EN LA LUNA

PEQUEÑO GUIÑOL EN CUATRO ACTOS

Y TRECE CUADROS

 

 

ADVERTENCIA

 

Al actor y al escenólogo

 

 

Casi todos los personajes de la pieza doblan y aun pueden salir tres y cuatro veces. Los actores no deben olvidar que la pieza es guiñolesca y que pueden emplear un tono exagerado, de grandes gestos, sin extremarse hasta la vulgaridad.

Las frases o diálogos o escenas que puedan suprimirse, en caso de que sea preciso acortar la pieza, irán señalados en el texto.

Se recomienda que los decorados sean de un gusto extremista: o muy simples o muy recargados. Si son muy simples podrá emplearse en varias escenas el mismo decorado con pequeños cambios.

Los políticos vestirán un chaqué de satén de color fuerte: rojo, verde, violeta, azul, amarillo o a cuadros rojos y amarillos o azules y verdes, etc. Los pantalones en contraste.

Los militares, trajes teatralmente militares. Todos los personajes deben vestir del modo más convencionalmente teatral o algo opereta.

Colorín Colorado todo de rojo y con una peluca colorina, un poco desgreñada como un pillete de la calle.

Creo que bastan estas pequeñas indicaciones. Lo demás queda al gusto del escenólogo o va indicado en el texto.

 

El autor

 

 

PERSONAJES DEL PRIMER ACTO

(Por orden de su aparición en escena)

 

Maese López

Pedro Pedreros

Vocero

Un Soldado

Don Fulano de Tal

Delegado

Colorín Colorado

Rodrigo Rodríguez

Fifí Fofó

Fernando Fernández

Lulú Lalá

Enrique Henríquez

Pipí Popó

Álvaro Alvarado

Astrónomo

Gonzalo González

Silfo Pedolurio

Domingo Domínguez

Primer Anciano

Ramiro Ramírez

Segundo Anciano

Roque Roca

Tercer Anciano

Ujier

Cuarto Anciano

Policía

Quinto Anciano

Colectivista

Juan Juanes

Grupos de gente del pueblo

Martín Martínez

 

 

 

PERSONAJES DEL SEGUNDO ACTO

 

Tangoni

Ujier

Memé Mumú

Don Zutano

Pipí Popó

Coronel Sotavento

Zizí Zozó

Capitán Poliedro

Primer Mirlingo

Capitán Convexo

Segundo Mirlingo

Capitán Antípoda

El Ciego del Acordeón

Capitán Cóncavo

Juan Juanes (Presidente)

Primer Oficial

Ministro del Interior

Segundo Oficial

(Rodrigo Rodríguez)

Almirante Estribor

Ministro del Exterior

Comodoro

(Fernando Fernández)

Fotógrafo

Ministro de Finanzas

Fifí Fofó

(Enrique Henríquez)

Lulú Lalá

Ministro de Instrucción

Don Fulano de Tal

(Álvaro Alvarado)

Un Mendigo

Ministro de Justicia

Oficiales del Ejército

(Gonzalo González)

Oficiales Marinos

Ministro de Obras

Grupos de conspiradores

(Domingo Domínguez)

 

Ministro de Guerra

 

(Ramiro Ramírez)

 

 

 

PERSONAJES DEL TERCER ACTO

 

Prefecto

Capitán Poliedro

Coronel Sotavento

Capitán Convexo

Almirante Estribor

Capitán Cóncavo

Comodoro

Ujier

Capitán Antípoda

Pipí Popó

Zizí Zozó

Señorita Remington

Policía

Una Dactilógrafa

Policía

Permanganato

Preso

Un Sastre

Preso

Hipnotizador

Fifí Fofó

Otro Sastre

Lulú Lalá

Secretario

Memé Mumú

Don Cojín

Don Fulano de Tal

Don Péndulo

Grifoto

Un Relojero

Un Bombero

Bomberos, dentistas

Otro Bombero

Dactilógrafas, sastres

Piorril

Relojeros, cojos

Un Dentista

 

 

 

PERSONAJES DEL CUARTO ACTO

 

Sumo Sacerdote

Obrero

Primer Hierofante

Gran visir (Permanganato)

Segundo Hierofante

Lulú Laiá

Nadir I (El Hipnotizador)

Recitador Nortesur III

Reina Zenit (Fifí Fofó)

Hidraulia

Cirio

Chambelán

Plauso

Perseguidor

Astra

Maese López

Corola

Colorín Colorado

Periodista

Pueblo, bailadores, soldados.

Vatio

 

 

 

ACTO I

 

Cuadro I

 

Al levantarse el telón, la escena representa la puerta de un teatro. A un lado, una ventanilla pintada, con la vendedora de billetes también pintada. Las gentes pasan por la calle ante el pórtico.

Maese López está en el pórtico, a un lado de la puerta de su teatro. Después de un redoble de tambores, Maese López empieza a hablar como un manager de feria. Mientras él habla, varios de los pasantes van tomando billetes y entrando al teatro.

 

MAESE LÓPEZ.

—Señoras y señores y todos los pasantes: Deteneos, nadie siga de largo, que aquí estoy yo porque he llegado. Un momento, señores; deteneos, deteneos, nadie pase, nadie siga de largo. Aquí está Maese López, el gran mostrador de maravillas; aquí está López, con su tinglado o guiñol o retablo o como queráis llamarlo. Muy superior el mío al de mi abuelo Maese Martín. Deteneos, señoras y señores, nadie pase, nadie siga de largo, que después habría de llorar por haber perdido la ocasión de ver lo que tan raramente puede verse. Entrad, señoras y señores, entrad a gozar de este espectáculo único en su género, en su fondo y en su forma.

Todo lo que traigo es nuevo y más extraordinario que lo que os he traído en años pasados. Nunca se ha visto nada igual en nuestra Luna. Sabéis que López no miente. Ya no os traigo a la mujer gigante que parecía que iba a coger a Venus y a la Tierra con las manos; ya no os traigo al niño de goma que se daba vuelta como el forro de un paraguas o se viraba como traje viejo, aquel niño que se comía entero a sí mismo y doblándose lentamente y abriendo tamaña boca empezaba a tragarse por los pies y se digería en presencia del público; ya no os traigo los cuatro puntos cardinales amaestrados y diciendo papá y mamá, ni os traigo al hombre aquel que se apretaba el vientre y tocaba con ruidosos gases el himno nacional de su país, ni os traigo el arco iris cazado en regiones lejanas por mi hermano, el célebre explorador que todos conocéis. Tampoco os traigo al atleta que levantaba en la punta del dedo meñique a toda su numerosa familia, más dos sirvientas de confianza y el perro y el gato de la casa; ya no os traigo a aquel famoso ventrílocuo, ¿recordáis?, que sacaba la voz del bolsillo del más lejano espectador y sólo con la voz le sacaba la cartera o el reloj. Os juro que todo lo que ahora traigo es nuevo y que no se ha visto jamás en la Luna un espectáculo superior. Sí, señoras y señores, os lo juro y sabéis que yo no miento. Os lo juro por mi madre y por mi padre y por el padre y la madre de mi madre y de mi padre. Ahora os traigo una pieza de teatro verdadera, es decir, de mi pura fantasía. Veréis algo que no ha pasado nunca en ninguna parte, ni pasará jamás en parte alguna. Y los que digan que esto ha pasado o podría pasar en nuestro planeta, mienten y me calumnian a mí y calumnian a nuestra Luna. Por lo tanto, cuando estéis viendo lo que veréis, no olvidéis un momento que no estáis viendo lo que veis. Admirad sólo la ejecución de los muñecos y los títeres de mi guiñol, fabricados con tal perfección que parecen seres vivos y más que vivos. Sí, señores, parecen seres vivos. Ahora no os traigo un espectáculo de variedades o de números sueltos, os traigo una pieza con muñecos dotados de movimiento y de palabra, la última perfección en la materia.

Veréis desfilar ante vuestros ojos seres desconocidos aquí y aun seguramente al otro lado de la Luna; desconocidos, pero no por eso menos atrayentes. Veréis personajes tan curiosos e interesantes como don Juan Juanes, Pedro Pedreros, Martín Martínez, Gonzalo González, Rodrigo Rodríguez, don Fulano de Tal, Colorín Colorado, etc. Veréis un astrónomo, veréis generales, almirantes, reyes, etc. Veréis mujeres de gracia y belleza como Fifí Fofó, Lulú Lalá, Pipí Popó, Memé Mumú, etc.

Señoras y señores, os repito que esto no ha pasado ni puede pasar en ninguna parte del universo. Todas estas magníficas magnificencias, todas estas maravillosas maravillas que os voy a presentar son sólo el delirio delirante de una imaginación imaginativa.

No os enfadéis conmigo si la pieza resulta un poco larga. No soy yo el culpable, son estas marionetas que al venir la primavera sienten un extraño frenesí y empiezan a multiplicarse de un modo tal que pronto no cabrán en todos los teatros de la Luna. Sí, señores míos, se multiplican como conejos y me alargan la pieza, pues todos quieren mostrarse al público y decir algo de su ingenio o de lo que su vanidad cree que es ingenio.

Os juro en nombre de mi madre materna y de mi padre paterno que yo habría querido esta obra mucho más corta y que para acortarla tuve que apelar a medios violentos, sin detenerme ni aun ante el crimen, pues de lo contrario ella habría durado un año entero. Pero veo que estoy hablando demasiado y que tenéis prisa por entrar. Adelante, adelante, señoras y señores, estáis en vuestra casa. Sí, sí, tenéis prisa por entrar; estoy hablando demasiado y mis palabras os interesan tanto como una sinfonía a un huevo duro. Entrad, entrad. Nadie siga de largo. Señoras y señores, aquí termino diciendo a los pasantes que pasen, que pasen pronto, pues ya voy a cerrar las puertas, que pasen a oír y ver... y a hablar, si les da la gana, durante el espectáculo. Sí, sí, señores, podéis hablar cuanto os dé la gana. Hablad, hablad, que ya llegará el momento en que nuestras bocas sólo sirvan para boquear.

 

Cuadro II

 

La escena representa una plaza pública. A la derecha del actor, el Palacio de Gobierno. Al centro una columna de zinc de unos dos metros cincuenta de altura, más o menos; sobre la columna, el busto de un señor con sombrero de copa.

Al fondo, una balaustrada. Detrás se ve la ciudad. Junto a la balaustrada, sobre una pequeña plataforma, está el Astrólogo con su telescopio sobre un trípode. Su ayudan-te y discípulo, Silfo Pedolurio, está junto a él. Los demás personajes están al centro o al primer término de la escena.

 

(Maese López sale algo cambiado, de Vocero, leyendo en un cartón).

 

VOCERO.

—Pueblo lunario...

 

DON FULANO DE TAL.

—Se dice lunense.

 

VOCERO.

—No, señor; la Gran Academia ha acordado ayer que se debe decir lunario. ¿Quién es usted para corregir a la Academia?

 

DON FULANO DE TAL.

—Pues la Academia no sabe lo que dice. Yo soy don Fulano de Tal y mi padre fue el inventor de la gramática.

 

VOCERO.

—Pues disculpe usted, Don Fulano de Tal. Prosigo: Pueblo lunense...

 

DON FULANO DE TAL.

—Se dice lunario.

 

VOCERO.

—No, señor, la Gran Academia acaba de acordar que se vuelva a decir lunense. Prosigo. Amado pueblo: Ha llegado el momento de las elecciones presidenciales que tanto habéis deseado y que decidirán de vuestra suerte y de vuestro porvenir. Allí en ese palacio (señala el Palacio de Gobierno), en pocos momentos más, reunido el Consejo de los Ancianos, decidirá quién debe ser el ilustre lunense que dirija de hoy en adelante los destinos de la nación (aplausos). El Palacio de Gobierno os recomienda muy especialmente guardar calma y aceptar con agrado o con resignación el veredicto del Consejo.

 

VOCES.

—¡Viva don Martín Martínez! ¡Viva! ¡Viva!

 

OTRAS VOCES.

—¡Abajo! ¡Muera! ¡Viva don Pedro Pedreros!

 

VOCES.

—¡Muera! ¡Muera! ¡Abajo! ¡Viva don Martín Martínez!

 

VOCES.

—¡Viva don Pedro Pedreros! ¡Viva!

 

VOCES.

—¡Abajo! ¡Muera!

 

OTRAS VOCES.

—¡Viva!

 

(Colorín Colorado está casi al medio de la plaza, apoyado en una escoba. Se le acerca don Fulano de Tal.)

DON FULANO DE TAL.

—¿Qué estás haciendo, Colorín Colorado?

 

COLORÍN COLORADO.

—¿Le parece a usted poco? (Permanece inmóvil.). Barrer, barrer..., y luego esperar, que ya tengo para rato.

 

DON FULANO DE TAL.

—Estos días de elecciones, mi pobre Colorín Colorado, traen muchos trajines.

 

COLORÍN COLORADO.

—Trajines y otras cosas, mi señor Don Fulano de Tal. Muchas otras cosas y luego lo demás, esperar, esperar, que ya tengo para rato.

 

(Dos grupos de mujeres discuten.)

 

FIFÍ FOFÓ.

—Le digo a usted, doña Lulú Lalá, que don Martín Martínez será el presidente.

 

LULÚ LALÁ.

—Yo le digo a usted, doña Fifí Fofó, que el presidente será don Pedro Pedreros.

 

FIFÍ FOFÓ.

