PACTO

 

El programa agrega:

 

COMEDIA EN DOS ACTOS Y UN EPÍLOGO

DOS PERSONAJES PARLANTES UN PERSONAJE MUDO

UN PICAFLOR

UN TENOR

 

Sentémonos.

 

Teatro lleno, de bote a bote. Entre el público, en un rincón, está Desiderio Longotoma. Seguramente hay más conocidos nuestros. El telón es de color frutilla. Hay un permanente murmullo de voces sobre el que se destaca, a intervalos regulares, la risilla del amigo citado. La sala ha sido perfumada con esencia de piñas. Bájanse las luces. Brillan las candilejas. Cesan el murmullo y la risilla. Se abre el telón.

 

Silencio.

 

PRIMER ACTO

 

Época actual. La escena representa una lóbrega habitación de techo bajo. Todos los muros son grises. Los laterales no tienen ni puertas ni ventanas. El del fondo tiene dos ventanitas. Por la de la derecha, cerrada con cristales, se divisa un paisaje de carácter acuático, inmóvil, sobre el que cae monótonamente la nieve. Por la de la izquierda, abierta, divísase también un paisaje de carácter acuático mas lleno de movimiento y de rayos de sol. El techo, de vigas pandeadas, es de nogal. No hay lámpara alguna ni nada cuelga de él. El piso es de estera. Al centro, una gran mesa sin nada encima. De cada lado, una silla. Tras la mesa, junto al muro del fondo y entre ambas ventanitas, un enorme globo de cristal de 75 centímetros de diámetro, dentro del cual vuela, permanentemente y en silencio, un picaflor: De cuando en cuando golpea con su pico las paredes de su prisión produciendo un pequeño ruido seco. En el ángulo del fondo, a la derecha, cerca de la ventanita nevada, arde una salamandra. En el ángulo del fondo, a la izquierda, cerca de la ventanita soleada, gira un ventilador. En toda la parte de la derecha hace un frío glacial, pues es invierno. En toda la parte de la izquierda hace un calor sofocante, pues es verano. Al correrse el telón, la escena está vacía. Sólo vuela el picaflor. Pasado un minuto, golpea con el pico. Acto continuo atraviesa el muro de la derecha un personaje llamado Lorenzo. Lleva sombrero de paño, gabán, bufanda y guantes. Se sienta junto a la mesa en la silla más próxima. Pasa otro minuto. Vuelve el picaflor a golpear. El muro de la izquierda es atravesado entonces por otro personaje, llamado Rosendo. No lleva sombrero, viste traje de brin claro con camisa de cuello abierto y zapatos de lona. Se sienta frente al anterior. Pasa otro minuto. Vuelve el picaflor a golpear. Sobre el globo de cristal y quedando como adherido al muro del fondo, entre ambas ventanitas, aparece un personaje mudo de rostro de cera. Es de una faz alargada y extremadamente pálida. Algunas mechas de pelo cuelgan de su cráneo. Los ojos, cerrados, apenas se marcan. La nariz es aguileña. La boca ha desaparecido. Su nuca está envuelta por una especie de sudario negro que se anuda bajo la barba y cae en largos pliegues pegándose más y más al muro hasta confundirse con él en un neutro tono gris. Pasa otro minuto de silencio. El picaflor, que ha seguido volando en su globo picotea por cuarta vez y reanuda su vuelo veloz y callado.

 

LORENZO (con todas sus prendas de vestir e inclinado sobre la mesa).

—Bienvenido seas.

 

ROSENDO (el rostro alerta y despejado; el brazo derecho afirmado sobre el respaldo de su silla).

—Te saludo y ¡a tus órdenes!

 

LORENZO

—Bienvenido seas. Ojalá seas el bienvenido. Ojalá seas la vida que palpita, incesantemente, sin pensarse. Ojalá seas más allá de todos los laboratorios humanos.

 

ROSENDO

—Te saludo y escucho.

 

LORENZO

—Yo voy más allá de los hombres y me encamino hacia las que fueron las causas primeras y hacia las que han de ser las últimas. Tal soy y por mi voluntad lo soy.

 

ROSENDO

—¡Alabado seas, ejemplar de individuo feliz!

 

LORENZO

­—¡Alto ahí! Hoy sólo estoy en el umbral de la felicidad. Hacia atrás está la desdicha de haber sido arrojado por los hombres de su seno; y entonces no imperaba aún en mí la voluntad de ser quien soy. Hacia adelante es lo incierto: o es la intensidad máxima con esas causas primeras y últimas, o es el vacío absoluto.

 

ROSENDO (incrédulo).

—¿Arrojado por los hombres de su seno...?

 

LORENZO

—Sí. Que a mi reclusión llegaron echando un olor pestífero que me obligó a escapar y caer entre ellos. Entonces me obligaron a actuar clavándome el fracaso ante cualquier actuación mía. Me encontré solo en una esquina desierta. Aquel hedor no pasaba.

 

ROSENDO

—¿Debo entender que hablas en alegorías?

 

LORENZO

—No. Hablo en apretado compendio.

ROSENDO (incrédulo).

—¿Intensidad o vacío...?

 

 

LORENZO

—Calla. No intentes conocer con preguntas que, lógicamente, acarrearán sólo palabras. Abre tus ojos y ve.

 

ROSENDO

—Abiertos están.

 

Del centro de la mesa, como un humo, se levanta y crece un tubo en miniatura -de no más de 1 metro 80 de altura- de color gris negro aunque transparente. Dentro un murciélago -de 1/4 del tamaño natural- gira enloquecido. Fuera aparecen siete mujeres que, de acuerdo con el porte del tubo, tienen unos 40 centímetros de estatura. Van elegantemente ataviadas; son hermosísimas; cogidas de las manos, danzan con frenesí. Desde el globo de cristal el picaflor, golpeando, llévales el compás. Al centro del tubo, sobre la mesa, se forma un trozo de carbón. Poco a poco este carbón adquiere la silueta de un hombre -de no más de 20 centímetros de estatura- con gabán y sombrero negros. Marcha, cruza la pared de humo del tubo y sale a la mesa. Acto continuo las mujeres cesan su danza y se arrojan a puntapiés contra el hombrecito, mientras varios dudosos tipos de gorra, súbitamente surgidos de la nada, lo acometen a garrotazos. Ahora el picaflor gira enloquecido. El murciélago, con las alas abiertas, se detiene y chirrea.

Lorenzo no se ha movido. Rosendo contempla abismado y sonriente.

El tubo con todos sus personajes desaparece de pronto. La escena no ha durado más de 3 minutos.

Mientras lo anterior ocurre, siento que me cogen suavemente del brazo y que algo me murmuran al oído. Presto atención.

 

GUNI

—Quiero que me explique usted una cosa: ¿Por qué razón ese hombrecito, esas siete mujeres, los tipos de gorra y el murciélago no figuran en el programa con los demás personajes?

 

YO

—¡Hijita! ¡Porque no son personajes! Todo esto que usted ve es una evocación de Lorenzo que, gracias a su fuerza mental, proyecta sobre la mesa y la hace visible a Rosendo y a nosotros público. Que como dicha fuerza le hubiese fallado, nada estaríamos viendo.

 

GUNI

—¿Y qué habría resultado entonces de la comedia?

 

YO

—Un fracaso.

 

GUNI

­—¡Bonito fin de año habríamos tenido...!

 

YO

—Pésimo fin de año, por cierto. Pero, en fin, la cosa ha resultado.

 

GUNI

—Algo equívoco me está pareciendo cuanto veo.

 

YO

 —No hable más.

 

VITERBO PAPUDO (que, sin duda, ha oído nuestro diálogo).

—¡ ¡Estúpido todo esto!!

 

DESIDERIO LONGOTOMA (desde su rincón).

—¡¡Estupendo!!

 

EL PÚBLICO

—¡Schcht...!

 

LORENZO

—Ya lo has visto. ¿Qué puedo hacer ante el mundo?

 

ROSENDO

—Ante el mundo que añoras..., ¿verdad?

 

LORENZO

—No justamente. Ante el mundo que necesito.

 

ROSENDO

—Me extrañas pues yo te creía un hombre más allá de todo mundo, más allá del bien y del mal, en fin, más allá de todo cuanto pueda existir más acá. Te creía como me han dicho que fue un gran filosofo, Kant o Comte, que vivió siempre recluido en su gabinete y sus meditaciones.

 

LORENZO

—Kant.

