EL TEATRO CHILENO DE NUESTROS DIAS

PRÓLOGO

Julio Durán Cerda







Culminación y crisis del Naturalismo

Los antecedentes inmediatos del estado de desarrollo en que se encuentra el teatro chileno en estos momentos, los hallamos en la década de 1940 a 1950; los años siguientes corresponden a la gestación y vigencia de aquella promoción de hombres de teatro. Decimos hombres de teatro y no simplemente dramaturgos, porque el movimiento iniciado entonces, del que fuimos testigos maravillados, congregaba no solo a escritores, sino a gente surgida de las más diversas actividades artísticas e intelectuales, que sentían la necesidad común de vitalizar el teatro en todas sus formas, trayendo un concepto nuevo al texto, a la interpretación, a la presentación escénica y a la producción entendida como una labor colectiva, en cuya concurrencia figuraba también, en un primer plano, el público. Precisamente desde esa época data en América la concepción del fenómeno teatral como la tríada indivisible de Autor, Intérprete y Público.

Aparecieron por aquellos años, pintores, escultores, músicos, sastres, escenógrafos, fotógrafos, periodistas, profesores, estudiantes, sobre todo estudiantes, conmovidos por la misma inquietud renovadora, junto a novelistas y poetas, que también se aprestaban a un cambio profundo en la índole de sus tareas especificas, porque barruntaban la inminencia de un giro insoluto que habría de asumir todo el proceso artístico y cultural del país. Se presentía la liquidación de una etapa y el advenimiento de otra. Muchos indicios, cargados de dinamismo lo revelaban así: en lo nacional, hondas y novedosas orientaciones políticas, señaladas por las reagrupaciones de partidos tradicionales y el nacimiento de otros; en lo internacional, una guerra verdaderamente mundial conmovía a fondo el edificio secular de los valores humanos que parecían más sólidos y permanentes; en lo artístico, comenzaban a palparse, al fin, en los ámbitos americanos, los efectos de la larga fermentación del arte de vanguardia europeo, de cuyas lecciones más valiosas había quedado al margen el espíritu creador de los hombres de este continente, demasiado absortos en la contemplación de su paisaje.

Antes de examinar la transformación profunda del arte escénico de Chile, parece oportuno recordar la magnitud de las dificultades que entraría una operación de ese rango. El desenvolvimiento del teatro mantiene, por cierto, un paralelismo con el de los otros géneros literarios; sin embargo, tal sincronismo no es riguroso, porque la evolución teatral supone una mudanza de una vasta área técnico-escenográfica, interpretativa y hasta financiera y, por lo tanto, la convergencia de una mayor cantidad de factores que en los demás géneros, en donde suele bastar la publicación del texto para que la obra comience a infundir vida y erosión. Por regla general, las obras teatrales no principian a ejercer igual tensión en su ambiente, sino una vez que se han estrenado en óptimas condiciones. De aquí que el teatro chileno suele marchar algo a la zaga respecto de la poesía y la novela.

Sabemos que el naturalismo criollista había ya cumplido, hacia 1930, su faena de entregarnos una imagen del mundo construida en sus términos externos más relevantes y en estructuras de respetable tradición. En el teatro chileno, la última gran obra de ese cuño es La Viuda de Apablaza, de Germán Luco Cruchaga (1894-1930), estrenada en 1928. Un ligero análisis de esta pieza, sin duda, el mejor exponente de aquella época que caducaba sin remedio, nos proveerá de un punto de referencia adecuado que nos permita establecer la diferencia y la distancia entre las modalidades pasadas y las presentes.

La acción ocurre en un lugar del campo chileno del Sur, en 1925, en la propiedad rural formada por Nicolás Apablaza, muerto hace ya diez años. A cargo de aquel predio quedó la viuda, la Viuda de Apablaza, único nombre con que se la conoce y respeta en varias leguas a la redonda. A su cuidado quedó también el niño Nicolás, Ñico, hijo solo de su marido. Es el cuadro vernáculo inicial a que nos tiene habituado el regionalismo literario: naturaleza primaria presentada como lugar ameno; personajes igualmente primarios, con su relieve costumbrista típico, y lenguaje cuasi dialectal. Al levantarse el telón, Rico es ya un mocetón de veinte años, con las mismas hechuras de su padre. Una información proporcionada en el Acto Primero, nos pone en la ruta, porque sintetiza el problema central del personaje que da título a la obra, de donde emana el conflicto estructurador: la pasión amorosa que se ha venido acendrando, oscuramente primero, luego cada vez más delineada, conforme contempla que "Rico se ha venido haciendo hombre, cuyas formas, para su mayor inquietud, van reproduciendo fielmente la figura del que fue su amante marido. Sin atreverse a confesárselo a sí misma, la Viuda no puede evitar un desahogo de aquella creciente presión que alienta en su corazón sencillo y vigoroso, y dice entre suspiros, en uno de los ratos que le dejan libre sus faenas de propietaria, administradora y capataz, funciones que ejerce con dominio de cacique feudal: “¡Diez años viuda. . .! Diez años que me dejo sola el finado Apablaza... Solita... Y todavía estoy rebosando juventud! ¡La sangre me prende fuego en el corazón! ¿Pa qué querré tantas tierras y tanta plata, si me falta dueño?"

Los elementos señalados configuran, pues, el esquema naturalista. Primero un medio social, cultural y doméstico primario, en donde los impulsos vitales pueden estallar violentos y desnudos, ajenos a cualquier artificiosidad morigeradora; en seguida, personajes campesinos chilenos del sur, amalgama de la sobriedad estoica del araucano y del vigor pasional del español; y, por último, un momento histérico determinado, 1925, instante en que se inicia la decadencia del régimen feudal de la propiedad rural en Chile, y comienza a aflojar en los Campos la gravitación abrumadora de las normas y costumbres del legado encomendero, que confería poderes omnímodos al dueño del latifundio sobre cosas y gente a su servicio. Debemos agregar otro condimento habitual del trabajo naturalista, respetado rigurosamente en la elaboración de la pieza: su calidad de documento humano. En efecto, Luco Cruchaga arrancó el episodio, casi intacto, de la región de Quitratúe, donde él atendía labores agrícolas; de ello dan testimonio las numerosas libretas de apuntes, dibujos, habilidad en que se distinguió el autor, y fotografías, en donde atrapó aquellos motivos generadores. Toda esta documentación se conserva en el Museo-Archivo del Teatro Chileno, del Instituto del Teatro de la Universidad de Chile (ITUCH) .

El Acto Segundo está destinado a mostrar los diversos estados previos del desenmascaramiento ibseniano de la pasión amorosa, y su catastrófica culminación. La Viuda, habituada a mandar y a ser obedecida sin dilación ni protesta, no puede postergar por más tiempo una orden cuya formulación había mantenido velada por años; ante la inminencia de que Ñico se case con Florita, joven, hermosa, sobrina de la Viuda, esta se decide a hacer uso de todo el peso de su autoridad, mediante el ejercicio de una suerte de derecho de pernada. Pero a este alcance de estirpe claramente feudal, se opone el ancestral pudor femenino, supervivencia de la América conquistada alguna vez, y la Viuda debe apoyarse en el estimulante de unos cuantos tragos de vino, "porque —dice ella— tengo que criar fuerzas para decirte unas cuantas palabras". Y agrega a continuación, dejando en claro la altura de que desciende a parlamentar con su peón: "Muy platuda seré, pero hay cosas en la vida que necesitan más fuerzas de las que una tiene... ". Merced a los primeros efectos del alcohol, queda en condiciones propicias para abordar el problema y enfrentarse a Ñico que, por primera vez quizá, se ha atrevido a defender su individualidad ante ella, en este caso su albedrío, para elegir el objeto de sus preferencias amorosas; y la Viuda pronuncia la orden que, paradojicamente, es como rendirse sin condiciones a la incontrastable fatalidad de su pasión otoñal: “¡Pero aquí se hace mi voluntad. . .! Por algo te he criado y eres mío. Desde hoy en adelante, tú reemplazas al finado. Tuyas son las tierras, y la plata y. . . la Viuda. Mandará más que yo. . . ¡Por qué he tenido que verte queriendo a otra para saber que yo te quería como nadie, como nadie te podía querer ... ! (Lo abraza estrechamente.) ¡Mi guacho querido! ¡Mi guachito lindo!"

Y sobre este arranque de enajenación, de derrumbe y de monstruoso nudo de abolengo típicamente edipiano, cae el telón del Acto Segundo. Antes de desaparecer la escena, vemos a Ñico inmóvil, tal vez paralogizado, tal vez indiferente, acaso condenado a un extraño e ineludible matriarcado, quizá haciendo rápidos cálculos aritméticos. No sabemos sino hasta el tercer Acto —como lo prescribía Lope— en que paran las cosas; ha quedado un último estrato presto a ser desenmascarado. En efecto, en el Acto final constatamos los resultados desastrosos que, al cabo de dos años, ha tenido la unión consumada en condiciones de satrapía. Nos enteramos que, impulsado por un inveterado hábito de sometimiento a los mandatos de la Viuda, y por un vago instinto económico, Ñico rompió su compromiso con Florita y acató el desigual matrimonio con la Viuda de Apablaza. Se ha encontrado, de improviso, convertido en el dueño absoluto, en la misma envidiable posición de cacique sustentada anteriormente por la Viuda. Ahora él puede, libre y cómodamente, realizar sus anhelos personales. Relega ostensiblemente a un último término a su legítima esposa, que podrá vivir allí, vegetar, mas bien, ya sin mando ni autoridad, y dispone traer a casa a Florita, con quien vivirá en concubinato, mientras pueda anular su casamiento con la Viuda. Tan triste descalabro no puede resistir "la que era más hombre que todos nosotros", como reconoce Ñico tardíamente. Y la Viuda de Apablaza, en un postrer gesto de voluntad y señorío, se dispara un tiro.

Simbólicamente, la derrota de la Viuda aparece como la emergencia de una de las contradicciones del espíritu feudal; la entrega incondicional de su poder, despojo al que no puede sobrevivir, es, en Chile, el abatimiento de aquel régimen agrario, hecho sancionado por la índole moderna que informa la legislación del país, giro iniciado precisamente con la Constitución Política de 1925, y proseguida por las normas jurídicas que esa Carta generó ulteriormente. En este aspecto temático incide la estructura de la novela de Eduardo Barrios, Gran señor y rajadiablos, 1948, que, por otro lado, parece haber contribuido también a la liquidación de una temática y de una estética. En la narración de Eduardo Barrios, vemos al último señor feudal integérrimo, de pronto anonadado por el peso de los nuevos tiempos y de las nuevas leyes sociales, ante cuyo avance él no puede perdurar; y en un acto final de soberbia patricia, en que hay mucho de autodestrucción, despedaza con un hacha el alambique en donde siempre había producido su aguardiente que siempre había comerciado con entera libertad; pero que ahora debía registrar y someter al control legal.

Factores preparatorios de una renovación

Desde La Viuda de Apablaza no se adelanta un paso más en esa senda naturalista. Ni en otras. Viene un interregno en el que el teatro chileno arrastra una existencia anémica, sostenida por una producción mostrenca y rutinaria, encaminada únicamente a la obtención de un pronto lucro económico de empresarios, actores cabezas de compañías y autores. La depresión financiera mundial desatada por aquellos aciagos años del 30 se conjuraba también en esa mengua artística. Con frecuencia, los propios directores de Conjuntos arreglaban una pieza ajena o la escribían ellos mismos, aprovechando circunstancias de la actualidad política, todas de ínfimo valor, con que medraban en aquel marasmo. Proliferó un tipo de obras menores, de mezquino aliento costumbrista que solían integrar programas de variedades o de complemento de alguna obra mayor, incapaz de llenar por sí sola una función, o, en fin, acabalaban presentaciones radiofónicas de auspicio comercial.

En vísperas de la segunda guerra mundial y, sin duda, a causa de la inminencia de ese conflicto, que dispersó por el mundo a muchos valores europeos, se produjo en el medio intelectual de Chile una auspiciosa sucesión de acontecimientos culturales estimulantes y decisivos, que vinieron a despejar aquella densa atmósfera de restaño. En 1938, el ambiente fue súbitamente animado por una de las visitas más fecundas de Margarita Xirgu, a la cabeza de un elenco excepcional y con repertorio de deslumbrantes estrenos, compuesto principalmente por las obras mayores de Federico García Lorca, autor admirado e imitado en toda la América Latina, como poeta desde el Cante jondo y el Romancero gitano, y con un prestigio acrecido por su muerte, como víctima de la Revolución Española, en 1936. Es curioso anotar, de paso, que Margarita Xirgu hizo su primera visita al país en el rango de dama principal de la Compañía Española de Emilio Thuillier, también en vísperas de la guerra anterior, en agosto de 1913. Casi siempre esos ríos revueltos de Europa o América han resultado provechosos para Chile, cuya posición geográfica remota y cuya hospitalidad tradicional lo hacen un magnífico refugio de pecadores.