—Eso lo dice usted porque es su amante.

 

LULÚ LALÁ.

—Y usted dice que Martín Martínez porque es el suyo. Sí, doña Fifí Fofó, nadie ignora que don Martín Martínez es su amante y que usted hace toda clase de intrigas para llevarlo a la presidencia.

 

FIFÍ FOFÓ.

—¿Yo intrigas? Es usted, doña Lulú Lalá, la gran tejedora de intrigas. Pero esta vez saldrá fallida.

 

LULÙ LALÁ.

—Don Pedro Pedreros será elegido sin necesidad de mí ni de nadie, por sus propios méritos.

 

FIFÍ FOFÓ.

—En ese caso es seguro que don Martín Martínez será el presidente. Nadie tiene más méritos verdaderos que él.

 

(Pipí Popó se acerca al grupo.)

 

PIPÍ POPÓ.

—Buenas tardes, amigas mías.

 

LULÚ LALÁ.

—Buenas tardes, doña Pipí Popó.

 

FIFÍ FOFÓ.

—¿Cómo está usted, doña Pipí Popó, qué era de su vida?

 

PIPÍ POPÓ.

—Pasando, pasando y mirando pasar. ¿A qué hora llegan los Ancianos del Consejo?

 

LULÚ LALÁ.

—En pocos momentos más.

 

FIFÍ FOFÓ.

—Ya deberían estar aquí. ¿Quién cree usted que será el presidente?

 

PIPÍ POPÓ.

—Imposible sería adivinarlo, se dice que la elección será difícil. Se nombra a tantos; no faltan quienes creen en una sorpresa, como don Rodrigo Rodríguez; pero la mayoría piensa...

 

FIFÍ FOFÓ.

—¿Qué piensa la gente?

 

LULÚ LALÁ.

—Que será don Pedro Pedreros, naturalmente.

 

PIPÍ POPÓ.

—Eso es, que la cosa está entre don Pedro Pedreros y don Martín Martínez.

 

FIFÍ FOFÓ.

—Vamos a preguntarle a don Fulano de Tal, que siempre está bien informado y que viene hacia nosotras.

 

DON FULANO DE TAL. (Acercándose a las señoras.)

—Buenas tardes, señoras, muy buenas tardes.

 

LULÚ LALÁ.

—Buenas las tenga usted.

 

FIFÍ FOFÓ.

—Díganos usted, don Fulano de Tal, ¿quién será el elegido?

 

DON FULANO DE TAL.

—Y ustedes me lo preguntan, amigas mías, cuando el elegido depende de vuestras sonrisas. ¿Qué puedo saber yo?

 

PIPÍ POPÓ.

—Usted sabe muchas cosas.

 

LULÚ LALÁ.

—Usted lo sabe todo.

 

 

DON FULANO DE TAL.

—Es bueno tener esa reputación.

 

FIFÍ FOFÓ.

—Nadie sabe más que usted.

 

DON FULANO DE TAL.

—Yo no sé nada.

 

(Al fondo de la escena, el Astrónomo contempla los astros con un gran telescopio y hace anotaciones en un papel. Junto a él, su discípulo Silfo Pedolurio le ayuda en su trabajo. En torno a ambos, un pequeño grupo les observa atentamente.)

 

ASTRÓNOMO.

—Te digo, Silfo, que en la Tierra no puede haber habitantes.

 

PEDOLURIO.

—¿Qué sabemos nosotros?

 

ASTRÓNOMO.

—Sabemos científicamente que no puede haber habitantes, porque hay atmósfera.

 

PEDOLURIO.

—A lo mejor no hay atmósfera.

 

ASTRÓNOMO.

—Si no la hay, podría haber habitantes.

 

PEDOLURIO.

—Es posible que haya seres que puedan vivir en un astro con atmósfera.

 

ASTRÓNOMO.

—Estás diciendo tonterías, Silfo Pedolurio. ¡Qué mal discípulo eres! Vas a desacreditar mi ciencia.

 

DON FULANO DE TAL.

—Vamos a preguntarle al Astrónomo. Él debe saber más que nosotros.

 

FIFÍ FOFÓ.

—Eso es, vamos a preguntarle.

 

(Se acercan don Fulano de Tal y las señoras al Astrónomo.)

 

LULÚ LALÁ.

—Le preguntaremos a su ayudante, pues él parece estar muy ocupado.

 

DON FULANO DE TAL.

—Oiga usted, amigo Silfo Fedolurio. ¿Qué dicen las estrellas?

 

 

PEDOLURIO. (Al Astrónomo.)

—Maestro, ¿qué dicen las estrellas?

 

ASTRÓNOMO.

—¡Por los cuernos de la Tierra, dejadme trabajar!

 

DON FULANO DE TAL.

—Perdóneme usted, señor Astrónomo, la curiosidad nos ha dado osadía...

 

FIFÍ FOFÓ.

—Nuestra curiosidad.

 

ASTRÓNOMO.

—¡Ah! Es usted, don Fulano de Tal; disculpe usted. ¡Hola! Y tan bien acompañado... Disculpen ustedes, señoras.

 

LULÚ ZALÁ.

—Es usted el que tiene que disculparnos.

 

ASTRÓNOMO.

—La posición del cielo es excelente.

 

FIFÍ FOFÓ.

—Entonces saldrá triunfante don Martín Martínez.

 

LULÚ LALÁ.

—¡Oh! Si es así, será nuestro presidente don Pedro Pedreros. No cabe duda.

 

VOCES.

—Ya vienen los Ancianos.

 

(Todos se precipitan al primer plano. Fifi Fofó se coloca en el extremo izquierdo, por donde deben entrar los Ancianos. Lulú Lalá junto a la puerta del Palacio de Gobierno.

Entra el Primer Anciano. Es un viejecito de barba blanca, que marcha lentamente apoyado en un bastón. Fifi Fofó se precipita a su encuentro.)

 

FIFÍ FOFÓ.

—¿Cómo está usted, ilustrísimo señor?

 

PRIMER ANCIANO.

—Bien, niña, muy bien. Vamos a cumplir con nuestro deber.

 

FIFÍ FOFÓ.

—Señor, ¿dará usted su voto a don Martín Martínez?

 

PRIMER ANCIANO.

—Quién sabe, quién sabe. Ya veremos.

 

FIFÍ FOFÓ.

—Si vota usted por él, aquí me tiene, a sus órdenes. Mi cuerpo es suyo.

 

PRIMER ANCIANO.

—Vaya, doña Fifí Fofó, está usted muy hermosa; no hay más que hablar.

 

FIFÍ FOFÓ.

—Gracias, ilustrísimo señor.

 

(El primer Anciano atraviesa lentamente la escena. Poco antes de llegar a la puerta del Palacio de Gobierno le coge Lulú Lalá.)

 

LULÚ LALÁ. (Al Anciano.)

—Toda entera suya si da su voto a don Pedro Pedreros.

 

PRIMER ANCIANO. (La mira un instante.)

—Ya veremos, doña Lulú, ya veremos.

 

(Aparece el Segundo Anciano. Tiene una larga barba blanca. Anda entre dos bastones y las piernas no le obedecen, como atacado de ataxia locomotriz. Fifí Fofó se le acerca.)

 

FIFÍ FOFÓ.

—Míreme usted, ilustrísimo señor. Mi cuerpo por su voto para don Martín Martínez.

 

SEGUNDO ANCIANO.

—¡Angelical! ¡Angelical! Prometido, señora, prometido.

 

FIFÍ FOFÓ.

—Gracias, magnánimo señor.

 

(El Segundo Anciano atraviesa apenas la escena. Lulú Lalá se le acerca y le habla precipitadamente, antes que entre al Palacio.

Aparece el Tercer Anciano. Barba blanca. Es llevado entre dos mocetones que lo sostienen por debajo de los brazos. Fifí Fofó se precipita a él y le pasa un papel.)

 

FIFÍ FOFÓ.

—Lea usted, ilustrísimo señor, ese papel antes de votar.

 

TERCER ANCIANO.

—Bueno, bueno, niña, lo leeremos.

 

(El Tercer Anciano cruza pesadamente la escena. Al otro extremo, Lulú Lalá le pasa otro papel.)

 

LULÚ LALÁ.

—Gran señor, lea usted mi papel. Allí van mi petición y la dirección de ésta su sierva, que estará a su servicio.

 

TERCER ANCIANO.

—Me gusta, niña, me gusta que os preocupéis de los destinos del país y de la cosa pública.

 

(Aparece el Cuarto Anciano. Larga barba blanca. Es llevado en una silla de ruedas. Fifí Fofó se le acerca y le habla al oído.)

 

FIFÍ FOFÓ.

—Ilustrísimo señor, paso por ser una de las bellezas de este país; mi cuerpo es suyo a cambio de su voto a don Martín Martínez.

 

CUARTO ANCIANO.

—Sí que eres hermosa. Acepto tu ofrecimiento y te doy el voto.

 

(El Cuarto Anciano cruza la escena en su silla de ruedas. Antes de entrar al Palacio, Lulú Lalá se le acerca y le habla en voz baja con grandes gestos. Aparece el Quinto Anciano. Va tendido en una camilla que llevan dos muchachos vigorosos. Fifí Fofó se lanza sobre él y le habla al oído. El anciano ríe con una risilla diablesca, entrecortada por toses.)

 

QUINTO ANCIANO.

—Ni media palabra más, tuyo, Fifí, tuyo, tuyo.

 

(Al llegar el Quinto Anciano junto al Palacio de Gobierno, Lulú Lalá le desliza un papel entre las manos.)

 

LULÚ LALÁ.

—Léalo usted, ilustrísimo señor, mucho perdería si votara sin leerlo.

 

QUINTO ANCIANO. (A los mozos que le llevan.)

—Muchachos, ¿cuál es mejor?, ¿cuál es más hermosa?

 

(Los muchachos le hablan en voz baja. El viejo ríe mefistofélicamente y se pierde por la puerta del Palacio. Se oyen un instante su risa y su tos tras la puerta.

En este instante aparecen los candidatos, entrando por el fondo, del lado izquierdo contrario al Palacio—. Son: Pedro Pedreros, Martín Martínez, Juan Juanes. La multitud los recibe a grandes gritos.)

 

VOCES.

—¡Viva don Pedro Pedreros!

 

VOCES.

—¡Viva don Martín Martínez!

 

VOCES.

—¡Viva don Juan Juanes!

 

VOCES.

—¡Viva! ¡Abajo! ¡Muera! ¡Viva! ¡Viva!

 

(Los candidatos, saludando a la multitud, llegan al primer plano.)

 

JUAN JUANES. (A Pedreros y a Martínez.)

—Yo le digo a usted, señor Pedreros, que le nombro ministro y le doy una buena suma si retira su candidatura. Otro tanto digo a usted, señor Martínez, una buena suma y un buen ministerio.

 

PEDRO PEDREROS.

—¿Y si yo le hago a usted el mismo ofrecimiento, señor don Juan Juanes?

 

MARTÍN MARTÍNEZ.

—Yo también puedo ofrecerles otro tanto.

 

JUAN JUANES.

—No podéis, amigos míos; ninguno de vosotros tiene dinero para ofrecer una buena suma.

 

MARTÍN MARTÍNEZ.

—Una vez en la Presidencia, tendremos cuanto queramos.

 

PEDRO PEDREROS.

—Claro está. Además, no es muy difícil conseguir dinero de alguna gran potencia que tenga intereses especiales por estos lados... Usted me comprende.

 

JUAN JUANES.

—Las arcas están vacías... Y las potencias extranjeras están casi tan pobres como nosotros.

 

MARTÍN MARTÍNEZ.

—Veremos modo de llenar las arcas y sacar algo de algún tiburón interesado...

 

JUAN JUANES.

—Me parece imposible sacar nada por el momento.

 

PEDRO PEDREROS.

—Difícil, pero no imposible.

 

JUAN JUANES.

—Reflexionen ustedes.

 

(El Astrónomo y don Fulano de Tal se aproximan a los candidatos. El Astrónomo se lleva a un lado a Juan Juanes. Fifí Fofó y Lulú Lalá hacen señas cada cual a su preferido: Martín Martínez y Pedro Pedreros, que conversan con don Fulano de Tal.)

 

ASTRÓNOMO. (A Juan Juanes.)

—¿Cómo van las cosas?

 

JUAN JUANES.

—Difíciles, amigo, muy difíciles. Ya he enviado una buena amiga mía a casa de los Ancianos. Puede que la cosa marche.

 

ASTRÓNOMO.

—Está bien, pero no basta. Hay que convencer a estos otros dos de que se retiren.

 

JUAN JUANES.

—En eso estoy, precisamente.

 

(El otro grupo.)

 

DON FULANO DE TAL.

—Bueno, señores, tened suerte.

 

PEDRO PEDREROS.

—Gracias, mi buen amigo. Ya veremos.

 

MARTÍN MARTÍNEZ.

—Gracias, don Fulano de Tal; muchas gracias.

 

(Los candidatos se dirigen al Palacio de Gobierno. Lulú Lalá y Fifí Fofó se acercan cautelosas a sus amigos y les saludan desde lejos con las manos, como para darles ánimos antes de la batalla.)

 

VOCES.

—¡Viva don Martín Martínez!

 

VOCES.

—¡Viva don Juan Juanes!

 

VOCES.

—¡Viva! ¡Abajo! ¡Viva!

 

VOCES.

—¡Viva don Pedro Pedreros!

 

VOCES.

