EL VIVIDOR

Comedia en un acto

(1885)

 

PERSONAJES

DOÑA ROSA, esposa de

DON VICTORIO, senador de la República.

ELVIRA, hija de los antedichos.

AUGUSTO, pretendiente de Elvira.

UN CRIADO

UN HOMBRE DEL PUEBLO

GENTES AFUERA

 

(La acción pasa en Santiago, en un día de elecciones, y en casa de DON VICTORIO. El lugar de la escena es una sala ricamente amueblada, situada en los altos de la casa, con balcones a la calle, en el fondo de la escena. A la izquierda estará la puerta de entrada y a la derecha habrá otra puerta que comunica con las piezas interiores).

 

 

ESCENA I

 

AUGUSTO y CRIADO

 

CRIADO.

(En la puerta de entrada). Aquí puede usted, señor, esperar al patrón, mientras llega. No tardará mucho, pues se acerca la hora de almorzar. Yo voy a cuidar la puerta, porque en días como estos es preciso no descuidarse.

 

AUGUSTO.

– Está bien; vete. Esperaré aquí a don Victorio. (Vase el CRIADO).

 

 

ESCENA II

 

AUGUSTO

 

AUGUSTO.

(Entrando y pasando la vista por los cuadros y muebles). ¡Oh!, ¡perfectamente amueblado y adornado todo! Se conoce que don Victorio es hombre de gusto... y que, además, tiene con qué darse gusto, que es lo principal. A mí me encanta la gente de gusto, y más todavía la que tiene con qué darse gusto, porque soy un hombre de gusto, es decir, de buen gusto, puesto que hay también gustos malos, gustos que merecen palos... Y la prueba de que soy hombre de gusto está en lo mucho que me gusta la hija de don Victorio... Aquí está su retrato. (Se pone enfrente del retrato, que estará colgado en la pared, y le dirige la palabra, de una manera afectada y jactanciosa). ¡Oh, Elvira!, ¡qué linda eres!, ¡qué felices vamos a ser, alma mía! Mil veces te he dicho que te amo, con mis miradas, y tú me has dicho lo mismo con las tuyas... Tú mamá no me mira mal, según creo, ¡qué ojitos tan picarones! (Se coloca a un lado y a otro del retrato). ¡Parece seguirme con la vista! (Se pone repentinamente la mano en la cabeza), ¡Oh!, ¡si estaré despelucado! Y ellas pueden llegar de un momento a otro. (Va hacia un espejo y se alisa el cabello con una peineta que saca del bolsillo, se arregla la corbata; se mira los puños, y se vuelve a uno y otro lado, tratando de verse por la espalda, etc.). Me parece que estoy irreprochable, y por más descontentadiza que sea Elvira, no hallará pero que ponerme. En cuanto a don Victorio, ya es mío, y nada tengo que temer por ese lado. Doña Rosa es una buena mamá, que no contrariará jamás a su hija, y una esposa modelo que hará cuanto su marido le diga. Sin embargo, he notado que mira con más que buenos ojos a Benito Muñoz... Este mozo me carga, y más todavía, desde que lo he visto hacerle arrumacos a Elvira... Parece un mono, con aquella levita de dudoso corte y aquellos pantalones de la ropa hecha... Pero como nadie se conoce en este mundo, así como es él, se le atreve a Elvira. Rabia me dio esta mañana cuando al ver pasar a doña Rosa, que iba para la iglesia con Elvira, se me adelantó y me ganó el quién vive, poniéndose al lado de la señora y saludándolas, como antiguo amigo... Elvira se adelantó, y él se quedó atrás hablando con la señora... Y le hablaba con calor: estoy seguro de ello... sí, con calor le hablaba... Pero yo me dije: háblale a la mamá, que yo iré al momento a hablarle al papá. Ándate por las ramas, que yo me iré al tronco... Y héteme aquí dispuesto a decirle a don Victorio: «Señor, amo a su hija con todo el fuego de los veinte años, con todo el amor de un corazón virgen, con toda la pasión de un espíritu...». (Pone el oído). La escalera suena. ¿Será don Victorio? Pero ¿y si son ellas? (Se acerca al espejo y se acicala el bigote). Preparémonos para esperar al dulce enemigo, que hombre prevenido nunca fue vencido. (Retirándose del espejo). ¡Ahora que vengan! Me siento fuerte, satisfecho de mí mismo...

 

ESCENA III

 

DON VICTORIO, AUGUSTO

 

DON VICTORIO.

(En la puerta de entrada). ¡Augusto! Ya sabía por mi criado que me estabas esperando. (Dándole la mano). ¿Cómo lo pasa esa personita?

 

AUGUSTO.

— Muy bien, señor don Victorio. Por su salud no le pregunto, pues el rubicundo y alegre semblante de usted me da muy satisfactorias noticias.

 

DON VICTORIO.

– Y no te miente, amigo mío, porque nunca he estado más bueno, ni más mozo, ni más... Pero siéntate, hombre... Sentémonos. (Se sientan). Que también los Pozos nos cansamos, sobre todo cuando oímos misas largas... A mí me ha tocado ahora una que... Y tú, ¿has oído ya?

 

AUGUSTO.