Las notas de seriedad y modernidad del montaje, de disciplina interpretativa y de buen gusto en la selección de textos, del conjunto español visitante, cavaron una honda huella en la mentalidad de los jóvenes chilenos. Más propicia aún fue la impresión que causó la exaltación del mundo poético que representaban las obras lorquianas, y la prueba concluyente de la eficacia teatral de su magicismo, en un momento en que reinaba el prosaísmo y la vulgaridad chabacana, en los escenarios nacionales. Agréguese a esto el nuevo concepto de la escenografía, iluminación, vestuario y maquillaje que traía el grupo; en su material escenográfico figuraban bocetos de Salvador Dalí y Santiago Ontañón. La riqueza decorativa moderna de los escenarios de Ontañón, corpóreos al mismo tiempo que esquemáticos, eran virtudes que se completaban y se ampliaban insólitamente por medio de un sabio empleo de la iluminación funcional, lo que reforzaba la síntesis poética y el sortilegio de las piezas de García Lorca. Muy pronto se vieron los efectos del impacto que cause esta visita en todos los aspectos de la producción escénica.

Esta jornada tan benéfica fue seguida del otro impacto profundo que significó la temporada del Ballets Jooss, en 1940. De nuevo nos llegaba de la Europa en convulsión, nada menos que a través del conjunto creador del ballet moderno, una contribución de arte genuino, ajeno a todo cuanto conocíamos; una expresión que exaltaba valores humanos de una manera que nada tenía que ver con los procedimientos naturalistas que hasta ayer considerábamos excelsos, sobre todo, cuando, por los años a que aludimos, se producía un rebrote algo modificado de aquella tendencia positivista, estimulado por la orientación popular que revestía la política nacional. De nuevo, una de las más notables entidades artísticas del Viejo Mundo insistía en los valores de una representación poética de la realidad. Y, sin embargo, las obras del Ballets Jooss, en su mayoría, no desdeñaban los contenidos de la más aguda crítica social, como ocurría con La table verte, sátira penetrante a la trágica inoperancia de la Sociedad de las Naciones y a la política del paraguas.

Así como la compañía de Margarita Xirgu, al estimular las inquietudes específicamente teatrales, impulsó a los jóvenes a coordinar sus esfuerzos en entidades, la primera de las cuales ha de ser, como veremos en seguida, el Teatro Experimental de la Universidad de Chile, 1941, así la influencia del Ballets Jooss se cristalizó en la creación del Cuerpo de Ballet de la Universidad de Chile, 1946, grupo integrado por varias de las figuras más valiosas de ese conjunto europeo que a la sazón se había disuelto.

Ambas formaciones artísticas nacionales, a las que se suma la Orquesta Sinfónica de Chile, otro de los productos de la pujanza despertada por esos años, son los motores que, en adelante, activarán orgánicamente el proceso escénico inicial de esta recuperación en el país.         

Un tercer hecho artístico, de carácter nacional ahora, va a favorecer el ambiente de restauración del teatro chileno en su encaminadura moderna. En 1934, merced a una gestión realizada por intelectuales chilenos, retorna definitivamente al país, en gloria y majestad, Augusto d'Halmar, una de las figuras más notables de la prosa artística del continente, que partiera en 1907, en un como destierro voluntario, hacia un largo vagar por Europa y Oriente, alejamiento que lo sustrajo de la órbita naturalista dominante en Chile y en el resto de América. Ese regreso fue aclamado con caracteres de acontecimiento nacional, lo que puede tenerse como un síntoma auspicioso de la nueva sensibilidad colectiva, sobre todo porque entrañaba un gesto de reconocimiento al espíritu de su creación literaria. Se revaloraba la obra de d'Halmar que, por su naturaleza simbolista, de amplio vuelo poético, de cuidadoso lenguaje, de refinado gusto, había sido pertinazmente postergada durante los años del reinado criollista. Debe añadirse que por esos días circulaban dos publicaciones periódicas que acusaban los mismos propósitos restablecedores, la revista Letras y la Revista del Pacífico, en donde se reunían principalmente escritores que dieron en llamarse imaginistas, porque propiciaban el rescate de los fueros de la fantasía y del universalismo en la expresión literaria.

El “Teatro experimental” y un programa básico

Estaban, pues, dadas las condiciones culturales básicas que configuraban una actitud nueva, pujantemente orientada. Faltaba concretar y organizar las aspiraciones tendientes a superar el estado de postración del arte escénico, lo que no tardó en producirse con la creación del Teatro Experimental de la Universidad de Chile, en 1941. Atribuimos a este acontecimiento el rango de agente decisivo del impulso teatral ulterior en Chile.

El nombre parece indicar que la entidad surgió en virtud de una disposición administrativa, debidamente financiada, de esa corporación universitaria. No fue así. No había remuneración alguna, ni a nadie se le ocurría pedirla. Era la energía espontánea de un grupo de jóvenes universitarios del Instituto Pedagógico, que acudió a la Universidad del Estado a solicitar un apoyo, más bien moral, indispensable para llevar adelante un anhelo cuyos verdaderos alcances no podían aún representárselos claramente, pero que sentían como un imperativo ineludible de su generación. La Universidad se percató en el acto de que las posibilidades yacentes en ese gesto juvenil obedecían a reales apremios ambientales y, en consecuencia, atañían a sus propios fundamentos institucionales, pero que no eran, por ahora, sino eso, posibilidades, cuya solidez era necesario poner a prueba, antes de adoptar una determinación formal. Sin embargo, prestó de inmediato su prestigioso aliento y su colaboración extraoficial; por lo pronto, puso a disposición del grupo un par de salas de su Casa Central, en donde los jóvenes practicaron sus primeros ensayos escénicos, discutieron sus problemas y planearon su acción; al mismo tiempo, proveyó los fondos para realizar sus primeros estrenos. Más tarde, como se sabe, la existencia y desarrollo de este conjunto iniciador ocupó un rubro permanente en el presupuesto y en el engranaje orgánico de la Universidad de Chile, con el nombre actual de Instituto del Teatro de la Universidad de Chile (ITUCH).

Obsérvese el carácter dinámico, cargado de intención creadora que envuelve el nombre de "Experimental", con que designaron su empresa; desde su nacimiento alejaban toda idea de oportunismo comercial y todo aquel estatismo infecundo que había deteriorado el proceso teatral hasta entonces. Surgió, como era de esperar, la pugna generacional, planteada entre los "profesionales", indudablemente anquilosados desde que, según hemos anotado, el naturalismo terminaba su tarea en La Viuda de Apablaza, y los "experimentales", como socarronamente les llamaron los viejos actores.

Los integrantes del Teatro Experimental poseían una formación intelectual orgánica, proveniente de las disciplinas académicas, porque todos eran estudiantes o profesores recientemente egresados de las aulas universitarias —primero y concluyente fondo que los distinguía de los "cómicos" de boulevard—, poseían una vigorosa conciencia de los objetivos redentores de su impulso y estaban profundamente convencidos de la urgencia de superar toda improvisación, toda realización al lance, todo individualismo invertebrado, rasgos en que hasta entonces fundaban su prestigio casi heroico, casi legendario, los antiguos hombres de teatro.

Un criterio de cautela los guió desde un comienzo, y, cuidando evitar un paso en falso, construyeron un plan que cubriera los requerimientos inmediatos y que se proyectara en un miraje de largo alcance. Así fue como sintetizaron sus propósitos en los siguientes cuatro puntos, que equivalen al manifiesto de aquel movimiento restaurador, y cuyo espíritu está en la actualidad en pleno rendimiento:

1.  Difusión del teatro clásico y moderno.

2.  Formación del teatro escuela.

3.  Creación de un ambiente teatral.

4.  Presentación de nuevos valores.

El ambicioso programa se fue cumpliendo lealmente, y la institución ha llegado a convertirse en uno de los instrumentos universitarios de mayor ascendiente nacional e internacional, y ha impuesto la nueva orientación estética (y ética) a la actividad y a la creación teatrales del país. Una sucinta revisión de cada una de aquellas bases nos probará la justeza del pronunciamiento contenido en ellas y nos facilitará la visión panorámica del teatro chileno actual.

1. El primer punto, Difusión del teatro clásico y moderno, acusa el ánimo de retomar la línea perdida de la tradición de los valores teatrales universales, en especial los de la tradición hispánica. Era un ademán liberador, tendiente a abrir el horizonte mezquino en que se había encerrado el quehacer escénico de la época que, de improviso, había pospuesto aquellos valores permanentes para imponer solo aquellas obras de mas fácil alcance para un público mediatizado, para el intérprete perezoso, inculto y estereotipado, y para el empresario. Los jóvenes del Teatro Experimental combatieron esa perversión ya en su aparecimiento inaugural, el 22 de junio de 1941, con una función integrada por una obra "clásica", La guarda cuidadosa, entremés de Cervantes, y una obra moderna, Ligazón, esperpento de Valle Inclán. La labor posterior del conjunto se ha mantenido fiel a esa norma y, si observamos la larguísima lista de sus presentaciones, veremos que campean allí, junto a obras de autores chilenos, comedias de Lope de Vega y de Bernard Shaw; de Tirso y de Goethe; de Ben Jonson, de Thornton Wilder; de García Lorca, de Arthur Miller; de Chejov, de Usigli, Hugo Betti, Pirandello, Ibsen, Brecht, Ionesco, Dürrenmatt, Edward Albee, Weiss.

En este aspecto, la campaña adquiría caracteres de refundación del teatro en Chile, con una clara intención docente y de iniciación, sistemática, rasgo que los estudiantes habían asimilado en las aulas universitarias; se impusieron como tarea previa, proveerse ellos mismos y proveer al público con el que tendrían que confrontarse en última instancia, del conocimiento básico del acervo dramático universal, de las normas que rigen su existencia, de los misterios que entraña el trasiego del texto genial al tablado y, sobre todo, del aprendizaje de las reglas del juego escénico, indispensable para su participación gozosa y fecunda en el rito teatral. De mas esta agregar que, paralelamente, el comercio librero de Chile ganó un auge inusitado en su rubro "Teatro".

2. La Formación del teatro escuela se dirige a la necesidad de una producción escénica óptima, en su aspecto interpretativo y en su aspecto técnico. El propósito pretende, pues, la preparación sistemática de efectivos humanos responsables de tamaña faena, una de las más arduas que pueda concebirse, porque deben coordinarse muy diversos quehaceres a cargo de muy heterogéneas personalidades, en un complejo artístico armónico, eficaz y superior. En esta materia, todo estaba por hacerse. Hasta el momento, dominaba el individualismo romántico, el culto a la personalidad del divo o la diva, no siempre de sobresalientes méritos; el espectáculo, con todo su atuendo, inclusive el texto y hasta la conformación arquitectónica del escenario, estaba condicionado al lucimiento del primer actor o de la primera dama del reparto, lo que, naturalmente, desvirtuaba, si no malograba, la esencia de la obra. Las lecciones sobre la formación del intérprete, de Stanislavski, y las enseñanzas de Jacques Copeau sobre la moralidad en el arte, y la conveniencia de crear alrededor del actor una atmósfera de trabajo apropiada a su condición de hombre y artista, habían señalado la urgencia de la especialización en cada área (maquinista, luminógrafo, sastre, maquillador, escenógrafo, músico, actor, director), y, al mismo tiempo, la formación de hábitos de trabajo en equipo. Este procedimiento supone algo más que la mera acumulación de esfuerzos parciales; supone primordialmente un despliegue funcional de contribuciones individuales ajustadas a una concepción y a un estilo. Para aunar la creación personal de cada uno de los componentes del equipo en una orquestación en donde ese aporte se convertirá en uno de los múltiples elementos de la unidad artística, era menester entender el trabajo teatral como un fenómeno no solo estético, sino también ético, modalidad desconocida en los medios escénicos de entonces.

Este afinamiento del mecanismo interno del teatro es, sin duda, una de las mayores conquistas logradas por el movimiento que reseñamos, porque en la combustión de aquella suerte de laboratorio creador debe, cuando es posible, participar, además, en las mismas condiciones "artesanales" que sus compañeros, el autor de la obra.

Desde los primeros años de su existencia, el Teatro Experimental cuenta con una Escuela de Teatro, adscrita al plan orgánico de la Universidad de Chile; allí se estudian y se practican, en nivel académico, todas las disciplinas pertinentes. Los antiguos maestros del arte histriónico, que daban importancia preeminente al gesto enfático, a la voz bien timbrada, a la dicción rotunda, al efectismo externo, son reemplazados por los modernos creadores y teóricos que tienden a construir una interpretación y una puesta en escena que revele el mundo interior del hombre y que exalte sus energías recónditas, de donde brote una imagen más poética y más verdadera de la realidad. Se recorren los hitos que han dejado sus testimonios magistrales, desde Aristóteles hasta Tomasso Salvini, Eleanora Duse, Sara Bernhardt, y se asimilan las experiencias de Stanislavski, Copeau, Piscator, Pitoiev, Meyerhold, Gordon Craig, Reinhardt, Dullin, Jouvet, Jean-Louis Barrault, John Gielgud, Sir Lawrence Olivier.