 

ROSENDO

—Eso es, Kant. Me han dicho que una sola vez salió de su casa y ello fue cuando supo la declaración dé la Guerra Europea.

 

LORENZO

—No. Cuando supo el estallido de la Revolución Francesa.

 

ROSENDO

—Es igual. Lo que me importa saber es si tú eres o no eres como Comte.

 

LORENZO

—Kant.

 

ROSENDO

—Perdón, Kant. ¿Lo eres o no?

 

LORENZO

—Escucha. Vas a proceder a un experimento mental.

 

ROSENDO

—A tus órdenes.

 

LORENZO

—Cierra los ojos e imagíname a mí. ¿Estás? Ahora divídeme en dos. Hay dos yo. A uno de ellos revístelo tal como te figuras al gran filósofo en cuestión. Al otro atavíalo como a un santo y llámalo san Antonio. ¿Listo?

 

ROSENDO

—Listo.

 

LORENZO

—Ahora bien, a ése que es el filósofo, para que realmente sea yo -como de verdad lo es-, quítale diez y nueve vigésimos de su talento dejándolo con tan sólo un vigésimo. ¿Qué te resulta de tu gran filósofo?

 

—ROSENDO

¡Pobrecillo! ¡Que me da pena mirarlo!

 

LORENZO

—Bien. Ahora al san Antonio acósalo de formidables tentaciones. ¿Qué hace el buen santo?

 

ROSENDO

—Hombre, se defiende, implora a la Santísima Virgen, llama al Sumo Hacedor.

 

LORENZO

—Pues bien, quítale ahora toda posibilidad de defensa, quítale su Virgen Santísima y su Hacedor Supremo ¿Qué hace el buen santo?

 

ROSENDO

—Hombre, me mira perplejo, me interroga con los ojos, se ve que no comprende lo que con él se quiere.

 

LORENZO

Muy bien. Hazle saber ahora eso justamente, lo que con él se quiere.

 

ROSENDO

—A tus órdenes. Indícamelo.

 

LORENZO

—Hazle saber que es un nuevo tipo de san Antonio para quien ninguna tentación lleva en su realización el pecado. Hazle saber que, muy por el contrario, ceder a ellas es el deber, es tocar la fuente de vida. Es el deber amar, engañar, abandonar, traicionar. Es el deber violar. Es el deber experimentarlo todo en todas las regiones de la sensación y la ebullición del cerebro. Es el pecado no hacerlo, retroceder, y este pecado se castigará como el pecado de cobardía y negligencia.

 

ROSENDO

—Hecho está. El santo ríe, se frota las manos. Se ha arremangado la sotana y se dispone a dar pronto cumplimiento a su nueva misión. ¡Ahora! Se ha puesto en marcha...

 

LORENZO

—¡Deténlo, Rosendo, deténlo! ¿Pero que no sabes que soy yo?

 

ROSENDO

—Sí lo sé. Eres tú, Lorenzo. Por eso mismo, ¡adelante!

 

LORENZO

—¿Quiere decir entonces que has olvidado lo del tubo de humo?

 

ROSENDO

—Comprendo. Detente, san Antonio. Comprendo. A ti, si vas... te aniquilan. Comprendo pero ¿qué hacer?

 

LORENZO

—¡ ¡Anda tú!!

 

(Lorenzo, al pronunciar estas últimas palabras, ha alzado ligeramente la cabeza y mira a Rosendo por bajo el ala de su sombrero. Rosendo tiene un movimiento brusco, casi un sobresalto y mira atónito a su interlocutor. Un largo silencio).

 

EL PICAFLOR

(Se detiene en lo alto del globo).

 

EL PERSONAJE MUDO

(Durante el silencio se inclina hacia la mesa lentamente y sólo unos pocos centímetros. Vuelve a su posición primera y repite la inclinación con mayor amplitud y fuerza. Otra y otra vez más. Es como una oscilación del muro a la mesa. Ahora casi cae sobre ésta. Lorenzo y Rosendo no lo ven ni se percatan de su presencia. Por una corriente mental que sale del escenario e inunda todas las mentes de los espectadores, éstos, sin excepción, sienten que si el cadavérico personaje se desploma, la mesa se partirá en dos, medio a medio, hundiéndose por el centro y levantándose por las cabeceras. Ambos amigos serán entonces proyectados hacia arriba y chocarán en lo alto con sus frentes matándose, de seguro, instantáneamente. La comedia se interrumpirá y en su sitio, ¡una doble tragedia! La emoción del público es enorme. A cada caída del personaje mudo, los hombres lanzan un "¡oh!" de espanto; las damas, un "¡ih!" casi histérico).

 

ROSENDO

—¿Yo? ¿Por qué yo?

 

 

LORENZO

—Porque eres joven y audaz, porque amas la vida, porque quieres amarla ¡en todos sus aspectos!

 

EL PERSONAJE MUDO

(Vuelve a su posición primera y se inmoviliza devolviendo la tranquilidad al público).

 

EL PICAFLOR

(Reanuda su vuelo veloz y silencioso).

 

ROSENDO

—Comprendo. Y tú, en cambio –según tu opinión; no la mía–, eres una amalgama de filósofo sin talento y de santo al revés. Pero a mí, ¿puedo preguntarte cómo me ves, cómo me concibes para enviarme a la realización total del no-pecado?

 

LORENZO

—Escucha y entiéndeme, por piedad.

 

ROSENDO

—Habla, que ya te entenderé.

 

LORENZO

—Rosendo, en una ocasión yo oí tu voz. Fue pocos días después del fallecimiento de ese hombre bueno que todos conocimos y que, por cariño, llamábamos "tío". En un bar cualquiera me relataste su horrible muerte. Oí tu voz. Era un voz pausada y serena. Sin embargo, relatabas algo en que fuiste, hasta cierto punto, un cómplice.

 

ROSENDO

—¡Un cómplice! ¿Yo? ¿Es que deliras?

 

LORENZO

—No. Lo fuiste porque fácil te habría sido acabar con el avechucho aquel y no lo hiciste. Te preguntaban si eras tú "el señor Rosendo" y entonces, en vez de defender al noble anciano, dejabas tu deber de lado para dar paso a tu finísima cortesía: "Servidor de usted", respondías.

 

ROSENDO

—La cortesía y yo somos una misma cosa. No puede haber mal alguno cuando se es cortés. No puede, por ende, haber complicidad.

 

LORENZO

—¡Oh, Rosendo! Eres tú, cada vez más, el hombre que necesito. El hombre que me complementa... Pues, escucha: ¿te imaginas si yo hubiese sido el testigo de aquella fatal escena? ¡Qué cortesía ni qué nada! La cortesía ya no anida en mi pecho. Y sin ella no cabe posibilidad de circular por el mundo. Pues si engañas y violas y traicionas de modo poco cortés, te parten la crisma. Es lo que a mí me ocurriría. Si todo eso se hace cortésmente, se perdona y hasta se alaba. Es lo que a ti te ha ocurrido y siempre te ocurrirá. ¡Eres el hombre!

 

ROSENDO

—Nunca había considerado las cosas de tal manera. Muy curioso tu modo de ver.

 

LORENZO

—Muy exacto, querrás decir. Y luego... ¡Cuán bien lo recuerdo! Tras de cada picotazo tu atención se alejaba de los sufrimientos espantosos del mísero viejo, tus oídos olvidaban sus gritos de agonía. Tu atención, Rosendo, se concentraba en ¡el espectáculo!

 

ROSENDO

—Tal vez tengas razón. Primer picotazo: es la lava de un volcán que sale, crece, se infla y derrama.

 

LORENZO

—¿Y ante el segundo picotazo?

 

ROSENDO

—Más lava aún.

 

LORENZO

—¿Y ante el tercero?

 

ROSENDO

—Los ágiles guarisapos que pueblan los pantanos...; una bolita de marfil...; una telaraña iluminada y volando.

 

LORENZO

—¿Y ante el cuarto?

 

ROSENDO

—Un triángulo pasmoso.

 

LORENZO

—¿Y ante el quinto?

 

ROSENDO

—Un topacio...; un tambor...; diez lágrimas de sudor.

 

LORENZO

—¿Y ante el sexto?

 

ROSENDO

—¡Hombre! No hubo un sexto picotazo. Ahí, tras el quinto, el buen tío falleció.

 

 

 

LORENZO

—¡Magnífico! Lo recuerdas todo de modo admirable. Eres el espectador perfecto, eres el hombre que resbala, el hombre de la vida. Y para cancelar tu deuda -¡pues pudiste haber acabado con el maldito avechucho!- Te es suficiente cada 9 de febrero -su triste aniversario-, decirte que tal día es día de recogimiento ¡Magnífico! ¡Portentoso!