—¡Viva! ¡Abajo! ¡Viva! ¡Viva! ¡Viva! ¡Viva!

 

(Los candidatos entran en el Palacio de Gobierno y se cierran las puertas. Un Soldado, con la espada desenvainada, queda al lado afuera de la puerta. Los diferentes grupos entre la multitud hablan y discuten en voz alta.)

 

UNO.

—Te digo que no sale.

 

DOS.

—Te apuesto cinco monedas.

 

TRES.

—Pongo por testigo a Pedolurio.

 

UNO.

—Eres un asno.

 

(Don Fulano de Tal, el Astrónomo, Silfo Pedolurio, Lulú Lalá y Fifí Fofó forman un grupo en primer término.)

 

LULÚ LALÁ. (Al Astrónomo.)

—Señor Astrónomo, ¡qué inquietud!

 

FIFÍ FOFÓ. (A don Fulano de Tal).

—¡Dios mío, que impaciencia! No puedo contener mis nervios.

 

ASTRÓNOMO.

—Un momento, señora, dentro de poco saldrá usted de su inquietud.

 

FIFÍ FOFÓ.

—¡Qué angustia! Los minutos parecen siglos.

 

DON FULANO DE TAL.

—Paciencia, paciencia. Aprended del amigo Pedolurio, que no se inquieta.

 

PEDOLURIO.

—¿Y para qué? Salga el que salga, todos son iguales; parecen fabricados en serie.

 

LULÚ LALÁ.

—El tiempo no corre.

 

ASTRÓNOMO.

—Las deliberaciones no son tan sencillas. Los Ancianos tienen que discutir.

 

(Se abre un lado de la puerta del Palacio de Gobierno y un ujier habla en voz baja con el soldado que guarda la puerta y luego se entra y cierra la puerta. Don Fulano de Tal se precipita a hablar con el soldado.)

 

DON FULANO DE TAL.

—¿Qué pasa? ¿Hay alguna novedad?

 

SOLDADO.

—Parece que don Pedro Pedreros la lleva segura.

 

DON FULANO DE TAL. (Volviendo al grupo.)

—¡Viva don Pedro Pedreros! ¡Viva el nuevo Presidente don Pedro Pedreros!

 

LULÚ LALÁ.

—¡Viva! ¡Viva! (Palmotea las manos con alegría.)

 

FIFÍ FOFÓ.

—¿Cómo? ¿Quién ha dicho que ya se realizó la elección?

 

ASTRÓNOMO.

—¿Ya se realizó la elección? ¿Pedreros ha salido?

 

DON FULANO DE TAL.

—Aún no, pero ya la tiene segura. ¡Viva don Pedro Pedreros!

 

FIFÍ FOFÓ. (A don Fulano de Tal.)

—Pero, ¿usted no me había dicho que era partidario de don Martín Martínez?

 

ASTRÓNOMO.

—A mí también me lo había dicho usted, don Fulano.

 

DON FULANO DE TAL. (Cortado.)

—¿Yo?, ¿yo?, ¿qué he dicho?..., ¿cuándo he dicho?... Yo..., vean ustedes..., yo he sido partidario..., yo muchas veces..., pero luego reflexioné... y naturalmente... he reflexionado... Entonces...

 

ASTRÓNOMO.

—Vaya, don Fulano, es usted un hombre reflexivo.

 

LULÚ LALÁ.

—¡Viva don Pedro Pedreros!

 

FIFÍ FOFÓ. (A Lulú Lalá.)

—Si te he de decir verdad, nunca me ha disgustado don Pedro Pedreros... Siempre me ha caído muy simpático.

 

ASTRÓNOMO.

—Y a mí. Es que realmente es un hombre muy simpático.

 

LULÚ LALÁ.

—¡Viva don Pedro Pedreros!

 

DON FULANO DE TAL.

—Es la mar de simpático... y es un hombre único. En realidad, ese don Martín Martínez...

 

ASTRÓNOMO.

—No vale gran cosa, y en cuanto al pobre Juan Juanes, ¡qué nulidad más absoluta!

 

DON FULANO DE TAL.

—Ese es un pobre infeliz.

 

FIFÍ FOFÓ.

—Dudo de que ese pobre don Juan Juanes sepa escribir una carta a su familia.

 

LULÚ IALÁ.

—¡Viva don Pedro Pedreros!

 

(Murmullo en el pueblo y algunas voces.)

 

UNO.

—¡Mentira! Aún no se sabe nada.

 

 

DOS.

—Te doblo la apuesta.

 

UNO.

—Aceptado.

 

DOS.

—La triplico, si quieres.

 

TRES.

—Pero no seáis imbéciles. ¿Estáis acaso vosotros debajo de la cama de las mujeres?

 

CUATRO.

—Eso digo. Aquí sólo ellas saben algo...

 

TRES.

—Y no mucho tampoco.

 

(Se abre una ventana alta en el Palacio de Gobierno y aparece el Vocero con una gran bocina en la boca y anuncia al pueblo.)

 

VOCERO.

—Por deliberación y acuerdo del Alto Consejo de los Ancianos, don Juan Juanes ha sido elegido Presidente. ¡Viva el nuevo Presidente!

 

VOCES.

—¡Viva! ¡Viva!

 

VOZ.

—¡Viva don Juan Juanes!

 

VOCES.

—¡Viva! ¡Viva!

 

(Don Fulano de Tal, el Astrónomo, Fifí Fofó, Lulú Lalá y Pedolurio se miran extrañados. Don Fulano de Tal rompe el silencio.)

 

DON FULANO DE TAL.

—Ya me decía yo..., a lo mejor..., vaya usted a saber.

 

ASTRÓNOMO.

—Nunca faltan sorpresas, ¿verdad? Pues don Juan Juanes es un hombre excelente.

 

FIFÍ FOFÓ.

—Un hombre magnífico.

 

LULÚ LALÁ.

—Estupendo, superior; eso es, un ser superior.

 

 

DON FULANO DE TAL.

—Un superhombre.

 

(Se abren las puertas del Palacio y aparece Juan Juanes con la banda presidencial, que tiene todos los colores del arco iris, colocada sobre el pecho. Una música acompaña matemáticamente sus pasos de grande hombre, es el Himno Nacional Lunense: la sardana "Nit de amor".)

 

VOCES.

—¡Viva don Juan Juanes! ¡Viva! ¡Viva!

 

FIFÍ FOFÓ.

—¡Viva nuestro nuevo Presidente!

 

LULÚ LALÁ.

—¡Viva el Excelentísimo don Juan Juanes!

 

DON FULANO DE TAL.

—¡Viva el Sublimísimo señor don Juan Juanes!

 

VOCES.

—¡Viva! ¡Viva!

 

JUAN JUANES.

—Gracias, amigos míos, gracias.

 

(Fifí Fofó se lanza a su encuentro y se arroja a sus pies.)

 

FIFÍ FOFÓ.

—Estupendísimo señor, usted era mi candidato y me siento feliz y orgullosa de haber trabajado por usted.

 

LULÚ LALÁ. (Aparte.)

—¡Qué cínica!

 

JUAN JUANES.

—Gracias, señora mía.

 

LULÚ LALÁ.

—Inmensísimo señor, no en balde hemos empleado nuestros esfuerzos en su honor.

 

FIFÍ FOFÓ.

—¡La cínica!

 

DON FULANO DE TAL.

—Excelsísimo señor, por fin veo realizado el sueño de mi vida. ¡Viva mi Presidente!

 

VOCES.

—¡Viva!

 

JUAN JUANES.

—Gracias, señores; gracias, amigos.

 

ASTRÓNOMO. (A Pedolurio)

—Pedolurio, échate a sus pies y pídele un nuevo telescopio.

 

PEDOLURIO.

—Yo preferiría un submarino.

 

ASTRÓNOMO. (Al Presidente)

—Los astros, mis astros que os han llevado al triunfo, guiarán vuestros pasos por el buen camino.

 

JUAN JUANES.

—Gracias, amigo, gracias.

 

PEDOLURIO.

—Necesitamos otro telescopio.

 

ASTRÓNOMO.

—Así no se pide, Pedolurio; así no se pide a tan maravillosísimo señor.

 

JUAN JUANES.

—Concedido. Tendréis otro telescopio; hoy no se puede negar nada.

 

DON FULANO DE TAL.

—Yo no cobro mis trabajos por vuestra candidatura, sólo me importa el triunfo de mi ideal, magnifiquísimo señor... Un ideal.

 

FIFÍ FOFÓ.

—Yo, potentísimo señor, vivo en la calle Cuatro, en la casa del Cisne... Allí, a vuestro servicio.

 

LULÚ LALÁ.

—Yo iré al templo que vais, señor, para tener el placer de contemplaros junto a los dioses.

 

VOCES.

—¡Viva nuestro Presidente don Juan Juanes!

 

VOCES.

—¡Viva!

 

JUAN JUANES. (Saliendo de la escena por la izquierda)

—Buenas tardes, amigos, mis buenos amigos. ¡Viva la patria!

 

(TELÓN)

 

 

Cuadro III

 

La escena está cubierta por una gran tela blanca, en la cual está dibujada en silueta, a la derecha, la multitud de los oyentes; a la izquierda está la tribuna de los oradores, que debe proyectarse sobre la tela, con sus dos oradores, por medio de un foco de luz que se dirige desde el interior.

El delegado del Consejo de los Ancianos sube a la tribuna a hacer uso de la palabra.

 

DELEGADO.

—Conciudadanos: Me siento lleno de agradecido agradecimiento al Consejo de los Ancianos, al designarme para saludar en nombre de la nación y ofrecer la palabra a nuestro nuevo Presidente, el conspicuísimo señor don Juan Juanes. Señores, cantemos la magna gloria del inmenso triunfo tan marcial que la patria ha obtenido con la elección de este grandísimo ciudadano. Muy acertada ha sido la elección de un hombre tan conspicuo, sobre todo en estos instantes en que los disociadores del orden público y los predicadores de absurdas doctrinas sociales no pierden ocasión para amenazar en sus mismas bases el orden perfecto del país y arrastrarnos al caos. Sí, señores, ellos quieren arrastrarnos al cacaos, al cacaos terriblemente cacaótico.

 

VOCES.

—Queremos pan.

 

VOCES.

—Pan y trabajo.

 

DELEGADO.

—El nuevo Presidente os dará pan y os dará trabajo.

 

VOZ.

—Prometerá, pero no dará.

 

DELEGADO.

—Los que dicen que tienen hambre, mienten, señores; no tienen hambre. Repito que mienten, señores; confunden con el hambre otros cosquilleos del estómago, como la risa o ciertas frases en ventriloqueo, que se les quedan palpitando debajo del ombligo. Sí, señores, hay que tener cuidado con las confusiones. No se puede arrastrar a nuestra amada patria a una revolución antipatriótica por simples confusiones de los sentidos.

Los que dicen que no tienen techo son unos malagradecidos. ¡Qué más hermoso techo que este cielo azul cálido y sonriente! Ese cielo azul, sin arañas, sin piojos y sin chinches. Los que hablan de miseria, los que dicen que el país está en manos de una banda de especuladores y políticos pancistas, son unos intrigantes, señores. Hablan de miseria, y todo el mundo tiene derecho a tender la mano y a pedir dinero por las calles. A nadie se niegan ese dinero y ese derecho. ¿Especuladores, dicen? ¿Cómo es posible llamar así a los salvadores de la patria? Ellos son los únicos hombres capaces de hacer brotar oro de la tierra, del mar, de las nubes, del humo, etc., y llenar de oro maduro el gran bolsillo nacional.

 

VOZ.

—Sus bolsillos.

 

DELEGADO.

—¡Calumnias! Infames calumnias. ¿Que algunos poseen automóviles, yates; que comen bien, que poseen palacios, tierras? ¿Y qué es, señores, un automóvil? Un ataúd con ruedas y que anda solo, que anda tan rápido que nos impide ver el paisaje y las mujeres hermosas plantadas en los jardines. ¿Qué es un yate? Una especie de cachalote ahuecado por encima con un motor en el vientre y una hélice por detrás. ¿Qué es un palacio? Una casa un poco más grande que las otras. ¿Qué es comer bien? Aumentar las probabilidades de una indigestión. ¿Y por eso tanto alboroto? ¿Que poseen tierras? ¿Y qué es la tierra? La palabra misma lo dice: tierra, polvo, señores, polvo y nada más que polvo, y cuando llueve, barro. Eso es todo. Parece mentira que semejantes pequeñeces pueden despertar ambiciones espurias en ciertas conciencias extraviadas. *Se especula gritando contra supuestos especuladores y peculados de nuestros políticos más ilustres y más honrados, y esto sólo porque tienen buena suerte en los negocios o porque saben trabajar mejor que los demás.

 

VOCES.

—¡Bravo! ¡Bravo!

 

DELEGADO.

—No hay que confundir, señores, el dinero ganado con el sudor de la frente, con las frentes ganadas con el sudor del dinero.

 

VOCES.

—¡Bravo! ¡Magnífico!

 

DELEGADO.

—Pero yo no he venido aquí a pronunciaros un discurso, sino a anunciar que el nuevo Presidente, el conspicuísimo don Juan Juanes, va a hacer uso de la palabra y va a presentaros su programa de salvación nacional, porque sólo un hombre como él, un gran patriota patriótico, puede salvar a la patria y ennoblecer sus destinos.

 

(Aplausos. El Delegado desciende de la tribuna y sube a ella el Presidente don Juan Juanes.)

