca del bolsillo un puñado de soles, que echa sobre la mesa. Aparte). Es todo lo que tengo; pero es preciso pagar a lo inglés.

 

RITA.

(Toma el dinero y lo devuelve a RAFAEL). ¡Oh! Míster Choso, si no es nada esa rotura. Guarde usted su dinero.

 

RAFAEL.

(Recibiendo y guardando la plata). Very well! (Aparte). Y harto que los necesito. Esta hombre diciendo que mí... (Muestra con el dedo a AMBROSIO).

 

RITA.

— Es el director de la compañía.

 

RAFAEL.

— ¡Hao! ¡La Directour!

 

RITA.

— Permítame presentárselo. El señor don Ambrosio de Quiñones.

 

RAFAEL.

(Inclinándose y dándole la mano). ¡Servidor mucho affectísima, sir Ambross! Ahora presentados... Antonss arreglando cuentas...

 

AMBROSIO.

— Olvide usted eso de la puerta, señor.

 

RAFAEL.

— Puorta no... rompidura no... Este otro cuenta, sí...

 

AMBROSIO.

— ¿Qué cuenta?

 

RAFAEL.

— Mí entrar... Vos insultar a yo... Antonss batirnos, porque ya presentados.

 

AMBROSIO.

— ¿Batirnos?

 

RAFAEL.

— Yes! Pistol... Espad... ¿qué quiere vos?

 

AMBROSIO.

— ¡No, señor!

 

RAFAEL.

— ¿No? ¡Hao! ¿No pistol?, ¿no espad?... Very well!... Antoss ¿box?

 

AMBROSIO.

— Cálmese usted.

 

RITA.

— ¡Sí! Míster Choso, ¡cálmese!

 

RAFAEL.

— ¡Mí mucho calmo! Pero ¿trompis, antonss? (Presenta los puños a AMBROSIO).

 

RITA.

— ¡No, señor! ¡Si no hay por qué batirse! ¡Ambrosio quiere ser su amigo!

 

RAFAEL.

— ¡Very well! ¡Antonss mucho amigo, sir Ambross! (Le torna la mano, y se la sacude reciamente). ¡Mucho amigos!

 

AMBROSIO.

(Aparte). Gringo bruto. ¡Casi me ha roto la mano!

 

RAFAEL.

(Saca un frasco del bolsillo). ¡Antonss ahora un trago, porque estando mucho amigos! ¡Copa aquí, My lady! ¡Copa! (Da un salto de gusto). ¡Mi estar mucho contenta! (Traen vasos que colocan sobre la mesa; y Rafael pone coñac en todos ellos, sirviendo en seguida a los hombres. Beben). ¡Delightful! ¡Mucho buono este conac!

 

AMBROSIO.

(Aparte a RITA). Si no aquietas a tu gringo, lo echo de aquí a palos.

 

RITA.

(A RAFAEL). ¡Venga aquí, Míster Choso! Venga a sentarse aquí con nosotras, pues el ensayo va a comenzar.

 

RAFAEL.

— (Yendo hacia RITA, que estará al lado de la derecha con SERAFINA, Teresa y BRUNA). ¡Very well! ¡Mí mucho apasionada por la teatro, Seroffinita! (A RITA). ¡Mucho tesoro su hija, My lady!... ¡Lindoa!

 

RITA.

— Luego la verá representar.

 

RAFAEL.

— ¡Mí no merecido, pero mucho queriendo Seroffina!

 

RITA.

— ¡Usted merece mucho más, señor! (A una indicación de AMBROSIO, sale SERAFINA a recitar. RAFAEL la mira abobado, sin atender a RITA).

 

RAFAEL.

— ¡Ángel Seroffina, un ángel! ¡Mucho tesoro!

 

RITA.

(Aparte). ¡Está que se muere por ella!

 

RAFAEL. — (Siempre embelesado en SERAFINA). ¡Ah! ¡Mí hacerla condesa de Kilderking! ¡Casarme!

 

RITA.

(Aparte). Se la doy.

 

SERAFINA.

(Recitando):

 

«¡Ay, infeliz de la que nace hermosa!

¡Ay, infeliz de la que nace fea!

¡Ay, infeliz de la que blanca nace!

¡Ay, infeliz de la que nace negra!

¡Desdichas y desdichas me circundan!

¡Desdichas y desdichas me rodean!

¡La desdicha es mujer! ¡Sí! ¡la desdicha!

¡La desdicha es el lote de las hembras!».

 

 

RAFAEL.

— Very beautiful!

 

COSME.

(Recita con exageración):

 

«¡Ah! ¿Por qué lloras, Matilde?

¿Por qué gimes desolada?