En un comienzo, en un largo período de aprendizaje, no fue posible evitar cierta frialdad libresca en los espectáculos montados por los nuevos artistas, cuya limpieza y brillantez plástica eran incapaces de ocultar la ausencia de la vitalidad y de la magia dionisiaca que alcanzaban con frecuencia los cómicos profesionales, de cuya experiencia viva nunca faltaba algo que aprender. Pero es indudable que, a la larga, el espectáculo teatral chileno ganó considerablemente en calidad y en dignidad.

3. El tercer punto, Creación de un ambiente teatral, aparentemente sobraría en el manifiesto, porque el ambiente teatral emana como una consecuencia de la nueva actitud general. Sin embargo, su formulación significa la conciencia de considerar al público como uno de los factores operantes del fenómeno escénico, y para ello era preciso prepararlo —además de inclinarlo afectivamente— intelectual y estéticamente, recuperarlo de un estado de complacencia en fuentes de dudoso gusto, y ampliar sus límites de elite, con la incorporación de vastos sectores que habían permanecido al margen del milagro dionisíaco. Equipos móviles del Teatro Experimental, llevaron funciones completas a escuelas, cuarteles, cárceles, hospitales, a los barrios populares de la capital y a los diversos pueblos del largo territorio chileno. Y se sembraba y acendraba el interés por doquiera pasaba la embajada juvenil.

Consecuencia concreta de este aspecto catequista del impulso inicial, fue la creación del Teatro de Ensayo de la Universidad Católica (TEUC), que realizó su primera presentación el 17 de octubre de 1943, con el autosacramental El peregrino, del sacerdote toledano José de Valdivielso. Es éste el otro organismo experimental que, con propósitos y estructura semejantes a los del Teatro Experimental, y en una fecunda acción emulativa, ha contribuido decisivamente a la renovación profunda del teatro chileno. Por la índole doctrinaria de la institución tutora del TEUC, y por el carácter piadoso de la obra elegida para su función inaugural, parecía que el conjunto se mantendría dentro de un área demasiado restringida y menguante. Pero tales aprensiones fueron desmentidas por el amplio criterio que ha informado su fructífera labor. En su seno han germinado no pocos actores, escenógrafos, directores y, sobre todo, autores de primer orden.

En Valparaíso y en Concepción surgieron también conjuntos dramáticos experimentales, sobre el modelo de los de la capital, que han alcanzado verdaderos triunfos nacionales con sus interpretaciones y con la contribución de sus autores lugareños.

En estos momentos es incontable la cantidad de grupos escénicos aficionados, constituidos espontaneamente en centros sociales, escolares y sindicales, cuya vitalidad y calidad suelen sorprender en sus presentaciones en los Festivales de Teatro Aficionado a que convoca anualmente el ITUCH.

Otro de los frutos ciertos de esta reacción nacional ha sido el aparecimiento de los "teatros de bolsillo", pequeñas salas programadas en los planos de los nuevos edificios mayores de la capital, en donde se han refugiado algunas compañías profesionales que optaron por trabajar de acuerdo a las modalidades impuestas por los teatros universitarios. En 1961 surge el Teatro ICTUS, en donde se congregó la más reciente promoción de vanguardia.

La "sección teatral" de diarios y revistas amplía y enriquece sus columnas de gacetillas anónimas y da cabida al comentario responsable, y casi siempre bien fundado, de críticos formados y orientados al compás de los nuevos acontecimientos. En torno a cada una de las entidades teatrales se forma un ambiente social alentador y fiel, base del público habitual de ensayos generales y de estrenos.

Se probó, pues, de manera cabal, que el anhelo expresado en el punto tercero del manifiesto, respondía a una necesidad impostergable. El ambiente teatral no solo se formó, sino que se amplió, se vigorizó con una conciencia receptora y critica que no poseía antes, y ha llegado a ser el estimulante mas activo y el vigilante más severo del desarrollo del teatro chileno.

4. El punto número cuatro, Presentación de nuevos valores, es el que ha trazado, tal vez, el cauce más generoso, en pleno desenvolvimiento en estos días. Atiende a la promoción de nuevos creadores en todas las áreas de la actividad teatral, especialmente de dramaturgos nacionales que laboran dentro de las tendencias modernas, a quienes el ITUCH proporciona la oportunidad del estreno de sus obras, cuando ellas son realmente valiosas, lo que se discierne habitualmente por medio de su Concurso Anual de Obras Teatrales, instituido en 1945. Por lo general, el autor de la obra se integra al equipo encargado de la preparación de su estreno. Si se trata de un autor primerizo, que desconoce algunos de los múltiples secretos de la mecánica teatral, el director le señala los ajustes necesarios, antes de iniciar los ensayos. El curso del proceso preparativo puede recomendar otros afinamientos que el autor hace sobre la marcha. Esta participación directa del autor en los trasfondos del taller de montaje, accesible solo para iniciados, ha tenido resultados muy fructíferos, porque el dramaturgo ha podido dominar cabalmente todos los recursos técnicos que confieran mayor eficacia expresiva a su mundo feérico (iluminación, sonido, música, tramoya, verticalidad y simultaneidad escenográfica, máscaras, aprovechamiento de zonas inhabituales, empleo de recursos de ingeniería mecánica, efectos físico-químicos para nieblas y juegos de pirotecnia, telones transparentes, diapositivas, efectos radiofónicos, cinematográficos, etc.)

En busca del nuevo teatro

El manifiesto de los cuatro puntos adjudicó organicidad y sentido a la cruzada renovadora; pero eludió, como se ve, un explícito pronunciamiento estético; no declaró adhesión o repudio a postulado alguno, ni tendencia, ni procedimiento; evitó toda intromisión programática en la conformación de la actitud íntima que debiera asumir el autor teatral en su trabajo creador. No hacía falta decir, pues gravitaba obviamente, que se trataba de superar las gastadas y prosaicas formas del naturalismo tradicional. La elección de los medios para llevarlo a cabo quedaba al arbitrio del autor. Ese espíritu se revelaba nítidamente en el nuevo concepto de escenificación puesto en práctica en el montaje de obras extranjeras, en su sistema preferencial, al acoger, desde un principio, obras chilenas que entrañaran una orientación ajena al naturalismo y al criollismo en boga; y, sobre todo, ese espíritu nuevo se revelaba en una voluntad insobornable de alcanzar un alto nivel poético.

El testimonio categórico de la dirección de ese ademán renovador se da en el primer estreno de nóveles autores nacionales, que el Teatro Experimental efectuó en noviembre de 1943, con la puesta en escena de Elsa Margarita, de Zlatko Brncic y Un velero sale del puerto, de Enrique Bunster. Ambas obras poseían una factura algo embrionaria, pero estaban sostenidas por un excelente montaje y, sobre todo, porque apuntaban enérgicamente hacia el afán de incorporar al teatro chileno una atmósfera alegórica, de alta ficción poética, de fantasía, de ensueño, de personajes interesantes, de acontecimientos mágicos, es decir, allí había todo aquello que aparecía ausente en el teatro del día.

El universo de Zlatko Brncic provenía de las corrientes expresionistas, todavía insuficientemente asimiladas, a pesar de la hora tardía; delataba una mezcla de esteticismo de D'Annunzio, del impresionismo de Maeterlinck y Geork Kaiser, y del magicismo de García Lorca, en un arranque obsesivo tendiente a construir una atmósfera de pura tensión interior. La intención era digna y oportuna, pero excesivo para el autor de veintitrés años de edad; la prevalencia de un lirismo sin dosificar restaba lamentablemente el dinamismo esencial a la operatoria dramática.

Enrique Bunster, por su parte, afirmaba también la necesidad de un empleo más noble de la imaginación en un anhelo de superar el localismo descriptivo, hecho señalado por el relieve que confería a los motivos exóticos y a la aventura legendaria. Los personajes chilenos habían mudado su atavío criollista y aparecían revestidos de prestigiosas luces mágicas. El título de esta obra primigenia suya resumía los propósitos estéticos que alentaban a un grupo numeroso de escritores de ese momento: un velero tripulado por extraña gente parte hacia el misterio, hacia lo inhabitual, un misterio arbitrario, es cierto, más imaginario que real, pero válido como rasgo de avance hacia una liberación urgente.

Esta ruta de evasión hacia ambientes novedosos, aunque difusos, se nutría en varias fuentes que, desde hacía algunos años, contribuían a minar la reputación de la literatura terrígena. Primero, se habían vuelto los ojos a los relatos de viajes a remotas regiones de autores clásicos y modernos de esa literatura, como Stevenson, Loti, London, Pierre Mac Orlan, Blaise Cendrars, Stephan Zweig, Zilahy Lajos. Luego se exaltaba aquella disposición extranjerizante divulgada por la obra de d'Halmar y los escritores imaginistas. Por último, ese interés se acentuó con el aparecimiento de la traducción española de los Dramas del mar, de Eugene O'Neill.

En todo caso, el estreno de aquellas dos obras principiantes dejaba en claro el espíritu y el rumbo de las generosas intenciones de la renovación que comenzaba, y abría nuevos horizontes llenos de posibilidades que, con el tiempo, habría de sorprendernos en la producción de los autores chilenos de la última década.

A las primeras incursiones por los senderos abiertos pertenecen Puerto de Soledad, de Manuel Arellano Marín; Mar, de Gloria Moreno; La sombra viene del mar, de Benjamín Morgado; La marea y El corazón limita con el mar, de Wilfredo Mayorga; ¡Que vienen los piratas!, de Santiago del Campo; La isla de los bucaneros, de Enrique Bunster; Viento de proa, de Pedro de la Barra. El ambiente marino era un recurso propicio a una evasión de orden espacial, objetivo; pero estas obras bordeaban todavía la periferia de una modalidad de profundos alcances, no iban más allá de un naturalismo enriquecido, eso sí, por un ansia manifiesta de universalismo, al representar mundos poéticos que rebasan las limitaciones de un tipismo regionalista. Habrá que esperar los ámbitos del año 1960 para encontrarnos con la genuina fantasmagoría subjetivista en el teatro chileno.

Se creyó, pues, que el problema de la originalidad y la ascensión a un nivel de gran categoría radicaba en la elección de los temas, sin importar de dónde fueran extraídos, siempre que no tuvieran el pelaje criollo. En esta búsqueda se volvió también la mirada a temas prestigiados por la tradición secular, por ejemplo, la España medieval y clásica, en El Cid, de Camilo Pérez de Arce y La vuelta de Don Quijote, de Sergio Briceño Werner; la mitología griega y las leyendas bíblicas, en Las Medeas y Las murallas de Jericó, de Fernando Cuadra, y Jonás, de Luis Droguett Alfaro; la fraternidad franciscana, en El hermano lobo, de Wilfredo Mayorga; climas de sentimentalismo y fatalidad, en Algún día... , y Un viajero parte al alba, de Roberto Sarah; Comedias de guerra, de Santiago del Campo; Esperaron el amanecer, de Fernando Josseau; El invitado viene de lejos, de Hernán Millas; o el repertorio trágico y melancólicamente juguetón de Federico García Lorca, en Paisaje en destierro, de Santiago del Campo; Los viajeros opuestos, de Andrés Sabella; Las cuatro estaciones y el Juez de Poesía, de Víctor Molina Neira.

Regreso a las raíces nacionales

Pero en el legítimo deseo de condenar los excesos del costumbrismo, los autores chilenos, en estas producciones, volvían indiscriminadamente la espalda a su propia tradición nacional, y de pronto se encontraron desarraigados de su esencia, operando en un medio inocuo, desvitalizado, en un juego puramente retórico.

La reacción no tardó en venir. Hacia el medio siglo, después de presenciar el espectáculo alucinante de una guerra mundial que puso a prueba la consistencia de los valores de la esencia de lo nacional de todos los pueblos comprometidos en el conflicto, los autores chilenos recapacitan, vuelven de aquel extravío, explicable por el vigor del entusiasmo primero, y, como hijo pródigo, concentran más agudamente la mirada en su propio destino, cada vez más involucrado en el proceso histórico y cultural del universo. Debemos apresurarnos a establecer, no obstante, que aquel vagabundeo no fue vano, porque en él se conquistaron ciertos hábitos indispensables para el desarrollo futuro del teatro: una expresión idiomática más cuidadosa, mayor habilidad y audacia en el aprovechamiento de los recursos técnicos y, particularmente, la conciencia cada vez más firme de la urgencia de hacer de la obra teatral una estructura de alta categoría metafórica.

Este regreso a las raíces nacionales se prepara con varios re-estrenos de obras clásicas chilenas, entre otras: Como en Santiago, El casi casamiento, Cada oveja con su pareja, de Daniel Barros Grez; El tribunal del honor, de Daniel Caldera; El patio de los tribunales, de Valentin Murillo; Fuera de su centro y En la puerta del horno, de Antonio Espiñeira; El jefe de la familia, de Alberto Blest Gana, todas ellas excelentes producciones del siglo XIX. Del presente siglo, se repusieron las obras más sobresalientes de Eduardo Barrios, Antonio Acevedo Hernández, Armando Moock, Lautaro García, Carlos Cariola y Germán Luco Cruchaga.

