EL MOTIVO DE OPOSICION ENTRE ALDEA Y CIUDAD EN DOS DRAMAS CHILENOS

Antonio Skármeta







Tres dramas, de los tres dramaturgos más importantes de las primeras décadas de nuestro siglo, desenvuelven una curiosa alternativa del tradicional contrapunto valorativo entre la ciudad y la aldea. El motivo, uno de los más recurridos en el teatro y la novela nacional cuenta en el siglo XIX con las elaboraciones de Blest Gana, Jotabeche y Barros Grez. En estos escritores, la oposición se resuelve por el triunfo, o al menos la exaltación de los méritos rurales sobre los ciudadanos. En el siglo XX, el desarrollo del tópico, aunque aparentemente sostiene la misma perspectiva valorante y resuelve del mismo modo el contrapunto, muestra en el drama ciertas modificaciones que afectan tan hondamente el destino de los personajes que se transforman en instancias decisivas para sus existencias.

El contrapunto, con su aparente adhesión al motivo cabal, pero con la corrosión e inversión señalada, aparece implícitamente substanciado en los tres dramas de los tres dramaturgos que señalábamos antes: Pueblecito, de Armando Moock1; La canción rota, de Acevedo Hernández, y La Viuda de Apablaza, de Germán Luco Cruchaga. En cada una de estas piezas hay un personaje específico, de vuelta de la ciudad, que obra sobre el espacio rural afectando de alguna manera el habitus vivendi de los pobladores locales. Sin embargo, el impacto mas remecedor del foráneo sobre los del medio, no se resuelve mediante una expresión meramente verbal en que los términos de la oposición ciudad-aldea son enunciados en desmedro de la primera, sino en una zona que no se enuncia verbalmente dentro de cada pieza, pero que tiene en la acción que la presencia del foráneo ejerce, toda su más rica significación.

El hecho de que haya que buscar la verdad viva de la oposición ciudad-aldea, más que en los enunciados de los personajes en el sistema de relaciones dramáticas que entablan entre ellos, señala que en estas obras la oposición en que la ciudad es desmedrada, es solo un aspecto muy exterior de la pieza, corroído por la propia actividad de los caracteres foráneos, con la secuela de afectos que entran a modificar no la ruralidad (hay que concederle mucho más que costumbrismo a estas obras) sino a provocar una conmoción en los personajes, causándoles un movimiento de conciencia que los ilumina con respecto a valores más hondos y universales que los que celebra o denigra el tópico: pasión, amor, justicia.

A continuación pretendeos mostrar las alternativas de este motivo en dos de las obras mencionadas. Dejamos para otra ocasión el examen, más complejo, de La viuda de Apablaza.

Pueblecito

En Pueblecito, los dos primeros actos, extremadamente relajados en la tensión dramática, están trabajados desde un determinado mood en que prima la modorra, el hastío, el pavoroso hábito en que perseveran ociosamente dos hermanas que evocan favorablemente la vida de la ciudad en sus aspectos más externos. Esta costumbre verbal, más ciertas ensoñaciones literaturoides enraizadas en Las Desencantadas de Loti, son los medios de que se valen para amenizar insignificantemente el paso del tiempo. Ambas clases de evasiones las afectan de manera tal que no reconocen mérito a los valores y costumbres del pueblo. Afirmando sus características de señoritas bien, desprecian a sus galanes rurales. El cuadro se completa con el pintoresco conflicto radicalismo-iglesia, visto en un sacristán y un alcalde, rastrero el primero, histrión el segundo.

Aparte de la convincente construcción ambiental que en su parálisis subraya el mood predominante de las muchachas en el Primer Acto, hay una escena aparentemente gratuita, desintegrada externamente del resto de la pieza, donde una mujer llamada Elvira, mayor que las muchachas, las visita. Los parlamentos de Elvira enuncian resumidamente el drama de su vida, el desenlace que significó haber aceptado por marido a quien no se amaba.

ELVIRA: No se casen, chiquillas, sin estar enamoradas, que el matrimonio no vale el sacrificio, cuando no se vive al calor de un amor que fue (pág. 277).

