NOTA SOBRE GILLES DE RAIS1

Federico Schopf







I

Gilles de Rais es, como se sabe, un personaje histórico. Nació en 1404 en la Torre Negra del castillo de Champtocé, en Bretaña, más tarde uno de los escenarios privilegiados de sus crímenes. Su familia es una de las más nobles y ricas de la época. Muertos sus padres antes de que él cumpla los quince años —pese a indicaciones testamentarias— se apodera de su tutela y educación su abuelo materno, Jean de Craon, conocido por su violencia, codicia y falta de escrúpulos. Crece en el abandono, "persiguiendo todo lo que le gustaba y entregándose a toda clase de actos ilícitos".

Enrolado por su pariente Jean de La Tremoille, favorito del rey, participa en la lucha contra los ocupantes ingleses y se destaca pronto por su coraje y resolución en el combate. Invierte grandes cantidades de dinero en esta empresa. Gracias a La Tremoille —que necesita de un capitán eficaz y que no sea peligroso para sus ambiciones políticas— estará a cargo de las tropas que el rey ha entregado a Juana de Arco. En los dos años siguientes se desarrolla la vertiginosa carrera de Gilles de Rais: interviene decisivamente en la liberación de Orleáns, es invitado a la coronación del rey en Reims, donde recibe el título de Mariscal de Francia, a los veinticuatro años. Durante el asedio a París, asiste personalmente a Juana de Arco, herida por un tiro de ballesta que le atraviesa el hombro. Ese mismo mes, el rey le concede el derecho a llevar en su escudo flores de lis, bordadas sobre campo azul.

Pero es en este momento de gloria pública, y debido a sus enormes gastos de guerra y representación, que se inicia también el proceso de su ruina económica.

Todavía en 1432 —un año después de que Juana de Arco ha sido quemada en Rouen— combate en Lagny y refuerza su reputación de ardoroso y eficaz combatiente.

Pero bruscamente su protector, Jean de La Tremoille, cae en desgracia y Gilles de Rais, alejado de la escena pública, se entrega a la más desenfrenada disipación. Se calcula que es en este período que comienza la matanza de niños que, más tarde, lo haría triste, perturbadoramente famoso. Vuelto a sus dominios, destina una gran cantidad de dinero a la fundación de una Capilla de los Santos Inocentes, cuyo coro de niños le procurará, eventualmente, una parte de sus víctimas.

Es también hacia 1435 —como lo registra la Memoria que han dirigido sus herederos al rey, para defender sus bienes— que acelera aún más su ruina, sufragando la mayor parte de los gastos de un espectáculo teatral, El misterio del asedio, representación de la batalla de Orleáns en la que Gilles de Rais junto a Juana de Arco juega un papel decisivo. Su pasión por la magnificencia, su necesidad de deslumbrar, lo llevan incluso a distribuir vinos y viandas entre la multitud incesantemente renovada de espectadores. Un decreto real le prohíbe seguir vendiendo sus bienes, pero ya es demasiado tarde.

También es demasiado tarde para detener el vértigo de sus crímenes. En sus dominios, la continua desaparición de niños propaga un silencioso terror. La gente humilde nada puede hacer contra el poderoso señor. En 1437 —y por temor a que le confisquen el castillo de Machecoul— debe hacer trasladar con premura los huesos de cuarenta infantes. Contrata a un alquimista italiano, desesperado por producir el oro que tanto necesita para su insensato tren de gastos. Comienzan las invocaciones al demonio y Prelati exige —luego de algunos fracasos en sus experimentos— manos y corazones de niños para el ansiado éxito. Una falsa Juana de Arco —que habría escapado a las llamas o habría sido sustituida por otra mujer en la hoguera—entra también a su servicio y se hace cargo de una parte de sus tropas. Hacia 1439 el rumor público crece lo suficiente, y se acusa velada-mente a Gilles de Rais de matar niños para escribir un libro de magia con su sangre.

El acontecimiento que precipita su desgracia es, sin embargo, su irrupción en la iglesia de Saint-Etienne-de-Mermorte, en que maltrata y aprisiona al sacerdote Jean Le Ferron, hermano del tesorero de Bretaña, Geoffroy Le Ferron, a quien ha tenido que vender una de sus últimas fortalezas. Poco tiempo después es arrestado en el castillo de Machecoul y conducido a Nantes en calidad de prisionero. Esta vez ha ido demasiado lejos: no ha asesinado a insignificantes niños del pueblo, ha tocado el cuerpo y el dinero de miembros del clero y de la alta nobleza.