¿Por qué la preciosa faz

Mojas con gotas amargas?».

 

AMBROSIO.

— ¡Cosme! ¡Menos manotadas, por Dios!

 

COSME.

(Sin escuchar y exagerando más y más):

 

«¿Por qué el jugo de la vista

Dejas rodar por las faldas

De tus marmóreas mejillas,

Que, cual gentiles montañas

Hasta el cielo de tus ojos,

Elevan sus cumbres altas?

¿Por qué veo descender...?».

 

AMBROSIO.

— ¡Y siguen las manotadas !

 

COSME.

— ¡Pero, señor!, ¡es preciso dar energía a la expresión...!

 

AMBROSIO.

— ¿Y para eso mueves los brazos como aspas de molino de viento?

 

RITA.

— No tienes razón, Ambrosio. Cosme está caracterizando muy bien su rol. ¡Sigue, Cosme! ¡Así me gusta! ¡Fuego! ¡Fuego!

 

TERESA.

(Aparte a AMBROSIO). Parece que el señor sargento estuviera mandando su compañía.

 

AMBROSIO.

(Aparte). ¡Esta Rita me irrita!

 

COSME.

(Recitando):

«¿Por qué veo descender

Esas de lloro cascadas?

¿Por qué esa lluvia de perlas

Que tus bellos ojos lanzan

Como dardos, como flechas,

Que mi corazón traspasan?

Dime ¿por qué tus suspiros

Forman tempestad airada,

Rugiendo dentro del pecho,

Cual huracán que desata

Sus ligaduras, y truena,

Y destruir amenaza

Al mundo entero?».

SERAFINA.

(Recita):

«¡Ay, José!

¡Soy mujer muy desgraciada!

¡Deja que llore mis penas!

¡Deja que mis penas salgan

Convertidas en raudales,

Torrentes, ríos de lágrimas!».

 

COSME.

(Recita):

«¡Sí! ¡Torrentes, nos, mares,

Hasta do la vista alcanza!

Mas yo quisiera entender

De tal diluvio la causa».

 

SERAFINA.

(Ídem):

«¡José! Mi mamá se opone

A nuestra unión deseada;

Y dice que he de casarme

Con don Pedro de Peralta».

 

 

COSME.

(Ídem):

«¡Qué escucho! ¡Matilde! ¡Qué oigo!

La sangre en mis venas para

Su curso... ¿Y tú qué le has dicho?».

 

SERAFINA.

—  (Ídem):

«¡Qué soy una desdichada,

Y que, antes que de don Pedro,

Seré monja Trinitaria!».

 

COSME.

(Ídem):

«¡Oh! ¡Matilde! ¡Vida mía!

¡Oh! ¡Mi amor! ¡Oh!, ¡mi esperanza!

¡Delicia de mi existencia!

¡Refugio, amparo de mi alma!

¡Ángel mío!».

 

AMBROSIO.

– ¡Por Dios, Cosme!

 

COSME.

— Le doy la expresión...

 

AMBROSIO.

– ¡Sí! ¡Dale esa expresión, y verás cómo te van a silbar! (Habla con COSME en voz baja).

 

RAFAEL.

– My lady! Mí estando mucho envidiouss de Cosme.

 

RITA.

– ¿Por qué?

 

RAFAEL.

– Porque corazón de mí salta mucho por Seroffina.

 

COSME.

(A AMBROSIO). Entonces usted cree que...

 

AMBROSIO.

– ¿Qué te silbarán, hombre de Dios? Lo estoy viendo... Estoy sintiendo aquí en mi bolsillo aquella nubada de pifias. (Siguen hablando en voz baja).

 

RAFAEL.

– Mí estar mucho ganoso de ser en lugar de Cosme.

 

RITA.

(Riendo). ¿Y representaría usted?

RAFAEL.

– ¡Oh, yes! Mí fuera comedianto, mucho gusto con Seroffina... Mí con Seroffina vivir vida toda, nunca cansado, porque con ella viviendo como vivir con ángel... ¡Oh! ¡My lady! ¡Dame permision por echar fuera todo esto que es adentro de la pecho! (Tocándose el pecho). Aquí, aquí, mucha llama amorosa para Seroffina... Mi quiere saber, My lady, si vos contento con mí por yerna.

 

RITA.

– Yo, Míster Choson... Yo... Veremos lo que ella dice.

 

RAFAEL.

– Pero diga a mí, vos... Mí sufrir very much con incertidumbre.

 

AMBROSIO.

– ¡Vaya, pues, que decidan esta cuestión Teresa y Bruna! (Agrúpanse los cuatro, quedando en el centro SERAFINA y ALVARO, y al otro lado RITA y RAFAEL).