– Sí, señor: yo me despaché temprano, porque como tengo que ocuparme de mi elección...

 

DON VICTORIO.

– ¡Ah!, ¡ya! No me acordaba de que eres uno de los candidatos de gobierno... Ya las mesas están funcionando...

 

AUGUSTO.

– Déjelas usted que funcionen, que aun cuando yo no meta mano en ello, he de ganar, pues el gobierno trabaja por mí.

 

DON VICTORIO.

– En cuanto a eso, yo prefiero siempre ser candidato del gobierno, porque soy hombre práctico y no hay mejor práctica que la de ganar todas las paradas.

 

AUGUSTO.

– ¡Bien dicho! ¡Eso es el Evangelio, señor don Victorio!

 

DON VICTORIO.

– ¡Pues no ha de ser! ¿Soy yo acaso de los que van tras de fantasmas y contra molinos de viento? No, mi amigo, yo soy un espíritu sólido, incapaz de ser seducido por palabras vanas.

 

AUGUSTO.

– Esos son los hombres que me agradan.

 

DON VICTORIO.

– No me gusta sino lo que es real y positivo, tangible...

 

AUGUSTO.

– ¡Ah, señor! ¡Usted es mi hombre! Siempre lo he dicho y lo diré siempre.

 

DON VICTORIO.

– Aborrezco como a mis pecados esas malditas innovaciones que todo lo trastornan, echando a perder la obra de nuestros mayores. Mi máxima es: «Nada es bueno, si no es sólido; y nada hay más sólido que aquello que está ya establecido».

 

AUGUSTO.

— ¡Oh, señor! ¡Eso es ciceroniano!

 

DON VICTORIO.

– Pues a mí se me ha ocurrido sin haber leído jamás a Cicerón.

 

 AUGUSTO.

– Yo tampoco lo he leído; pero se echa de ver claro que esas palabras son dignas del mismo Cicerón o, si se quiere, de Séneca.

 

DON VICTORIO.

– Séneca o Cicerón, todo es lo mismo para mí desde que tanto me importan las cosas de esos remotos tiempos como los pájaros que están por salir del huevo allá en lo venidero. Yo soy de los que viven en su época y para su época, pues el ayer se fue y nadie ha visto el mañana. No hay nada más positivo y verdadero que el presente. Este es nuestro tiempo, éste, éste, y todo aquel que trate de salir de él para recorrer los tiempos pasados y soñar en los futuros tiempos es un iluso que dará una en el clavo y ciento en la herradura. Por esto es que yo me he inclinado siempre a ser candidato del gobierno. Siete veces lo he sido y no he perdido ninguna.

 

AUGUSTO.

– Y seguirá ganándolas todas, señor don Victorio.

 

DON VICTORIO.

– Así lo creo, porque mi táctica es segura. Sé vivir con todo el mundo; no contradigo a alma nacida, ni me meto jamás en dimes y diretes, sino que he aprendido a hurtar el cuerpo, cada vez que las cosas se encrespan... Ni tampoco ando proclamando novedades, que tantas enemistades traen; ni es mi intención meterme a redentor, ni cosa parecida, porque no he nacido para mejorar el mundo. Oigo hablar a los innovadores como quien oye llover, y mientras ellos gritan y predican por esas calles, yo me estoy aquí en mi casa, sin chistar ni mistar, diciendo para mi capote: «bien está San Pedro en Roma, viva la gallina y viva con su pepita».

 

AUGUSTO.

– Me encanta, señor, oírlo hablar así. Usted es un buen vividor, un vividor a las derechas, y podrá vivir bien hasta entre los mismos moros.

 

DON VICTORIO.

– Y ¿de qué me servirían los años que me cargan sino hubiera aprendido a vivir con los vivos? ¡He aquí la verdadera, la única ciencia del hombre práctico!

 

AUGUSTO.

– Ciencia de inestimable precio, señor don Victorio, que no a todos les es dado aprender. Yo quisiera oírlo hablar a usted todos los días de mi vida.

 

DON VICTORIO.

– ¡Pero, hombre de Dios! ¿No sabes que ésta es tu casa?

 

AUGUSTO.

– Mil gracias, y crea usted que sé estimar la noble amistad con que me honra. Ya usted ve como he comenzado mi carrera política con esta candidatura que el gobierno me ha dado en atención a los méritos de mi señor padre...

 

DON VICTORIO.

- Un buen amigo. Bien merece ser diputado el hijo del hombre tan leal que no ha dejado de ser gobernista jamás.

 

AUGUSTO.

– Favor con que usted nos honra. Aunque yo no quería seguir carrera en forma, porque mi padre es rico, luego me convencí de que debía recibirme de abogado, porque el título...

 

DON VICTORIO.

– ¡Oh! El título es lo principal, amigo, y de nada le importa a un hombre toda su ciencia, si al fin no obtiene el título, en virtud del cual el gobierno había de ocuparlo. Por eso digo yo a los jóvenes: ¡el título!, ¡el título! No hay nada más práctico.

 

AUGUSTO.