Gilles de Rais sufre un doble proceso: eclesiástico y civil. Acusado de diferentes delitos enumerados en gran desorden —asesinato de niños, sodomía, evocación de demonios, ejercicio de la magia, violación de la inmunidad eclesiástica—, en un principio descalifica e insulta a sus jueces. Niega haber cometido los crímenes de que se le acusa. Ante las amenazas de tortura, solicita humildemente diferir-la para el día siguiente, y manifiesta disposición a hacer una confesión en privado. Esta tiene lugar en la habitación del Castillo de Nantes en que está dignamente detenido. Allí, con la puerta abierta a una sala en que se han instalado los instrumentos de tortura, confiesa "voluntaria, libre y dolorosamente". La corte eclesiástica lo acusa de herejía, evocación de demonios, asesinato de niños y "vicio contra natura [...] según la práctica sodomita". Es excomulgado. Pero Gilles de Rais suplica que esta pena le sea levantada, a lo que el tribunal accede cristianamente. Enseguida, la corte secular lo condena a pagar cincuenta mil escudos de oro al Duque de Bretaña, debido al episodio de Saint-Etienne-de-Mermorte, y, por sus otros delitos, a ser ahorcado y quemado junto a dos de sus secuaces más cercanos. Gilles de Rais acepta la sentencia y solicita ser ejecutado junto a sus servidores, a fin de que éstos vean que también con él se hace justicia.

Las cenizas de sus cómplices serán dispersadas al viento; sus restos, retirados a tiempo de las llamas por damas de la nobleza, fueron enterrados en una iglesia de Nantes, hoy desaparecida.

II

Gilles de Rais (1404—1440) es una figura del "Otoño de la Edad Media", de una época de cambios, turbulencias, luchas dinásticas, cuadrillas de caballeros transformados en bandidos. Son los años en que un noble poeta castellano Jorge Manrique, cantor de la fama terrena de su padre, caballero cristiano que matando infieles alcanzó la gloria del cielo— muere de un lanzazo en los riñones, recibido en una confusa emboscada nocturna, mientras arrea al enemigo preso y su ganado.

Gilles de Rais, en cambio, debe su fama terrenal —la que ha llegado vagamente hasta hoy, vagamente confundida con la de Barba Azul; no la otra, la que gozó y ostentó fugaz, tempestuosamente, la del heroico capitán salvador de Francia— a una serie irrefrenable de crímenes. El relato de estos crímenes debería sólo horrorizar —apartar al monstruo de la humanidad, de una humanidad que excluye el mal, que no lo considera parte de una verdadera humanidad—, pero a la vez parece ejercer una perturbadora atracción, una proximidad diferida: la sensación de una monstruosidad larvaria no afuera, sino adentro de cada ser humano: una fascinación que no podríamos atribuir únicamente a la necesidad de conocer el mal.

Como lo ha destacado Georges Bataille —en el insistente estudio que precede a las actas del proceso recaído en este héroe que se transformó en criminal o que siempre fue un criminal—, Gilles de Rais es violento, excesivo, desmedido. No basta recordar el abandono de su infancia "el mal gobierno que había tenido en su infancia, en la que se había dedicado desenfrenadamente a todo lo que le gustaba" y el ejemplo de su abuelo materno. No basta recordar que pertenece a la nobleza de fines de la época feudal, que aún disponía —sobre la gente humilde— de un poder casi sin límites, ante el que prácticamente nadie, salvo los iguales, podía oponer resistencia.

La guerra era la actividad que sostenía a esta clase privilegiada. La guerra y no el trabajo que producía los bienes de que gozaba esa misma nobleza. Las guerras de esa época en que —como denunciaba Juvénal des Ursins, arzobispo de Reims— los soldados "se apoderaban de hombres, mujeres y niños, sin diferencia de edad o sexo, forzaban a las mujeres y a las doncellas, se llevaban a las madres en edad de amamantar y dejaban a los niños que morían faltos de alimento [...] arrojaban al río a la mujer y al niño, cogían a los curas, a los monjes, a los eclesiásticos, a los campesinos [...] dejando a muchos mutilados, a otros enloquecidos o trastornados".