 

RAFAEL.

– Si no querer Seroffina casar con mí... antonss mí agarra pistol... ¡pum! (Hace ademán como de destaparse los sesos).

 

RITA.

– ¡Jesús! ¡No diga eso!

 

RAFAEL.

— Antonss, ¿qué decir vos, My lady?

 

RITA.

– Le prometo hacer que Serafina acepte.

 

RAFAEL.

– ¡Hao! Entonss mí mucho contenta, porque Seroffina condesa de Kilderking. Yo hijo humilde de vos, My lady. (Le torna la mano y se la besa).

 

AMBROSIO.

– Ya ves, pues, Cosme, que no puedes hacer ese papel. ¡Y lo peor es que no hay otro de quién echar mano!

 

RAFAEL.

– ¡Si haber otra, sir Ambross!

 

AMBROSIO.

— ¿Quién es ese?

 

RAFAEL.

(Tocándose el pecho). ¡Mí! (Todos ríen).

 

AMBROSIO.

– ¡Usted!

RAFAEL.

– ¡Yes! ¡Mí! (A COSME y ÁLVARO). ¡No reír mucho, cabalieros, porque antonss, pistol, espad or trompis! Sir Ambross, mí estar mucho apasionad por la teatro. Mí hablare regulierament la idiom español... Mí estar mucho ganoso para representar con Seroffina...

 

AMBROSIO.

(Sin escucharlo). ¡Vaya! ¡Lo que es este ensayo, se acabó!

 

RITA.

(Riendo, a RAFAEL). Ensaye, pues, usted, y veamos cómo lo hace... Ayúdale, Serafina.

 

RAFAEL.

(Se acerca a SERAFINA, que vuelve a tomar la actitud anterior, con el pañuelo en los ojos). ¡Ah, Seroffina! ¡Mucho querida mía! ¿Por qué llorando? ¿Por qué gimiendo? Mí, tu amigo; mí tu amador, aquí al tu lado... La madre de vos mucho buena, no oponiéndose a la casamiento de mí con vos.

 

RITA.

– Pero, Míster Choson, así no es el papel.

 

RAFAEL.

– ¡Mí, no papel, My lady! Mí diciendo verdad a Seroffina... por-que mí, un honorable gentlemant, conde de Kilderking, nunca mintiendo. (A SERAFINA). Mí todo lleno de amor para vos... Juro no casar con otra muquer... Si vos no casar con mí, antonss mí morirá. (Se pone el pañuelo en los ojos).

 

RITA.

(A SERAFINA). ¡Contesta!

 

RAFAEL.

– ¡Sí, Seroffina! ¡Contesta! ¿Quiere vos casar con mí?

 

SERAFINA.

— ¿Qué he de responder, mamá?

 

RITA.

— ¿Me hacen, por acaso, a mí la pregunta?

 

SERAFINA.

— ¡Rafael me pidió, al despedirse, que no le disgustara a usted!

 

RITA.

— ¡Qué muchacha! ¿Echas de ver que si yo no gustara, te dejaría hablar de esa manera con Míster Choson?

 

SERAFINA.

— Pues entonces digo que sí.

 

COSME.

— ¿Y yo, Serafina?

 

RAFAEL.

(A COSME). ¡Cabaliero! (Le muestra los puños). ¡Cuidado con mí! (Toma del brazo a SERAFINA, y se dirige hacia RITA). ¡My lady! ¡Vos mucho bueno con mí! ¡Mí mucho feliz hombre, cuando casar con Seroffina! ¡Mucho feliz! ¿Querer vos, My lady, llamar hijo a yo?

 

RITA.

— ¡Sí, Choson! ¡Sí! (Le tiende la mano).

 

RAFAEL.

(Besándole la mano y abrazándola en seguida). ¡Ah! ¡Vos madre de mí! (Toma de la mano a SERAFINA). ¡Seroffina esposa de mí! ¡Ah! ¡Mucho contento! (Da algunos saltos palmoteando de gusto, y en seguida se acerca a AMBROSIO, que estará a un lado en pensativa actitud). ¡Sir Ambross! ¿Cómo va la ensayo?

 

AMBROSIO.

— ¡Se lo llevó el diablo!

 

RAFAEL.

— No, sir Ambross, porque mí hacer la papel.

 

AMBROSIO.

— ¿Está usted loco, míster?

 

RAFAEL.

(Con su voz natural). ¡Sí, don Ambrosio! ¡Estoy loco! ¡Loco de amor y de felicidad!

 

TODOS.

— ¡Rafael! ¡Es su voz!

 

RAFAEL.