 

ROSENDO

—Lorenzo, me haces verme de nuevo, me haces sorprenderme ante mí mismo. Si yo soy, y no tú, la excepción, quiere decir que estoy hecho para ir, que debo lanzarme.

 

LORENZO

—¿Cómo puedes vacilar? Recuerda ahora tu época de opiómano, recuerda hasta qué punto el vicio hizo de ti su presa. Responde una vez más: ¿Cómo lo dejaste?

 

ROSENDO

—No lo sé a punto fijo. Un buen día, una noche de juerga... No volví a fumar.

 

LORENZO

—Piensa si yo me entregase a las pipas cotidianas: no habrían fuerzas en el universo entero que me arrancasen de ellas. Tú... ¡un buen día! Tú pasas. Yo me quedo. Tú flotas. Yo me hundo. Tú vas de juerga cuantas veces se te antoja. Yo tiemblo al transpasar la puerta de un bar. Tú amas, gozas y olvidas. Yo palidezco ante el temor de las garras de una mujer. Tú puedes. Yo, no. Porque soy un atado de pasiones. Y las pasiones no viven, no se desenvuelven, ¡no! Las pasiones, como serpientes, se enroscan sobre sí mismas. Tú, en cambio, eres una sensible y finísima máquina para vivir.

 

ROSENDO

—Todo lo temes, entonces.

 

LORENZO

—Porque sé quien soy. Y no quiero convertirme en una serpiente. Quiero, a mi vez, ir, lanzarme. Mas por la vía por mí escogida: la creación con los elementos vivos de la existencia, esos elementos que me son vedados. Escucha: conocí una vez a una mujer: Lumba Corintia. ¿Qué hubo entre ella y yo? Nada o, si prefieres, casi nada. Un flirt, un pequeño flirt alegre, me atrevería a decir divertido. Todo ello es hoy día para mí sólo un recuerdo vago y placentero. Sin embargo, siento que hay allí un imán implacable. Créeme: tengo miedo ante esas dos palabras: Lumba Corintia...

 

ROSENDO

—Yo no temo a las mujeres ni a las drogas ni a nada. No obstante...

 

LORENZO

—¿Qué?

 

 

 

ROSENDO

—No obstante siento que nada vivo, que estoy y sigo vegetando. Pues he de confesarte: no creo que haya sensación tan deprimente como la que sigue a un intenso momento de vida. Es el terrible "día siguiente" de todo vicioso ¿Será acaso el contraste de tanta vivencia con la mezquina vivencia cotidiana? Si así es, el recuerdo de mi pasado vibrante y lleno de emociones es lo qué hoy me ha de hacer sentir que, aunque volviera a una existencia

desbordada, seguiría viendo gris y pensando que vegeto en la nada. Como te digo, creo que esto ha de ser ese mal que va paso a paso con el vicio, ese mal que, te repito, llamo yo "día siguiente", y otros llaman "horror al alba".

 

LORENZO

—Tal vez. Peno ello me parece un poco... primer plano. Vamos más a fondo ante ese mal, tratemos de tocar sus raíces.

 

ROSENDO

—Si quieres, vamos.

 

LORENZO

—Pones tú el acento con demasiada fuerza en la sensación y en la emoción. Anoche tuviste sensaciones intensas, anoche ellas te llevaron hasta la alta emoción. Hoy es el día, el suceder organizado. Quisieras vibrar aún, como horas antes. Pero en lo organizado queda excluida tanta vibración que desorganiza...; oye, que desorganiza lo muros, los techos, los sólidos espesos para dejar a la vista extenderse por ámbitos de transparencia y de aire titilando. Y añoras. Añoras sentir, vivir en las sorpresas de la emoción. ¿No es así tu creer?

 

ROSENDO

—Tal es mi creer.

 

LORENZO

—Rosendo, puede ser que haya algo más.

 

ROSENDO

—¿Y ello sería?

 

LORENZO

—¡El deber! No hay sensación más deprimente que la del incumplimiento del deber. El deber es dar. Es comunicar. Es prodigar. No hacerlo es deprimente porque las puertas hacia los demás se cierran. Entonces la soledad avanza. La soledad rodea y es el aislamiento. Cesa el intercambio. Cesa la descarga, cesa la carga. Concentra tu mente en este único punto: "la absoluta carencia de intercambio". Tú, solo, solo, solo. Tú, paralizado. La quietud. Nada se mueve. Es el frío. Secándote te hielas. Claro está: añoras entonces. Añoras el fuego. ¡Esa dulce tibieza o ese intenso calor de los demás! Único remedio: dar.

 

ROSENDO

—Para dar hay, en general, que tener. En este caso particular, retener. Y no se retiene. Todo lo visto, lo sentido, todas esas vías que llevaron a la emoción, se han ido al día siguiente, han herido junto con mostrarse el alba horrible. ¡Si esto lo sabe hasta un niño!

 

LORENZO

—¿Es decir?

 

ROSENDO

—La cabeza se ha vaciado.

 

LORENZO

—Es el mal. La cabeza jamás debe vaciarse en un alba. No es su ruta. Debe vaciarse en una obra.

 

ROSENDO

—Yo ignoro ese mundo. Diré, si quieres, que no sé dar. ¡Qué hacerle! No soy ni seré nunca un... intelectual. Y figúrate ahora que tratase de serlo y pusiese, por lo tanto, el acento en la cabeza... ¿Cómo ir a las emociones si plantado estaba en las observaciones? ¡No! Tú mismo lo has dicho: "La vibración que desorganiza los muros, los techos, los

sólidos espesos...". Sea o no sea tal vibración la última raíz de la depresión, existe. Si en medio de ella metes la cabeza... Hombre, podrán venir otras, mejores acaso, pero -vuelvo con la muy santa palabra- para "intelectuales".

 

(Un largo silencio. Rosendo parece indiferente, distraído. Lorenzo se ha sumido más y más en su bufanda y sombrero. De pronto alza un tanto el rostro).

 

LORENZO

—¿¡Y no ves la solución, hombre de Dios!?

 

(El personaje mudo se inclina. Un murmullo se eleva de la sala. Desiderio Longotoma ríe menudamente. El personaje mudo se endereza con mucha pausa).

 

ROSENDO

—No. Porque sólo veo que vamos por caminos dispares, con acentos diferentemente colocados. No hay más que pensar en nuestras depresiones. La mía viene de la añoranza de la sensación violenta. Nada tiene que ver con la tuya, ésa de prodigar, ésa del intelecto puro entregando a manos llenas.

 

LORENZO

—¿Jamás, jamás has sentido esta última?

(Nuevo silencio. Lorenzo observa a su interlocutor. Este va pasando poco a poco de su ademán indiferente a una concentración que lo absorbe de más en más, atrayendo sus ojos al centro de la mesa. Muy lentamente va formándose aquí, con un humo al comienzo muy tenue, una forma a cada momento más precisa. Es, al fin, una pipa de opio. Humea. El perfume de la droga llega a la sala. Hay protestas. Hay aprobaciones. Desiderio Longotoma se frota las manos. Viterbo Papudo estornuda. Guni se inquieta. Yo me distraigo).

 

GUNI

—¿Otra vez estamos con proyecciones mentales en vez de personajes?

 

YO

—Seguramente.

 

GUNI

—En alguna parte he oído yo hablar de opios, pipas y demás...

 

YO

—Seguramente.

 

GUNI

—Sigue pareciéndome todo esto muy equívoco, muy sospechoso.

 

YO

—Calladita estése.

 

VITERBO PAPUDO

—¡ ¡Que devuelvan el dinero!!

 

DESIDERIO LONGOTOMA

—¡ ¡Maravilloso!!

 

EL PÚBLICO

—¡Schcht...!

 

ROSENDO

—¡Eh! Sí, cierta vez. Dar... Entiendo. Quise cierta vez compartir mi dicha y sabiduría con los mortales que, pensaba, se harían los inmortales. "¡La prédica!", llamaba yo tal cosa. Gracias, queridísimo amigo, muchas gracias pero... ¡basta! No más generosidades de esa naturaleza, no más tales altruismos conmigo. Gracias.

 

LORENZO

—Pobre insensato...

 

ROSENDO

—¿La causa, si me haces el favor?

 

LORENZO

—En aquella época de la prédica, estabas solo, pobre insensato que nada ves... Ahora ¡somos dos!