 

VOCES.

—¡Viva nuestro Presidente! ¡Viva don Juan Juanes!

 

JUAN JUANES.

—Señores y conciudadanos: La patria en solemífados momentos me elijusna para directar sus destídalos y salvantiscar sus princimientos y legicipios sacropanzos. No me ofuspantan los bochingarios que parlatrigan y especusafian con el hambrurio de los hambrípedos. No me ofuspantan los revoltarios, los infiternos descontifechos que amotibomban el poputracio. No me ofuspantan los sesandigos, los miserpientos, los complotudios. La patria me clamacita y yo acucorro a su servitidio cual bien patrófago, porque la patria es el prinmístino sentimestable de un coramento bien nastingado.

Si los dineoros de la naciatra se perdisquean, no os inquiurbéis, ellos estaranguros en mis bolsefos. No os inquiurbéis por tan posoca.

 

 

*El texto comprendido entre este asterisco y el siguiente puede suprimirse en la representación.

 

Risodantamos, carcadajamos de los hambrífogos. No manijustran escopitrallas. Las armifuegas están guarditas en mis casuertas. Riso dantemos, amiguiñores, de los inocingenuos y visiocardios profetistófalos de una imgualticia imposibrante. Marchifundiemos resultigrados al solipondio que es sacrifento para el patrímano por nuestra patria por su estuandilla glorifaciente.

No temiscuad, amiguiñores, los legideales de nuestra patria son sacropanzos. Os lo promturo. Este caotitorio del momestante con mi intelento, con mi solsofa muy prontigüedo domifarré.

 

VOCES.

—¡Bravo! ¡Bravo! ¡Estupendo! ¡Viva! ¡Bravo!

 

VOZ.

—¡Qué elocuencia! ¡Qué profundidad! Es un filósofo.

 

(Grandes aplausos. El Presidente baja la tribuna al compás de su marcha musical.)

 

(TELÓN)

 

 

Cuadro IV

 

Presentación de los Ministros y primera reunión del Ministerio. La escena representa la Sala del Consejo de Ministros. Detrás de una gran mesa están sentados el Presidente y sus Ministros. Al lado de la derecha del actor está el Consejo de los Ancianos. Éstos están pintados en tina gran tela que forma el muro derecho de la escena. Están sentados.

El Presidente don Juan Juanes se pone de pie y lee la lista de sus Ministros, cada uno de los cuales, al ser nombrado, se levanta y vuelve a sentarse.

 

PRESIDENTE.

—Siguiendo la tradición milenaria de nuestra amada patria, voy a presentar a los Ancianos (señala el cuadro de Ancianos) el nuevo Ministerio que acabo de constituir y que compartirá conmigo las penosas labores de este Gobierno. Ilustres Ancianos, he aquí mis Ministros:

Ministro del Interior Triste: Don Rodrigo Rodríguez.

Ministro del Exterior Agresivo: Don Fernando Fernández.

Ministro de Finanzas Inseguras: Don Enrique Henríquez.

Ministro de la Instrucción Nula: Don Álvaro Alvarado.

Ministro de la Justicia Relativa: Don Gonzalo González.

Ministro de Obras Invisibles: Don Domingo Domínguez.

Ministro de la Guerra Inevitable: Don Ramiro Ramírez.

Y por último, señores, el Prefecto de la Seguridad Mínima: Don Roque Roca.

Y ahora, una vez presentados a vosotros los miembros componentes de mi primer Ministerio, siguiendo nuestra milenaria tradición, podéis retiraros para que mis Ministros puedan deliberar, con la conciencia absolutamente libre, sobre los problemas de la nación.

 

(Se hace la oscuridad y se levanta el cuadro de los Ancianos. Al hacerse otra vez la luz, el Presidente ofrece la palabra. Todos hablan con una voz gangosa y tonta de viejos decrépitos.)

 

PRESIDENTE.

—El señor Ministro del Interior Triste, don Rodrigo Rodríguez, tiene la palabra.

 

M. DEL INTERIOR.

—Yo sólo debo advertir a Su Excipiencia el Presidente y a mis nobles colegas, que el estado interno del país requiere toda nuestra atención. Debemos estar muy atentos hacia el interior, debemos mirar atentamente nuestro interior, porque del interior depende todo.

 

M. DEL EXTERIOR.

—Yo creo que todo depende del exterior.

 

M. DE FINANZAS.

—No, queridos colegas, todo depende de mi Ministerio, todo depende de las finanzas.

 

 

M. DE INSTRUCCIÓN.

—Yo sostengo que todo depende de la instrucción. ¿Qué se puede hacer en un país donde nadie sabe nada?

 

M. DE JUSTICIA.

—Estáis en un error, señores; todo depende de la justicia. La justicia es el arte de gobernar.

 

M. DE OBRAS.

—Yo, como Ministro de Obras, pretendo que el arte de gobernar es obrar, es construir, es hacer cosas, ejecutar obras.

 

M. DE GUERRA.

—¿Y la guerra? ¿Dónde dejáis la guerra, ilustres colegas? ¿Qué sería del mundo sin la guerra? ¿Adónde iríamos a parar sin la guerra? ¿Qué sería de nosotros sin la previsión y los armamentos necesarios para evitar sorpresas?

 

M. DEL INTERIOR.

—Para todo eso es necesario el orden interno.

 

M. DEL EXTERIOR.

—También es necesaria la vigilancia exterior.

 

M. DE FINANZAS.

—Para lo cual se necesitan finanzas. Yo afirmo que el arte de gobernar es el arte de financiar.

 

M. DE INSTRUCCIÓN.

—Yo sostengo que el arte de gobernar es el arte de instruir.

 

M. DE JUSTICIA.

—Sin justicia todo es imposible; se crea la injusticia, que a su vez engendra el descontento, que a su vez engendra la protesta, que a su vez engendra el desorden, que a su vez engendra la revuelta.

 

M. DEL INTERIOR.

—Aquí salen mis policías.

 

M. DE GUERRA.

—Y mis soldados.

 

PREFECTO.

—Aquí también entro yo. La Prefectura de la Seguridad Mínima tiene el ojo abierto.

 

M. DEL INTERIOR.

—Y el orden se restablece como por encanto.

 

M. DE OBRAS.

—Haciendo obras, no hay descontento; las obras se ven, y la visual, señores, es el gran sentido.

M. DE INSTRUCCIÓN.

—Para hacer obras se necesita instrucción.

 

M. DE FINAZAS.

—Se necesita dinero, finanzas, colegas, finanzas.

 

M. DEL INTERIOR.

—Y, por lo tanto, orden en el interior.

 

M. DE JUSTICIA.

—Para lo cual, lo primero, justicia colegas, justicia.

 

PRESIDENTE.

—Señores; este problema es muy arduo y parece irresoluble. Dejaremos su solución a la suerte. (Llamando.) Señor ujier.

 

UJIER.

—Eminencia, a sus órdenes.

 

PRESIDENTE.

—Tráiganos un naipe.

 

UJIER. (Registrando sus bolsillos)

—Aquí tengo uno, Eminencia.

 

PRESIDENTE. (Cogiendo el naipe)

—El primero que saque el as de trébol será considerado como el Ministro que representa la base inmediata de nuestro Gobierno.

 

(Coloca el naipe sobre la mesa, después de barajarlo. Cada uno de los Ministros coge una carta. Dan dos vueltas sacando cartas.)

 

VARIOS MINISTROS. (Al sacar su carta.)

—Nada, nada.

 

M. DEL INTERIOR.

—Ese as parece que se esconde.

 

M. DE FINANZAS.

—Aquí está. El as de trébol, colegas.

 

PRESIDENTE.

—El Ministro de Finanzas tenía razón.

 

VARIOS MINISTROS.

—Le cedemos la palabra.

 

PRESIDENTE.

—Tiene la palabra el Ministro de Finanzas.

 

M. DE FINANZAS.

—Ilustres colegas, no es un misterio que las finanzas del país están en un estado deplorable, más que deplorable, deplorabilísimo; no es un misterio, pero hay que hacer que sea un misterio.

 

PRESIDENTE.

—Naturalmente.

 

M. DE FINANZAS.

—Las arcas están vacías, completamente vacías, archivacías, revacías, señores, absolutamente vacías.

 

M. DEL EXTERIOR.

—Es grave, es grave.

 

M. DE FINANZAS.

—No hay un centavo para pagar los empleados públicos.

 

M. DEL EXTERIOR.

—Esto es gravísimo.

 

PRESIDENTE.

—Muy grave.

 

M. DE GUERRA.

—Gravísimo. Los empleados públicos pueden sublebarse.

 

M. DE INSTRUCCIÓN.

—Grave, muy grave.

 

PRESIDENTE.

—¿Cómo vamos a pagar estos meses a los empleados públicos? Usted comprenderá, señor Ministro, que mi Gobierno no puede desacreditarse tan al principio.

 

M. DEL INTERIOR.

—¿Cómo vamos a pagar nuestros empleados públicos?

 

M. DE JUSTICIA.

—¿Cómo vamos a pagar a los empleados?

 

M. DE FINANZAS.

—Un momento, señores; el caso es grave, pero no os alarméis tanto. Para resolverlo estoy yo.

 

PRESIDENTE.

—¿Cómo va usted a resolverlo, amigo don Enrique Henríquez?

 

M. DEL INTERIOR.

—¿Lo ha resuelto usted, querido colega?

 

M. DE FINANZAS.

—Es muy sencillo, haré requisicionar los relojes de todos los empleados, los empeñaré y con el dinero que produzca esta operación pagaremos a los empleados.

 

PRESIDENTE.

—¡Bravo! Es algo genial.

 

M. DEL INTERIOR.

—Es verdaderamente genial.

 

M. DEL EXTERIOR.

—¡Qué cerebro, colegas, qué cerebro!

 

M. DE JUSTICIA.

—Hombres así son el honor de sus compañeros y de todo un país.

 

LOS OTROS MINISTROS.

—Bravo. Genial. Estupendo.

 

PREFECTO.

—Increíble.

 

M. DE OBRAS.

—Pero cierto.

 

PRESIDENTE.

—Debemos proclamarlo salvador de la patria.

 

M. DE INSTRUCCIÓN.

—Y después, ¿cómo les pagaremos?

 

M. DE GUERRA.

—Después ya habrán pasado algunos meses.

 

PRESIDENTE.

—Eso es, y después, ¿cómo pagaremos?

 

M. DE FINANZAS.

—Más sencillo aún: venderemos el boleto.

 

M. DEL INTERIOR.

—Estupendo. Genial.

 

(Todos murmuran y hacen gestos de admiración y aprobación.)

 

PRESIDENTE.

—Genial. Es lo más lógico. Primero se empeñan todos los relojes, después se vende el boleto del empeño. Sencillamente genial.

 

(Entra el ujier.)

 

UJIER.

—Perdón, Eminencia. Llaman urgentemente al señor Prefecto.

 

PREFECTO. (Saliendo)

—Con la venia de Sus Señorías.

 

M. DEL INTERIOR.

—¿Qué sucede?

 

PRESIDENTE.

—¿Qué pasa? ¿Por qué llaman al Prefecto?

 

UJIER.

—Lo ignoro, Eminencia.

 

(Se abre grande la puerta de la izquierda y entra el Prefecto, con varios policías, llevando al Colectivista con las manos atadas. Un policía presenta la bandera colectivista, que fue arrebatada al detenido, una bandera azul con un gran arco iris rojo.)

 

PREFECTO.

—Eminencia, mis agentes han cogido a un revolucionario peligrosísimo.

 

PRESIDENTE.

—¿Quién es ese hombre? ¿Qué hace ese hombre?

 

PREFECTO.

—Es un colectivista, Excipiencia. Es un propagandista del colectivismo. Vea usted la bandera que le hemos arrebatado.

 

PRESIDENTE.

—¿Qué es eso, colectivismo?

 

PREFECTO.

—Estos son los que predican que el trabajo debe hacerse en común y que todo el mundo debe trabajar.

 

PRESIDENTE.

—¿ Pero ese hombre está loco?

 

M. DEL INTERIOR.

—Es un loco.

 

M. DE FINANZAS.

—Es un loco.

 

M. DE GUERRA.

—Está completamente loco.

 

M. DE OBRAS.

—Lo malo, señores, es que la Luna está infestada de estos locos.

 

M. DEL INTERIOR.

—Y que su número aumenta de día en día.

 

M. DEL EXTERIOR.

—Es preciso castigarlo duramente; son los sembradores del caos.

 

M. DEL INTERIOR.

—Hay que extirpar esta raza de alimañas. Son los disociadores del orden humano.

 

COLECTIVISTA.

—Los disociadores son ustedes. Ustedes son los sembradores del caos, de la mentira, de la injusticia, de la muerte, la miseria y el dolor.

 

M. DEL INTERIOR.

—Silencio, insolente.

 

PREFECTO.

—Si, Excipiencia, hay que castigarlos duramente, de lo contrario no escarmentarán.

 

PRESIDENTE.

—¿Y usted no se defiende, señor Colectivista? ¿Usted no dice nada?

 

COLECTIVISTA.

—Que vuestros días están contados, viejos cretinos, abusadores, asesinos.

 

PRESIDENTE.

—¡Oh insolencia!

 

VARIOS MINISTROS.

—¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio!

 

M. DEL INTERIOR.

—Si no fuera éste un tejido muy fino (palpando sus ropas), rasgaría mis vestiduras.