– Por eso fue que trabajé a cabeza gacha hasta obtener el título. Luego dije adiós a los libros, y me metí de rondón en la carrera de la política. Una vez hecho diputado, me iré a desempeñar una judicatura de letras que estoy pretendiendo. Es en la misma provincia en donde mi padre tiene su mejor hacienda, que yo administraré desde mi despacho de juez de letras, pues el buen caballero me la arrienda por un canon bajo. ¿No cree usted que un juez de letras hacendado está en predicamento de hacer buenos negocios?

 

DON VICTORIO.

– ¡Vaya si lo creo! Te estoy oyendo hablar, y al mismo tiempo que admiro tu talento práctico, envidio la dicha de tu padre en tenerte por hijo.

 

AUGUSTO.

– Pero, señor, usted tiene también a Ricardo, que es tan buen muchacho...

 

DON VICTORIO.

– Sí, buen muchacho, honrado... eso sí...

 

AUGUSTO.

– Yo lo quiero como a mi hermano.

 

DON VICTORIO.

– Te agradezco; y en verdad que es digno de ser querido, pues tiene un corazón de oro... Pero, por más que he hecho, no he podido traerlo a camino... ¡Los liberales, amigo mío, los liberales me lo han echado a perder! Lo único que no han podido quitarle es el amor a su familia. Sumiso, obediente, amante de los suyos, es un modelo de buen hijo y buen hermano.

 

AUGUSTO.

– Y ¿qué más quiere usted?

 

DON VICTORIO.

– Quiero que sea un hombre práctico, un buen vividor: quiero que sea prudente; que sepa sufrir con paciencia los defectos de nuestras instituciones; que no dé coces contra el aguijón, haciéndole oposición al gobierno. ¡Pero nada! En la legislatura pasada con-seguí hacerlo diputado, pues con mi táctica obtuve del ministerio el que hiciera la vista gorda y que lo dejara salir por la oposición: por-que Ricardo tiene metida en la mollera la necia idea de no admitir ja-más un puesto en el Congreso, si el gobierno se lo da. Es la manía de las elecciones populares. Con todo, él llegó a la Cámara, ¡y para qué!: para comenzar por oponerse a los proyectos del Ejecutivo. ¡Casi me morí de vergüenza! ¿Cómo querrá este muchacho sin cabeza y con los cascos a la jineta, como querrá, digo, que el gobierno permita su elección ahora?

 

AUGUSTO.

— Sin embargo, él cree salir elegido por...

 

DON VICTORIO.

— ¡Qué me claven en la frente el diputado que salga contra la voluntad de Su Excelencia! Ya te digo, no es posible hacer carrera con este muchacho, y por eso le tengo envidia a tu padre. ¡Tú harás una brillante carrera, te lo pronostico!

 

AUGUSTO.

— Eso será si no pasa esa ley de las incompatibilidades que ya ha comenzado a prender en varios espíritus fosfóricos.

DON VICTORIO.

— ¡Ah! ¡Ya caigo! ¡No conseguirás ser diputado y juez de letras! Pues, entonces no hay más que oponerse a la tal ley.

 

AUGUSTO.

— Así pienso hacerlo. (Se oye bulla y gritos en la calle).

 

DON VICTOIUO.

— ¿Qué es eso?

 

AUGUSTO.

— Parece que el soberano pueblo ha comenzado a meter bulla, que es lo que sabe hacer.

 

DON VICTORIO.

— Dices bien, porque el tal soberano no podrá jamás aprender otra cosa que a deshacer. Veamos (Se encamina al balcón, seguido de AUGUSTO). Desde aquí veremos los toros sin peligro.

 

AUGUSTO.

— Pues yo también he querido verlos desde lejos, y por esto subí aquí, fuera de los deseos que tenía de ver a usted.

 

DON VICTORIO.

(Déjanse oír nuevos gritos). ¡Ave María! ¡El desorden aumenta!... Me parece haber oído pedradas... ¡Y estas mujeres que todavía no llegan de misa!

 

AUGUSTO.

— Permítame, señor, ir a buscar a doña Rosita para conducirla aquí... (Se dispone a salir).

 

DON VICTORIO.

— Mil gracias, Augusto. Ve tú en mi lugar: aquí os espero.

 

AUGUSTO.

— Pero antes de salir permítame decirle una cosa que no me había atrevido a...

 

DON VICTORIO.

— ¿Qué cosa?

 

AUGUSTO.

— Si me dan una pedrada y muero...

 

DON VICTORIO.

— ¡Despacha pronto, hombre! ¿No ves como crece el tumulto?

 

AUGUSTO.

— Si muero, deseo que usted sepa cuán verdaderamente le amo...

 

DON VICTORIO.

— ¡Pues si me estimas, corre pronto!

AUGUSTO.

— Yo deseo, señor, ser su hijo.

 

DON VICTORIO.

— Pero, ¿cómo diablos puede ser eso, cuando ya tú eres hijo de mi amigo?...

 

AUGUSTO.

— Quiero decir, señor, que amo perdidamente a Elvira...

 

DON VICTORIO.

— ¡Acabáramos! Como tengo la cabeza así medio trabucada con el susto, no había caído en ello. Mi consentimiento está pronto; pero ¿has hablado con la muchacha?

 

AUGUSTO.