(El personaje mudo, junto con decir Lorenzo "dos", se desploma. El público todo lanza un pavoroso "¡uy!". Las primeras vibraciones en el aire de este grito se precipitan al escenario y chocan con dicho personaje que ya caía sobre el globo de cristal y amenazaba la mesa. Al chocar lo sostienen. Llegan las segundas y terceras vibraciones de las localidades del centro y fondo de la sala, y enderezan al pálido ser dejándolo en su acostumbrada posición. Calma en el público).

 

GUNI

—¿Podría explicarme qué significa ese personaje mudo con su continuo columpio?

 

Yo

—¿Cómo puedo saberlo?

 

GUNI

—Usted tiene que saberlo todo aquí.

 

YO

—No veo por qué razón. Y usted misma, ¿qué cree de él?

 

GUNI

—Que mucho estima a cada amigo por separado pero cuando se juntan demasiado... ¿No le parece?

 

YO

—A mí me parece que ese personaje no significa nada.

 

GUNI

—Siempre lo incierto, lo dudoso...

 

(Hago yo un gesto con el índice y la boca que más o menos podría traducirse diciendo: "Calladita estése...").

 

ROSENDO

—Sin embargo, sigo añorando según mi nueva manera de ser y sé que la depresión me vendría por contrastes de sensaciones y no por prédicas, intelectualismos y demás. ¿Por qué?

 

LORENZO

—Porque aquella añoranza, esa que has perdido, la que era intrínsecamente tuya, una tarde de silencio cayó dentro de un globo de cristal.

 

(El picaflor picotea y sigue su vuelo caprichoso).

 

ROSENDO (Mostrando el globo).

—¿En aquél?

 

LORENZO

—No. En otro mucho menor, en otro de 20 centímetros de diámetro. Ése tiene 75 centímetros.

 

ROSENDO

—Menos vial pues poca gracia me habría hecho que algo mío hubiese tomado la forma de un pajarillo volador. Dime entonces, ¿qué forma tomó la añoranza mía?

 

LORENZO

—Callaré al respecto. Sólo puedo decirte que al globo cayó y, al caer, yo la vi, la cogí, la ingerí, la hice parte de mi carne y de mi sangre. Fue aquella tarde de silencio. Fue en la soledad completa. No hubo de aquel acto testigo alguno.

 

 

GUNI

—Es usted un embustero.

 

ROSENDO

—Bien. Prosigue. Ve a tu finalidad.

 

LORENZO

—Es que preciso que me oigas más allá de los oídos. ¡Oh! ¡Si pudieses oírme sin que tuviese yo que hablar!

 

ROSENDO

—Tal será mi propósito. Ve a tu finalidad.

 

LORENZO

—Soy el sabio de los sabios. Mi mansión es el enorme laboratorio que aún no había aparecido sobre este mundo. Soy el sabio de los sabios que está en espera; es aquello el laboratorio mayor que en espera está también. Somos la transmutación que viene. Somos la redención. Mas quiere la desidia de los hombres -o simplemente la fatalidad- que permanezcamos como la promesa sin poder dar los frutos de nuestra alquimia bienhechora. Laboratorio y yo somos la imagen de la espera, la imagen de la quietud que ya no logra resistirse a sí misma. Tememos que los años, que los siglos pasen sobre nosotros sin advertirnos y que, de pronto, alguien llegue, entre y encuentre sólo un galpón invadido por el musgo y la telaraña, y dentro, un anciano -¿muerto o vivo?; no lo sé-, un anciano petrificado. Tememos que ese hombre, entonces, lleno de dolor ante el hecho inaudito, exclame: "¡Aquí se pudo hacer y no se hizo!". No se me culpará a mí porque si alguna falta hubiese cometido, ampliamente ya la habría pagado con mi lenta petrificación y con el espectáculo de ver cómo crecían y cómo inundaban los parásitos mi rincón de sublime labor. Se os culpará a vosotros, los demás. Se culpará a los que pudieron colaborar y no lo hicieron, a los inertes, a los incrédulos, a los que no trajeron materiales de vida palpitante a ese sabio de os sabios que soy yo.

Yo tengo el don y la potencia de rehabilitarlo todo. Mío es el talento de hacer brotar del yermo la fuente de vida. Quien a mí me lleve tras de sí como un ángel o demonio de la guarda, puede atropellar y desconsolar, puede ¡inhumanizar! Que, ángel o demonio, yo de su acto, mágicamente, haré surgir lo humano y lo cincelaré en la eternidad. Quien en mí confíe y con tal confianza jamás se arredre, podrá transponer todos los umbrales y cada vez hará que una chispa salte y encienda un ancho trozo de inmortalidad. No hay para el hombre que yo resguardo ni páramos ni ruinas ni escombros. Sólo hay pujanza y germinación. Pues en mi laboratorio todo es factible porque en él está el sabio de los sabios que soy yo.

Pero estoy solo. Ya siento cómo arañas y bestezuelas empiezan a invadir. El polvo de la inacción va cayendo cual esa nieve monótona que ves tras mi ventanita invernal. No encuentro quien entibie, quien haga circular la sangre de mis muros... Quien me traiga, aún calientes, las vísceras del vivir apasionado, de las sensaciones y los entremecimientos últimos.

Rosendo, tú puedes. Yo no. Yo únicamente soy el pobre sabio de los sabios. Ten piedad y ayúdame.

 

ROSENDO

—Este ambiente de teatro es admirable. Es casi como ése tu laboratorio donde todo se puede. Pero... Creo recordar que alguien una vez algo me dijo. He olvidado. Espera. Algo, algo como que cada ser, con sus propias acciones, creaba su propia ley, una ley que nunca le abandonaba y a la cual era fuerza someterse. Sí, era algo más o menos así.

 

LORENZO

—¿Y qué?

 

ROSENDO (Súbitamente en un instante luminoso).

—¡Hombre! Que por mucho que aquí nos pongamos de acuerdo y pactemos, en la vida diferentes leyes nos regirán.

 

LORENZO

—¿Y qué?

 

ROSENDO

—Algo me dice -no sé si ese alguien que se me borra de la memoria- que las leyes, al menos estas leyes, no se pueden superponer.

(El personaje mudo inclina tres veces la cabeza en signo de afirmación).

 

LORENZO

—¡Añagazas! ¡¡Añagazas! !

 

ROSENDO

—Bien, Lorenzo, bien, no te alteres. Supongamos que sean añagazas, ¿es ello suficiente para que se me asegure que grandes y exquisitas han de ser las tales sensaciones, los tales estremecimientos..., las voluptuosidades?

 

LORENZO

—¡Pobre insensato! Licencia total, justificación ante todo tribunal, resultado imperecedero... ¡Y vacilas! Es increíble.

 

ROSENDO

—¡Qué quieres! Soy lento para convencerme.

 

LORENZO

—Ven.

 

ROSENDO

—¿Adónde?

 

LORENZO

—Es la hora Iremos al teatro... para comenzar y como ligera muestra. Te haré compañía. Luego seguirás solo que ya mi enorme laboratorio me reclama.

 

ROSENDO

—¿Dices que iremos al teatro?

 

LORENZO

—Sí. De pie y ¡en marcha!

 

(Ambos amigos se levantan y se retiran del mismo modo que entraron, atravesando sus respectivos muros. El personaje mudo se desploma definitivamente. En su caída, rompe en mil pedazos el globo de cristal y luego hace astillas la mesa. El picaflor se escapa y trata de huir por la ventana soleada pero, encandilado por la luz, vuelve y se lanza hacia la ventanita invernal. Aquí, temeroso del frío, se aleja desesperado, vacila un instante revoloteando en torno del escenario y, por fin, hiende hacia la sala, se eleva y desaparece para siempre por la claraboya de la misma).

 

Telón

 

FIN DEL ACTO PRIMERO

 

 

PRIMER ENTREACTO

 

(El público deja lentamente sus asientos y se dirige al foyer. Las expresiones de los rostros son extremadamente contradictorias. Desiderio Longotoma se pasea con rápidos pasos y va de grupo en grupo estrechando las manos alegremente. Es increíble el número de personas que este hombre conoce. Viterbo Papudo, amurrado, se va al bar y bebe lentamente una cerveza).

 

GUNI

—Sentémonos en aquel sofá, allá en el rincón.

 

YO

—Bien.