 

PRESIDENTE.

—Condenado a ciento veinte años a pan y agua.

 

M. DE JUSTICIA.

—Eso es, a pan y agua.

 

PRESIDENTE.

—Señor Prefecto, pueden llevárselo.

 

M. DE FINANZAS.

—Eminencia, el pan está muy caro y va subiendo cada día.

 

PRESIDENTE.

—Oiga, señor Prefecto (el Prefecto vuelve de la puerta), suprima el pan... y trate de naufragarlo en algún lago profundo.

 

PREFECTO.

—Está bien, Eminencia, suprimido el pan...; agua solamente.

 

(Sale con el Colectivista y los policías.)

 

M. DEL INTERIOR.

—Estos colectivistas son peligrosísimos. No les asustan los castigos.

 

M. DEL EXTERIOR.

—Nada les importan los sacrificios.

 

M. DE INSTRUCCIÓN.

—Y lo peor, Su Eminencia, es que tienen una fe ciega.

 

M. DE JUSTICIA.

—Creen lo que dicen.

 

M. DE FINANZAS.

—¿Qué se puede hacer con hombres que creen en lo que dicen?

 

M. DE OBRAS.

—Figúrense ustedes. ¿Qué se puede hacer con hombres que creen en lo que piensan y que dicen lo que piensan?

 

M. DE GUERRA.

—El país está perdido. Hay que acabar con esas alimañas.

 

PRESIDENTE.

—Tienen ustedes razón, amigos; acabaremos con ellos. Sé perfectamente que hay muchos complotadores, pero el país me adora.

 

M. DEL INTERIOR.

—Sin embargo, es prudente acabar con los complotadores.

 

M. DE GUERRA.

—No sólo es prudente, es necesario acabar de una vez por todas con los complotadores.

 

M. DE FINANZAS.

—De lo contrario, nuestros puestos corren grave peligro.

 

M. DEL EXTERIOR.

—Hay que ser enérgicos.

 

PRESIDENTE.

—El país me adora. Podríamos tornar una taza de té, señores; ¿qué les parece, una tacita de té con tostadas?

 

M. DEL INTERIOR.

—Excelente idea.

 

M. DE INSTRUCCIÓN.

—Muy buena idea.

 

M. DE JUSTICIA.

—Con tostadas, buena idea.

 

M. DE OBRAS.

—Una tacita de té bien caliente, con tostadas..., magnífica idea.

 

M. DE FINANZAS.

—Todavía queda un poco de té.

 

PRESIDENTE.

—El que dejó mi antecesor. Un buen hombre; le gustaba el té.

 

M. DE FINANZAS.

—Pronto encargaremos otras remesas de té.

 

M. DEL EXTERIOR.

—Es algo muy saludable el té.

 

M. DE GUERRA.

—Nada mejor que el té.

 

PRESIDENTE. (Llamando)

—¡Ujier!

 

(Entra el ujier.)

 

UJIER.

—A sus órdenes, Eminencia.

 

PRESIDENTE.

—Quisiéramos un poco de té con tostadas.

 

UJIER.

—Al instante, Eminencia. (Va a salir y se vuelve de la puerta.) Eminencia, aquí está el señor Prefecto.

 

(Entra el Prefecto.)

 

PRESIDENTE.

—Llega a tiempo. Tomará una tacita de té con tostadas.

 

PREFECTO.

—Imposible, Presidente, imposible. Mil gracias, pero las ocupaciones no me lo permiten. Acabamos a descubrir otro complot.

 

PRESIDENTE.

—¿Qué dice usted? ¿Un complot?

 

M. DEL INTERIOR.

—¿Otro complot?

 

PREFECTO.

— Y mucho más grave. Un complot de gente de arriba, de viejos políticos...

 

PRESIDENTE.

—¡Hum, hum!

 

M. DE GUERRA.

—¿Quiénes son esos pelafustanes conspiradores?

 

PREFECTO.

—Don Martín Martínez y don Pedro Pedreros.

 

PRESIDENTE.

—¡Ah los canallas!

 

PREFECTO.

—Dicen que usted les ha engañado, que usted...

 

PRESIDENTE.

—No importa lo que digan.

 

PREFECTO.

—Están presos desde hace una hora.

 

M. DEL INTERIOR.

—Pido un castigo ejemplar.

 

M. DE FINANZAS.

—De lo contrario, nuestro Gabinete no durará quince años.

 

VARIOS MINISTROS.

—Un castigo ejemplar.

 

PREFECTO.

—¿Qué se debe hacer con don Martín Martínez, Excipiencia?

 

PRESIDENTE.

—Que lo cuelguen de una higuera.

 

VARIOS MINISTROS.

—¡Bravo! Eso es energía.

 

PREFECTO.

—¿Ya don Pedro Pedreros?

 

PRESIDENTE.

—Que lo cuelguen de otra higuera.

 

VARIOS MINISTROS.

—Muy bien, muy bien. Energía y decisión.

 

(Se oyen voces afuera. Entran precipitándose en la sala Fifí Fofó y Lulú Lalá.)

 

FIFÍ FOFÓ.

—Excelentísimo señor Presidente.

 

LULÚ LALÁ.

—Aquí venimos a pediros gracia para dos acusados, injustamente acusados.

 

PREFECTO.

—Estas dos mujeres, Excipiencia, aparecen mezcladas en el complot; por lo menos, pesan sospechas sobre ellas.

 

PRESIDENTE.

—A ver, a ver.

 

FIFÍ FOFÓ.

—Sobre nosotras no pesa nada.

 

LULÚ LALÁ.

—Es mentira, Excipiencia; nada pesa sobre nosotras.

 

PREFECTO.

—Sí, pesan sospechas sobre ellas.

 

LULÚ LALÁ.

—Mentira; no pesan.

 

PREFECTO.

—Sí pesan.

 

LULÚ LALÁ.

—¡Vicioso!

 

PRESIDENTE.

—Esta Fifí Fofó es una mujer encantadora..., y esa Lulú Lalá parece una canción.

 

PREFECTO.

—Don Martín y don Pedro son culpables. Hemos seguido sus pasos y conocemos todas sus actividades secretas.

 

LULÚ LALÁ.

—¡Ah el vicioso!

 

FIFÍ FOFÓ.

—Este Prefecto es un calumniador; don Martín Martínez es tan inocente como...

 

 

LULÚ LALÁ.

—Como don Pedro Pedreros, que lo es como la luz del sol.

 

PRESIDENTE.

—Si lo fuera como la luz de tus ojos, Fifi, entonces...

 

FIFÍ FOFÓ.

—¡Cochino!

 

LULÚ LALÁ.

—Son inocentes.

 

PRESIDENTE.

 

—Parece mentira que dos flores tan hermosas vengan a interceder por ese par de jumentos. Mi querida Fifi Fofó, ¿cómo anda usted regalando sus encantos magnéticos en gira de propaganda por don Martín Martínez, y usted, Lulú Lalá, por don Pedro Pedreros?

 

M. DE FINANZAS.

—¿Cómo pueden regalar lo que se puede vender a buen precio?

 

FIFÍ FOFÓ.

—Yo quiero ser presidenta... Yo quiero ser presidenta.

 

LULÚ ZALÁ.

—Yo quiero ser reina.

 

PRESIDENTE.

—En ese caso, niñas, hay que acercarse más a mí y no a esos cernícalos.

 

FIFÍ FOFÓ.

—Yo me acerco a usted. (Se sienta sobre la mesa.) A usted yo no puedo negarle nada.

 

LULÚ LALÁ.

—¿A quién le negarías algo tú?

 

PRESIDENTE.

—¡Qué graciosa es!

 

FIFÍ FOFÓ.

—Quiero ser presidenta, quiero ser presidenta.

 

PRESIDENTE.

—¡Qué hermosura! Es una estrella en el fondo de un lago. ¿Me permite usted que le pellizque una nalga?

 

FIFÍ FOFÓ.

—Todo lo que usted quiera, Excipiencia. Mi piel es suave como corteza de corneta.

 

LULÚ LALÁ.

—Ya se lo pescó. Capaz que sea presidenta.

 

FIFÍ FOFÓ.

—Mi piel es suave como piel de fruta.

 

PRESIDENTE. (Levantándose y pellizcándole la nalga.)

—Es una costumbre mía.

 

(Se oyen las voces del pueblo que pasa gritando pan: "Queremos pan. Queremos pan. Pan, pan, pan".)

 

PRESIDENTE.

—Otra vez esos miserables.

 

M. DEL INTERIOR.

—Es que hay quienes les excitan.

 

PREFECTO.

—Algunos canallas los echan a la calle.

 

PUEBLO.

—Pan y trabajo. Querernos pan. Queremos pan. Pan..., pan..., pan.

 

PRESIDENTE.

—Ese pan, pan, pan, me suena corno un tiro.

 

M. DEL INTERIOR.

—Hay que acabar con esos miserables.

 

M. DE FINANZAS.

—Muy sencillo. Se dicta una ley prohibiendo la miseria.

 

M. DEL INTERIOR.

—Eso es, hay que dictar una ley prohibiendo la miseria.

 

PRESIDENTE. (Mirando a Ffí Fofó.)

—¡Encantadora! ¿Me permite usted? (Le vuelve a pellizcar la nalga.) El amor, señores, el amor es algo imperioso y tremendamente lógico.

 

FIFÍ FOFÓ.

—La dulzura de las caricias.

 

LULÚ LALÁ.

—Las palabras electrizadas al oído.

 

PRESIDENTE.

—En un minuto más soy para ti, estrella polar de mis ojos navegantes.

 

FIFÍ FOFÓ.

—Mi pecho está palpitando.

 

PRESIDENTE.

—¡Ah! su pecho, su pecho cálido, su pecho tibio, su... (A los Ministros.) Perdón, señores, volvamos a nuestros problemas. ¿De qué nos ocupábamos?

 

M. DEL INTERIOR.

—De su pecho, Eminencia, de su pecho.

 

PRESIDENTE.

—Habíamos pedido una taza de té.

 

M. DEL EXTERIOR.

—Con tostadas.

 

M. DE FINANZAS.

—Se trataba de los complots y del cometa.

 

FIFÍ FOFÓ.

—¡Qué complots, ni qué té, ni qué corneta? Se trataba de mí, de mis encantos.

 

LULÚ LALÁ.

—¡Ay! ¡Ay! Me da una fatiga, me desmayo. (Se desmaya y cae al suelo. Nadie hace caso.)

 

PRESIDENTE.

—Esta Fifí es un ensueño venéreo.

 

FIFÍ FOFÓ.

—El que pueda que me alcance. Soy la reina de las abejas... A ver quién vuela más alto. (Corre hacia la puerta, dando saltitos y aleteando con los brazos. Todos corren tras ella, siguiendo al Presidente, uno detrás de otro, y aleteando con los brazos.)

 

PRESIDENTE.

—Es el vuelo nupcial. Serás mía, serás mía.

 

                                                               (TELÓN)

 

 

ACTO II

 

Cuadro I

 

La escena representa un bar. Un mesón de bar al fondo. Dos mesas en primer término: una a la derecha, otra a la izquierda de la escena. En la primera mesa, sentados, tomando un licor, Tangoni y Memé Mumú. En la segunda, doña Pipí Popó y su hija Zizí Zozó. En el mesón del bar, dos jovencitos elegantes y amanerados.

 

TANGONI.

 —Comprenderás que yo no puedo vivir con tan poco dinero. No sabes pescar a los hombres. Ayer me trajiste como resultado del día cuarenta pesos. ¡Bonito resultado! ¿Qué hago con cuarenta pesos? Voy a comer lechugas.

 

MEMÉ MUMÚ.

— No tienes corazón, Tangoni. Yo trabajo por amor a ti; me vendo por amor a ti, y nunca estás contento.

 

TANGONI.

—Oye Memé, por favor no te disculpes. Lo que hay es que eres sosa, eres pava, eres demasiado lánguida.

 

MEMÈ MUMÚ.

—Yo sólo te quiero a ti. ¿Cómo quieres que haga con los demás? No sé atrapar a los hombres. No me interesan.

 

TANGONI.

— Harto te he enseñado ya. ¿De qué te sirven mis lecciones?

 

MEMÉ MUMÚ.

— No puedo, no puedo. Los hombres me repugnan. (Se hecha a llorar.) Estoy enamorada de ti… y nunca pensé…

 

TANGONI.

—Enamorada, enamorada. Con el amor no se come, ni se viste, ni se pasea, ni se vive.

 

MEMÉ MUMÚ.

—Sí, sí. Con el amor se come, se viste, se pasea, y se vive más que con nada.

 

TANGONI.

—Eres una tonta sentimental.

 

(Memé Mumú se cubre los ojos llorando.)

 

MEMÉ MUMÚ.

—Cuando me fui contigo, mis amigas me decían que no eras más que un macró.

 

TANGONI.

—De envidia.

 

(Hablan en la otra mesa.)

 

PIPÍ POPÓ.

—Hija mía, ya estamos en nuestros últimos recursos. Parece que no te das cuenta de nuestra situación. Eres una tonta o una inconsciente.

 

ZIZÍ ZOZÓ.

—¿Pero qué quieres que haga, mamá?

 

PIPÍ POPÓ.

—Que tengas un poco más de gracia, que sepas gustar a los hombres. ¿Eres incapaz de pescarte uno que se case contigo?

 

ZIZÍ ZOZÓ.

—¿Y cómo me voy a pescar a uno si no se me presenta ninguno?