Más adelante, Elvira amplía la zona de la vitalidad frustrada en términos que exceden los del amor.

MARCELA: ¿Lo quieres ahora?
ELVIRA: Tu pregunta es demasiado indiscreta y no sé qué responder. Nos embrutecemos; llega un momento en que no sabemos nada ni nada nos importa, no tenemos deseos ni ambiciones, no sabemos lo que nos gustaría ser y vivimos porque somos; pasa un día y un año y otro, y los quehaceres nos transforman en máquina; nos olvidamos del corazón y del cerebro. No me preguntes si lo quiero, no sabría responder.

El discurso de Elvira subraya en un nivel de proyección, las limitaciones de la existencia pueblerina que las muchachas sienten como un lento infierno. Aparte de lo que es su existencia presente, un transcurrir bajo el signo del estatismo2, aparecen en el primer acto personajes como el de Elvira, que son visualizaciones concretas de una instancia futura, tanto más dramática en cuanto que cerca el destino de las muchachas acentuando el sentimiento de asfixia. Elvira, es una ejemplificación de un destino más factible que hipotético. El otro caso es Tataya, la tía objeto que transita por la casa. Este personaje es imagen fiel de la inmovilidad e inanidad que acecha sobre las jóvenes, es también una carta abierta al destino, una suerte de profecía ambulante, que pasa las horas muertas rezando el rosario y hablando a solas.

TERESA: Pensar que yo pueda llegar a ser como ella, me da terror… (pág. 276)

Luego es su hermana quien reafirma la inquietud:

MARCELA: EL día que al anochecer entre yo en  este cuarto y no la encuentre en esa silla, tendré miedo.
ELVIRA: ¿Miedo a qué?
MARCELA: Miedo de tener un día que ocupar esa silla. (pág. 276).

Lo patético en Pueblecito, es que las muchachas que se autocompadecen como las desencantadas de Loti y culpan su relación crítica con el pueblo al hecho de haber sido educadas en Santiago, lo que ha mejorado sus aspiraciones rechazando la vida de sumisión, son incapaces de dinamizar su ámbito. A la conciencia crítica no sigue la rebelión, sino la carencia, y la visualización de un estado diferente, una realidad a la cual aspirar. En el caso de Teresa y Marcela, hay algo más radical que frustraciones y aspiraciones. Hay una concepción errónea de los méritos ciudadanos y los disvalores rurales. Su apología de Santiago, en el Acto Segundo, es rápidamente desmontada por la “desencadenada” de la ciudad, y la razón es simple: no pasa de ser una visión frívola, de week-end, de la metrópoli. Paralelamente, su desprecio a la vida pueblerina –como lo probará pronto el desarrollo de la trama, al acatar las muchachas a sus galanes antes despreciados-, se fundamenta más que en una realidad, en una carencia. Es la falsa valoración de Santiago, el hecho de sentirse santiaguinas de un Santiago de fantaseo irreal, lo que las obliga a crearse un status, también artificial, dentro del pueblo. Entre ambas falsedades, se da, para los efectos del motivo que estudiamos, una alabanza de la ciudad, pero justamente en los términos más equívocos posibles, porque la experiencia ciudadana al no haber sido vivida en profundidad deja la alabanza en un plano meramente verbal, sin que la abúlica actitud de las hermanas venga a ilustrar esos méritos.

A la imagen de Elvira, quien jugó a la sumisión y ganó la infelicidad, y a la falsa alabanza de ciudad de Teresa y Marcela, sucede en la obra la presencia dinamizadora de Marta, quien no sólo atrae la máxima intensidad dramática al convulsionar el cuadro de relaciones sentimentales, sino que es quien pondrá el contrapunto valorativo ciudad-aldea en un justo equilibrio, si bien bajo el engañoso modelo verbal de la alabanza de aldea y el desprecio de ciudad. El engaño proviene del menosprecio que hace Marta de la ciudad, lo que aparentemente la dejaría desnuda de virtudes. Pero en la seguidilla crítica, sus respuestas están condicionadas también por la falsa afirmación de virtudes santiaguinas de las hermanas. Es la dirección de la pregunta lo que mueve la respuesta:

MARTA: Se las sabe una memoria; la vida de la ciudad es cansada, el ambiente pesado, siempre las mismas caras; la cortesía y el lujo aburren; les aseguro que no esperaba sino la hora de salir de allí.
MARCELA: Y nosotras que los encontramos tan bonito y que soñamos con volver allá.
TERESA: Cierto; la vida de sociedad, los paseos, los teatros.
MARTA: ¿Pololos? El flirt… ¡Qué tontería! Todos dicen la misma cosa, todo es afectación, aparentar más de lo que se es y de lo que se tiene.
TERESA: ¿Has ido al Ateneo?
MARTA: Psh… Eso está muy cursi… (pág. 294)

La cortesía y el lujo delatan la afectación; los paseos y los teatros indicen en la visión turística de las hermanas; el flirt, el corto alcance de sus propósitos. Es evidente que si la ciudad respondiera a las requisitorias de las hermanas, no contaría sino con los menguados valores de la frivolidad. Pero Marta, que es el personaje cabalmente ciudadano, ilumina de otra manera la clásica oposición. En el Acto Tercero, el desprecio está hecho sobre razones de más fundamento. Marta enumera los contravalores (pág. 311) con un rigor ajeno a todo ensueño. Envidia, ambiciones, codicia, la cultura como degeneración de la civilización, lujuria, organismo debilitados, lucha desesperada por el mendrugo de pan, neurosis.

A la secuencia de desprecios enumerados por Marta, sigue una meditación en la que se destacan los valores rurales. En ella se anuncia una manera filosófica de ver lo rural, donde el tópico de la paz y de la vida idílica, pasan a ser enraizados en un sentimiento más profundo del paisaje. El discurso de Marta propone una imagen del hombre feliz en armonía con la naturaleza. Le sugiere al tiempo vital una concordancia con el tiempo rural. Notablemente angustiada por los contravalores antes señalados del mundo de la ciudad, opta por la reducción de los conflictos vitales a un esquema elemental de convivencia, donde una armonía sin conflictos con el paisaje, operará como adecuada escuela para la muerte. Evidentemente, su propuesta, al abultar los méritos del orden natural, minimiza los valores vitales, casi decidiendo, verbalmente, por un mundo ahistórico. Esta es su resignación:

MARTA: Caprichos. Siempre deseamos lo imposible, nunca sabemos lo que queremos. Los viejos mueren aguardando lo que no llegará jamás y los jóvenes viven desesperados. Felices los que viven con la vista agachada hacia la tierra, porque van deleitando sus ojos en el paisaje, porque un día han de llegar, sin saber que van a la línea donde se pierde el horizonte, y no sabrán que han llegado (pág. 312).

Precisamente la feliz pareja de Rebeca y Juan Antonio, retratan en forma veraz y concreta la filosofía anunciada por Marta. Acatando los valores rurales, inmersos en ese mundo sin otra experiencia espacial frente al cual sientan la limitación, resuelven sus existencias en la ingenua alegría de un amor sano. Esta pareja completa los tres niveles de personajes distinguibles en relación al motivo: a) Rebeca y Juan Antonio: vigencia y plenitud de lo rural como sistema de vida; b) Marcela y Teresa: desprecio de lo rural como sistema de vida desde una errada perspectiva de alabanza ciudadana; c) Marta: desprecio de la ciudad fundamentada en una experiencia verdadera y alabanza de la aldea expresada en una jerarquía axiológica que hace del ritmo natural el valor fundante.

Pero al promediar el Tercer Acto, momento en que se violenta en escena la sutil atracción recíproca de Juan Antonio y Marta, hasta el dramático desenlace que incluye el sacrificio de Rebeca, descubrimos que hay por lo menos dos incongruencias, si no paradojas, entre los enunciados verbales de Marta y sus acciones.

La primera incongruencia nace de la explícita actitud de Marta de acogerse a su pueblo paraíso (págs. 295 y 296) que opera en ella como una recuperación de lo familiar, de lo elemental y cobijante deteriorado en los ámbitos ciudadanos. Esta incorporación a la vida del pueblo luego se manifiesta en una dinamización del lugar idílico en la que Marta actúa como fuerza motora. El “pueblecito” no sólo será un regazo, sino que deberá modificarse en el sentido que las pasiones de la heroína foránea proponen.