 

GUNI

—Es muy raro lo que me ha sucedido durante todo ese acto. ¿Cómo explicárselo? Algo como una reminiscencia, algo como un recuerdo que ya, ya, ya iba a venir. Se me figuraba que en otra parte había visto todo eso. Se me figuraba que yo sabía lo que significaba un globo de cristal y un personaje mudo. A cada momento iba a ver claro. Pero ese picaflor me perturbaba. ¿Dónde he visto o sabido tales cosas?

 

YO

—Acaso en una vida anterior.

 

GUNI

—No hable disparates. Usted no cree en vidas anteriores.

 

YO

—En lo que a mí se refiere, claro está que no creo. Pero respecto a usted... la cosa cambia. Óigame un pequeño instante: Mientras viví sin conocerla a usted, no pude emprender ninguna obra ni acción pues para cada una me parecía requerir tal número de conocimientos y sobre todo -escuche bien esta palabra- de "experiencia", que acaso mil años no bastarían. ¡Qué iban a bastar los 47 míos! Cuando la conocí sentí que, sin darme cuenta, había acumulado algunos pocos pero suficientes conocimientos como para acometer una obrita cualquiera, mas que lo que me faltaba era otra vez esa palabra que debe usted escuchar muy bien: "experiencia". Entonces insistí en su amistad. Y sentí, al acercar-me de lleno a usted, lo mismo que ha de sentir el hombre meditativo y zarandeado por los ruidos, al cobijarse bajo la sombra y junto al tronco de un árbol milenario. De sus ramas caen, de sus raíces suben las experiencias todas y en él se anidan. Quise luego nombrar a ese árbol..., manía mía. Mis labios solos dijeron: "Abedul". Y yo, desde mi corazón, exclamé: "Guni es un abedul; el abedul es milenario; Guni es la mujer milenaria; ¡bendita sea!".

 

GUNI

—Muy magnífica cosa. Tiene usted un modo de declarar su amor, de una originalidad sorprendente. Yo soy su árbol milenario, su abedul bendito. Comprendo. Sus ramas, llenas de sideral experiencia, son, a no dudarlo, mis cabellos...

 

YO

—Sí, sus cabellos de azabache...

 

GUNI

—¿De cuándo acá?

 

YO

—¡Perdón! Permítame.

 

GUNI (Inclinando su cabellera).

—Mire.

 

YO

—Sus cabellos son de color tornasol.

 

GUNI

—Menos vial. Las raíces cargadas de profundas experiencias, han de ser mis pies con sus rasos y sus sedas...

 

YO

—Así lo sea por los siglos de los siglos.

 

GUNI

—Y el signo que cubre a cobijante y cobijado, el signo del disparate. ¡No me toque! Déjeme hablar. Le privaré a usted de las ramas tornasoles. Y si no dice la verdad, le privaré de las raíces de raso de su abedul de seda... ¡Alto! Nada gana con inclinar su frente al suelo que esta noche no besarán sus labios. Por lo demás, vea a su amigo Desiderio Longotoma cómo se refocila ante el intento de su gesto frustrado... Responda: ¿sí o no?

 

YO

—No entiendo, amor mío, qué me pregunta...

 

GUNI

—¡Todo esto es una estafa! Usted es el autor de esta comedia; a esta comedia se refería usted al decirme que tenía los suficientes conocimientos para acometer una obrita cual-quiera. Su obrita es PACTO. Y como es usted disparatero y estafador, hizo escribir en el programa: "Autor desconocido". Confiese.

 

YO

—Nada puedo confesar porque nada sé. Pero sí puedo hacer confesión de lo que puedo suponer. Si en trance he sido el autor de esta comedia, no olvide, amor mío, que usted cobijó desde el cielo y de la tierra. No olvide que usted regó y por eso algo germinó. Es decir que si quiere usted que así sea, se expone a que Desiderio Longotoma -que parece aplaudir- la llame: "Musa"; y se expone, sobre todo, a que Viterbo Papudo -que parece reprobar- la llame: "¡Cómplice!"

 

(Guni baja los ojos; se diría que cae en honda meditación. Yo alzo los míos; se diría que trato de recordar algo que se me escapa.

Suena un gong.

El público acude a la sala).

 

Fin del Primer Entreacto

 

 

SEGUNDO ACTO

 

El telón de color frutilla está cerrado. Bajan las luces. Brillan las candilejas. De la concha del apuntador surge, de espaldas y hasta medio cuerpo, un Director de Orquesta. Lleva gran melena y viste de frac. Se vuelve con dificultad y saluda al público. Luego, en su pose primera, golpea con la batuta extendiendo ambos brazos. Mira a izquierda y derecha. Y hace violentamente el clásico gesto para que rompa una orquesta con sus acordes. Nada suena. Pero el telón frutilla se abre con lentitud.

La escena representa un nuevo telón. Es de color ocre. Delante de él hay cuatro Músicos, de a dos a cada lado del Director. Los dos más próximos a éste están sentados: el de su derecha tiene una concertina; el de su izquierda, una espineta. Los dos de los extremos están de pie: el de la derecha tiene un clarinete; el de la izquierda, un violín. Los cuatro visten también de frac. El Director hace el mismo gesto. Los Músicos alistan sus instrumentos y le miran. Violentamente se juntan batuta y brazo extendido. Nada suena. Pero el telón de color ocre se abre con lentitud.

La escena representa una elegante y pequeña sala de espectáculos al gusto de principio de este siglo. En ella no hay butacas sino dos amplios sillones colocados al sesgo de modo que nuestro público pueda fácilmente distinguir a quienes los ocupan: Lorenzo y Rosendo allí están, ataviados exactamente como en el Primer Acto. Al fondo hay un escenario. El telón, de color anaranjado, está cerrado. El Director de Orquesta, por tercera vez, hace su gesto profesional. Nada suena. Pero este telón se abre y el perfume de piñas de nuestra sala es reemplazado por un perfume de naranjas jugosas.

La escena representa una serie de bastidores y bambalinas de vieja moda. Al fondo, cerrando el todo, cuelga un telón pintado al agua que nos ofrece varios árboles, pocas nubes y una fuente con su inmóvil y erecto chorro.

Al centro se encuentra Palemón de Costamota. Viste exactamente como vestía cuando se me apareció en La Torcaza: a la usanza de 1900, chaquet negro encintado, pantalones a cuadros, botines puntudos, chistera de alas planas, alto cuello tieso, corbata vistosa, una flor, bastón de bola de oro, dos afiladas puntas como bigotes, perita larga. Saluda con amplio gesto y sonriendo. Luego exclama:

Io sonno il tenore Palemonne!

Vuelve a sonreír. El Director de Orquesta hace su ademán profesional por cuarta vez y con mayor energía. Los cuatro Músicos rompen entonces con los catorce primeros acordes del Prólogo de Mefistófeles, de Arrigo Boito.

Luego atacan una suave, muy suave melodía.

 

PALEMONNE (Cantando con una voz parecida a la de Enrico Caruso pero menos potente, como conviene al tamaño de ambas salas).

—Canto, mis damas, canto, mis señores, muy dulcemente al comienzo, mi propia carne y mis huesos y mi sangre. Canto este tabernáculo viviente y sus mil ventanas ora abiertas a la naturaleza, ora cerradas en el goce de la luz almacenada. Canto, mis damas y señores, porque soy tenor; canto, ¡hay!, tras mi cuello y mi corbata, porque tras ellos garganta tengo.

¡Canto el cántico de mis dos mujeres!

(Golpe de Orquesta. Ahora ataca in crescendo).

 

Cuenta la humana trivialidad que yo de mi carne, de mi sangre y de mis huesos he hecho un imaginario personaje y que es éste, y no yo, quien forja, para vivirlas, dos mujeres. Mas como tal personaje soy yo -mis damas, mis señores-, yo soy quien ama, venera y posee a sus dos mujeres. Amén.

(Siguiendo un pizzicato del violín, el tenor Palemonne ríe con golpeada y sonora carcajada). Tutto il mondo fa cosi!

 

VITERBO PAPUDO

—¡Absurdo!

 

DESIDERIO LONGOTOMA

—Cosi!!

 

PALEMONNE (Siguiendo con trémula voz una dulce música de Massenet).

—Hace ya muchos años. Fue durante la última primavera que tuvo a bien visitarnos. Los años que luego vinieron: otoño, invierno... y de ahí, del frío y la nube, un salto al calor y al sol, un salto por sobre los jazmines y las clavelinas que no nacieron.

Guadalupe había partido a una playa. Guadalupe ansiaba saber cómo iría a flotar el último pétalo de la última rosa té sobre las olas del mar.