(Arrojando el disfraz). ¡Sí!, ¡soy Rafael! He querido probarle a doña Rita que soy cómico, un verdadero cómico.

 

RITA.

— ¡Ah!

 

SERAFINA.

— ¡Mamá! ¿Lo siente usted?

 

AMBROSIO.

(A RAFAEL). ¿Y la pierna quebrada?

 

RAFAEL.

— Tengo mis dos piernas buenas y sanas, pues aquel golpe que ustedes sintieron fue el del gato de Brunita, que arrojé contra el entablado.

 

BRUNA.

(Aparte). ¡Ingrato! ¡Valerse hasta de mi gatito para engañarnos!

 

AMBROSIO.

— ¡Pero, hombre! ¡Si yo mismo tuve en mis manos aquel hueso!

 

ÁLVARO.

— Fue el de un pedazo de jamón, que yo traje del restaurante, y que aparenté sacar de las aberturas del pantalón, que ya Rafael había hecho con su cortaplumas.

 

TERESA.

— Álvaro no estaba aquí, y el hueso lo sacó el médico.

 

ÁLVARO.

— ¿Y quién fue el doctor sino el que suscribe?

 

AMBROSIO.

— ¿Tú, Álvaro? ¿Fuiste el médico?

 

ÁLVARO.

— Yo, don Ambrosio; yo fui el tal médico italiano.

 

AMBROSIO.

— ¡Otro cómico! ¡Creía haber perdido uno, y encuentro dos!

 

BRUNA.

— Es decir que la vocación de Rafael...

 

RAFAEL.

— Se la llevó el viento. Es verdad que tengo un primo en San Francisco, y él me prestó el hábito. Todo el día lo hemos empleado con Álvaro en arreglar el traje de Míster Johnson... ¡Perdóneme usted, doña Rita! Esto mismo le prueba cuánto es lo que amo a Serafina.

 

AMBROSIO.

— Confiesa, Rita, que Rafael es un verdadero cómico, pues nos ha engañado en regla.

 

RITA.

— A ustedes los habrá ilusionado; pero a mí...

 

AMBROSIO.

— ¿Todavía no lo confiesas? ¡Qué mujer de tanta flexibilidad!

 

RITA.

— La tengo, mal que te pese; pero es el caso que yo conocí la farsa desde un principio. ¡Engañarme a mí, hija, esposa, hermana y madre de artistas! Trabajo le demando al que tal cosa pretenda. ¿Me vieron aceptar algunos de los prodigios que contó Rafael?... Pero, me gustó la farsa, y la seguí... Ahora mismo estaba viendo a Rafael, en el tal Choson.

 

RAFAEL.

— ¿De modo que al decirle del supuesto inglés que usted quería ser su madre, era a mí quien se lo decía?

 

RITA.

— ¡Está claro! Ya ves como tú eras el engañado, creyendo engañar-me.

 

AMBROSIO.

— ¿Está visto? ¡Esta mujer no afloja ni a combo!

 

RITA.

— En consecuencia, Serafina será tu esposa.

 

RAFAEL.

— ¡Gracias, señora!

 

SERAFINA.

— ¡Mamá! (La abraza).      

 

RAFAEL.

— ¡Pues el ensayo ahora!

 

AMBROSIO.

— ¡Ya es muy tarde! Vámonos a dormir; y mañana ensayaremos los tres actos juntos.

 

AUTOR.

— Señor director: ¡retiro mi pieza! No la ensayen ustedes.

 

AMBROSIO.

— ¿Por qué razón, señor? Ya la comedia está anunciada; y nosotros los cómicos no  faltamos a lo que prometemos...

 

AUTOR.

— Sino cuando les conviene... Pero esta vez pueden ustedes salvar el compromiso contraído con el público, representando esa otra comedia que han hecho, en estas dos últimas noches.

 

AMIGO 1°.

(Al autor) ¿Quieres que te diga francamente qué cosas es lo mejor que hallo en tu comedia?

 

AUTOR .

— ¡Ah! ¿Conque has encontrado alguna belleza, en los pocos versos relatados? Dime: ¿qué es lo que te ha parecido mejor?

 

AMIGO 1°.

— El haber retirado la pieza.

 

AMBROSIO.

— ¡Seguiremos su consejo, señor! Y representaremos esta otra comedia, tanto más cuanto que ya está hecho el ensayo y todo. Pero ¿qué título le daremos?

 

AUTOR.

— Póngale por título: La flexibilidad de doña Rita.

 

RITA.

— ¡Pues, señor!, por más que digan, tengo flexibilidad... porque soy flexible ¡Sí, señor, lo soy! ¡Y no me convencerán jamás nunca de lo contrario!

 

Cae el telón