Esta exposición retrospectiva de modelos de una intensa labor pasada, que parecerían condenados al olvido, fue acogida con íntima simpatía, con sorpresa y hasta con no disimulado envanecimiento patrio. Era el testimonio de un respetable esfuerzo pionero, cuyas grandezas y miserias estimulantes debían figurar como primordiales elementos de juicio en el punto de partida de una renovación de tanta trascendencia como la que estaba en marcha.

El acontecimiento tuvo la virtud de atemperar los ímpetus iconoclastas de los jóvenes y de despertar la obligación de un examen más sereno y profundo del problema de la restauración del teatro chileno. Se establece que, a pesar del denuedo desplegado por el costumbrismo, los temas vernáculos y sus problemas permanecían intocados en sus sustancias recónditas. A estas alturas de los tiempos, esos mismos veneros podían ser objeto de un tratamiento más complejo y compulsivo, a la luz de las nuevas perspectivas y de los procedimientos recientemente conquistados.

Estos avances previos culminan en 1954, instante en que comienzan a abrirse paso franco las nuevas modalidades del teatro chileno. Ese año, el Teatro de Ensayo de la Universidad Católica estrenó Martin Rivas, una excelente adaptación escénica de la novela del mismo título, de Alberto Blest Gana, realizada por Santiago del Campo. El triunfo fue inmediato, y era una suerte de celebración regocijada del regreso a los lares, después de un viaje algo tartarinesco. "Espero —decía Santiago del Campo— que sirva a los autores de mi Patria para interesarse por los temas y problemas nacionales, abandonando las delicuescencias escapistas y centrando sus raíces creadoras en la sustancia misma de nuestro pueblo."

La versión teatral mantuvo el sabor intraducible a otro país del ambiente santiaguino del siglo XIX, en sus estratos sociales característicos de la aristocracia y el medio pelo; destacó la índole absolutamente chilena de los personajes y el relieve simbólico de la personalidad de Martin Rivas, tan grata a la idiosincrasia nacional, que vela en él a su modelo ideal, y, por último, aprovechó el dinamismo épico de la jornada revolucionaria del 20 de abril. El público, ya dueño de un criterio teatral, agradeció que se le pusiera tan sorpresiva y discretamente en contacto con los más altos valores humanos de su tradición, a través de una comedia en que el antiguo costumbrismo periférico aparecía exento de vulgaridad y ennoblecido por un tratamiento de vuelo verdaderamente artístico. Los autores, por su lado, terminaron por convencerse de la existencia de un cauce fecundo subyacente bajo el barniz pintoresquista que había tendido el costumbrismo sobre el hombre chileno y sus esencias.

Esquema del teatro chileno actual

Conforme a los antecedentes consignados hasta este punto, podemos fijar el año 1955 como el momento inicial de lo que llamamos teatro chileno de nuestros días. Por curiosa coincidencia, aparecen ese año en los tablados nacionales tres mujeres, María Asunción Requena, Isidora Aguirre y Gabriela Roepke, en cuyas respectivas obras se esbozan ya las tres principales modalidades que en adelante conformaran la nervadura de la producción teatral de Chile:

A)        Valoración del pasado histórico

B)        Sátira y crítica social

C)        Teatro trascendentalista, con énfasis en la perspectiva individual.

Bien sabemos las limitaciones a que obliga la simplificación en esquemas de una actividad tan rica en búsquedas, tendencias y matices como la que pretendemos plasmar; pero en el nuestro hemos procurado destacar solo aquellas líneas de mayor relieve dentro de las cuales han insistido varios autores en obras de mérito reconocido por la crítica nacional.

A) Atraída por el abundante caudal anecdótico de la historia y la crónica de Chile —tierra de historiadores, se ha dicho—, María Asunción Requena estrena en 1955, Fuerte Bulnes, drama que reconstruye un episodio estimulante, la existencia heroica de los hombres y mujeres que incorporaron al territorio de la República la inhóspita pero opulenta región de Magallanes, a mediados del siglo XIX. Sin trasponer aún en gran medida el diseño naturalista, esta obra indicaba una nueva ruta temática, al mismo tiempo que incorporaba al escenario el dinamismo y el vigor épico puesto en circulación por el estreno en Chile, en 1953, de Madre Coraje, de Bertolt Brecht. Más tarde, la autora sigue rastreando valores concretos del pasado nacional, en El camino más largo, 1959, en donde agrega la nota sentimental y psicológica; en esta obra revive la historia ejemplar de Ernestina Pérez, la primera mujer chilena que obtuvo el título universitario de Doctor en Medicina, y que ejerció la profesión a la par que sus colegas varones.

En 1964, María Asunción Requena culmina su carrera teatral, con Ayayema, de mayores proporciones artísticas, que la adscribe también a las corrientes trascendentalistas. En este drama confronta dos mundos en crisis, por un lado los aspectos contradictorios del hombre contemporáneo y, por el otro, la mentalidad mas primaria que todavía existe en Chile, los alacalufes, rama indígena de las regiones más australes de la tierra, en vías de desaparecer, como consecuencia de la acción conjunta de su propia barbarie y de la barbarie aun mas destructora del egoísmo de los hombres blancos. El sentido mítico de las fuerzas del mal, el mal consciente de los hombres civilizados y el mal plutónico del fatalismo de la raza alacalufe, condenada a su aniquilamiento como entidad étnica, se sintetiza en Ayayema, el dios tutelar que representa la hostilidad del ambiente, la lobreguez de las largas noches australes, pobladas de los espíritus malignos de su sombrío mundo mitológico, la eterna humedad del suelo que mina la salud, el viento del noroeste que vuelca arteramente la canoa con toda la familia, en los canales del Archipiélago fueguino. Del noroeste ha venido también, como cómplice de Ayayema, como Ayayema redivivo, la ambición insaciable de los blancos. El gran comercio de pieles finas infiltra allí sus tentáculos corruptores, a través de aviesos loberos y nutrieros. Este contacto del indio con las posibilidades que brindan las diversas formas epicúreas de la civilización, crea en ellos un nuevo psiquismo: su entereza en la pugna secular con su medio inclemente se afloja, porque aquello que otrora conseguía con denuedo y vital entusiasmo, puede ahora obtenerlo mas cómodamente por el comercio de pieles, por la caridad de navegantes y turistas, por la asistencia dispuesta por el Gobierno de Chile o por la perspectiva de su asimilación absoluta al ámbito civilizado. Este desquiciamiento, unido a la conciencia de su extinción, mantienen al alacalufe en un estado de permanente angustia y lo han hecho vulnerable a las enfermedades físicas y morales. Así se cumplen los designios de Ayayema.

El sendero abierto por María Asunción Requena con Fuerte Bulnes, fue seguido de inmediato por Fernando Debesa (1921), en sus primeras obras: Mama Rosa, 1955, y Bernardo O'Higgins, 1961.


Mama Rosa es una especie de crónica, concebida al modo de Brecht, sobre el desenvolvimiento social de Chile, durante la primera mitad del presente siglo. Para conseguir la reducción a síntesis del ingente material histórico y costumbrista de aquel periodo decisivo de la vida chilena, el autor se sirve de la perspectiva y el desarrollo de un tipo humano de hondo arraigo criollo y de vetusta ascendencia hispana, ya desaparecido junto con el régimen que lo engendró: la Mama, una criada de origen campesino, que va entregando gozosa su vida a la atención de las labores domésticas de una familia patricia, de rancia prosapia vasca, base organizadora de la clase dirigente tradicional en Chile. La paulatina deserción de esta especie de sirvienta de fidelidad incondicional, a menudo fanática, se va produciendo paralelamente al debilitamiento del dominio feudal, por la ruptura de las relaciones patriarcales entre los dueños de la tierra y los trabajadores. Chile es uno de los pocos países hispanoamericanos que muestra un cuadro de avance tan notable en la enajenación de los privilegios feudales y eclesiásticos, conquistas que pasan inadvertidas a la curiosidad foránea, porque se producen sin el escándalo que habitualmente acompaña semejantes transformaciones en otros Estados hermanos. De ahí uno de los valores de Mama Rosa, que devela ese proceso visto desde su laboriosa capilaridad.

Rosenda del Carmen González Tapia pudo casarse con su novio, Ángel Custodio Palominos, de su misma tierra, pudo tener una "puebla", criar chanchos, gallinas y chiquillos, pero todo se postergó indefinidamente, sin rebeldía, para dedicar su existencia a criar los hijos de la patrona, en la ciudad. Los sentimientos maternos que debía a su propio hijo, producto de un "descuido", y que ahora lo tiene a cargo de parientes en el campo, son prodigados con igual o tal vez con mayor intensidad a los "niños" de los señores. Es la supervivencia del sometimiento del nativo, conquistado y colonizado en condiciones de encomienda, que regia fundamentalmente en el espíritu de nuestro campesino y obrero, antes de las transformaciones sociales sancionadas por las leyes modernas. Simultáneamente, se muestra la decadencia que ha experimentado esa clase de jóvenes de las familias dirigentes, forma latina del playboy, que no conocen las labores agrícolas, pero viven de sus frutos y contagiados por influencias advenedizas que no han sabido seleccionar. Panchito Solar Larraín, por ejemplo, es el eterno estudiante universitario, crápula, derrochador de bienes incapaz de ganárselos por sí mismo. Margarita Solar Echeverría, su tía, desenfrenada y escandalosa, en permanente acecho de la novedad sensual, vive impunemente, apoyada en el prestigio del abolengo familiar. Leonor Solar Echeverría, otra vida lesionada, porque vive víctima de la desgracia de haberse casado con un "siútico", el sector social más desdeñado por su arribismo contumaz. Y todas estas negaciones y desesperanzas vienen a recaer, a fin de cuentas, sobre la buena de Mama Rosa, sostén y patio de lágrimas de los señoritos, acostumbrados desde pequeños a acogerse a su amparo siempre propicio, ahora no solo expresado en palabras cariñosas y tiernos mimos de consuelo, sino en los ahorrillos monetarios de toda una vida, que sacarán de apuros a los jóvenes dilapidadores. Era el destino del pueblo manso. Esta comedia de Fernando Debesa acumulaba la mayor parte de los pequeños logros alcanzados hasta el momento: el tema nacional concebido con, penetración mas sutil que lo hiciera el naturalismo pasado; la reconstrucción de ambientes de fino y poético costumbrismo, como se había visto en la adaptación de Martin Rivas y, particularmente, en Rosita la soltera, de García Lorca; y, por último, la agilidad y brillantez del espectáculo, imitado del sistema de Bertolt Brecht.

Igual disposición narrativa reviste Bernardo O'Higgins. El. protagonista de esta obra, la figura más notable de la revolución de la Independencia de Chile, cercano ya a su muerte, en Lima, Perú, evoca su actuación pública y los aspectos humanos íntimos, desdeñados por la historiografía, sobre todo aquellos vinculados al desencuentro del héroe con su hijo Demetrio, producto de sus amores románticos. Esta perspectiva permite a Debesa jugar cómodamente con diversos planos temporales y espaciales, a gran velocidad subjetiva, y producir el efecto de la interpenetración dinámica del flujo de las reminiscencias en una mente apremiada por la inminencia de su fin. La obra mezcla hábilmente episodios patrióticos y cuadros costumbristas, cuya estampa está ya estratificada en la memoria de la colectividad nacional, con escenas de alto con-tenido espiritual y de tensión interior, que operan como un comentario y un enjuiciamiento, practicados desde la perspectiva de un O'Higgins desprovisto de los contornos desrealizadores de prócer, pero enriquecidos por la recuperación de su sustancia humana, menos fulgurante y, acaso, más triste, pero más auténtica.

Fernando Debesa preparaba también otra pieza que insistía en el tema histórico, El guerrero de la paz, un drama sobre la vida del Padre Luis de Valdivia y sus esfuerzos infructuosos por pacificar a los araucanos, a principios del siglo XVII; pero al parecer no terminó esa empresa y lo vemos, en cambio, asumir otra dirección creadora en sus obras posteriores. En El árbol Pepe, La posesión, Primera persona singular y Persona y Perro, abandona las anchas atmosferas épicas, y concentra su mirada en el mundo individual del hombre contemporáneo, condicionado por los factores mas agudos de su circunstancia. Con este giro queda afiliado, también, a la corriente universalista inaugurada por Gabriela Roepke.

La corriente histórica del esquema que hemos propuesto, no ha prosperado en el teatro chileno, y su valor queda circunscrito a su acción de estímulo y robustecimiento del interés por fijar como punto de arranque de toda creación artística vital, en el hombre del país y los problemas que lo supeditan al fondo común del hombre universal. Significó, además, el golpe de gracia asestado al cosmopolitismo intrascendente de otrora, tan turístico y periférico, como el costumbrismo criollista que pretendía combatir.

En cambio, se han abierto amplio cauce las otras dos tendencias, la corriente de sátira y crítica social y la corriente trascendentalista, a veces en sus formas puras, a veces, con más frecuencia, mezcladas en valiosas estructuras dramáticas.