Por cierto —como observa Bataille— "es difícil no creer que participando en la guerra desde 1427, sus grandes y enormes crímenes de comienzos de su juventud no hayan sido extraños al desorden provocado por el paso de los soldados. Lo veremos: la vista de la sangre humana y de los cuerpos abiertos lo fascinaba. Más tarde, no debía de interesarse más que en sus víctimas privilegiadas: los niños. Es dudoso que este gozador que tuvo tanto placer en derramar sangre, no se haya aprovechado de la guerra desde su primera campaña".

Quizá su inmersión en las prácticas de la guerra, su entrega a la ebriedad del combate, de la victoria o la derrota, resulta el canal que, sin el freno de la religión pero transgrediéndola, le abre las puertas, lo precipita en la experiencia del mal; en su horror y en su goce, identifica la intensidad de su vida con ese mismo mal, sin que pueda o más bien desee detenerse en este embudo, en este remolino sin fin. Salvo, acaso, el que tuvo.

Un momento clave para aprehender su vida, para acercarnos no a su lección sino a su lectura, a una de sus lecturas, es aquel en que, después de que Gilles de Rais confiesa que realiza sus crímenes "sólo por su placer y delectación carnal, sin tener otra intención o finalidad", el magistrado que lo interroga le vuelve a preguntar por los motivos, insiste en ellos, y exclama: "iAy, Monseñor, os atormentáis y me atormentáis a mí!".

La reacción de Gilles de Rais, en tanto se sentía cristiano, fue la expiación. No la búsqueda de explicaciones o una reflexión sobre su vida. Es su expiación —que él vive con la misma extrema violencia con que cometía sus crímenes— la que arroja luz sobre su interioridad abisal, la comunica haciéndola directamente visible; no la dice, la expone en su conducta, la hace espectáculo: el espectáculo que conmovió a la multitud reunida en el lugar de su ejecución y que, bajo otras condiciones, nos vuelve a conmover hoy día.

La vida de Gilles de Rais había estado marcada por el exhibicionismo, por una persistente necesidad de ostentación, de deslumbrar a los demás y a sí mismo. Gasta grandes cantidades de dinero en el ropaje de sus tropas y en sus propios y espléndidos vestidos. Su gran espectáculo público, como Mariscal de Francia, fue la serie de sus brillantes victorias. Su escenario es el reino de Francia en expansión. Cuando se esfuma su prestigio militar, aumentan los gastos de representación.

La Memoria de los herederos de Gilles de Rais, que prueba su prodigalidad, destaca su gran pasión por el teatro. Hacía representar a sus expensas misterios, moralidades, farsas, juegos de escarnio. El espectáculo más suntuoso —y que aceleró su ruina— fue el Misterio del asedio de Orleáns, que empleaba más de quinientas personas, reservando para Gilles de Rais un papel principal, en que un actor representaba la grandeza que en un pasado tan cercano había conquistado en el espacio público.

La expiación de sus crímenes fue el último —y en cierto sentido, apoteósico— espectáculo de su vida. Poseído por la violencia de su arrepentimiento, se atreve, en su desmesura, a solicitar dos gracias: que se convoque una procesión general —en la que podrían estar incluidos los padres de sus víctimas— para rogar a Dios que él y sus secuaces conservaran la más firme esperanza en su salvación eterna.

Y además, que dicha procesión culminara en el patíbulo, en el que pide ser ejecutado poco antes que sus cómplices, a fin de ayudarlos, con su palabra y ejemplo, a morir cristianamente.

Allí, conmovida, llorando, embargada por el horror y la piedad, la multitud, acaso transfigurada en un coro trágico —aquel de que habla Nietzsche en su libro imposible: El nacimiento de la tragedia—, pudo sentir y saber, alucinada, que aquel gran señor y criminal, a cuya ejecución asistía, era semejante a cada uno de ellos.

III

En la obra de Vicente Huidobro, la figura de Gilles de Rais —la que se desprende de las actas de sus dos procesos y de algunas investigaciones históricas; la que encuentra su lugar en el panteón surrealista junto al Marqués de Sade, Rimbaud, Lautréamont, Baudelaire, Erzsébet Báthory, acaso Catalina de los Ríos y Lisperguer—, sufre una serie de transformaciones que, en general, reorientan su relación con el mal, comunican una experiencia de este que lo hace más asimilable, más atractivo para un espectador que no quiere ir más allá de una transgresión institucionalmente canalizada y, en este marco, teatralmente soportable.