— No, señor, y espero que usted...

 

DON VICTORIO.

— Bueno, bueno, yo hablaré por ti... Ahora corre a la iglesia de Santo Domingo. Han ido a misa de diez.

 

AUGUSTO.

— Voy volando.

 

DON VICTORIO.

— Ve pronto, pero ¡cuenta con las imprudencias! ¡No hay que exponerse por nada!

 

AUGUSTO.

— ¡Qué no me exponga! ¡No me encargue a mí eso, señor! (Vase).

 

 

ESCENA IV

 

DON VICTORIO

 

DON VICTORIO.

(Paseándose exaltado. De cuando en cuando se acerca al balcón, según lo pide el monólogo). ¡Qué mujeres! Dale con que han de ir a cumplir con el precepto en Santo Domingo, cuando tienen misa aquí en Santa Ana... Y el desorden sigue como de primeras... Ojalá se le ocurra a Augusto llevarlas a su casa que está en el camino, mientras pasa la borrasca, y luego venirme a avisar... El muchacho es una alhaja... Y ahora me acuerdo de que me pidió la mano de Elvira... ¡Se la daré! Es un buen partido... Saldrá de diputado, pues que el gobierno lo quiere... Será juez de letras, y luego... La hacienda de Los Sauces es buena y, por otra parte, el muchacho parece despierto... Tiene el ojo vivo; nadie será capaz de meterle los dedos en la boca, y posee ideas de orden... ¡Mi hija será feliz con él!... ¡Y sigue la danza! Ahora son pedradas... Una batalla en regla... ¡Ah, soberano pueblo!, ¡soberano pueblo de mis pecados!... ¡Y haga usted patria con gentes que expresan sus opiniones a puñetazos y pedradas! ¡Y estas mujeres que no llegan!... Yo no sé a dónde vamos a parar si al fin el gobierno no tiene compasión del país y quita este embolismo de elecciones... ¿No sería mucho más hacedero, más cómodo y más económico que el ministerio nombrara pacíficamente a los diputados, a los senadores, a los municipales, a los...? (Se oye ruido en la escalera). ¡Ya llegaron! ¡Gracias a Dios!

 

 

ESCENA V

 

DON VICTORIO, DOÑA ROSA, ELVIRA

 

DOÑA ROSA.

(Entra seguida de Elvira, ambas vestidas de manto y con la alfombra de misa en las manos). ¡Jesús, María!, ¡qué desorden, Victorio!

 

DON VICTORIO.

— ¡Al fin llegaron! Me tenían ustedes muy intranquilo. ¿Les ha sucedido algo?

 

DOÑA ROSA.

— Nada, por fortuna, aunque cayeron algunas piedras cerca de nosotras.

 

DON VICTORIO.

— ¡Esto es insoportable! Ahí tienes el resultado de...

 

ELVIRA.

(Con zalamería y abrazando a DON VICTORIO). Pero ya ve, papacito, que nada nos ha sucedido. ¡Tranquilícese usted!

 

DON VICTORIO.

— Estoy tranquilo, hijita; pero déjame decir dos palabras de ese soberanísimo pueblo de Barrabás. (A DOÑA ROSA). ¡Ahí tienes el resultado de permitir que el populacho concurra a las elecciones!

 

DOÑA ROSA.

— Al contrario, Victorio, esto es lo que resulta de permitir que el gobierno meta su mano en las elecciones. Pero dejemos esto y vamos a otra cosa. Elvira, ve a ver si está el almuerzo.

 

ELVIRA.

— Voy, mamá. (Al oído de DOÑA ROSA). No se le olvide de decirle... (Vase).

 

 

ESCENA VI

 

DOÑA ROSA, DON VICTORIO

 

 

DOÑA ROSA.

— Quiero aprovechar este momento en que Elvira ha salido para decirte una cosa que nos interesa a los tres.

 

DON VICTORIO.

— ¿Qué cosa?

DOÑA ROSA.

— Que Benito Muñoz se acercó a mí cuando me dirigía a la iglesia y me confesó su amor a Elvira...

 

DON VICTORIO.

— Tarde ha hablado el mocito... Y tú ¿qué le contestante?

 

DOÑA ROSA.

— Que lo aceptaba, salvo tu parecer...

 

DON VICTORIO.

— De todos modos, lo has aceptado sin consultarme. Esto no está en el orden... Y ¿sabe Elvira...?

 

DOÑA ROSA.

— Sí, lo sabe y lo acepta.

 

DON VICTORIO.

— ¡Repeor! ¡Es decir que ustedes han aceptado el novio sin consultarme para nada!

 

DOÑA ROSA.

— Pero Benito es un joven cumplido.

 

DON VICTORIO.

— Aunque fuera un ángel, no debería elegirlo mi hija sin mi venia. Es lo mismo que cuando el pueblo elige sus representantes, sin el acuerdo y venia del ministerio... Pues bien, sabe que yo también te esperaba para hablarte del novio que le tengo a Elvira.

 

DOÑA ROSA.

— ¿Quién es ese novio?

 

DON VICTORIO.

— Un joven que ha venido a pedírmela ahora mismo, y que vale mil veces más que tu Benito. ¿No las encontró por ahí Augusto Meneses?