 

PIPÍ POPÓ.

—Porque eres sosa, porque no sabes atraerlos y atraparlos. Hay que tener ganchitos en los ojos.

 

ZIZÍ ZOZÓ.

—Tuve un novio y a ti no te gustó.

 

PIPÍ POPÓ.

—No tenía dónde caerse muerto.

 

ZIZÍ ZOZÓ.

—Pero él estaba decidido a trabajar por mí, a matarse trabajando para casarse conmigo.

 

PIPÍ POPÓ.

—Y entre tanto, mientras él juntaba algo, a morirnos de hambre.

 

ZIZÍ ZOZÓ.

—Pero era muy simpático y muy inteligente.

 

PIPÍ POPÓ.

—Simpático, inteligente. ¿Dónde compran esas mercaderías? Eres una ridícula sentimental.

 

(Los de la otra mesa)

 

TANGONI.

—No olvides que soy tu amante.

 

MEMÉ MUMÚ.

—Pareces mi verdugo.

 

TANGONI.

—Porque tenemos que vivir.

 

MEMÉ MUMÚ.

—Por eso me vendes como una mercancía. ¿No podríamos trabajar de otro modo?

 

(La otra mesa)

 

PIPÍ POPÓ.

—Pareces olvidar que soy tu madre. Mis consejos son consejos de madre que sólo quiere tu bien.

 

ZIZÍ ZOZÓ.

—Y venderme al primer buen pagador, como se vende un caballo.

 

PIPÍ POPÓ.

—Para salir de estas penas, hija, y que tengas todo lo que desees y te veas como una princesa.

 

ZIZÍ ZOZÓ.

—Al lado de un hombre que no quiera, que acaso deteste.

 

PIPÍ POPÓ.

—El amor se cría.

 

ZIZÍ ZOZÓ.

—Madre, yo tengo derecho a la felicidad.

 

PIPÍ POPÓ.

—Y a que yo me muera de hambre también.

 

ZIZÍ ZOZÓ.

—Yo tengo ilusiones. Tú quieres matar mis ilusiones. Parece que nunca has sido joven.

 

PIPÍ POPÓ.

—Porque lo he sido y sé las tonterías que se cometen, quiero librarte a ti de ellas.

 

ZIZÍ ZOZÓ.

—Pretextos para disimular tu egoísmo.

 

PIPÍ POPÓ.

—Mala hija.

 

(Los de la otra mesa)

 

TANGONI.

—A ver si pescas a este mirlingo que está ahí en el bar. Míralo bien. Ese tiene pedrusco. Ni siquiera sabes maquillarte.

 

MEMÉ MUMÚ.

— ¿Cómo quieres que me maquille?

 

TANGONI.

— Mírate esos labios. Parece que te has muerto anteayer. Dame tu rojo. Te van a llamar la fiambre.

 

(Memé Mumú le pasa su rojo para los labios. Tangoni lo coge y empieza a pintarla.)

 

MEMÉ MUMÚ.

—No cargues demasiado, que es muy feo. Parece una puñalada.

 

TANGONI.

—Precisamente, eso excita a los hombres... Sangre, sangre... No tienes ninguna coquetería.

 

MEMÉ MUMÚ.

—Yo sólo te quiero a ti. No puedo ser coqueta con los demás.

 

TANGONI.

—Pues tienes que aprender o de lo contrario despídete de mí.

 

MEMÉ MUMÚ.

—Eres un mal hombre, eres cruel. Sí, sí..., no me quieres.

 

TANGONI.

—¿Ya vas a fastidiarme con tus romanticismos? Bueno, pues, entonces me voy. (Va a pararse.) Hasta luego.

 

MEMÉ MUMÚ.

—No, Tangoni, no te vayas. Haré lo que quieras.

 

TANGONI.

—Ese mirlingo te está mirando. A ver si lo pescas..., y al trabajo serio. Nada de languideces, que suelte los relumbres.

 

(Las de la otra mesa.)

 

PIPÍ POPÓ.

—Sí, hija, hay que tener ganchitos en los ojos.

 

ZIZÍ ZOZÓ.

—Si me enamorara estoy segura de que me saldrían ganchitos en los ojos.

 

PIPÍ POPÓ.

—Y te enamorarías de un mirlingo sin dinero.

 

ZIZÍ ZOZÓ.

—Pero si yo lo quisiera; el amor suple al dinero.

 

PIPÍ POPÓ.

—Sandeces, sandeces. Hay que casarse con uno que tenga muchos relumbres. Debes pensar en mi vejez, en todos los sacrificios que he hecho por ti.

 

ZIZÍ ZOZÓ.

—Sabes que te quiero sobre todas las cosas... Eres mi madre.

 

PIPÍ POPÓ.

—Pues por amor a mí debes pescarte a un hombre rico... ¡Pero a quién vas a pescar con esa cara!

 

ZIZÍ ZOZÓ.

—¿Qué tiene mi cara?

 

PIPÍ POPÓ.

—No tiene nada, hija. Eso es lo triste, que no tiene nada ¡Qué poca gracia! ¡Qué falta de malicia, de fuego, de picardía en los ojos y en los gestos!

 

ZIZÍ ZOZÓ.

—Pero, ¿cómo quieres que haga?

 

PIPÍ POPÓ.

—Mírate esa cara. Parece un insomnio. Coge tu rojo y píntate bien esos labios.

 

(Zizí Zozó saca su rojo y su espejito del bolso y se arregla los labios y el rostro. La madre la ayuda en la tarea.)

 

ZIZÍ ZOZÓ.

—Voy a parecer cocota.

 

PIPÍ POPÓ.

—Las cocotas suelen tener buena suerte. Si andas todo el día con esos labios verdes te van a llamar la Difunta. Échate rimel en los ojos.

 

ZIZÍ ZOZÓ.

—A ver si así te gusto.

 

PIPÍ POPÍ.

—Ya estás algo presentable. Ahora: gracia, donaire, soltura. ¿Ves ese mirlingo que está ahí en el bar? Varias veces lo he sorprendido mirándote.

 

ZIZÍ ZOZÓ.

—No me gusta.

 

PIPÍ POPÓ.

—Pero a mí me gusta... Y su padre tiene muchos millones. A ver si sabes atraparlo. Yo me retiro para dejarle más libertad. Verás cómo viene. Yo iré al lavatorio. (Se levanta.) Diplomacia..., habilidad... Si dejas escapar esta oportunidad, resígnate a la pobreza. (Se retira hacia los lavatorios.)

 

(El otro grupo.)

 

TANGONI.

—Ese cursilillo platudo no te pierde de vista.

 

MEMÉ MUMÚ.

—Es un pobre niño bobo, que bota su plata como un tonto.

 

TANGONI.

—A ver si pescas un poco del dinero que bota. Los relumbres le rebasan del bolsillo.

 

MEMÉ MUMÚ.

—No me cae simpático, me da lástima.

 

TANGONI.

—A mí su dinero me cae la mar de simpático. Voy a dejarte sola, voy a subir a la ruleta; verás cómo se te acerca cuando te vea libre.

 

MEMÉ MUMÚ.

—¿Y cómo voy a atraparlo? Tengo aún tan poca experiencia.

 

TANGONI.

—Parece mentira. Llevas ya dos meses conmigo y todavía no has aprendido nada.

 

MEMÉ MUMÚ.

—Qué malo eres... Pensar que aún puedo quererte.

 

TANGONI.

—Déjate de ridiculeces. (Se levanta.) A ver cómo trabajas esta noche. No me vuelvas con las manos vacías... Mucho tacto, no te precipites y tampoco seas muy lerda. El negocio disfrazado de amor, pero sin olvidar nunca que es negocio.

 

(Tangoni se retira. Las dos muchachas se quedan solas, haciendo ojitos a los dos mirlingos del bar.)

Se oye la música de un fox-trot, o bien entra un ciego con un acordeón y canta con la música de la Ópera de cuatro centavos, la siguiente canción:

 

Habéis hecho de la vida

Un paisaje de dolor.

Un desierto de fantasmas

Donde se espanta el amor.

Rueda el mundo con sus hombres

Y sus farsas de guiñol,

Su injusticia, sus miserias;

Nada es nuevo bajo el sol.

 

Esto se puede bailar como un fox lento o como un blues.

(Los dos mirlingos que están conversando en el bar se levantan y se dirigen a las muchachas.)

 

PRIMER MIRLINGO. (A Memé Mumú.)

—Señorita, hace una hora que estoy atornillado a sus ojos.

 

MEMÉ MUMÚ.

—Pues trataré de desatornillarlo bailando y girando al revés.

 

SEGUNDO MIRLINGO. (A Zizí Zozó.)

—Cuando la miro a usted, siento en mi pecho una alondra cantar.

 

ZIZÍ ZOZÓ.

—Esa parece la frase de un poeta.

 

(Memé Mumú y su mirlingo empiezan a bailar al son del fox lento o del acordeón del ciego que sigue tocando el mismo aire sin cantar.)

 

SEGUNDO MIRLINGO.

—¿Bailemos también nosotros?

 

ZIZÍ ZOZÓ.

—Bailemos.

 

(Las dos parejas bailan dirigiéndose hacia la puerta y salen bailando fuera de la escena.)

 

(TELÓN)

 

 

Cuadro II

 

La sala del Consejo de Ministros. El mismo decorado de la sala en el primer acto Tras la mesa del Consejo están sentados el Presidente don Juan Juanes y sus Ministros.

 

PRESIDENTE.

—Amigos míos, no es broma el gobierno de un país... Las responsabilidades. Llevo sobre mí un peso enorme. Toda la Luna pesa sobre mis espaldas.

 

M. DEL INTERIOR.

—Trataremos de ayudaros a sobrellevar ese peso.

 

M. DEL EXTERIOR.

—Uniremos nuestros esfuerzos.

 

M. DE FINANZAS.

—Todo marchará a pedir de boca.

 

UJIER. (Abriendo la puerta.)

—El señor don Zutano.

 

DON ZUTANO. (Entrando.)

—Excipiencia, ilustres señores, disculpen ustedes. Disculpe Su Excipiencia... El señor Ministro de Finanzas me ha robado la cartera en el tranvía. Le he venido siguiendo. ¡Diablos! ¡qué rápido anda!, ¡qué buen paso!

 

M. DE FINANZAS.

—Sí, ando muy rápido. No me gusta perder tiempo.

 

PRESIDENTE.

—Mis felicitaciones, señor Ministro.

 

VARIOS MINISTROS.

—Felicitaciones, colega.

 

M. DE FINANZAS.

—Si no tenía ni un centavo en la cartera.

 

DON ZUTANO.

—¿Podría usted devolvérmela? Es un recuerdo de familia.

 

M. DE FINANZAS.

—Una cartera de cartón. No se anda con esas porquerías en el bolsillo. Mañana tendrá usted en su casa ese recuerdo de familia. Puede retirarse.

 

(Zutano sale haciendo reverencias.)

 

M. DE INSTRUCCIÓN.

—¿Y cómo está, Excipiencia, la hermosa doña Fifí Fofó?

 

PRESIDENTE.

—¡Oh amigos! Fifí, la encantadora Fifí, es encantadora, cada día superior. Anoche me ha jurado amor eterno, me ha jurado fidelidad hasta la muerte.

 

M. DE GUERRA.

—Y cumplirá su juramento. Os ama muy de veras.

 

PRESIDENTE.

—Ya lo creo. Anoche nos hemos paseado por el parque del palacio, mirando la Tierra rodeada de estrellas en el cielo, aspirando el perfume de las flores. ¡Oh amigos míos, algo maravilloso!

 

M. DEL INTERIOR.

—Maravilloso, la noche, el jardín...

 

M. DE OBRAS.

—La Tierra brillando entre los árboles, las flores y doña Fifi Fofó... Sería el sueño de un rey.

 

M. DE INSTRUCCIÓN.

—No se puede pedir más.

 

PRESIDENTE.

—Ni pido más. Para qué quiero el dinero.

 

M. DE FINANZAS.

—Y el dinero ya se acabó.

 

M. DEL INTERIOR.

—No sabemos qué hacer...

 

M. DE GUERRA.

—¿De dónde sacar más dinero?

 

PRESIDENTE.

—¿Qué vamos a hacer? La pobreza general aumenta de un modo increíble.

 

M. DE FINANZAS.

—Los que tienen dinero lo esconden.

 

—M. DEL INTERIOR.

Los otros quiebran fraudulentamente.

 

M. DEL EXTERIOR.

—O quiebran de verdad.

 

(Voces del pueblo, que pasa por las calles gritando: "Queremos pan, queremos pan".)

 

M. DE JUSTICIA.

—Cada día se ven más mendigos por las calles. Harapos, harapos.

 

PRESIDENTE.

—A este paso llegará el día en que todo el mundo será mendigo.

 

M. DE FINANZAS.

—¡Una idea! Queridos colegas, una idea.

 

VARIOS MINISTROS.

—A ver, a ver.

 

PRESIDENTE.

—Hable usted..., diga usted. A ver esa idea.

 

M. DE FINANZAS.

—Los grandes autores de economía dicen en sus textos que hay que procurar por todos los medios hacer correr el dinero.

 

M. DE INSTRUCCIÓN.

—Eso es, que es preciso que el dinero dé vueltas, que no se estanque.

 

PRESIDENTE.

—¡Ah! ¡Ah!