La segunda paradoja hiere más profundamente los postulados amables de Marta. Frena con bastante dignidad la tendencia hacia Juan Antonio, el novio de su hermana, valorando en primera instancia el mundo ingenuo que concretiza tan bien su propia filosofía. Pero el aparataje conceptual de Marta se derrumba cuando la pasión doblega las inhibiciones de la inteligencia. Las escenas finales dramatizan el enfrentamiento de Juan Antonio y Marta, cediendo una resolución favorable del triángulo a éstos. Moock, con recursos muy directos, señalados en las acotaciones, va volcando la caída de Marta hacia lo pasional. La progresión de la escena marca el primer momento abiertamente erótico de la pieza (La coge de la mano); (Rozándole el oído); (Cogiéndola por la cintura y besándola); (Apoyada en el hombro de Juan Antonio solloza). (Págs. 321 y 322)

Ahora se entiende cabalmente la verdadera contradicción en el carácter de las afirmaciones de Marta que contenían el menos precio de la ciudad. Es en efecto su formación en la ciudad, los resultados de la educación en su carácter, lo que posibilitan la decisión auténtica, la elección de acuerdo a la fuerza amorosa que es garantía inefable de verdad: “El amor es un pobre ignorante y ciego que une seres sin conocer estados de almas ni cerebros” (pág. 312). Es ahora que Marta puede optar entre el renunciamiento o la felicidad, porque su formación se lo permite. Llegado el momento crucial, obra consecuentemente con lo que afirmara antes: “… la felicidad y el amor están en todas partes; flota en el aire junto a nuestras vidas, yo siento que me rodea, pero hay que saberlo esperar, hay que saberlo buscar, hay que saberlo encontrar” (pág. 312).

La reiteración en el verbo saber es más que un recurso retórico. Subraya el carácter de fuerza vital que tiene el aprendizaje. Una cultura que no es la del Ateneo, ni la del flirt, sino la precisa conciencia valorante capaz de liberar a la mujer para la decisión más radical3. Ahora surge también con claro sentido la fugaz aparición de Elvira, “la que eligió mal”, en el Primer Acto. La coda de la obra termina con la actuación de Elvira como el preciso contrapunto de Marta. Es ella la otra faceta del idílico pueblecito de la protagonista. La ceguera estéril del mundo quieto, natural, que acoge a las fáciles convenciones del ámbito rural, aun a precio de la infelicidad.

Por lo tanto, ni la ciudad es el lugar plenamente despreciable, ni el pueblo la solución. Lo que hay por debajo de ambas manifestaciones verbales, el drama mismo, desborda en Pueblecito, de Armando Moock, la habitual polarización del tópico.

El hecho de que la obra esté lo más lejos posible del happy-end, donde el autor no vacila en llagar definitivamente a Rebeca, el personaje más absolutamente víctima, el antihéroe arrasado por los hechizos de la mujer ciudadano (hechizos que habría que cargar a la cuenta de la valorización de la ciudad), prueba que Pueblecito no es una “comedita” más. Las puestas en escena debieran recalcar el drama de autenticidad e inautenticidad que se ventila en la pieza, antes de solazarse en las minucias humorísticas de la estampa típica, o en las salidas de fácil consumo del alcalde y el sacerdote.

La canción rota

También en La Canción Rota, de Antonio Acevedo Hernández, el motivo aparece tratado con una complejidad que excede todo maniqueísmo. El conflicto básico de la pieza –las tensiones entre poderosos y desposeídos- recoge aparentemente en forma secundaria el contrapunto valorativo campo-ciudad. El conflicto central, que en un comienzo puede ser visto como un drama social (pobres sometidos a ricos) aparece apoyado diestramente por una serie de subconflictos que son expresiones de las tensiones entre los personajes. En todos estos subconflictos el capataz Abdón sustenta siempre una de las fuerzas contrincantes, por lo menos, hasta el momento en que vemos que detrás de Abdón se moviliza todo un mundo empeñado en la persistencia de hábitos feudales de gobierno. Pero para saltar del problema individual al diagnóstico masivo, será necesaria la presencia en el predio de Salvador, el nieto enfermo y culto que vuelve “desencantado de la ciudad” procurando revitalizarse en todo sentido en el campo.