B) El comienzo de la segunda tendencia se puede denotar en el aparecimiento de Isidora Aguirre (1919), cuya obra incorpora una suerte de fina sátira a ciertas modalidades de la convivencia social moderna, actitud que adquirirá en su obra posterior, así como en la de los autores que le siguen, relieves cada vez más enérgicos, en claros planteamientos dialecticos.

La autora se da a conocer con Carolina, 1955, comedia en un acto, de factura perfecta, con aquella ligereza elegante y desaprensiva que trajeran al país las comedias de Noel Coward y Jean Anouilh. La huella de este último, sobre todo, es visible en la pieza mencionada, en donde la broma está asociada ladinamente a la amargura, y en donde los valores de la pureza sufren paradójico menoscabo y aun la derrota silenciosa, en aras de trivialidades de la vida cotidiana. La obra bosquejaba complementaciones oportunas al movimiento teatral en marcha. Además de la actitud crítica, señalaba caminos conducentes a superar, cuanto antes, la visión espacial que estaba imponiendo el teatro de carácter histórico, por la construcción de una imagen en la que el hombre y su mundo interior ocupara el primer piano de la estructura dramática. Destacaba la eficacia del procedimiento de crear, antes que nada, una atmósfera poética, aun con los elementos más ordinarios y plebeyos, y luego llevar a sus personajes, por el libre juego de la fantasía, a situaciones extremas, frecuentemente absurdas y ridículas, a fin de compulsar el estallido de la verdad humana, con contornos más transparentes que la mera representación de la realidad exterior. De esta hechura son las otras obras iniciales de Isidora Aguirre, Pacto de medianoche, Entre dos trenes y Dos más dos son cinco.

Después de una incursión por la leyenda y el magicismo folklórico de Chile y la benévola sátira de costumbres aldeanas, en Las Pascualas, 1957, la autora avanza por otra vía; sin alejarse del marco poético, recurso que adquiere calidad de rasgo permanente en el teatro chileno, la autora deseaba animar sus obras con un contenido ideológico más activo, que —como lo postulaba-Brecht- obligara al público a pensar y a plantearse los grandes problemas de su momento. A ese nuevo criterio obedece Población Esperanza, 1959, drama escrito en colaboración con el novelista chileno Manuel Rojas. Se trata de una población callampa (del quechúa acallampa, que significa hongo), llamada así porque brota como una colonia de hongos, de la noche a la mañana, formada por grupos de familias desposeídas, sin vivienda fija, que se organizan férreamente para ocupar, sin autorización alguna, en una sola noche, un terreno baldío, en los suburbios. La empresa, organizada y planeada en todos sus detalles, supone un fondo de vitalidad sorprendente; la masa heterogénea de familias, proveniente de los más diversos y distantes puntos de la ciudad, debe operar como una sola unidad, sin dilación, en absoluto sigilo y orden, al margen de toda vigilancia policiaca, porque jurídicamente el hecho es una usurpación sorpresiva, realizada por un conglomerado en el que cada uno de los miembros es solidario en la culpabilidad. En el silencio nocturno, en el momento que han esperado por años, por generaciones, levantan sus precarias viviendas, con material de desecho y se disponen a vivir allí por mucho tiempo. Pero así como han superado su vida de aislamiento y desamparo, con los nuevos lazos de convivencia, así también echan sobre sus hombros los conflictos propios de la vida en sociedad, conflictos agudizados por la hipersensibilidad que engendra la inseguridad de su existencia. De una situación límite emerge una voluntad de protesta y resistencia contra todo el régimen jurídico, ademán que, en primera instancia, pone en tela de juicio los aspectos humanos del orden establecido. Ellos están conscientes de un delito que se les ha obligado a cometer, y están dispuestos a soportar la presión de los dueños del predio y de la acción judicial, no siempre habilitada para ejecutar en derecho y con prontitud un desalojo masivo, sin correr el riesgo de provocar una calamidad de inesperadas proporciones. Se comprenderá, pues, que el medio social que se constituye en una población callampa, refleja siempre un ápice crítico de la vida de un país. El nombre de "Esperanza" de la población, manifiesta el ánimo de aquella gente de prevalecer alguna vez sobre la incertidumbre de su destino.

"En la obra —ha declarado la autora— quisimos dar un testimonio de esas pequeñas vidas oscuras que se desarrollan en las poblaciones callampas, y el conflicto basado en la lucha de un ladrón por librarse de su condición, demuestra que el medio mismo en que viven les impide salvarse por sí solos." Como puede advertirse, la armazón general de la pieza encaja dentro de los moldes naturalistas, en cuanto confiere preeminencia al "cuarto estado", determinado por un medio, un momento histórico y la pretensión declarada de ser un documento humano. Pero un tono poético, un fino humor sentimental y un tratamiento escénico moderno, sustraen a la pieza de ese encuadre tradicional.

En 1963, Isidora Aguirre estrena Los papeleros, obra sujeta enteramente al sistema de Bertolt Brecht. Ese procedimiento brechtiano, con su fluida sucesión de cuadros, de oportunas intervenciones musicales y el fuerte enfoque expresionista de los personajes portadores de la acción dramática, resulta de una gran eficacia en el tratamiento satírico de deficiencias sociales; la autora lo ha empleado admirablemente para develar un submundo chileno, desconocido en los trágicos extremos de su miseria física y moral. El recurso musical parece especialmente adecuado al carácter chileno, que jamás se deja abatir por la desventura. Los papeleros son aquellos hombres y mujeres que viven en las inmediaciones de un botadero de desperdicios y se dedican a recoger desechos utilizables por gente muy necesitada; sobre todo recogen papeles usados, ya en el basural mismo, ya en las calles de la ciudad, de madrugada, antes que los recolectores municipales practiquen el aseo de rigor. El material reunido así es entregado al empresario, por ínfimos precios, quien, a su vez, lo vende a las fábricas de papel o a otros establecimientos industriales que aprovechan la celulosa como materia prima. Es un sector social de ex-hombres, "desposeídos y marginados —dice la autora—, que aún no adquieren conciencia social ni política como para levantar ellos mismos la voz". Es gente a quien la mugre se adhiere a la piel y al alma, para siempre. El mundo de los papeleros es un trasunto agudizado en proporciones de pesadilla, de todos los problemas de la ciudad, de las deformaciones de su estructura política, de su insensibilidad, conceptos que permean, como en un plano subconsciente, los versos que cantan regocijados.

En esta línea trazada por Isidora Aguirre se han destacado otras figuras del teatro chileno, que se hallan en plena producción y en busca de nuevos modos de atrapar críticamente la imagen del mundo contemporáneo. Ellos son Egon Wolff, Sergio Vodanovic y Juan Guzmán Améstica, a los que debe agregarse a José Chesta (1936-1962) , desaparecido cuando comenzaba a perfilar una personalidad vigorosa. Los tres primeros han coincidido en el enjuiciamiento de algunos valores en crisis de la clase media chilena, cuyas debilidades se han hecho patentes después de la segunda guerra. José Chesta, en cambio, se interesó por los aspectos de más punzante precariedad que sufren importantes sectores obreros; así, los mineros del carbón, de Lota, en su interminable conflicto con la Compañía, problema al que se suma la mezquindad de los elementos negativos de su propia clase, en el drama en dos actos El Umbral, 1962; y la juventud de una pobre caleta de pescadores, condenada a permanecer presa en las redes de su mísera condición, en Las redes del mar, estrenada con éxito, en 1959.

Egon Wolff (1926) se dio a conocer con Discípulos del miedo, 1958, drama en donde toca el punto neurálgico de la índole de la clase media chilena, aquel elemento sociológico que condiciona íntimamente su pensamiento y su comportamiento: el temor permanente a la pobreza, en cuyas sórdidas fronteras se debate silenciosa, estoica y alerta. De tal estado psicológico emanan los grandes defectos y las grandes virtudes de la clase media chilena, y la convierten en el sector más vital de aquella sociedad. La obra de Wolff, eso sí, pone el énfasis en sus aspectos más precarios.

La misma sustancia temática aborda el autor en Parejas de trapo, 1960, pero ahora con una actitud de abierta censura contra el afán arribista de una extensa porción de la clase media y su lucha contra el hermetismo soberbio de la clase alta. El protagonista, Jaime Mericet del Pozo, el tipo del siútico moderno, el espécimen mas agriado y disconforme con el nivel social que le otorgó su nacimiento, ha logrado, por la fuerza del amor, romper la granítica muralla que separa a esas dos órbitas sociales irreductibles, y ha contraído enlace matrimonial con una Larraín Portales. Pero no ha logrado abatir otros obstáculos mayores e inconmovibles, como son los prejuicios de casta y la diferencia de fortunas, factores que socavan la consistencia vital del matrimonio y provocan su desarticula miento. Cada uno de los esposos vive su propio mundo impenetrable, rumiando el rencor de no ser iguales, colisión atizada por la sorda hostilidad del medio. El deseo rabioso de conseguir la paridad a través del abolengo que suele conceder el dinero, por un lado, y, por otro, la exigencia cada vez más urgente de su mujer que busca un pago a un sacrificio, cuyas proporciones no había medido antes, llevan a Mericet a organizar negocios reñidos con toda ética, en los que naturalmente fracasa, porque desconoce los procedimientos sutiles y elusivos, tan bien manejados por sus nuevos parientes. Sin embargo, el autor tiende fraternalmente la mano al malavenido Mericet del Pozo, y la pieza termina con la vuelta del amor, único poder capaz de restituir los fueros humanos por encima de los convencionalismos.

En 1963, el autor alcanza su plenitud, con Los invasores, prueba de un dominio técnico cabal y de un vuelo poético espléndido. La crítica social, encarada al modo brechtiano, trasciende aquí los lindes nacionales para convertirse en el símbolo del planteamiento de un problema contemporáneo de magnitud, relativo a la inestabilidad de los valores creados por la riqueza económica, frente a la amenaza siempre vigente de los valores humanos postergados en las clases desposeídas, y cuyo reajuste o trastrueque podría producirse en cualquier momento de la historia. El autor confiere alta jerarquía a su creación con el empleo del recurso onírico, que le permite desplazar el punto de vista cuantas veces sea menester, desde los ricos a los pobres, y viceversa, en un entretejido en que se amalgama la realidad y la fantasía, con lo que el mundo ordenado por la razón y los intereses creados, pierde sus contornos estabiliza dores. Egon Wolff, por su tradición familiar burguesa y por su formación intelectual católica, es ajeno a cualquier doctrina social extremista. Su mensaje posee un carácter amplio, de reflexión filosófica general, aplicable, eso sí, al momento que vivimos. En el estreno de Los invasores, explicó su posición en las siguientes palabras, que resumen el contenido ideológico de la obra: "Pienso que en este momento histórico de definiciones, la burguesía —me refiero a la burguesía violenta— se bate en retirada. Hemos oído sus argumentos hasta la saciedad... la excelencia de los aptos... el derecho moral de la propiedad... la pobreza, un estado de impotencia... la inalterabilidad del estado de cosas... la incurabilidad del egoísmo... la falta de esperanzas para un mundo condenado para siempre a la rapiña y la tortura... Los seguiremos oyendo. Son conclusiones cansadas que, ante la alternativa de un cambio, solo saben ver la faz de la Medusa en el rostro del hambriento. Para nosotros, en cambio, algo es evidente, duro como el hueso: la Miseria. Dos tercios del hombre de hoy viven sumergidos, y esos dos tercios no pueden esperar más. No se trata ya de condenar el problema a la ignorancia, envolviéndolo en banderas de un color u otro. Es eso un cómodo artificio para postergar la hora en que a la violencia de un lado del río, responderá la violencia del otro, si no actuamos inteligentemente, y hacemos un mundo mejor para todos, a la manera humana, con el espíritu, la razón y la ternura."

De la misma generación de Wolff, es Sergio Vodanovic (1926). En el conjunto de su producción teatral es posible distinguir varias etapas; una inicial, de aprendizaje del mecanismo escénico y de la habilidad para entablar la comunicación directa con el público, está determinada por sus comedias del tipo boulevard, como Mi mujer necesita marido y La cigüeña también espera. En un segundo momento, lo vemos comportarse como un vigoroso expositor de graves males sociales y políticos contemporáneos; así, el relajamiento moral que desbarata los principios doctrinarios de políticos que aparentan pureza y austeridad, en tanto realizan vituperables gestiones lucrativas con los intereses populares que proclaman defender, en El Senador no es honorable, 1953; y el desquiciamiento que domina en algunas de las altas esferas de la administración pública y sus proyecciones corruptoras al seno de honestos hogares, en Deja que los perros ladren, 1959. Esta preocupación ética y este agudo sentido crítico —los rasgos mas característicos del autor— provienen, acaso, de la sensibilidad jurídica de su formación de abogado y del ejercicio de su profesión. De ahí que en sus obras aparezca una imagen del mundo vista a través de la reticulación legal vigente, y en la confrontación de ambos planos se revelan con exultante nitidez las monstruosas contradicciones de lo virtual y de lo real. Deja que los perros ladren, una de las más celebradas obras de Vodanovic, amplía y enriquece la materia de El Senador no es honorable. Los políticos de ésta, que operan independientemente desde sus propias oficinas particulares o desde la asamblea partidaria, aparecen en aquella integrados a la maquinaria estatal, en calidad de altos funcionarios públicos, posición que les permite manipular en forma todavía mas cómoda e impune, porque su investidura oficial los preserva de toda contingencia perturbadora. La prensa misma flaquea en su poder fiscalizador, corroída por el soborno o la extorsión de sus hombres. Como encargados de administrar la ley que ellos mismos han contribuido a generar, pueden aprovechar todos sus resquicios, en oscuros negociados de logro personal. La potestad de los intereses creados arrolla en su vórtice a hombres probos de la clase media, siempre acechados por la indigencia, y pervierte a jóvenes limpios de alma. De la atmósfera aplastante brota un llamado de urgencia dirigido a los hombres nuevos: "Toda época tiene una tarea para la juventud —dice uno de los personajes—. Esta es la tarea que le corresponde a los jóvenes de ahora: tratar de limpiar la mugre que nos rodea." (Acto III, cuadro III).