La obra "quiere ser más que nada exaltación poética de un personaje legendario de peligrosa fascinación" —de acuerdo a Henri Béhart—, pero mediatizado, atenuado por el velamiento de dimensiones demasiado horribles, que aparecen relegadas a los entreactos o a un segundo plano de insinuaciones rápidamente esbozadas, esto es, diferidas o, en el mejor de los casos, entregadas a la imaginación de un espectador que, en la lectura o puesta en escena de la obra, podría sentirse poco alentado a emprender estas exploraciones desestabilizadoras.

El primer acto se desarrolla ante un telón de fondo que sugiere la oscura (es de noche) silueta del castillo de Machecoul, dominando desde las alturas el paisaje y la vida de los servidores. Desde allí descendía Gilles de Rais —o sus sicarios— en busca de víctimas: niños elegidos por su belleza.

Pero en la versión de Huidobro no es la fuerza la que doblega a estos desdichados, los violenta y sacrifica al placer del poderoso señor. Gilles de Raiz es aquí un seductor de mujeres —sobre él se superpone la imagen de Don Juan— y no de niños. Las atrae con el hechizo de su mirada, la marca ardiente de sus besos. Hacia su castillo —hacia allá: Lábas— se encaminan las mujeres atraídas por el oscuro esplendor de la leyenda y la luz irresistible que sólo irradia para ellas.

Es en este primer acto que acontece el encuentro con la mujer que lo deslumbra, la mujer esperada, que parece entregarle la plenitud amorosa, el amor absoluto que tan ansiosamente busca. Pero, por desgracia, este encuentro ocurre después de otro en que —como Fausto y en contraste con la profunda religiosidad que exhiben las últimas páginas del proceso— vende ligeramente su alma al diablo. Este contrato —por el que obtendrá a cambio poder, conocimiento y amor— pretende fundamentar el curso que tomarán más adelante los acontecimientos, que culminan en un doble final: el de su condena en nombre de la religión cristiana —mostrada como injusta— y el de su rehabilitación y triunfo sobre Dios en el "Epilogo" con que se cierra la obra, lúdicamente calificado por el autor de "desprendido y desprendible".

La capacidad seductora de Gilles de Raiz —contaminada vagamente del satanismo de boulevard y fin de siecle— se ejerce sobre una mujer que se entrega absolutamente, que es comprendida como posesión que plenifica: "Nada existía para ella, sino yo [...] la gruta de sus sueños, a la que únicamente yo he descendido, está colmada de tesoros [...] para ella yo soy todos los hombres, soy el Hombre [...] la amo porque tiene la forma de mi alma", esto es, sobre una representación insuficiente de su subjetividad, sobre la ausencia de diálogo, sobre la adecuación (como la verdad) de la mujer al hombre. Para Gila "el amor es una cadena" y Gilles le responde: "Tal vez. Pero la certidumbre de poder romperla aligera su peso: Soy Gilles de Raiz y lo que quiero hacer lo hago".

Pero contra su voluntad, Gila no vuelve de un paseo por el bosque que —también como bosque de tumbas— rodea el castillo. "El misterio" se titula el segundo acto, y no creo que haya que comprenderlo sólo —así lo lee Béhart— como el misterio de la pérdida de las virtudes heroicas de Gilles de Raiz y el comienzo de su degradación moral. Es también —desde el punto de vista que intenta sostener la obra— el misterio de la desaparición de Gila en el bosque (que más tarde en parte se resuelve), el misterio del amor absoluto y su trágica temporalidad (que aquí se insinúa), el misterio de las fuerzas que determinan el curso de una vida.