Los conflictos individuales que provoca Abdón son los siguientes:

a) Con Mariana, un subconflicto pasional. Él la desea y ella no quiere ceder;
b) Con Jecho, un subconflicto de prestigio. Este ha ganado “a topiar” con su caballo Farol, y Abdón herido en el orgullo, adopta una actitud provocante. Le es rechazada una oferta de compra del animal. Finalmente el caballo es robado;
c) Con Salvador: subconflicto amoroso. La llegada del foráneo convierte el subconflicto pasional con Mariana en la figura tradicional del triángulo, al cautivarse la muchacha con los encantos del recién llegado: “Quiero que me enseñís. Quisiera pasarme la vía oyéndote decir la verdad o mintiendo. ¡Lo que digái no me importa, lo que m´importa, es oírte toa la vía” (pág. 344).

A estos subconflictos habría que sumar las diversas tensiones entre el administrador Abdón y los campesinos, anteriores incluso al momento que escenifica la pieza. Este subconflicto que va nutriendo lentamente el conflicto social básico lo llamamos d) subconflicto social.

La habilidad de Acevedo Hernández radica en la creciente tensión con que todos estos subconflictos apuntalan con su carga de pasión individual el conflicto social básico. Antes de la llegada de Salvador a la quinta, no puede, en rigor, hablarse de un conflicto sociopolítico. El mundo al que ingresa Salvador, es igual que en Pueblecito, un ámbito natural, un orden que ahora sí se va a develar casi como ahistórico. Los hábitos del trato entre pobres y ricos, entre trabajadores y patrones, se ven como leyes estructurales del mundo por los campesinos. La relación de sumisión al patrón las viven con la misma inmovilidad y contundencia que la montaña que tienen al frente. La naturaleza y los patrones aparecen puestos allí desde el primer día como por obra divina.

ESTEBAN: …No, no. Salvador. La tierra es de ellos ende que llegaron los españoles. Ellos han nací opa mandar, nosotros pa servir, así lo estableció mi Dios. El curita dice que han de haber ricos y pobres como hay zorros y corderos, que así lo dispuso Dios que too lo sabe (pág. 344)

En otro momento Salvador dialoga con un campesino.

SALVADOR: ¿De quién es la tierra?
CAMPESINO: Del patrón.
SALVADOR: ¿Trabaja aquí el patrón?
CAMPESINO: ¡Cómo se le ocurre? El es rico (pág. 342)

Es este un mundo estático, afectado de una parálisis más urgente que el de Marta en Pueblecito. Ve el campo como la posible fuerza de recuperación para su salud maltrecha. “Aliviaré… aquí todo es bueno… Tú eres lo mejor”. En cambio, el denuesto de la ciudad es enfático. No deja zona sin cubrir en la amarga descripción: “Hay personas-leones y personas-sabandijas que son peores que las fieras, porque saben sonreír y acariciar, fábricas cerradas que jamás dejan de sonar con un rumor que atonta y asesina, los pobres que son los únicos que trabajan, son miserables, las enfermedades andan sueltas y la crueldad de los poderosos es desbordada, y cuando se pide algo de comer para no morirse de hambre castiga la justicia (pág. 340).

Pero una vez más las acciones de Salvador desbordan la contravaloración de la ciudad. Irrumpe con una catequización política el orden “natural” y lleva  a los pobladores a la rebelión. Esta toma de conciencia viene apadrinada por su experiencia en la ciudad. Allí el juego social es superado en sus términos de oposición ricos y pobres. La conciencia de los poderes del proletariado cuando se une, establece una dinámica oposición política: explotadores y explotados.

Salvador expresa esta clarificación en diálogo con los lugareños:

SALVADOR: …. Allá –alguna vez lo he dicho-, el pobre se llama pueblo. Los ricos son los capitalistas y esos señores son dueños de todo (pág. 350).