 

M. DE FINANZAS.

—Eso es, que corra, que dé vueltas, que corra, que corra, que se vea, que se palpe, que vaya de mano en mano.

 

M. DEL INTERIOR.

—¡Eh! ¡Eh!

 

M. DEL EXTERIOR.

—¡Ih! ¡Ih!

 

PRESIDENTE.

—¡Oh! ¡Oh! Que corra..., que vaya de mano en mano.

 

M. DE GUERRA.

—¡Uh! ¡Uh! Que corra, que dé vueltas.

 

PRESIDENTE.

—Pues que corra.

 

M. DE JUSTICIA.

—Y Si no hay dinero, ¿qué es lo que va a correr?

 

PRESIDENTE.

—Pues que corra, que corra, que dé vueltas, que no se estanque, que se vea.

 

M. DEL INTERIOR.

—Que corra, que corra.

 

M. DE FINANZAS.

—Bien, señores, correrá.

 

VARIOS MINISTROS.

—¡Bravo! ¡Bravo!

 

M. DE FINANZAS.

—Dará vueltas, correrá. Sí, señores.

 

M. DEL INTERIOR.

—¿Cómo, querido colega?

 

PRESIDENTE.

—A ver su proyecto, señor Ministro de Finanzas.

 

M. DE FINANZAS.

—Muy sencillo y muy fácil. Dictaremos una ley declarando la mendicidad obligatoria. Seremos todos mendigos.

 

PRESIDENTE.

—¿Y yo seré el Presidente de un país de mendigos?

 

M. DE FINANZAS.

—Todos seremos mendigos...

 

M. DEL INTERIOR.

—¿Y qué?

 

M. DE FINANZAS.

—¿Aún no ven ustedes mi solución? Piensen un poco. No es tan difícil. Somos todos mendigos... Mi colega don Rodrigo Rodríguez da una moneda a un limosnero cualquiera, ése se la da a otro, el otro me la da a mí, yo se la doy a mi colega don Gonzalo González, pongo por ejemplo, o a otro, a don Domingo Domínguez o al primero que encuentre por la calle; éste se la da a don Ramiro Ramírez, éste se la da a otro mendigo, el cual la da a otro, y así sucesivamente, etc., etc., etc. El dinero corre, va corriendo, va dando vueltas, no se estanca...

 

PRESIDENTE.

—Pasa de mano en mano. Magnífico, estupendo.

 

M. DEL INTERIOR.

—Sencillamente genial.

 

VARIOS MINISTROS.

—¡Bravo, querido colega!

 

PRESIDENTE.

—Un día tendrá usted su estatua.

 

M. DEL INTERIOR.

—¡Viva el Ministro de Finanzas!

 

(El Ministro de Finanzas se pone de pie y agradece a sus colegas.)

 

PRESIDENTE.

—¡Viva don Enrique Henríquez!

 

(Se oye un tumulto en la puerta. Las puertas se abren de golpe y el Ujier cae rodando al suelo. Aparece en la puerta el Coronel Sotavento, rodeado por numerosos militares. Llevan las espadas desenvainadas y son espadas de juguete. En primer término y rodeando al Coronel están los capitanes Poliedro, Antípoda, Cóncavo y Convexo.)

 

CORONEL SOTAVENTO.

—Aquí no se viva a nadie sino a mí. (Avanzando al centro de la escena.)

 

PRESIDENTE.

—¿Qué significa esto, señores? Coronel Sotavento, ¿qué significa esto?

 

CORONEL SOTAVENTO.

—Significa que usted y todos sus Ministros van a firmar sus renuncias en dos minutos.

 

PRESIDENTE.

—Este es un atropello incalificable.

 

CORONEL SOTAVENTO.

—¡Silencio! Ya firmar la renuncia.

 

M. DEL INTERIOR.

—Incalificable... Parece mentira. Esto es lo que llaman un golpe de mano...

 

M. DEL EXTERIOR.

—Un golpe de Estado..., una sorpresa.

 

PRESIDENTE.

—Increíble.

 

M. DEL EXTERIOR.

—Pero cierto.

 

PRESIDENTE.

—Usted será responsable ante la Historia.

 

CAPITÁN POLIEDRO.

—Que se calle ese viejo idiota.

 

CORONEL SOTAVENTO. (Volviéndose al Capitán Poliedro.)

—Capitán Poliedro, coja tres hombres y llévese presos a estos parlanchines.

 

(El Presidente y los Ministros se levantan suspirando.)

 

PRESIDENTE.

—Increíble.

 

M. DE FINANZAS.

—Pero cierto.

 

CORONEL SOTAVENTO.

—No estamos en la radio. Rápido, señores, despejar la sala. Salir de aquí.

 

CAPITÁN POLIEDRO.

—Pronto, fuera de aquí.

 

(Tres soldados secundan al capitán Poliedro y escoltan a los presos. Salen el Presidente y sus Ministros, con el Capitán Poliedro y los soldados.

El Coronel Sotavento ocupa el sitio de la Presidencia, pero sin sentarse aún. Coloca su espada sobre la mesa. A cada lado suyo hay dos jefes militares también de pie.)

 

CORONEL SOTAVENTO.

—Soldados de la guarnición, anunciad al país que el Gobierno está en nuestras manos, que hemos depuesto a don Juan Juanes, que empieza una era de prosperidad para nuestra amada patria, etc., etc., etc.

 

VOCES DE LOS MILITARES.

—¡Viva nuestro jefe, el Coronel Sotavento!

 

VOCES.

—¡Viva! ¡Viva!

 

(Vuelve el capitán Poliedro.)

 

CORONEL SOTAVENTO.

—Capitán Poliedro, ¿trae usted la renuncia firmada por mi ilustre antecesor?

 

CAPITÁN POLIEDRO.

—Sí, mi Coronel. Aquí está.

 

CORONEL SOTAVENTO.

—Pásela usted. (Toma el acta de la renuncia.) Capitán Antípoda, vea usted si está legalmente redactada.

 

CAPITÁN CONVEXO.

—Yo también conozco las leyes, mi Coronel.

 

CORONEL SOTAVENTO.

—Pues léala usted también, Capitán Convexo; más ven cuatro ojos que dos.

 

CAPITÁN CÓNCAVO.

—Y más seis que cuatro. (Acercándose a leer el acta.)

 

CORONEL SOTAVENTO.

—Tiene usted razón, Capitán Cóncavo; revísela usted también.

 

CAPITÁN POLIEDRO.

—Y más ocho que seis.

 

CORONEL SOTAVENTO.

—¿Está legal?

 

CAPITÁN ANTÍPODA.

—Perfectamente legal.

 

CAPITÁN POLIEDRO.

—¡Viva el nuevo Presidente mi Coronel Sotavento!

 

VOCES.

—¡Viva! ¡Viva!

 

(Desde la mesa del Consejo hasta la puerta por donde han entrado hay dos filas de oficiales.)

 

CAPITÁN ANTÍPODA.

—¡Viva el Coronel Sotavento!

 

VOCES.

—¡Viva! ¡Viva!

 

CORONEL SOTAVENTO.

—Desde ahora, señores, ya no soy Coronel; a partir de este instante, soy General.

 

CAPITÁN POLIEDRO.

—¡Viva mi general Sotavento!

 

VOCES.

—¡Viva! ¡Viva!

 

CORONEL SOTAVENTO.

—Capitán Cóncavo y usted, capitán Convexo, redacten mi nombramiento, mi ascenso a General.

 

CAPITÁN CÓNCAVO.

—Será éste el mayor honor de mi vida.

 

CAPITÁN CONVEXO.

—Esta será la gloria de mi monografía.

 

(Ambos se sientan juntos a escribir.)

 

CAPITÁN POLIEDRO.

—Debería usted salir a los balcones y presentarse al pueblo.

 

CAPITÁN ANTÍPODA.

—Debería usted hablar al pueblo, mi Coronel.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Mi General, señor. Más tarde hablaré al pueblo... Mi General... no olvide usted, mi General. Habéis oído todos: mi General. Repítanlo y que lo sepa pronto hasta el último de mis soldados. Soy el General Sotavento.

 

(Los oficiales se van dando la palabra los tinos a los otros a partir de la mesa hasta la puerta.)

 

PRIMER OFICIAL. (Al que está detrás.)

—Mi Coronel ya no es mi Coronel; mi Coronel ahora es mi General.

 

SEGUNDO OFICIAL. (Al que sigue.)

—Mi general ya no es mi Coronel; mi General ahora es mi General.

 

(El General Sotavento se sienta en el sillón del Presidente y envaina su espada. Todos envainan sus espadas.)

 

GENERAL SOTAVENTO. (A los Capitanes, que le rodean.)

—Tomen asiento, señores.

 

(Los Capitanes se sientan.)

 

CAPITÁN ANTÍPODA.

—Gracias, Excipiencia.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Esto de ser Presidente, amigos, esto de gobernar un país es muy fatigoso.

 

CAPITÁN POLIEDRO.

—Así es, Excipiencia, muy fatigoso.

 

CAPITÁN CÓNCAVO.

—Terriblemente fatigoso.

 

CAPITÁN CONVEXO.

 —Es muy cansador.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Es una tarea abrumadora. Estoy cansado... Quisiera dormir. (Bosteza.)

 

CAPITÁN ANTÍPODA.

—Duerma, mi General; nosotros velaremos su sueño.

 

CAPITÁN POLIEDRO.

—No, mi General, no se duerma; el que se duerme pierde... (Llamando.) Asistente Brandarán, una taza de café para mi General.

 

(El asistente Brandarán adelanta un paso, se cuadra, oye la orden, gira sobre sus talones y sale a paso de parada.)

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Eso es, una taza de café bien cargado.

 

CAPITÁN CONVEXO.

—El café le quitará el suero. No hay nada como el café.

 

CAPITÁN CÓNCAVO.

—El café despeja la cabeza. Nada mejor que el café.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Un café con tostadas y bizcochos.

 

CAPITÁN ANTÍGONA.

—¡Excelente idea! Después de un día de tanto trabajo, no hay corno el café con tostadas y bizcochos.

 

(Se oyen un ruido y voces detrás de la puerta.)

 

GENERAL SOTAVENTO.

—¿Qué demonios es ese ruido?

 

CAPITÁN POLIEDRO.

—Qué tanta bulla ahí afuera.

 

(Un oficial entra precipitadamente.)

 

OFICIAL.

—Los marinos, señor..., los marinos...

 

(El General Sotavento y los Capitanes se ponen de pie y desenvainan las espadas. Los marinos aparecen en la puerta. Al frente de ellos el Almirante Estribor.)

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Nada de gestos inútiles. No vale la pena, señores. Vuelvan a envainar sus espadas... Ya ven ustedes, nosotros traemos las nuestras envainadas.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Almirante Estribor, ¿es ésta una manera de entrar a la sala de la presidencia? Guardamos nuestras espadas para demostrarles que no les tenemos miedo. Usted no me conoce, Almirante Estribor. Yo soy capaz de cualquier cosa. Cuando me miro en un espejo, yo tiemblo, señores, tiemblo de pies a cabeza y al espejo se le ponen los pelos de punta.

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Ese espejo, General Sotavento, me lo como yo de tres mascadas y lo digiero como un merengue.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—¿Sin bicarbonato?

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Sin bicarbonato y sin un trago de agua.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Yo no le tengo miedo a nadie. Ni a usted ni a su merengue, ni al bicarbonato, etc., etc., etc. Soy un guerrero aguerrido; he leído la historia de dos mil cuatrocientas treinta y siete guerras.

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Yo soy más aguerrido que usted. Yo he leído la historia de tres mil seiscientas ochenta y cinco guerras.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—No le tengo miedo a usted ni a todas las marinas del mundo, ni a la más pintada de sus marinas.

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—No tan alto, mi querido General Sotavento. No tan alto... La lucha sería inútil; tenemos tantas fuerzas como ustedes.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Nosotros tenemos más.

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Yo digo que nosotros tenemos más.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Nosotros tenemos más.

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Nosotros tenemos más.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—¿Está usted seguro?

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Completamente seguro.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Entonces será fácil ponernos de acuerdo.

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Tal vez ustedes serán más... pero yo he apresado la mitad de su guarnición.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—¿Cómo es eso? ¿Con qué derecho?

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—No vamos a discutir ahora. Yo no he venido a pelear con ustedes, amigos míos, sino a compartir la pesada carga del gobierno de este país con mi querido colega el General Sotavento.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Pase usted adelante, viejo amigo. Pase usted, mi querido Almirante Estribor. Un abrazo.(Se abrazan.)

 

COMODORO.

—¡Viva el Almirante Estribor!

 

VOCES.

—¡Viva! ¡Viva!

 

ALMIRANTE ESTRIBOR. (Abrazando al General Sotavento.)

—Así juntos somos una fuerza real, sólida, inamovible.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Juntos somos como un medallón. Somos una fotografía histórica, una fotografía prehistórica, posthistórica; somos invencibles, inamovibles, etc., etc., etc.

 

CAPITÁN POLIEDRO.

—Un fotógrafo, un fotógrafo.

 

CAPITÁN ANTÍPODA.

—Que venga un fotógrafo.

 

(Entra el Fotógrafo y se coloca ante el General Sotavento y el Almirante Estribor, que siguen abrazados, en gran pose mirando hacia la máquina fotográfica y hacia la Historia)

 

FOTÓGRAFO.