Recién en el acto tercero: "La orgía", aparece Gilles de Raiz — "deshecho, loco, los ojos extraviados y como presa del delirio"— con un niño muerto entre los brazos que apenas el espectador alcanza a imaginar como objeto de pederastia, ya que se deshace de él rápidamente, casi con asco, entregándoselo a Prelati, para que lo ofrezca en sacrificio al demonio. Sin embargo, sobre el altar de éste, se contorsiona una mujer desnuda (que nos retrotrae a las representaciones satánicas de Felicien Rops y a la atmósfera finisecular de Lábas de Huysmans que es, sin duda, una de las fuentes de Huidobro). Este mecanismo de represión y desplazamiento del objeto erótico — que lo reinstala en la mujer y la vincula a una transgresión religiosa—continúa operando en el acto cuarto, afirmado por uno de los jueces: "Dicen que el día en que fuisteis detenido en vuestro castillo de Machecoul [...] salió un enjambre de jovencillas destinadas a la vergüenza y la muerte". En el "Epilogo" vuelve a confirmarse su identificación con Barba Azul al través de la aparición de sus siete mujeres que —vinculadas a los planetas— lo alaban. Así, expuesta en primer plano, una y otra vez, la vocación básicamente heterosexual de Gilles de Raiz.

Seductor como Don Juan —aunque no se arrepiente—, seductor que no actúa a partir de un poder de clase que ya no existe, sino desde capacidades que le parecen suyas (el buen burgués o el pequeño burgués a la conquista de las llamadas deruimondaines, del género de las petites amies que recuerda Joaquín Edwards Bello con nostalgia), seductor centrado en la heterosexualidad, aunque con eventuales desviaciones, inteligente, ingenioso —inventa el mito de Juana de Arco—, reflexivo, transgresor no arrepentido, héroe prometeico o luciferino frente a la autoridad de un Dios que sanciona esas transgresiones que le atraen, el personaje de Huidobro inhibe las posibilidades trágicas contenidas en la figura de Gilles de Rais que emana de las actas del proceso —el monstruo que expía su monstruosidad compartida—, esto es, precisamente del personaje que alucinaba a los surrealistas que —hacia 1925— declaraban que su actividad era "un medio total de liberación del espíritu y de todo aquello que se le parezca..." que quería a mostrar a todos "sobre qué inestables cimientos, sobre qué vacíos han construido sus temblorosas mansiones".

La obra de Huidobro "Piéce en quatre actes et un épilogue" apareció en francés, en París, en una editorial de prestigio, en una colección, Totem, un tanto manejada por Breton, en plena efervescencia surrealista. Pero a Huidobro parece no haberle preocupado que su imagen de Gilles de Raiz haya sido tan diversa a la que interesaba al surrealismo. Su proyecto —voluntario y a la vez guiado por sus deseos y la represión de sus deseos— es otro. Gilles de Raiz acepta arrogantemente su condena —morir excomulgado— y arrogantemente sobrevive en el "Epílogo" a la muerte de Dios junto a Gila. Es una especie de superhombre que ha roto las cadenas que lo atan a la moral cristiana y así lo ha dicho ya a los jueces en el acto cuarto. Huidobro aspira a desplegar una imagen de su héroe que sea compartida por su público. Su obra quiere ser un espectáculo de avanzada e incorpora, tímidamente, es cierto, las nuevas técnicas de comunicación. Por eso, en el fondo del escenario del "Epílogo" sugiere que están proyectadas cinematográficamente las imágenes enormes de Gilles y de Gila triunfantes. Resulta significativo que su relación con el público no sea agresiva, como la que habían propuesto las manifestaciones dadaístas. El dadá tuvo éxito en involucrar al público, a su público, compuesto por espectadores informados de lasrupturas practicadas por las vanguardias —las acepten o no— y sus efectos en relación con su propia vida. Huidobro quiere también dirigirse a ese público. Pero —lo que es decisivo— no quiere atormentarlo. Aspira ardientemente a la complicidad de quienes imaginan al superhombre, al hombre nuevo, como su representación de Gilles de Raiz.

La muerte de Dios —anunciada al final del "Epílogo" mientras los astros "doblan a muerto"— es la destrucción o superación de la moral cristiana, la liberación de sus prohibiciones, pero desprovista de una indagación a fondo en el mal y su experiencia. Gilles de Raiz y su amada no están en la eternidad de una trascendencia más allá de la muerte. Están en la memoria del poeta y de todos los hombres que la comparten. El superhombre se construye en la historia.

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1 Huidobro escribe "Raiz" aún cuando la grafía correcta, y contemporánea al personaje histórico, es "Rais". En la presente edición se ha respetado esta disposición (N. del E.).