Guadalupe... Io t'amo!!

(Ahora con música de Chopin).

 

Por las noches Guadalupe, bajo esos pétalos y bajo la luz de la luna, lloraba. Lloraba un vacío. Un vacío es una caverna. Lloraba la caverna vacía de sus pulmones. Languidecía como se languidece en el anhelo indefinido. Entonces juré llenar todo vacío y definir. Lo juré frente al último pétalo de la última flor del quillay.

 

(Silencio en la orquesta. Recitado).

 

Proyecté. Para ella. Y con ella, para mí. Y conmigo, para ambos. Y para nadie más. ¿Me entendéis?

(Música de Wagner).

 

Guadalupe y yo el centro del mundo. ¡Época fantástica! ¡Época de iluminación! Revelación del arcano mayor, mayor, mayor... Arcano que penetraba por mi piel alzándome más allá de la Tierra. ¡Sublime misterio que ante mis ojos se desvenda! Aquello fluía hacia mí cual impetuosa cabalgata. ¡Oh, Guadalupe! ¡Oh, Walkyria que me llevas...!

 

(Fin de la música de Wagner. Callan la espineta, el violín y el clarinete. Sólo gime la concertina, con sollozos).

 

Época y arcano de tan aguda sensualidad que las palabras, para explicarlos, se me detienen y enredan en la garganta. Pues yo tengo garganta no únicamente para estas notas que estáis oyendo sino también para cobijar en ella el placer máximo, el dolor exquisito.

Una tarde sufrí un acceso de fiebre con delirio... Que así ha de quemarse, ponerse a prueba de fuego la carne humana...

Era en el taller de Rubén de Loa. Amigos y amigas...

 

(La orquesta entera rompe con Barrilito).

 

...preparaban la gran fiesta. ¡Fiesta, fiesta! Yo, tendido en un diván, ardía, soñaba, veía... Ellos y ellas, ¡fiesta!

 

(Palemonne calla. Se oyen alegres voces de muchachos y muchachas. De cuando en cuando,' algunas palabras casi obscenas seguidas de estruendosas carcajadas. Se oye el golpe de botellas que se destapan, de platos y cubiertos que se entrechocan. La orquesta sigue fieramente con el último trozo indicado. Esto dura no menos de cinco minutos y, mientras dura, Palemonne, evocando su fiebre, enrojece visiblemente, para luego entornar los ojos, jadear con más y más fuerza, dilatar las narices, suspirar... De cuando en cuando pronuncia algunas palabras. Apenas lo hace, el violín se desprende del conjunto y chirrea como un gato de los tejados. Luego se pliega al conjunto. El público murmura. No se logra saber si aprueba o desaprueba).

 

YO

—¿Le gusta?

 

GUNI

—Muy callado se va a estar.

 

PALEMONNE (Recitado a largos intervalos).

—Todo es rojo junto a mí...

¡Guadalupe...!

Hay fiebres y puñales y más puñales...

Llueven rectos sobre mi cuerpo entero...

Siempre que hay goce ha de haber sangre...

¡Guadalupe!

¡Gua-da-lup-pe...!

 

(Cesan las voces, las botellas, los platos y cubiertos. Un largo silencio. Se llena la atmósfera de olor a incienso y toca una campana. Nuevo largo silencio. De pronto la orquesta toca un pot pourri de cien o más marchas guerreras. Oigo acordes de la Madelon, del Tipperary, de nuestra Canción de Yungay, de San Lorenzo, de la Marcha Militar de Schubert, etcétera. A veces casi aparece la Marsellesa y los himnos alemán, inglés, italiano y qué sé yo ni nadie. Algo hay del nuestro y del peruano. Aquello estusiasma al público, decididamente. Allá en la segunda sala, Lorenzo sigue inmóvil, más inmóvil aunque ni en un solo momento haya hecho movimiento alguno. En cambio Rosendo empieza poco a poco a dejarse tomar por aquel ritmo endiablado y termina saltando -sentado siempre, eso sí- sobre su sillón. No pocas personas lo imitan aquí en la primera sala).

 

PALEMONNE (Cantando y ya del todo repuesto).

—¡Albor riel mundo de goces en el dolor! Sexualidad estirada. Último extremo de aguzamiento. Sombras del llamado "mal", insinuaos. Bien. Apareced. Bien. Dominadme. ¡Más aún! Aquí tenéis mi pensamiento. No os contentéis con él. Dadme en la mente el verdadero espasmo. No os contentéis con cosa tal. Dadme ese nudo en la garganta que, con sacudidas, corta un poco la respiración. Porque, miei signore, miei signori, yo tengo garganta. ¿Porque soy tenor? ¡Ja, ja! ¡No, no! Todos tenemos garganta. ¡Sensación deleitosa!

Ma, ma... Esto se repite. Uno lo repite. Y de la repetición vuela de pronto una mariposuela que ejecuta ante nuestros ojos un signo de interrogación.

¡Albor del mundo de goces en el dolor...!

¿Dónde han picado las sombras que insinuaron, aparecieron, dominaron? ¿En la mente? Conocéis todos la palabra "cerebral". ¿Allí? ¿Únicamente allí? Espera mariposuela.

Caballeros (muestra a Lorenzo y Rosendo), a vosotros dos me dirijo ahora y a vosotros dos me seguire dirigiendo en adelante. De vosotros para allá nada me interesa. Caballeros, ¿fumáis?

 

(Rosendo 'lace ademán de responder mas Palemonne con suave gesto lo detiene. Lorenzo no se mueve).

 

Fumáis, sí, fumáis. El golpe del tabaco que se aspira. Para eso fumáis. Os acompaña el tabaco en vuestra soledad...; de acuerdo. Os consuela en las tristezas y os anima en las alegrías...; también de acuerdo. El golpe del tabaco que se aspira. Mariposuela, el conjunto. El golpe de lo que se ve o de lo que se oye o de lo que se palpa o se gusta. El golpe de lo que se respira. El golpe en la garganta. Mariposuela, borra el signo de interrogación. Es el todo.

Tal vez. Mis recuerdos ya se tornan vagos. Es que hace tanto tiempo. Tenía yo entonces treinta y dos años. Hoy tengo mil. Nací en Roma en tiempos del papa Juan XI. El golpe sin el cerebro, el cerebro sin el golpe...; no valdría la pena haber nacido. Ambos: la intensidad máxima. Tal vez.

Por cierto que fumáis. Y si no... Todo el mundo puede fumar.

¡Viva el tabaco!

Ma..., ma...

Caballeros, yo he sentido eso. Mis recuerdos son vagos pero... no tanto. Yo he sentido todo eso en Roma en tiempos del papa Benedicto VI. Años más tarde volví a sentirlo no lejos de cierto sitio en las cercanías del Loira y en tiempos de san Luis rey de Francia. ¡Oh! Esta vez fue Guadalupe. La otra vez... ¡Calla boca! Guadalupe partió de la sierra del Guadarrama y una tarde llegó cerca de las aguas del Loira. ¡Guadarrama! ¡Gua-da-lup-pe!

 

(Nítidamente se oye, para luego perderse, la frase: Aux armes, citoyens! Siguen otros acordes marciales).

 

Caballeros, después de tales sacudimientos deleitosos, yo me pregunto y os pregunto:

"¿Qué puede detener?" Yo os respondo: "¡Nada!"

¿Detener ante qué? ¡Gua-da-lup-pe!

 

(Para la orquesta. Calla el tenor. Largo silencio).

 

PALEMONNE (Hablado).

—Vissi d'arte, vissi d'amore.

 

(A partir de este momento, la orquesta interpreta únicamente trozos de óperas italianas. Pasa por lo menos un acorde de cada una de ellas. Pasan todos los autores. Como centro, como imán al que siempre se vuelve está Verdi. Fuera de éste, el que más se repite es, a no dudarlo, Puccini seguido de Donizetti. Esta música imprime en el rostro del tenore Palemonne una expresión de franco regocijo, expresión que no abandona sea cual sea el tema que con sus notas desarrolle. De cuando en cuando se quita por un instante la chistera. Los observadores superficiales creen que lo hace en homenaje a los recuerdos que está evocando. Error. Lo hace en homenaje a los autores de las óperas que él canta).

 

PALEMONNE

—Miei signore, después de tales sacudimientos deleitosos, ¿qué fuerza sería capaz de retener al... pensamiento? ¿Qué región, qué última región puede librarse de ser imagina-da, exacerbada?