Sergio Vodanovic se mostraba en estas obras como un buen forjador de sólidas estructuras dramáticas, lógicas, eficaces en su propósito crítico, penetrantes en la observación; pero se echaba de menos en ellas una atmosfera de verdadera fantasmagoría poética. De esta limitación se percató oportunamente el autor, y lo vemos, en una tercera etapa de su desarrollo, adoptar una nueva y más interesante actitud creadora, que lo encamina por la corriente trascendentalista del teatro chileno.

Dentro de esta modalidad están las siguientes obras: Viña; tres comedias en traje de bano (El delantal blanco, La gente como nosotros y Las exiladas), estrenada a mediados de 1964; Los traidores, 1964, sin estrenar; Los fugitivos, estrenada en 1965, y Perdón... estamos en guerra, estrenada en agosto de 1966. La voluntad de hallar otros cauces se advierte especialmente en Viña, en donde abandona las formas directas y miméticas, de suerte que la crítica, ahora dirigida a problemas de la raíz del hombre, no aparece ya formulada como un silogismo en "Bárbara", sino que emana, por vías sutiles, del conjunto, como resultado de una elaboración irónica, en que el humor se entrelaza con la muerte y la pureza debe apoyarse a menudo en la perversidad; el autor busca ahora la verdad humana en lo absurdo de ciertas situaciones individuales cuotidianas, porque muchas situaciones individuales diarias, la mayor parte de ellas, son, sin duda, absurdas, y es de su seno, precisamente, de donde sobreviene, rotunda, casi siempre cruel, la verdad. El título de la trilogía, Viña; tres comedias en traje de baño, determina el tono elusivo de la estructura: Viña del Mar es un balneario afamado; como sucede en todo balneario, la gente que concurre allí desde diversas partes, se desnuda; pero el traje de baño, por discreto que sea, es incapaz de ocultar también la desnudez, mucho más ofensiva, de los males del alma, exacerbados en ese ambiente propicio a las liberaciones. En las tres piezas, el autor parece tener presente el método del suizo Friedrich Dürrenmatt, el desenmascaramiento paulatino, pero implacable, de estratos cada vez mas recónditos, cada vez mas sombríos de la vida del hombre de hoy, hasta tocar allí donde la incoherencia y el dominio de lo irracional hacen más incontrovertible y fascinante la verdad.

Las exiladas, la última de la trilogía, es la que acusa más claramente este auspicioso viraje de Sergio Vodanovic. La afluencia de veraneantes, año tras año, es más numerosa y heterogénea. La privacidad de la playa se va perdiendo irremediablemente para los viñamarinos. La anciana aristócrata, residente, en su silla de ruedas, se niega a mezclarse con aquel mundo real, nuevo y vulgar, y se va alejando, exilándose voluntariamente con su hija, a tomar su habitual baño de sol, a sectores mas solitarios, intocados todavía por la contaminación del villanaje. En ese espíritu de hermetismo ha criado a su hija, de cuarenta años de edad, viviendo un mundo de tiempo detenido, muerto; de modo que cuando la hija se decide a participar del mundo real, desconocido para ella, y Rodolfo, uno de los veraneantes que acertó pasar por allí, en vez de besarla, como ella se lo pide, le restriega en la boca un pescado podrido, ella, con los ojos cerrados, en éxtasis amoroso, entregada a su verdad interior, cree que así es un beso de amor. Y eso será para ella, siempre. Mientras esto sucede, su madre ha muerto a su lado, en su silla. Era lo que la hija esperaba hacía cuarenta años. La hace quitar de allí y arrojar al botadero de pescados en descomposición, lo que el chofer ejecuta, con todo respeto. Ella ocupa el puesto heredado. Luego, con triste ternura, besa de nuevo la carroña, portador tan eficaz como cualquier otro, del amor, sentimiento que, al fin, no importa cuán tardíamente, poseyó en plenitud ideal. Esa es su verdad, verdad subjetiva, es cierto, pero más auténtica y mas válida que la verdad objetiva, porque es pura, invariable y eterna. Con ella se quedará en la misma silla, como su madre, gozando su conquista en un mundo inmóvil, exilada.

En su última obra, Perdón... estamos en guerra, el autor parece replegarse a sus antiguas querencias, aquéllas sus construcciones simétricas. En ese regreso se queda, sin embargo, a medio camino, ya cogido por las cautivantes corrientes actuales. Su crítica sigue siendo certera, sus personajes bien edificados, el material anecdótico preparado para un espectáculo fácil. Pero enriquecen su estructura un tono satírico de afilados alcances, que no habíamos visto en otras piezas suyas, y, sobre todo, su planteamiento crítico adquiere una amplitud trascendente para reflejar múltiples situaciones del hombre moderno: "el abandono de los principios morales, con la excusa de una causa aparentemente superior".

El otro autor que ha enjuiciado vitales circunstancias nacionales vinculadas profundamente con el proceso universal contemporáneo, es Juan Guzmán Améstica (1931) . Su trabajo mas notable es la comedia drama, como él lo clasifica, El Wurlitzer, estrenada a principios de 1964. Es, sin duda, la obra chilena que con más integridad ha abordado aquel estado de desconcierto que afectó a la juventud de posguerra, aterrada, primero, desencantada, luego, ante el espectáculo de la mayor quiebra de valores, de la historia. Esa juventud, tan gravemente dañada, había presenciado en su niñez, durante los años de la conflagración, los efectos moralmente demoledores de la crisis, y ahora los veía generalizados, como un cáncer vivo, lesionando su propio ambiente social, cultural y familiar. En semejante medio, sustentado en una escala de valores precaria, relativa e insegura, el concepto de delito ha perdido su riguroso sentido. El delito común, aquel que condena la ley —institución también puesta en tela de juicio—, puede llevarse a cabo sin remordimiento, porque no pasa de ser una falta que come-ten todos; además, parece insignificante si se la confronta con ese super delito de la destrucción masiva, perpetrado por las generaciones anteriores, crimen no consultado en código alguno. Tal atentado ha puesto un punto de referencia que ha ampliado pavorosamente los límites del delinquir, y su trascendencia ha contaminado la nervadura esencial de una juventud, de una época.

El Wurlitzer, el tocadiscos de un café de barrio, con sus embrujadores misterios mecánicos, lleno de luces y colores en movimiento, de música embotadora, recuerda la imagen fascinante de un satélite artificial, cruzando los espacios infinitos, simbolizando el triunfo de la alta tecnología moderna. El Wurlitzer, con su atmósfera propicia al trip de la evasión, es el único refugio seguro para los jóvenes, porque los sustrae de aquella otra atmósfera de rutina y mediocridad del hogar y del medio social en bancarrota; es, asimismo, la fuente inspiradora y redentora de su vida conducida al margen de la norma. La venta de contrabando menor puede ser considerada un hecho delictual por aquella comunidad repudiada, pero les ha probado que su práctica les permite vivir sin las estrecheces económicas en que se debaten sus padres, todavía aferrados al irracional respeto a caducos valores éticos.

C) La tercera línea del teatro chileno actual, cuyo comienzo hemos asociado a la obra inicial de Gabriela Roepke, sin desvincularse de las preocupaciones de raigambre nacional, tiende un vuelo más trascendente que las anteriores, con una concepción metafísica más profunda de la imagen del mundo, enajenado ya de las ordenaciones racionales. La estructura poética aparece ahora preeminentemente apoyada en la magia genética del lenguaje. Es la corriente que está produciendo los más altos valores del teatro chileno y la que atrae a su órbita, como hemos anotado anteriormente, a autores que habían comenzado su labor teatral encaminados en otras tendencias. Reúne a dramaturgos ya llegados a su madurez literaria, como Luis Alberto Heiremans, Alejandro Sieveking, Jorge Díaz, Gabriela Roepke, José Ricardo Morales y Enrique Molleto; y a otros que van en auspicioso camino, como Jaime Silva, Mario Cruz, Raúl Ruiz, Antonio Skármeta, Miguel Littin y Sergio Riesenberg.

El impacto de los renovadores europeos y norteamericanos del medio siglo adelante, ha encontrado en ellos una resonancia que se mantiene viva en estos momentos. Entre los modelos más respetados figuran Ionesco, Beckett, Dürrenmatt, Friesch, Weiss, Pinter, Albee.

El más alto nivel del teatro chileno actual lo ha dado, hasta ahora, Luis Alberto Heiremans (1928-1964), desaparecido a los treinta y seis años de edad, en el momento que alcanzaba la plenitud de su madurez. Su obra reviste una unidad y trabazón de sistema, en sus estratos ideológicos, humanos y estéticos, que no es frecuente hallar en un escritor tan joven. Tal organicidad es, sin duda, el resultado de su formación intelectual y artística elaborada con vigilante sabiduría, que han hecho de Heiremans el tipo del escritor consciente de nuestro medio teatral.

Ante la polémica implícita en el desarrollo del teatro chileno de los últimos años y ante el peligro inminente de despeñarse en un abstraccionismo desvitalizado del arte teatral a que podía conducir el rechazo indiscriminado del costumbrismo local, él adoptó una sensata posición de equilibrio. "Nuestro teatro —expresó alguna vez—, habiendo ya dominado el realismo, debe seguir el camino de la estilización de la realidad, pero no descarnándola hasta llegar a lo abstracto. Todos los personajes son reales, pero estos personajes son los que llevan dentro de ellos un símbolo, como un fruto interior, fruto que ilumina e irradia, y cuya luz debe envolver y bañar toda la obra."

El autor ha respetado su programa. En efecto, tanto esa elaboración morosa en torno a un tema de hondas raíces nacionales, como su actitud poético-realista, quedan de manifiesto en el proceso creador de Versos de ciego, 1960, una de sus piezas más logradas; en ella, la simbología folklórica, armonizada con los fenómenos diarios, se vino engendrando por grados de sintetización, a través de otras obras precedentes: Sigue la estrella y Los güenos versos, ambas de 1958. De este modo, Versos de ciego congrega en una organización superior lo vernacular, la exaltación lírica de las grandes reservas afectivas del hombre y la construcción de un ámbito cargado de pura tensión poética. Para descubrir nuevos tesoros de la realidad, no ha necesitado ni compulsar insólitos recursos formales, ni alejarse del hombre que habita su mismo medio. Hombre, vida, poesía y magia los halla Heiremans en esos versos sin retórica y en esa música tan verdadera como la risa y las lágrimas, y en esos seres que han hecho de tales expresiones del alma colectiva la razón de su existencia, seres que, por eso mismo, viven en la frontera de la realidad más cruda y el ensueño mas reconfortante.

Todas las virtudes conformadoras de esa trilogía se purifican y se intensifican en El Abanderado, 1962, la obra más notable del autor, virtudes a las que se suma un tratamiento plástico y técnico de sorprendente relieve y eficacia dramática. En esta composición, Heiremans brinda la prueba mas concluyente del vigor y acierto de su sistema teatral, como uno de los más fecundos instrumentos para sorprender la esencia del hombre americano contemporáneo y los valores universales que alientan su existencia. No es fácil encontrar en la producción escénica de estos últimos tiempos en la América Latina una obra que, como El Abanderado, retina tantas cualidades de genuina complejidad poética. Inmerso en el mundo mágico de la poesía y la mitología populares, a través de la documentación practicada emocionalmente en el terreno mismo, en el momento en que aflora ese universo maravilloso en el estallido del rito, y a través de las investigaciones y hallazgos de folklólogos, Heiremans organiza artísticamente el material mítico-religioso que contiene el espíritu de las festividades de la Cruz de Mayo, que anualmente se celebran en la provincia de Valparaíso, y cuyo centro matriz se halla, por tradición, en el pueblecito de Puchuncaví. Estructuran la obra dos líneas narrativas, enlazadas entre sí por una suerte de interpenetración correlativa, es decir, desenvueltas de un modo más íntimo que el mero correlato objetivo; estas dos líneas son: a) la preparación y su consiguiente desarrollo de la festividad de la Cruz de Mayo, y b) la historia doliente del Abanderado, un bandido regional, de fama semi legendaria, su arresto, su traslado al lugar de ajusticiamiento. Este esquema provee, en el acto, de una clave: un entrevero de motivos religiosos (bíblicos, en este caso) y motivos paganos (realistas) , tal como se da en el dinamismo mental del hombre de todos los tiempos. Es un hecho que el pueblo tiene la necesidad natural de objetivar los símbolos de sus creencias, los conceptos teológicos y hasta los hechos históricos remotos, y traducirlos a imágenes comprensibles, construidas con elementos de su personal representación del mundo, sin que esa interpretación suya, por más burda o simple que sea, entrañe una actitud que pueda reputarse como herética o impía. Así es también como en esta obra de Heiremans, la Pasión de Cristo y toda la materia piadosa que la rodea, aprehendida en retazos en los versos que improvisan los alféreces o jefes de las agrupaciones oficiantes de la Cruz y fincada en la mente de los fieles, es objetivada en el calvario que sufre el Abanderado, cogido en esos días por la policía rural, y trasladado a través de los cameos, casualmente mientras se desarrolla la peregrinación de las diversas comunidades que vienen por distintos caminos, al pueblo de la Calavera (al Gólgota, ya lo sabemos) , lugar donde ha correspondido ese año celebrar la festividad de la Cruz.