 

DOÑA ROSA.

— Sí. Cuando veníamos de la iglesia, acompañadas de Muñoz y de nuestro hijo Ricardo, nos encontramos con Meneses, quien nos dijo que iba de aquí. Los tres nos acompañaron hasta la puerta. Y ¿es ese el novio que le tenías a tu hija?

 

DON VICTORIO.

— Ese es el novio. ¿Te parece mal? Pues se casará con Augusto Meneses.

 

 

ESCENA VII

 

Dichos, ELVIRA

 

ELVIRA.

(Saliendo repentinamente y arrojándose en brazos de DON VICTORIO). ¡No, papá, por Dios! ¡Usted no querrá que me muera!

 

DON VICTORIO.

— ¿Qué es esto? ¿Estás loca? ¿Conque nos estabas escuchando?

ELVIRA.

— No, papá. Fui corriendo a decirle a la criada de mano que pidiera el almuerzo y volví también corriendo. Se trata de mi felicidad o de mi desgracia...

 

DON VICTORIO.

— ¡Qué muchacha! (Poniéndole la mano en el corazón). Ya sabes que los médicos han dicho que no debes agitarte...

 

ELVIRA.

— ¡Pero, papacito!, si no me salta el corazón por la carrera que he dado, sino por...

 

DON VICTORIO.

— ¿Por qué?

 

ELVIRA.

— Por el susto que tuve al oírle decir que me casaría con Augusto.

DON VICTORIO.

— ¡Válgame Dios! Y ¿pueden ustedes comparar a Benito con Augusto?

 

DOÑA ROSA.

— Yo no los hallo comparables.

 

ELVIRA.

— Y yo, por mi parte, no podría hacerle ese agravio a Benito.

 

DON VICTORIO.

— ¡Oh!, ¿qué mala hierba has pisado? Augusto es un mozo cumplido...

 

ELVIRA.

— Que se lo lleve otra con cumplimiento y todo.

 

DON VICTORIO.

— Y ahora precisamente que saldrá elegido diputado por Santiago.

 

DOÑA ROSA.

— Benito ha sido también diputado.

 

DON VICTORIO.

— Pero hay bastante diferencia entre uno y otro. Benito no pasa de ser un diputadillo elegido por la oposición allá en un miserable departamento de provincia, mientras que Augusto va a ser elegido aquí y, como quien no dice nada, por el gobierno mismo. ¿Te parece poco?

 

ELVIRA.

— Al contrario, papá, me parece demasiado.

DON VICTORIO.

— Y luego que se me olvidaba lo principal: Benito no tiene dónde caerse muerto...

 

ELVIRA.

(Con maliciosa viveza). ¡Tanto mejor, papacito! ¡Tanto mejor si no tiene dónde caerse muerto! ¡Así no se morirá nunca y no me dejará viuda!

 

DON VICTORIO.

— ¡Qué muchacha! Te digo que Benito es más pobre que la viuda del Evangelio, mientras Augusto va a recibir bien pronto la mejor hacienda de su padre.

 

ELVIRA.

- Papá, ¿quiere que le diga una cosa?

 

DON VICTORIO.

— Dila. ¿Qué cosa es esa?

 

ELVIRA.

— Esa cosa es que cuando el amor falta, la plata está de más.

 

DON VICTORIO.

— ¡Vaya! ¿Qué sabes tú de amor?... Y tú, Rosa, te estás allí callada y no me ayudas a convencerla...

 

DOÑA ROSA.

(Riendo). Es que, como ella defiende tan bien su derecho, nada tengo yo que agregar.

 

DON VICTORIO.

— ¡Derecho! ¿Y qué derecho tiene esta muchacha para disponer de su corazón sin mi venia?

 

DOÑA ROSA.

— El mismo que tuve yo para hacerte dueño de mi cariño, sin tomar el consentimiento de mi padre.

 

DON VICTORIO.

— ¡Ah! Bueno..., pero..., pero... (A ELVIRA). Pero, en fin, es preciso que me des una razón para no querer a Augusto.

 

ELVIRA.

— La razón es que Augusto es..., es... ¡Vaya!, se lo diré: ¡es muy chinche!

 

DON VICTORIO.

- ¡Chinche! ¿Qué quiere decir eso?

 

DOÑA RosA.

— Quiere decir que es un hombre chinchoso.

 

DON VICTORIO.

- ¿Y en qué consiste esa chinchosidad?

 

ELVIRA.

- Yo no sé en qué consiste, sólo sé que él la tiene, papacito.

 

DON VICTORIO.

— Al contrario, Augusto es un mozo simpático y bien pronto será un hombre de peso...

 

ELVIRA.

— Ahora que dice usted hombre de peso, se me ocurre en qué consiste la chinchosidad de Augusto. Y voy a decírtelo.

 

DON VICTORIO.

— ¿En qué?

 

ELVIRA.

— En que es muy pesado y, más que todo, muy llenador.

 

DON VICTORIO.