Pronto se hace sentir el impacto de la presencia de Salvador y la gradual movilización del mundo de sus acciones. Reinoso, un secuaz de Abdón, manifiesta el interés que el mundo patronal tiene en que las cosas persistan en su orden, cuando Salvador, llamado a trabajar, asegura que se dedicará a enseñar a leer a los chiquillos de la zona.

REINOSO: L´erró, pues gallo. A nadie le gustan por aquí esas tallas. Yo hey hablao con muchos y dicen que usté está enseñando a flojos a los chiquillos. Esos coltros hacen faltan enla desyuyaurá. ¡Pa qué aprienden a leer! A güenos piones deben aprender. ¿No le parece don Audón?
ABDÓN: Claro (pág. 355).

Aparte de la aclaración de los términos sociales en pugna según el esquema marxista, Salvador amplía el proceso de concientización, que no es sino una retirada del mundo vivido hasta entonces para entender la situación como limitada y susceptible de cambio, hasta revelar un nuevo sentido de la acción de los carabineros, los sacerdotes y los jueces. La justicia aparece acusada como clasista, con lo que se altera el esquema natural de juzgar a sus administradores como imparciales de un valor absoluto.

El cristianismo aparece dotado de un nuevo sentido. Salvador cuestiona aquel aspecto del Evangelio que ofrece como premio el otro mundo e incita a actuar bien en conciencia, sin tener en cuenta recompensa alguna (pág. 359). A la vigencia de los valores eternos, opone los valores más humanos de la solidaridad (pág. 360). Las enseñanzas de Salvador a los pobladores, prueban muy luego, en la acción, el substrato alegórico de La canción rota. Al ritual catequista, con que se inicia el Acto Tercero, donde se alteran los términos del Evangelio, la reminiscencia bíblica se manifiesta en los nombres de los protagonistas: Salvador y Mariana y Jecho (Jesús). La escisión del Mesías en dos personajes, ateniéndonos al esquema propuesto, parece justificada. Salvador es el teórico, quien trae la buena nueva. Jecho es el hombre práctico. Encarna la decisión, la fuerza pasional. Es verdad que en él se cumple el destino semejante al que Salvador señalaba para Jesucristo (persecución y crucificción), pero sus motivaciones son más personales que colectivas. Cuando enciende el fuego  en los campos como represalia por el corte del agua a los campesinos y por el baleo, persiste en él el odio individual a Abdón, aquél que le ha robado su caballo. Así lo afirma al finalizar la pieza:

JECHO: Con un solo fósforo acabé con la riqueza de un año y me vengué de mi enemigo. Ese ya no hablará más. ¡En las cenizas va a volar! Madre ya estoy completo: ¡agora soy un criminal!... (pág. 371)

En las dos obras consideradas, no obstante el desprecio de la ciudad al que obliga el motivo, hemos visto que los elementos foráneos movilizan el ámbito rural en un proceso de autenticación. En ambos casos, el contrapunto de valores, aparece desbordado por los hechos. El precio que se paga es la muerte o el sacrificio del inocente. Esta dureza en el procedimiento dramático habla a favor de ambos dramaturgos: han entregado la realidad en sus términos conflictivos sin recurrir a esquemas simplificadores.

en: Revista Chilena de Literatura N°1, otoño 1970.

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1 Las citas de páginas para las obras tratadas son del libro Panorama del Teatro Chileno, 1842-1959. Estudio crítico y antología, por Julio Durán Cerda. Editorial del Pacífico. Santiago de Chile. 1959.

2 La atmósfera del Primer Acto se configura de modo tal que podría llamarse un acto sentado. Hasta tal punto la quietud abruma, que las muchachas se ven a sí mismas como sillones. “…los muelles de mi vida como los de este mueble se irán hundiendo, hundiendo, hasta tocar la tierra, hasta morir”.

3 La lucidez y coraje de Marta aparecen mentados en el estudio que le dedica a Pueblecito, Raúl Silva Cáceres en La dramaturgia de Armando Moock. Editorial Universitaria. Santiago de Chile, 1964.