En el trasunto pagano del relato bíblico —igualmente fragmentario y arbitrario, y que solo puede ser captado objetivamente por los espectadores desde su butaca—, se conservan casi todos los elementos evangélicos. Así, por ejemplo, el Abanderado, el portador de la enseña (un pañuelo blanco en la cabeza) , que atrae la mirada favorable o desfavorable de la colectividad, corresponde a Cristo; Pepa de Oro, regente de una casa de tolerancia, corresponde a un aspecto de María Magdalena; los alguaciles y esbirros que apresan a Cristo, son los carabineros o pacos, encargados de conducir al preso maniatado, entre los cuales no falta el buen samaritano de la parábola, que en la obra aparece con el bíblico nombre de Cornelio; los jefes policiales, el teniente Bruna, que "se lava las manos", y el teniente Donoso, el que todo lo planea "con criterio militar" y que condena, son Herodes y Caifás; el Tordo, antiguo amigo del Abanderado, que lo delata a la policía, por una recompensa monetaria, es Judas el Iscariote, Cornelia, una muchacha campesina, enamorada furtiva del héroe popular, corresponde a otro aspecto de María Magdalena; y el expolio es el ominoso esculcar las ropas del prisionero, por orden del teniente Donoso; y la crucifixión es la colocación de las esposas metálicas que reemplazan las ataduras de cordel, etc. Tampoco está ausente —no podía estarlo— la metafísica teológica, el mensaje cristiano de pureza y redención, simbolizados en el cáliz y la hostia, lo que se trasunta en la ponchera de vidrio, orgullo de Pepa de Oro, porque "era —decía ella— algo que me hacía olvidar todo lo demás; era limpia y clara como un trozo de estrella, y con solo recordarla, se disipaban todas las oscuridades". Por su parte, el Abanderado ha hallado entre los sórdidos recuerdos de su vida —dado en el único y oportuno flashback de la obra—, uno todo blanco, como el mantel que lavaba Cornelia en el rio y que tendió entre ambos para defender su pureza amagada por el bandido; todo blanco como el pañuelo que Cornelia bordó para él. "Me doy cuenta —dice al final de sus padecimientos y ya transfigurado interiormente que hay que pensar en algo que no se pueda trizar ni romper [como ocurrió con la ponchera de su madre], en algo que no es una cosa, en algo que uno guarda adentro, muy adentro, no sé bien dónde, y que es más cierto que lo que se mira y se toca. Es algo como un pensamiento. Sí, eso podría ser. El pensamiento de algo todo blanco. . . (Hay un silencio durante el cual vuelven a escucharse los cánticos con nitidez.) Cornelia..."

La original forma can que el autor emplea el correlato objetivo le permite concertar prestigiosas tradiciones de fraternidad, conformadoras del alma colectiva popular y elementos de la realidad actual. Junto a eso, configura la búsqueda anhelante de un sentido, más válido que el mero signo piadoso, un sentido incontrovertible, emanado de las reservas mismas del ser, que proporcionen un punto de apoyo al hombre, con que pueda enfrentar la incertidumbre contemporánea. Tales factores confieren a El Abanderado una extraordinaria solidez estructural y una verdadera grandeza de moderna concepción metafórica.

La forma espacial que revisten las obras mencionadas de Heiremans, desenvueltas mediante la sucesión de momentos discontinuos y con la intervención de una muchedumbre de figuras, impiden una densificación en el tratamiento de los personajes y una construcción morosa de la complejidad y riqueza de su mundo interior. Deseoso de superar esa deficiencia, el autor había iniciado el cultivo de otra modalidad endilgada a cavar más hondo en el espíritu del individuo. Esa orientación tiene dos trabajos suyos elaborados en Alemania, El palomar a oscuras y Buenaventura. Esta última es una trilogía de piezas en un acto: El año repetido, El mar en la muralla y Arpeggione, estrenadas en alemán, por el Kammertheater, de Friburgo, en 1962. Aquí el autor concentra su mirada en la aventura interior de tres parejas distintas, una en cada pieza, enfrentadas a tres respectivos matices del tema de la soledad y la consiguiente ansia de ternura y comunicación afectiva; todas almas angustiadas, debatiéndose en una intimidad agobiada por el peso de frustraciones sentimentales o económicas, cuya salida, postergada indefinidamente, se halla en un mundo de refugio ideal, concebido como la esperanza latente en cada uno: Buenaventura. Heiremans comenzaba a rendir sus mayores pruebas de virtuosismo técnico, de honda comprensión del hombre y de genuina poesía. En escenarios escuetos y sórdidos, como el mundo interior que los personajes viven (un cuarto de hotel de ínfima calidad, ocupado por una prostituta; una salita de un departamento de un empleado mediocre, y una Sala de ensayos, desmantelada, con un bosque de atriles por un lado) en los estrechos contornos de un tiempo objetivo reducido a poco más de media hora, con dos personajes en escena y un solo motivo estructurador, logra crear un complejo dramático en que el tratamiento del tiempo subjetivo confiere una fluidez ininterrumpida a un amplio ámbito vital. Los desplazamientos temporales y espaciales asumen en el escenario igual dinamismo que el de la corriente psíquica estimulada por una situación límite, de suerte que el proceso escénico adquiere la máxima continuidad en donde se interpenetran la realidad y la magia, lo presente y lo ausente, con la fácil naturalidad de una ensoñación. Personajes y cosas jamás pierden su dimensión real, y su tránsito desde el mundo objetivo al subjetivo emana como una manifestación necesaria de la intensa carga emotiva de la corriente interior.

Heiremans encauzaba, pues, su obra por niveles de la más egregia calidad artística, cuando lo sorprendió la muerte. Póstumamente se estreno su obra El Tony chico, que pertenece a la línea que el autor se disponía a abandonar y que no agrega nada a lo hecho por él.

De las nueve piezas escritas hasta ahora por Alejandro Sieveking (1934) , se destacan tres que aseguran la permanencia de su nombre en las letras nacionales; ellas son Mi hermano Cristian, 1957, la primera del autor; Parecido a la felicidad, 1959, y Ánimas de día claro, 1962. Constituyen ellas una demostración palmaria de un talento dramático muy bien dotado, que parece, sin embargo, no haber alcanzado todavía la plenitud de su desarrollo. La remolienda, 1965, su última obra, no supera el nivel de las mencionadas anteriormente, pero deja la impresión de que el autor se halla en la búsqueda de un sistema expresivo propio, que le permita desplegar todo el vigor inédito de su potencialidad creadora.

Es interesante anotar un paralelismo antitético en el desarrollo de Sieveking y Heiremans; este comienza su carrera con un teatro de tipo espacial y termina, como hemos visto en Buenaventura, orientado hacia el teatro de predominio del personaje. Sieveking procede al revés; sus primeras obras mencionadas apuntan al análisis psicológico de determinados individuos; la sordidez equivoca del estado de histeria que distorsiona la personalidad de un lisiado que tiraniza a su hermano, culpable del accidente de su parálisis, tiranía que compromete la vida de todo su medio familiar, en Mi hermano Cristian; la frustración de todos los vértices de un triángulo amoroso, en Parecido a la felicidad. Luego Sieveking adopta una dirección mas abierta y condescendiente; en Ánimas de día claro, su obra más lograda, acude a las fuentes populares del alma chilena; poetiza uno de sus aspectos más activos y permanentes, su creencia en la existencia real y terrena del espíritu de los muertos, de aquellos que por alguna misteriosa razón no han podido entrar en el reino de la eternidad celestial y deben vagar por la tierra, en tanto no terminen de purgar quizá qué suerte de pecados. Son las ánimas en pena que, para el pensamiento del pueblo, constituyen una realidad tan válida como la del mundo fenoménico; de su presencia concreta y de su largo penar en este mundo dan testimonio incontables manifestaciones ya codificadas en un sistema de convicciones, que ocurren frecuentemente, en el mismo lugar de su muerte o en sus inmediaciones, al amparo de las sombras nocturnas. Son voces, generalmente tristes, son imágenes humanas, ruidos de pasos familiares, luces que se mueven a lo lejos y desaparecen en la tierra. Tales hechos despiertan más que el miedo, la piedad, y provocan el gesto de asistencia y apoyo en la afanosa búsqueda de una paz que tarda en venir. Y se levantan túmulos recordatorios a la vera del camino, allí donde un hombre fue alcanzado por la bala de la justicia o por el puñal asesino; junto al río, donde otro pereció ahogado; o a la orilla de la vía férrea, o a la entrada del pueblo o en la callejuela apartada; y el lugar adquiere el prestigio de santuario, y se ofrendan velas, flores, oraciones. Las ordenanzas municipales o las nuevas construcciones que avanzan irrespetuosas sobre aquellos sepulcros simbólicos, son incapaces de borrarlos de la faz de la tierra; brotan de nuevo, como tenaces flores de luz, en cualquier sitio próximo, en las tardes, ya entrada la noche propicia. Pero estas ánimas de la obra de Sieveking tienen, entre otras particularidades, la de aparecerse también, especialmente, en pleno día.

Como todas las ánimas hechas y derechas, éstas de nuestro cuento también se llevan sus dificultades pendientes. Una de las animitas explica: "Dicen que cuando las personas tienen un deseo muy grande y se mueren sin cumplirlo, se quedan en la tierra, esperando... “Pues así sucedió con las cinco hermanas González, famosas ceramistas de Talagante, muertas a avanzada edad, una tras otra, hace más de quince años. Ahora todas deambulan en su vieja casa abandonada, motivo de aprensiones para la gente del pueblo; allí "viven", como en un pozo de tiempo inmóvil, en espera paciente de esa satisfacción de un deseo que ha de eliminar el único obstáculo que les impide abandonar de una buena vez este mundo fastidioso. Son deseos ingenuos, sencillos y buenos: la recuperación de un objeto muy estimado, perdido casualmente hace años; un hartazgo de mistela, bebida que alegra muchísimo, pero que el doctor Retamales prohibió terminantemente; una cachetada bien dada a la Vicenta, una vieja bruja, envidiosa y metete. Como a todo le llega su hora, estas apetencias tan largamente postergadas, se van cumpliendo. Llegado el momento, cada una toma su maletita, se despide de sus hermanas queridas y parte... acompañada del canto de las que se quedan.

Mas hay un deseo muy grande que no se puede cumplir: Bertinita, la menor de las González, de ochenta años, anhelaba casarse y tener niños, pero no pudo, porque tenía un lunar en la nariz, que ahuyentaba a los novios; cuando se acercaban a ella, se ponían turnios ... Sin embargo, ahora, Eulogio, joven del pueblo, a quien Bertinita se ha presentado transfigurada en jovencita de veinte años, se ha prendado de ella y hasta de su lunar. Pero hay un inconveniente insalvable, en el que no se había reparado, en medio del entusiasmo: como Eulogio es de carne y Bertina es de aire, no habrá modo de consumar la unión amorosa, como Dios manda. La frustración terrenal retendrá también a Eulogio, como es de rigor, en este mundo. Y entonces queda establecido que cuando Eulogio muera, podrán juntarse allí, ya ambos hechos de aire, por la eternidad.

De esta manera, el tierno juego imaginativo, de ingenua arbitrariedad, con que se amasa la fantasía atrapada en la cerámica pintada de Talagante, adquiere, de pronto, una trascendencia de alta categoría poética, y la aprehensión del ideal amoroso, eterno, inmóvil y puro, reviste los atributos que Platón asigno a la Idea absoluta.

Hasta el momento en que llevamos reseñada la evolución reciente del teatro chileno, los autores nacionales (exceptuados los avances de Vodanovic, en Las exiladas, y de Heiremans, en Buenaventura), se enfrentan a un mundo de contornos apacibles, sujeto al proceso de gozosa progresión, cuya imagen se mantiene dentro de una armazón racional, adscrita a los ordenamientos metafísicos tradicionales; un mundo regular, lógico, a veces malo, a veces bueno, siempre moviéndose dentro del encadenamiento objetivo de causa-efecto.