— Mira, hijita, hombre de peso significa que Augusto será bien pronto un hombre que pese en los destinos del país, pues adquirirá una fortuna, mientras que Benito no saldrá jamás de capa rota. No esperes pasar una vida tranquila con un joven como éste, liberal por activa y pasiva, y, por consiguiente, inclinado a las re-vueltas. No te rías, Rosa. ¿Crees que alguna mujer pueda vivir en paz con un hombre incapaz de vivir en paz con el gobierno? No, hijita, esos hombres son y serán siempre díscolos, amigos de meterse en vidas ajenas; quijotes eternos que, por defender a un quídam, serán capaces de abandonar a su familia o de comprometer sus propios intereses, sólo por hacerle bien y buena obra a malos agradecidos. No es así el esposo que yo quiero darte, pues Augusto no será jamás candil de la calle y oscuridad de su casa. Es un mozo prudente, incapaz de hacerle oposición al gobierno ni de pronunciar una sola palabra que pueda comprometerlo, porque le gusta estar bien con todos; y de ahí por qué hará siempre negocio, todo lo cual redundará en bien de su mujer y de sus hijos. ¿Qué dices ahora?

 

ELVIRA.

— Ahora digo lo mismo, papá: ¡qué es mucha la chinchosidad de ese hombre!

 

DOÑA ROSA.

— Y yo agrego que además de chinchoso es egoísta, según nos lo has pintado, Victorio, y según yo misma lo he visto. No me interrumpas: voy a contarte lo que he visto por mis propios ojos, ahora poco rato. Cuando veníamos para acá con Augusto, Ricardo y Benito, encontramos a un policial medio ebrio que estaba maltratando a un pobre hombre, el cual habría sucumbido bajo los golpes del sable si Ricardo y Benito no hubiesen corrido en el momento a favorecerlo.

 

DON VICTORIO.

— ¿No ves a tu Benito? Un Quijote desfaciendo entuertos.

 

DOÑA ROSA.

— Pero, según eso, también nuestro hijo sería...

DON VICTORIO.

— ¡Otro Quijote! ¡Esos pícaros liberales me han echado a perder al muchacho! ¿Qué les importaba a ellos que el policial aporrease al otro? Estaría haciéndolo entrar en su deber...

 

DOÑA ROSA.

— Estaba quitándole la calificación, pues el hombre se había empecinado, según dijo, en no querer votar por el gobierno.

 

DON VICTORIO.

— ¿No ves como el policial cumplía con su consigna? Apuesto a que Augusto fue más prudente...

 

DOÑA ROSA.

— Y tan prudente fue, que lejos de acercarse a prestar su ayuda, nos invitaba a separarnos pronto de allí.

 

DON VICTORIO.

— Ya ves que no quería comprometerse ¡Sabe vivir ese mozo! ¡Sabe vivir!

 

DOÑA ROSA.

— Pues yo le dije que no me movería de allí, y aun me acerqué al policial para afearle su conducta...

 

DON VICTORIO.

— ¡Oh!, ¡eso es muy mal hecho, Rosa! ¡Y si llega a saber el ministerio! Pero, si esto sucede, yo le diré al ministro. «¿Cómo es posible, señor, que un hombre sea responsable de todo lo que hace su mujer por esas calles? La misma esposa de su señoría habrá hecho tal vez, a escondidas de usted, mil cosas que...». En fin, esto y más le diré... Por ahora es preciso corregir a Ricardo, separándolo de ciertas amistades peligrosas. No me gustan esos hombres como Benito, que se creen con la misión de componer el mundo. Vivamos en paz y dejemos al mundo que lo componga Dios, que es el verdadero componedor de las cosas. A mí me gustan los hombres prudentes, pacíficos y vividores como Augusto, que será el marido de Elvira... (Se deja sentir afuera un gran tumulto y DON VICTORIO corre hacia el balcón, seguido de DOÑA ROSA. ELVIRA queda sentada, aparentando llorar en silencio). Mira lo que hacen esos malvados, Rosa, y dime ahora si es posible hacer elecciones pacíficas con semejante populacho.

 

DOÑA ROSA.

— ¡Están haciendo pedazos la mesa!

 

DON VICTORIO.

— He ahí la obra de tu soberanísimo pueblo.

 

DOÑA ROSA.

— Se ve bien claro que los señores vocales han agotado la paciencia de esas pobres gentes. ¿Qué quieres que haga un pueblo que se ve burlado y ultrajado en sus derechos?

 

DON VICTORIO.

— Que tenga paciencia: eso es lo que yo quiero, y no que dé esto escandalosos ejemplos de insurrección. Ahora viene la fuerza armada... Soldados de caballería... A buen tiempo llegan, hijitos... ¡Ja! ¡ja! ¡ja! Ahora creerán lo que siempre les he dicho: la fuerza armada debe estar desde el principio rodeando las mesas... Y el que falte al orden, a la capacha con él, y santas pascuas... Pero llegar ahora, después del asno muerto... Yo quisiera saber la causa de esto. (Hace señas con la mano hacia la calle). ¡Mire, amigo!, ¡óigame una palabrita! ¡Suba por la escalera! ¡Venga!... ¡Suba! ¡Suba! Tome una chaucha. (Vuelve a la escena). ¡Roto pícaro! No quería venir, pero en cuanto le mostré la chaucha...