Surge la contraparte:

¿Cómo, dónde conseguir la satisfacción del pensamiento?

No hay medio alguno, permanece todo en una teoría sin posibilidades de ser realiza-da. La teoría de

...un goce eterno en el tiempo...

...infinito en la intensidad...

La cabeza bulle.

¿Cómo? ¿Dónde, dónde?

La cabeza bulle.

El cuerpo se exaspera en largas líneas de sangre a lo largo de la piel.

Se divaga, se yerra.

Un goce último,

supremo,

tiempo eterno,

intensidad infinita.

Mas ya no quedan ni los medios de suponerlo. Ni siquiera puede fijársele un sitio en el espacio. Menos aún concebir su naturaleza. Pero está la posibilidad de tal goce último, el goce que mate, que desintegre, que pulverice. Está en uno como está el infinito que, junto con estar, no se comprende.

¡Es el espasmo total!

¡Pura y necia quimera!

Es lo que ambos estáis pensando. Porque está la clara conciencia de su imposibilidad, de su realización.

No.

Porque hay un proceso que impide llegar a tal conclusión. Vais a escucharlo. Es breve: Es el de traer a la memoria una felicidad cualquiera de la vida.

Nada más.

Es el de traer a la memoria una felicidad cualquiera de la vida.

¡No penséis, ahora! ¡No calculéis!

¡No hagáis intervenir ninguna matemática!

¡No temáis!

Entonces, entonces esa felicidad traída a la memoria despierta una intuición repentina, avasalladora de la felicidad permanente.

Ninguna lógica puede luego impedir el deseo del aumento de su intensidad.

 

(Súbita pausa de orquesta y tenor. El Director suspira ruidosamente. El tenor sonríe siempre. Luego reacometen, siempre con óperas italianas).

 

PALEMONNE

—Ahora bien, pensad en esto:

Si una felicidad recordada ha bastado para fijar la felicidad suprema, ¿qué no podrá esperarse de la recordación de aquellas sacudidas formidables? ¿Hasta dónde esa recordación no podrá lanzar? ¿Hasta dónde... la evocación de aquella época de Benedicto VI... esa época con...? ¡Calla boca!

Estoy lanzado.

Guadalupe avanza y se acerca a mí.

De pronto todo ello crece con tal magnitud que queda más allá de uno mismo. Ya no hay medio de concebirlo. Pero la fiebre hierve, la garganta se ahoga. Es una visión de misteriosa naturaleza que aguijonea más y más. Es el aire, es la pérdida de contacto con la realidad. Ya hasta la posibilidad del goce empieza a desvanecerse...

¡No! ¡No es posible! ¡Atrás! ¡Volvamos a tocar pie con la tierra de todos, volvamos! Para llenarnos de fuerza y experiencia y... recomenzar.

Esta es la vida cotidiana. Un calor vibrante vuelve a recorrer el cuerpo. Pero, desde arriba, óyense las campanas de Guadalupe.

Todo vibra, todo tañe.

Son las campanas de Guadalupe.

No puedo tocar objeto alguno sin que devuelva una modulación de las campanas de Guadalupe.

Fugaces visiones, gestos, sonidos, acordes, perfumes, hedores, luces, sombras, sabores, humanos que pasáis, bestias, insectos, vida oculta...

Todo y todos repican.

Todo es combustible para ser quemado en el goce de Guadalupe.

¿Puede uno detenerse y no volver con Ella?

La tierra fecunda ha dado... para volver. Y el mar salado.

El mundo supremo está implantado dentro.

¡¡Con Ella!!

Guadalupe y yo hemos sido inmensos, inconmensurables.

Guadalupe se ha marchado a una playa cercana. ¡Hace de ello tanto tiempo! Se ha marchado a ver flotar el último pétalo de la flor del quillay.

De este quillay de esta tierra.

De este quillay... presente, gracias a nuestras vibraciones, en las aguas de las playas de san Luis Rey de Francia.

Yo proyecto.

Ya sabéis qué es proyectar.

Es acudir, con toda la vida cotidiana, al llamado de las campanas.

Se regresa otra vez cuando se pierde pie.

Ha habido nueva fiebre y nuevos puñales.

Guadalupe empieza a dar muestras de fatiga. ¡Yo, no! Yo, insaciable, subo y bajo. No

doy tregua.

Pero mi cuerpo reclama.

Quiere, en estas visitas a la vida cotidiana, que le dé satisfacción, que no todo sea

únicamente transmutación para el goce eterno en el infinito.

El cuerpo, en voz muy queda, me asegura que, dándole a él su satisfacción natural, él,

cual recompensa, me otorgará nuevo e inapreciado combustible. ¿Por qué no tú, Guadalupe?

¡No!

Eres demasiado, estás muy alta, no te puedo bajar. Tú estás y quedarás siempre allá

arriba. Quedarás:

En nombre de la posibilidad de quebrar todos los arcanos por el sexo y para el sexo.

¿Entonces? ¿Qué hacer?

El cuerpo pide y promete si le dan lo que pide.

¡Hazme animal –dice-, hazme animal! Luego llévate, si quieres, la experiencia para

ayudarte a quebrar los arcanos todos con el sexo de Guadalupe.

Y el cuerpo sigue pidiendo. Y toda nuestra sangre a oír su llamado empieza...

Parte el animal del cuerpo, parte sano, fuerte, lleno de sol y de hierbas. Llama... Llama... Aquí. En esta tierra. Llama....

Y aparece:

¡La otra mujer!

 

(Una pausa y los músicos rompen con una composición de nuestro Director de Orquesta, composición que es un concentrado sintético de todas las óperas italianas existentes, fundidas en el crisol de su mente de artista. Nuestro Director tiene también su pequeño genio creador. Como prueba de ello está el hostil Viterbo Papudo).

 

VITERBO PAPUDO (En voz baja).

—En fin, esto está bien; al menos es curioso, bastante curioso.

 

PALEMONNE (Escuchando como en éxtasis y de tarde en tarde clamando en notas altas a lo largo de la dilatada ejecución del trozo arriba mencionado).

—L'altra donna!

Aquí está. Te reconozco. Ven. ¡Filomena! Mia piccola ragazza.

Acoplamiento.

Coito.

Desahogo.

Filomena, sei tu!!

L'altra donna.

Fi-lo--me-na.

Eres el descanso de la cabeza...

(La orquesta ahora reanuda su interpretación interrumpida, empezando con Verdi, seguido por Rossini, Leoncavallo, Mascagni, etcétera, etcétera).

 

PALEMONNE (Fingiendo un aire contrito mas sin poder disimular su regocijo por la música y su canto).

—Guadalupe... Temí arrastrarte demasiado lejos. Temí que -sola, allá arriba, sin poder tomar contacto con el sol y las hierbas- te disecaras. Y bajarte era perderte. Era perderte para tu sublime misión. Temí convertirte en un cero que te privase justamente de la posibilidad de realizar la superior experiencia sexual.

E igual temí por mí.

Miei signori.

¡No teníamos apoyo!

Amigos... Sostenes... Pilares...

Éramos sosos en nuestra grandeza y temeridad.

Mis esperanzas volaron hacia Filomena.

Digo bien: "Mis... ".

¿Pero las de Ella, Guadalupe?

Filomena, sin saberlo -¡flor silvestre!- contribuía a su vez a la lenta marchitez de Guadalupe pues su sol y sus hierbas, al no ir directamente a ella sino al ir transferidos por mi propia piel, en vez de fortificar, corrompían.

Es que en nuestra grandeza y temeridad estábamos solos.

Entendedme:

¡Yo estaba solo! Pues Guadalupe, al entrar en esta clase de experiencias, era también yo.

Y yo solo en el vacío... ¿En qué apoyarme para el impulso vital?

Filomena era elemento, material.

No había contraparte.

El abismo absorbía.

Dejé que, extrañada, se fuese Filomena.

Dejé que, llorosa, se fuese Guadalupe.

Quedé con más de mil años por delante que vivir.

Y con una región conocida, siempre anhelada pero vedada.

Sólo cuando una fiesta se prepara -canciones, chocar de platos y botellas- logro evocar y sentir mi paraíso perdido, el éxtasis sexual.

Pero esto es recuerdo, reminiscencia.

Porque si quiero insistir, siento que la soledad avanza.

Y la temo.

Miei signori,

Paso ahora mi tiempo en la alquimia de los personajes literarios ya que perdí, por falta de buena colaboración, la eminente alquimia de las mujeres...