En cambio, la actitud asumida por Jorge Díaz (1930) es diametralmente opuesta. Su urgente ademán de auscultación de la realidad fracasa al primer intento, y la única conclusión cierta a que cree arribar es un escepticismo más precario que el socrático, por su carga de desesperanza. "Yo no sé lo que es la vida —declara—, ni hacia dónde va el hombre, y eso es una verdad más importante que todo." En este descalabro ecuménico, él se encuentra con que hasta el lenguaje ha perdido su poder de instrumento cognoscitivo, ordenador y representativo, porque ya es insuficiente para apañar una realidad desarticulada, poblada de contradicciones insolubles y complejidades inefables. El resultado de estas reflexiones no puede ser otro que la conciencia de una impotencia angustiosa que el autor resuelve eventualmente en el único gesto capaz de mantenerlo en pie en medio de la catástrofe: la cólera y la risa, factores que informan y explican toda su producción teatral. La expresión documentada de su desaliento ante lo caótico de la vida contemporánea constituye ya una conquista cierta, porque es una forma de apuntar con agudeza y apremio hacia un fondo inédito de la realidad. Y eso le basta para justificar su obra.

Bien sabemos que esta concepción no es original de Jorge Díaz, pero ha sido él quien incorporó la modalidad al teatro chileno. Sobre las bases instauradas por Kafka y las contribuciones de otros maestros de la segunda década del siglo, surge la larga descendencia de los renovadores del medio siglo, cuya nómina repetimos como un nuevo homenaje: Jacques Audiberti, Samuel Beckett, Jean Genet, Arthur Adamov, George Schehade, Henri Pichette, Ghelderode y, sobre todo, Eugene Ionesco, el modelo más próvido de la producción del autor chileno.

Como Heiremans, Jorge Díaz es uno de los pocos autores nacionales que ha formulado un sistema teatral claro y coherente y, al mismo tiempo, ha sido fiel a sus propios postulados programáticos, lo que ha conferido unidad de tono al conjunto de su producción. Jorge Díaz ha mantenido esta homogeneidad desde su aparecimiento en el panorama de Chile, en 1961, con su pieza en un acto, El cepillo de dientes. La pequeña obra produjo una grata conmoción en el ambiente nacional, ya debidamente preparado para recibir las intrepideces que entrañaba, porque era el primer testimonio de la incorporación del teatro chileno a la corriente escénica de más reciente vigencia. Verdad es que ya hacia un decenio que Ionesco había declarado la guerra a un teatro para todos, un teatro general que interesa muy poco a cada hombre en particular; asimismo, afirmaba que el teatro se muere por falta de audacia, cuando se trata de movilizar todos los medios, por insólitos que parezcan, para decir la verdad tal cual se da en los rincones más palpitantes del yo. "No quiero tener otro límite que el impuesto por las posibilidades técnicas de la maquinaria teatral", había dicho. Adoptando tal actitud de ilimitada libertad, el autor queda en óptimas condiciones iniciales para expresar ese mundo desconocido, incomprensible, a veces, para el propio sujeto, que se incuba en las sombras recónditas del ser, y cuya estructura no es otra que el reflejo inquietante del universo contemporáneo. La expresión fiel de esa rica imagen dinámica del creador suele aparecer, en su trasunto objetivo, lamentablemente empobrecida, desquiciada y distorsionada, con caracteres de engendro absurdo. El instrumento idiomático parece insuficiente y, al compulsarlo a un mayor rendimiento, se desmorona y desintegra, con frecuencia, en balbuceos e idiotismos desconcertantes para quien no esté advertido del juego irónico resultante. Las fronteras ordenadoras entre lo real y lo irreal; entre lo tenido por bueno y lo tenido por malo, entre lo verdadero y lo falso, así como el determinismo que ha disciplinado nuestra mente para ajustarnos a la sucesión temporal y a la simultaneidad espacial, todas estas fronteras dejan de ejercer su control, para dar paso a la corriente espontánea de la vida interior. Esta vitalidad, al tender a su despliegue auténtico, aparece estimulada, en los tiempos que corremos, por factores vinculados a las reservas más primarias y poderosas del hombre, lo que obliga a dejar al desnudo sórdidos e inconfesables aspectos del fondo humano, así como la angustiosa certeza de su precariedad sustancial, de su desamparo, de su inextinguible terror a la amenaza de su destrucción, de su soledad irremediable, de su ansia de fraternidad y genuina convivencia.

Este conmovedor contenido se enfrenta a un medio externo que no le ofrece posibilidad alguna de salvación, a no ser la incorporación a su estructura deshumanizada, hecha de moldes fijos, que convierten la existencia en otro de los automatismos anónimos de la maquinaria universal. El contraste de estos dos mundos discrepantes que, para subsistir deben asociarse en un contubernio monstruoso, produce el espectáculo al mismo tiempo trágico y ridículo, grotesco y enternecedor, del hombre contemporáneo, atrapado en un engranaje económico y tecnológico desenvuelto en una yuxtaposición de clises, slogans, automatismos mentales, reflejos condicionados, rutina embrutecedora, dominio de la vulgaridad de las medianías culturales. Y en este ambiente, acatado por pereza, ceguera o impotencia, se ha perdido no solo el aliento del afecto cordial, sino también el libre desarrollo del pensamiento y de la fantasía del buen gusto y de toda elevación espiritual, conquistas preciosas del quebrantado Humanismo.

Tal es el material, nada halagüeño, aunque estimulante, que campea y da sentido a la obra, tan fuera de la norma, de Jorge Díaz. Los títulos más notables de su labor son Requiem para un girasol, 1961; .El velero en la botella, 1962; El lugar donde mueren los mamíferos, 1963; Variaciones para muertos de percusión, 1964, y, especialmente, la nueva versión en dos actos largos, de su obra primigenia, El cepillo de dientes o Náufragos en el Parque de Atracciones, 1966, que señala el nivel más alto de su esfuerzo.

El título de esta última pieza alude al motivo estructurador: la necesidad del hombre contemporáneo de recuperar siquiera un rasgo, un elemento, aunque sea tan humilde como el cepillo de dientes, supuestamente intocable por manos ajenas, que permita salvar la individualidad y la libertad interior, del naufragio colectivo de nuestros tiempos, catástrofe que ha desvanecido los perfiles distintivos de la personalidad humana. El aluvión de formas standard que gravitan sobre gentes y cosas, pesa sobre esta obra teatral; con una tragicidad tan abrumadora como el faturn griego. La colectividad avanza, como enajenada, por caminos trazados cuidadosamente por un poder demoníaco, incontrastable, emanado de misteriosas fuentes monopolizadoras de las reservas de la naturaleza y de la voluntad humana, un poder irracional que mueve el mundo como al ámbito de una feria de atracciones mecanizadas. El hombre es una cifra, un guarismo o una de las piezas anónimas de un monstruoso aparato, que sospechamos accionado desde el oscuro fondo de las oficinas de los directores de trusts, de los talleres de propaganda, del seno de las grandes concentraciones del poder económico. Y el ser humano aparece atrapado en una red de sutil ingeniería, sin escapatoria posible, y, lo que es más grave, sin conciencia de su verdadera miseria. El arpa sentimental, llena de matices y acordes casi humanos, que aparece al comienzo de la comedia, se cambia abruptamente, con velocidad electrónica, por el reiterativo, estridente, aletargador y deshumanizado ritmo del jazz, que asalta y se adueña del ambiente hogareño, junto con los programas de Radio o de TV y las revistas y la prensa sensacionalista, todos tentáculos de embeleco de aquella usina maligna, cada día mas perfeccionada y eficaz, para la. regulación de la conducta humana y del pensamiento, de la dosificación del amor y de la espontaneidad vital. Tres escenas, en especial, revelan los efectos aniquiladores de la tiranía ejercida por las formas estereotipadas de la vida moderna: en el primer acto, el repertorio de la consabida redacción de las cartas del Correo Sentimental, modernizado por estos días en el IBM Computer, y el hondo abismo de frustraciones que entraña el procedimiento mecánico de la búsqueda amorosa; en el segundo acto, el juego de Los refranes, venerables modelos de los más eficientes recursos propagandísticos comerciales, y el frenético ritual de los slogans y jingles que emponzoñan, no solo en lengua inglesa, la atmosfera, las carreteras, las paredes, las páginas, del mundo entero.

Nunca como ahora, el espectador o el lector habían tenido una participación tan activa en la ceremonia teatral, al punto de convertirse en coautores de la obra; nunca como ahora, puede aquilatarse la clara visión de los reformadores chilenos que se impusieron como una de sus tareas previas, la preparación sistemática de un público apto para la recepción del acto teatral y su participación efectiva en él. Su responsabilidad de verdadero oficiante consiste —como sucede en la nueva novela— en acabalar la obra, confiriéndole toda aquella unidad y continuidad que se oculta tras la acumulación aparentemente caótica de hechos que ocurren en el escenario con la misma discontinuidad con que se presentan en la vida real.

En El cepillo de dientes, el autor indica la intervención de solo dos personajes básicos, ÉL y ELLA, en su casa, al comenzar un día cualquiera. Debe entenderse que la innominación de estas dos figuras no coincide con la mera abstracción tradicional de una selección arbitraria de dos tipos sintéticos, representativos, sino que ÉL y ELLA son especies de receptáculos humanos, como el comodín del naipe, dentro de los cuales pueden caber, cuando la acción dramática lo requiera y cuando la corriente mental espontánea del creador adopta un nuevo giro, un Él y una Ella distintos y concretos, que revelan otros ángulos de la realidad. A fin de no perturbar (de no matar, diríamos con Bergson) el dinamismo espontáneo de la corriente psíquica, el autor omite señalar las mutaciones externas habituales, de lugar y tiempo, así como las acotaciones relativas al cambio de individualidad que, de súbito, se opera en ÉL y ELLA. Esas mutaciones requerirían detener el flujo entablado para dar tiempo al cambio de maquillaje y vestuario, si han de seguir en escena los mismos ÉL y ELLA, o para dar entrada a otros personajes representados por otros actores. A veces, ÉL y ELLA son los esposos que viven sus vidas en círculos cerrados, sin comprenderse jamás, sin piedad el uno para el otro, mutuamente, hastiados, a menudo aparentando un piadoso entendimiento; a veces son funcionarios públicos que espetan discursos de rutina, o jueces, o locutores de Radio o TV, o policías, o empleadas domesticas, o padres desgraciados o hijas incomprendidas, etc. Sin estar advertidos de este libérrimo recurso dramático, tan heterodoxo, la obra puede, pues, parecer sin sentido.

Otra novedad que llama la atención en El cepillo de dientes es el tratamiento escénico del Público, como personaje. Por lo pronto, éste de Jorge Díaz ha dejado de ser "el respetable", porque también, como los personajes sin nombre, ha perdido su carácter abstracto y omnisciente con que lo ha revestido la tradición; este Público "actúa", tiene a su cargo varios papeles y está efectivarnente integrado al acontecer dramático; nos es dado percatarnos de sus réplicas y de sus enérgicas reacciones, porque este Público es un grupo de personas de nuestros tiempos, con todas las limitaciones de un conglomerado que asiste a una función teatral, como la de esta noche, por ejemplo; es, en otra ocasión, la asamblea política o vecinal, o el jurado de un tribunal o el hombre de la calle. Y, como ocurre en la realidad, el Público suele ser indiscreto, malintencionado, y su presencia, inconveniente. "Cierra las cortinas que están escuchando todo" —dice, enfadado, uno de los personajes; el otro contesta: "Me importa un bledo que oigan todo. Para eso pagaron."

Tal como esas novelas cuya lectura debe hacerse sin vacilación hasta el final, para captar su sentido esencial —Hijo de ladrón, de Manuel Rojas; Pedro Páramo, de Juan Rulfo; Rayuela, de Julio Cortázar—, también en El cepillo de dientes es preciso disponer de una vez de todos los trebejos para armar el juego. Así, podemos ver que la obra transcurre con la misma histeria de flashes discontinuos que aparenta la vida moderna, pero con la natural fluidez interior del genuino encadenamiento de aquella lógica subjetiva que da unidad a la compleja corriente psíquica. De suerte que el espectáculo total no es sino un sistema de indicios que estimulan y conducen el pensamiento a la captación del verdadero material dramático subyacente en el texto, como un rio amargo, pero vivo.

Hasta aquí, lo más significativo del teatro chileno de estos días. Nuestro esquema solo comprende las tres corrientes de mayor bulto que se destacan en ese interesante panorama escénico, en plena efervescencia, y la determinación de esas líneas creadoras obedece .al apremio de bosquejar una primera vertebración que facilite y estimule estudios ulteriores, más hondos y exhaustivos.



JULIO DURAN-CERDA .

The University of Iowa.



En: Julio Durán Cerda. Teatro chileno Contemporáneo. Santiago de Chile: Aguilar, 1970.