 

DOÑA ROSA.

— ¿Te admiras? Pues ese hombre pertenece a la familia de los ganadores, de los vividores, de los augustos, en fin.

 

 

ESCENA VIII

 

DOÑA ROSA, ELVIRA, DON VICT0RI0, HOMBRE DEL PUEBLO

 

 

HOMBRE.

(En la puerta). Aquí estoy, señor, ¿qué quería usted?

 

DON VICTORIO.

— Quiero que me diga la causa de ese tumulto. ¿Por qué han hecho pedazos la mesa? ¿Quiénes han sido?... Antes de todo dígame: ¿de quiénes es usted, de los gobiernistas o de los opositores?

 

HOMBRE.

— Yo soy del que me paga, señor.

 

DON VICTORIO.

— Pues bien: tome esta chaucha. (Le pasa una moneda). Y cuénteme la cosa como ha pasado.

 

HOMBRE.

— Los del ataque a la mesa fueron los opositores.

 

DON VICTORIO.

(A DOÑA ROSA). ¿No te lo decía? ¡Si cuando yo yerro, doy en un ojo! (Al HOMBRE). ¿Y en qué se fundaron para cometer ese desacato?

 

HOMBRE.

— En una diablura que los gobiernistas hicieron.

 

DOÑA ROSA.

(A DON VICTORIO). ¿No te lo decía? ¡Mira como yo también sé dar en el ojo, cuando yerro!

 

DON VICTORIO.

— Calla mujer. ¿Qué diablura fue esa?

HOMBRE.

— Los opositores tenían un caballero que les ayudaba mucho y muy bien, llevando votantes a la mesa. Los ministeriales trataban de deshacerse de este caballero, y como no encontraban pretexto para llevarlo preso, uno de ellos sacó una navajita y se hirió en un brazo, gritando: «¡Este caballero me ha herido!».

 

DON VICTORIO.

- ¡Ya comprendo! ¡Ja! ¡ja! ¡ja! Es treta muy antigua. Entonces algún policial que allí estaría al efecto, echaría su garra sobre el tal caballerito...

 

HOMBRE.

— Así fue, señor, pero no lo llevaron solo, y eso es lo que yo siento, porque quiero mucho a mi antiguo patrón don Benito.

 

ELVIRA.

— ¡Benito! ¿Qué Benito es ese?

 

HOMBRE.

— Don Benito Muñoz, señorita... Yo fui ahora tiempo cochero de su casa...

 

ELVIRA.

— ¿Qué le ha sucedido? ¡Habla!

 

DON VICTORIO.

— ¡Qué muchacha! ¿Cómo quieres que hable, si no lo dejas explicarse?

 

HOMBRE.

— Cuando los policiales tomaron preso al caballero, don Benito agarró de un brazo al que lo acusaba, porque ya quería escaparse y dijo al jefe de policía que luego llegó..., le dijo que no llevasen preso al caballero porque aquel hombre que él tenía agarrado era el mismo que se había hecho el tajo en el brazo...

 

DOÑA ROSA.

— Y ¿no soltaron al caballero?

 

 HOMBRE.

— No, señora, y en lugar de soltarlo tomaron también preso a don Benito, porque el hombre que él tenía del brazo era de la policía secreta...

 

DOÑA ROSA.

— ¡Malvados! ¡Y quieren gobernar en paz cuando ellos son la verdadera causa de todos los desórdenes!...

 

DON VICTORIO.

— ¡Calla, mujer, por Nuestra Señora de Andacollo! ¿No ves que todo esto ha pasado por el mal carácter de Benito, por la manía que estos diablos tienen de entrometerse en todo...? ¡Eso le pasa por no saber vivir con los vivos! ¡Ya verá él si el tal caballerito lo va a sacar de la capacha!

 

DOÑA ROSA.

— ¡Ah, Victorio! ¡No digas eso, por Dios! Yo no sé lo que me pasa... Temo por Ricardo, y aquí en el corazón tengo una cosa que... (Al HOMBRE). Dígame, amigo, ¿qué clase de caballero era ése que llevaron preso? ¿Es viejo?

 

HOMBRE.

— No, señora, es mocito: puede ser hasta hijo de usted, por ejemplo, y sólo tiene bigotito rubio...

 

DOÑA ROSA.

— ¿Pelo castaño, ensortijado, con sombrerito chico, redondo?

 

HOMBRE.

— Sí, señora... Y ahora que me acuerdo, tenía una flor puesta aquí (se toca el lado izquierdo) en un ojal.

 

DOÑA ROSA.

— ¡Es mi hijo!... ¡Me lo anunciaba el corazón! ¡Es nuestro hijo, Victorio, al que estos infames han llevado preso! (Llora).

 

DON VICTORIO.

— ¡Qué trabajo! ¡No llores, Rosa! ¡Te imaginas que se habrían de atrever a poner las manos sobre el hijo de un senador siete veces, de un gobiernista más de setenta veces siete! ¡Tranquilízate, hijita! Estoy seguro de que no es Ricardo... ¡Esto es lo que pasa por no hacer las elecciones a la sombra de la fuerza armada!

 

DOÑA ROSA.