 

(Palemonne saluda. Un silencio. La orquesta repite los catorce primeros acordes del Prólogo de Mefistófeles, de Arrigo Boito. Y enmudece).

 

PALEMONNE (Hablado).

—Io non sonno piu il tenore Palemonne...

Soy Palemón de Costamota, servidor de ustedes.

 

Cae el telón del escenario final.

 

LORENZO (Sin moverse de su sillón).

—Quería que oyeses en este teatro la voz de la experiencia de mil años. Quería que oyeses sus lamentos y la causa que tuvieron.

 

ROSENDO (Poniéndose de pie y apoyándose en el respaldo de su sillón)

—Todo está oído.

 

LORENZO (Con más y más ardor)

—Vamos, entonces. Salgamos juntos. Palemonne es la experiencia milenaria, la experiencia que no yerra. Más, créeme, es aún un mediocre, un timorato. No bastan Guadalupes y Filomenas. ¡Más lejos, más alto, más hondo! Jamás retroceder! Que ni el látigo, ni la locura, ni la sangre te arredren... ¡Tienes en mis manos fieles tu propia impunidad! ¡ ¡Ni las abejas, ni las flores...!!

 

ROSENDO

—Cálmate. Serenidad. Cualquier inquietud, cualquier vacilación tuya me aniquilaría.

 

LORENZO

—Confía. También me aniquilaría a mí. ¿Vamos?

 

ROSENDO

—Adelante.

 

(Ambos amigos se alejan por uno y otro lado del escenario pero el público, en su totalidad, siente que fuera y detrás del teatro se han de juntar. Cae el telón de color ocre. Los cuatro músicos saludan y se retiran de a dos por cada lado. El público siente que no se han de juntar jamás. Sale el Director de Orquesta de la concha del apuntador. Vuélvese hacia la sala. Hace profunda reverencia. Mira un instante con ojos vagos. Y cae de espaldas, muerto, fulminado).

 

Telón

 

FIN DEL ACTO SEGUNDO

 

 

SEGUNDO ENTREACTO

 

(El público deja lentamente sus asientos y se dirige al foyer. Las expresiones de los rostros son extremadamente contradictorias. Tanto Desiderio Longotoma como Viterbo Papudo se pierden entre la muchedumbre así es que no logro verlos. Guni me indica un sofá frente al que ocupamos en el entreacto anterior).

 

GUNI

—Antes de abordar el tema que me preocupa, quiero hacerle a usted una pequeña pregunta: ¿Por qué ni el Director de Orquesta ni los cuatro ejecutantes figuraban como personajes de la obra?

 

YO

—¡Guni mía! ¡Vaya una pregunta!, simplemente porque todos ellos se encontraban más acá de los personajes principales, Lorenzo y Rosendo. Por lo tanto se les considera como una delicada, delicadísima cortesía al acompañar al tenor, y de ningún modo como personajes de una obra pues esto habría rayado en ofensa para ellos. ¿Y cuál es el tema que quiere usted abordar?

 

GUNI

—Establecido queda en mi corazón que es usted el autor de toda esa mezcolanza que me ha hecho presenciar, y establecido queda también que así lo ha hecho para comunicarme veladas intenciones suyas o para inducirme a aceptar cierto turbio modo de vivir.

 

YO

—¡Guni! ¡Amor mío! ¿Qué extraños bichos le acometen en su dulce cabecita?

 

GUNI

—¡Nada de bichos! Vamos al hecho: Todo aquel proceso cantado por el tenor es un conjunto de ardides para disimular un solo fin único: "La otra mujer". Hablemos claro: la necesidad de otra mujer. Hablemos más claro aún: el deseo que tiene usted, sí, usted, de tener otra mujer más.

 

YO

—Usted desvaría. Lo que aquel pequeño Caruso ha cantado es, a mi juicio, un simple e inevitable proceso psicológico, común a todo hombre que pretende darle al sexo otra misión que la suya propia. ¿Y qué tengo que ver yo con tales cosas? ¿Es que cree usted que me he fijado como finalidad un fracaso sexual para verme luego reducido a alquimias literarias?

 

GUNI

—Con usted no se sabe nunca nada con certeza. En fin y como sea, sépalo: si pretende usted hacer de mí una Guadalupe, esta Guadalupe bajará vitriolo en mano si aparece una Filomena; y si pretende usted hacer de mí una Filomena... pues el vitriolo subirá en vez de bajar. Y de una vez por todas está usted advertido.

 

YO

—Gracias, Guni, por la advertencia. Mas confiésole que no sé qué hacer de ella.

 

GUNI

—Lo que guste. Guárdela por ahí con llave, si quiere, pero téngala a mano por si alguna vez el deseo le visita de hacer de mí "un descanso para la cabeza" o algo tan intelectual y vibrante que requiera en el vecindario un "descanso".

 

YO

—¿No sería mejor tomar una naranjada o una horchata?

 

GUNI

—Acepto su invitación. Una horchata. ¿Me acompaña usted con otra?

 

YO

—Por cierto.

 

GUNI

—¿Será un bebida simbólica?

 

YO

—No lo sé. Será, en todo caso, algo fresco y agradable.                        

 

GUNI

—Vamos a beberla.

 

(Guni y yo nos dirigimos a una pequeñita mesa. Pedimos dos horchatas. Chocamos nuestros vasos. Empezamos juntos a beber. Terminamos juntos. Juntos golpeamos los vasos vacíos sobre la mesa. Y junto con hacerlo...

Suena un gong.

El público acude a la sala.

Guni sonríe apenas, apenas. Nos levantamos. Guni sonríe siempre pero ya casi no es sonrisa. Entremos en la sala. Y la sonrisa de Guni la perfuma como antes lo hicieron la piñas, las naranjas y el incienso).

 

Fin del Segundo Entreacto

 

 

EPÍLOGO

 

Se abre el telón. La escena no representa nada. De pronto, desde lo alto de la concha del apuntador, surgen tres cohetes de humo que se abren en abanico. Los tres se alejan en un ángulo de 45 grados respecto al suelo, y los laterales se separan del central también en ángulo de igual magnitud. Los tres, anchos en su parte inferior, se angostan más y más a medida que se alejan. Quedan inmóviles. Un instante después se bordean de pequeños árboles que van disminuyendo de tamaño por la perspectiva. Los tres cohetes son ahora tres carreteras que suben y se van.

Un minuto después, en sus bases y sobre la parte superior de la concha del apuntador, aparecen tres burritos ensillados. No han de tener más de unos 30 centímetros de altura. Acto continuo se presenta Lorenzo, de tamaño proporcional a los burritos. Luego, de igual tamaño, salen tres Rosendos. Estos se despiden de aquél y montan en sus respectivas cabalgaduras. Lorenzo toca un pito. Y cada burrato con su jinete se marcha a trote corto por cada carretera de humo. Los Rosendos mueven un pañuelo en signo de adiós. Lorenzo agita su sombrero.

De pronto la indignación de Viterbo Papudo no alcanza límites. Saca de su bolsillo una zanahoria y, con maestría sin igual, la lanza al escenario. Burrito y Rosendo de la derecha caen como caen en las ferias los pequeños blancos móviles al fuego de los rifles de salón. Y antes que nadie pueda interceder, de esas mismas manos parte una cebolla que igual suerte hace correr al burrito y Rosendo de la izquierda.

Pero vea el público se ha alarmado y se levanta. Varios espectadores cogen a Viterbo Papudo por los hombros y solapas. Pero éste, ágil y fuerte, logra desprenderse y lanza una alcachofa al burrito y Rosendo del centro que, a todo esto, bien lleva medio camino recorrido.

Mas Desiderio Longotoma no dormía. Junto con volar la alcachofa, el hombre, con mayor presteza aún, ha lanzado su sombrero hongo por los aires a interceptar el proyectil del indignado Papudo. ¡Buena puntería! El hongo da con la alcachofa y ambos caen sobre las candilejas.

El tercer burrito con un tercer Rosendo logra entonces perderse por su camino mientras los arbolitos que lo bordean se llena de flores multicolores.

 

Cae el telón.

 

Media sala, capitaneada por Desiderio Longotoma, aplaude frenéticamente. Otra media sala, instigada Sor Viterbo Papudo, protesta y brama henchida en cólera.

Y un minuto después, tanto los unos como los otros, abandonan sus asientos, cruzan el foyer y se alejan del teatro.

 

FIN DEL EPÍLOGO

Y DE

LA OBRA