(Muy afligida y atendida de cerca por ELVIRA). Pues yo te digo que es Ricardo... Andaba con un botón de rosa en el ojal...

 

HOMBRE.

— Sí, eso es... Era una rosita la que tenía...

 

DON VICTORIO.

(Exaltándose). ¿Será posible?

 

DOÑA ROSA.

— ¡Corre a ver, Victorio! ¡Corre pronto!

 

DON VICTORIO.

— Sí, iré... Pero les aseguro que si se han atrevido a tocarme a mi hijo, yo... (Aparte a ROSA). Pero ¿quién nos garantiza la veracidad de este hombre?

 

 

ESCENA IX

 

Dichos, AUGUSTO

 

AUGUSTO.

— ¡Señor don Victorio! Una desgracia..., pero que tiene pronto remedio... Ricardo...

DON VICTORIO.

— ¿Es verdad que se han atrevido a tomarlo preso?

 

AUGUSTO.

— Sí, señor, pero saldrá luego... Es menester que vayamos pronto al cuartel de policía.

 

DON VICTORIO.

— ¡Sí! ¡Vamos! Mi sombrero... Pero ¿usted vio?...

 

AUGUSTO.

— Vi que el otro hombre seó intencionalmente en el brazo, y en seguida pidió auxilio a la policía contra Ricardo.

 

DOÑA ROSA.

— Y ¿usted no dijo nada?

 

AUGUSTO.

— No era prudente hablar en aquellos momentos, señora...

 

ELVIRA.

— Pero Benito trató de defender a mi hermano.

 

AUGUSTO.

— Conque sabía ya usted, señorita, que Benito... Es cierto que cometió la imprudencia de coger al hechor, que es un activo servidor de nuestra policía secreta, imposibilitándose así para servir de testigo...

 

DON VICTORIO.

(Con airado semblante y a tiempo de ponerse el sombrero). ¡Es decir, amiguito, que usted, por prudencia, no trató de impedir que insultasen a mi hijo!

 

AUGUSTO.

(A media voz). Pero, señor don Victorio, acuérdese usted de que estoy comenzando mi carrera política, y no era posible que por una niñería como aquella viera yo caer en tierra todos mis castillos. Usted mismo me lo habría desaprobado.

 

DON VICTORIO.

(Dando un paso atrás). ¿Conque yo le habría desaprobado a usted el que hubiese defendido a mi Ricardo?

 

AUGUSTO.

— ¡Por supuesto! Cuando usted se refresque verá lo cuerdo de mi conducta. Fíjese usted en que también querían atrapar a Benito Muñoz, y él mismo les dio el pretexto... ¿Qué habría dicho el oficial de policía, si me hubiese visto hacer causa común con Benito? ¡Adiós diputación!

 

DON VICTORIO.

(Con ironía). ¡Oh! Es usted muy prudente.

 

AUGUSTO.

— Porque sé vivir y navegar en el mundo, señor don Victorio. Tranquilícese usted, que la cosa no es nada. Vámonos al cuartel a buscar a Ricardo.

 

DON VICTORIO.

(En la puerta, a tiempo de salir). ¡No! Iré yo solo.

 

AUGUSTO.

(Insistiendo). Pero, señor...

 

DON VICTORIO.

(Con firmeza). ¡Le prohíbo a usted que me siga! No comprometa usted su porvenir... No exponga su diputación, su judicatura en letras y su qué sé yo qué más. (Hace como que se va y vuelve). ¡Rosa! ¡Te advierto que ahora no me gustan los hombres tan prudentes! ¡Al diablo con los vividores! (Sale seguido del hombre).

 

 

ESCENA X

 

DOÑA ROSA, ELVIRA, AUGUSTO

 

AUGUSTO.

(A DOÑA ROSA). Comprendo muy bien, señora, la intranquilidad de don Victorio, pero cuando su espíritu se calme verá que yo le he hecho un verdadero servicio...

 

DOÑA ROSA.

— Mil gracias, señor; pero mucho más le agradecería a usted que no nos sirviera de ese modo.

 

AUGUSTO.

— Y, sin embargo, es la manera más adecuada, la más conforme con las reglas de la verdadera prudencia. Aun cuando Ricardo no salga ahora de su prisión, ruego a ustedes que permanezcan tranquilas, porque yo estoy de por medio... Tengo ardientes deseos de servirlas... Yo seré diputado, a pesar del descalabro de la mesa, y prometo a ustedes emplear toda mi influencia en el gobierno...

 

DOÑA ROSA.

— Señor, ¿hasta cuándo abusa usted de nuestra paciencia?

 

AUGUSTO.

— ¿Y qué llama usted abusar, señora?

 

DOÑA ROSA.

— Abusar, señor, quiere decir estar de más... Baje con cuidado la escalera porque el

 penúltimo peldaño es un poco resbaladizo. (Abandona la escena seguida de ELVIRA).

 

 

ESCENA XI

 

AUGUSTO

 

 

AUGUSTO.

— Cuando un hombre como yo es tratado con tal descortesía, ¿qué es lo que aconseja la sana prudencia? Retirarse. (Se pone su sombrero y se encamina hacia la puerta con mesurado y grave paso).

 

Cae el telón