—Un momento, Excipientísimos señores..., quietos... Usted, mi General, levante un poco la cabeza... Usted, Almirante, una pequeña sonrisa... Quietos... Mirando aquí... Una sonrisita. (Levanta un muñeco y lo agita en el aire.) Una sonrisa. Eso es. Aquí dentro tengo un pajarito... Ya. Listos. Gracias, Sus Excipiencias.

 

(Todos se sientan. Se oyen las voces del pueblo, que pasa por las calles gritando: "Queremos pan, queremos pan, queremos pan".)

 

GENERAL SOTAVENTO.

—¿Qué hacemos con esos miserables?

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—La miseria es espantosa... y eso siempre es un peligro. ¿No hay dinero en las arcas?

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Ni un céntimo.

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Entonces yo no veo sino una solución: obligar a todos los ciudadanos a ponerse desde hoy mismo a fabricar dinero. Les daremos las máquinas necesarias y todos los útiles.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Eso está bien... Y que cada cual fabrique su dinero.

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—¿Ve usted amigo? Juntos haremos grandes cosas. Solucionaremos todos los problemas. Tres ministerios para mí y tres para usted.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—¿En todo partes iguales? No se queda usted atrás...

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Nuestra buena amistad...

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Por la amistad yo lo sacrifico todo.

 

FOTÓGRAFO. (Que estaba acomodando sus aparatos para retirarse.)

—iOh, qué hermosa frase, qué profunda idea! Mi General, ¿me permite usted retratar esa frase?

 

GENERAL SOTAVENTO.

—A su gusto, amigo, a su gusto.

 

FOTÓGRAFO.

—Gracias, Excipiencia. (Se pone la máquina a un lado de la boca y repite silabeando la frase que retrata.) Por la amistad yo lo sacrifico todo... Maravilloso, gracias, ilustres señores. Me retiro.

 

CAPITÁN POLIEDRO.

—Mi General, hemos encontrado un proyecto excelente del Ministro de Finanzas del Gobierno anterior...

 

GENERAL SOTAVENTO.

—¿Excelente, dice usted, Capitán Poliedro?

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—¿Ha dicho excelente?

 

CAPITÁN POLIEDRO.

—Un proyecto bastante bien estudiado para luchar contra la miseria y hacer correr el circulante.

 

CAPITÁN ANTÍPODA.

—Es un proyecto de don Enrique Henríquez. Se trata de algo de mendigos.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Lo estudiaremos, ¿no le parece, amigo Estribor?

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Claro está, lo estudiaremos, y si nos convence, lo pondremos en práctica.

 

GENERAL SOTAVENTO. (Volviéndose al capitán Poliedro.)

—¡Maldito Estribor! ¿Cómo vamos a deshacernos de él?

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Señores, si solucionamos, sea como sea, este terrible problema de la miseria nacional, daremos un gran paso.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Un gran paso.

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—¿Qué dicen ustedes, mis ayudantes y oficiales? ¿Qué dice usted, Comodoro?

 

VARIAS VOCES ENTRE LOS MARINOS.

—Un gran paso.

 

CAPITÁN ANTÍPODA.

—Un muy gran paso.

 

CAPITÁN POLIEDRO.

—Un paso de parada.

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Esto elevaría el nivel de nuestro país.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Esto pondría a la Luna por los cuernos de la Tierra.

 

(Se abren las puertas y entra como una exhalación y toda sofocada Fifí Fofó. Detrás aparece Lulú Lalá. Más tarde, don Fulano de Tal.)

 

FIFÍ FOFÓ. (Corriendo hacia el General Sotavento.)

—Hola, mi coronel, mi General, mi Presidente... he sabido la gran noticia y no he podido contenerme. He corrido a abrazarle a usted... ¡Al fin tenemos un Presidente, un verdadero Presidente!

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Gracias, excelente amiga, encantadora amiga.

 

LULÚ LALÁ. (Aparece en la puerta y corre hacia el General Sotavento.)

—Saberlo y echar a correr para venir a abrazarle, todo fue uno. Éste í que es un gobernante, me dije..., y aquí estoy.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Gracias, mi buena amiga, preciosa amiga.

 

FIFÍ FOFÓ.

—Me ha llamado encantadora. Tengo el alma en un perfume.

 

LULÚ LALÁ.

—¡Ay Dios mío! ¡Me ha llamado preciosa! (Se desmaya.)

 

GENERAL SOTAVENTO.

—¡Asístanla ustedes, que se desmaya; señores capitanes, asístanla ustedes!

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Me gusta esta dama. Yo la asistiré. (Gritando.) Alcohol, éter, alcanfor, sales, yoduro, magnesia, giraldose, bensonaftol, mercurio, palma cristi...

 

(El Almirante Estribor y los Capitanes rodean a Lulú Lalá y la sientan en un sillón.)

 

FIFÍ FOFÓ.

—Déjenla ustedes; se le pasa demasiado pronto... ¡Qué bueno que se desmayó! (Se echa en los brazos del General Sotavento.) ¡Al fin solos!

 

GENERAL SOTAVENTO.

—¡Al fin solos! Mi adorada Fifí Fofó... Esta noche seré tuyo... ¿Me quieres?

 

FIFÍ FOFÓ. (Coqueta.)

—Hasta cierto punto.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—¿Y dónde está ese cierto punto, amor mío?

 

FIFÍ FOFÓ.

—Muy escondido, muy escondido... Se necesitan escalas de subida y de bajada.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—¡Ay! Escalofríos… escalofríos.

 

FIFÍ FOFÓ.

—Casi adivinas, pérfido, malo.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Dime, amor mío, ¿en dónde está?

 

FIFÍ FOFÓ.

—Está a sesenta y cuatro centímetros y medio del meridiano 23.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Esta noche seré tuyo.

 

FIFÍ FOFÓ.

—¡Oh! Mi Presidente. Yo quiero ser presidenta, yo quiero ser presidenta.

 

GENERAL. SOTAVENTO.

—Desgraciadamente, amor mío, yo he tenido que compartir esa pesada carga con el Almirante Estribor... Razones políticas...

 

FIFÍ FOFÓ.

—¿Cómo? ¿Qué dices? ¿No eres tú solo el Presidente?

 

GENERAL SOTAVENTO.

—No, en este instante el país tiene dos Presidentes.

 

FIFÍ FOFÓ.

—Entonces, amor mío, compartirás también con el Almirante el amor que te ofrezco. Compartiré entre los dos mi corazón, que será tuyo hasta la muerte.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—¡Adorada! ¡Qué deliciosa mujer!

 

FIFÍ FOFÓ. (Acercándose al Almirante Estribor.)

—Mi idolatrado Almirante. ¿Por qué se me escapa usted?

 

ALMIRANTE ESTRIBOR. (A Fifí Fofó)

—Una mujer... ¿Dónde hay algo semejante? En la Marina tenemos la tradición de la más fina galantería... ¿Dónde hay algo semejante a una mujer?

 

FIFÍ FOFÓ.

—Entonces ¿usted me ama ya? Estoy seguro de que usted me ama.

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Amarla es poco. Yo la...

 

FIFÍ FOFÓ.

—Yo la... ¿qué?

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Yo la... (como cantando) la, la, la, la, la.

 

CAPITÁN ANTÍPODA.

—Doña Lulú Lalá se muere.

 

CAPITÁN POLIEDRO.

—Agoniza..., ya murió.

 

FIFÍ FOFÓ.

—Pobre amiga... Muerta... Recemos por la muerta...

 

ALMIRANTE ESTRIBOR. (Inclinándose sobre Lulú Lalá, le levanta los párpados, le toma el pulso, le ausculta el corazón.)

—Murió, se murió.

 

FIFÍ FOFO.

—Pobre amiga... Recemos por su alma.

 

COMODORO. (Tocándole la frente.)

—Morir tan joven.

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Ha muerto de cáncer.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Ha muerto del hígado.

 

CAPITÁN ANTÍPODA.

—Ha muerto de tuberculosis. ¡Pobrecilla! Morir tan joven.

 

LULÚ LALÁ. (Incorporándose.)

—No, señor, yo no me he muerto. Se equivoca usted, yo no he muerto.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Pero ¿cómo?

 

LULÚ LALÁ.

—Su abuela se habrá muerto.

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—¡Qué mal genio tiene esta muerta! Me gusta, me gusta.

 

FIFÍ FOFÓ.

—A usted no le gusto sino yo.

 

LULÚ  LALÁ.

—Su abuela se habrá muerto.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Es un caso extraño.

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Las mujeres son el enigma del universo.

 

FIFÍ FOFÓ.

—No, señor, los políticos son el enigma del universo.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—No, señor, los ciclistas son el enigma del universo.

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Hay mujeres que tienen el cerebro lleno de flores y otras lo tienen lleno de patatas asadas.

 

LULÚ LALÁ. —Eso es muy sabido... Ya es un lugar común. No hay que repetirlo más.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Así es...

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Así es, pero no hay más que esas dos categorías de mujeres.

 

FIFÍ FOFÓ. (Cogiéndose de un brazo del General Sotavento y del otro del Al

mirante Estribor.)

—No discutamos más sobre problemas tan profundos. ¡Oh amores míos! Miradme y olvidad el dolor de vivir, laangustia de pensar.

 

LULÚ LALÁ.

—Esta mujer es tan chinchosa, que parece hombre.

 

(Entra en la escena don Fulano de Tal.)

 

DON FULANO DE TAL.

—Mis felicitaciones, señor Sotavento, mis felicitaciones. La noticia ya llegó hasta mis campos, en donde vivo alejado del mundanal ruido. Mis felicitaciones.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Gracias, amigo don Fulano de Tal.

 

DON FULANO DE TAL.

—He dejado todas mis ocupaciones por venir a saludarle y a ponerme a sus órdenes... Si en algo me necesitan.

 

FIFÍ FOFÓ. (A Lulú Lalá.)

—¡Qué cínico! Hace un mes decía lo mismo a don Juan Juanes, en esta misma sala.

 

LULÚ LALÁ.

—Es un hombre de pro. Es uno de los guías espirituales del país.

 

COMODORO.

—Señores, ha pasado la hora de las felicitaciones. Debemos volver a los negocios del Estado.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—¿Es absolutamente necesario ocuparnos de los negocios del Estado?

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—¿No se podría postergar?...

 

COMODORO.

—Imposible.

 

CAPITÁN POLIEDRO.

—Hay asuntos pendientes que es preciso resolver hoy mismo.

 

FIFÍ FOFÓ. (Al General Sotavento, dándole una flor de trapo que desprende de su pecho.)

—Cuando me necesites, pichón mío, sopla esta flor y pronuncia mi nombre al revés; aunque esté lejos, me verás llegar junto a ti.

 

GENERAL SOTAVENTO. —Soplo esta flor y pronuncio tu nombre al revés, Fofó Fifí.

 

FIFÍ FOFÓ.

—No, amor mío, mi nombre al revés es Ofof Ifif.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Tienes razón. Ofof Ifif. ¡Cuánta poesía en tan pocas palabras, como en un solo crepúsculo!

 

FIFÍ FOFÓ.

—Adiós. No lo olvides, pichón mío.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Adiós, Fifí, hasta pronto amigos míos. (A Fifí Fofó, Lulú Lalá y a don Fulano de Tal, que salen de la escena.)

 

(Fifí Fofó y Lulú Lalá se alejan, haciendo mimos y saluditos con el pañuelo.)

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Adiós, amigos... El deber, la esclavitud del deber.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Las cadenas del deber...

 

COMODORO.

—Lo primero que hay que resolver, Excipiencias, es quién será el Presidente. Hemos estado discutiendo entre nosotros este punto...

 

CAPITÁN ANTÍPODA.

—Y hemos visto que no es posible que haya dos Presidentes...

 

CAPITÁN POLIEDRO.

—Uno tiene que ser el Presidente... No es posible de otro modo.

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Lo jugaremos al cara o sello.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Yo pierdo siempre. No acepto.

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Lo jugaremos, por ejemplo a...

 

CAPITÁN ANTÍPODA.

—Una idea. Esconderemos un objeto; les vendaremos los ojos, y el que lo encuentre será el Presidente.

 

COMODORO.

—Buena idea.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Bien, acepto... Aunque sé que yo perderé, siempre pierdo... Tengo tan buena suerte en amores...

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—¿Y qué objeto vais a esconder?

 

CAPITÁN POLIEDRO.

—¿Qué objeto? ¿Qué objeto? (Mirando hacia todos lados.)

 

CAPITÁN ANTÍPODA.

—A ver, ¿qué vamos a esconder?... Pues ese lápiz que está sobre la mesa. El lápiz de nuestro antecesor.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—De nuestro ilustre antecesor, el grande hombre público don Juan Juanes.

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Bien, vendadnos los ojos... El lápiz de nuestro ilustre antecesor... Ese lápiz inmortal nos dará suerte.

 

(Los Capitanes y el Comodoro les vendan los ojos. Luego esconden el lápiz debajo de la carpeta de la mesa, en un extremo de ésta. Los Presidentes, con ojos vendados, se echan por la sala buscando y palpando.)

 

LOS MILITARES.

—Frío, mi General, frío.

 

LOS MARINOS.

—Frío, frío, mi Almirante.

 

MILITARES.

—Frío, mi General; tibio, tibio.

 

MARINOS.

—Frío, frío, mi Almirante. Al otro lado...

 

(El Almirante Estribor cruza corriendo la escena.)

 

MILITARES.

—Tibio, tibio, mi General, tibio.

 

MARINOS.

—Caliente, mi Almirante, caliente, caliente

 

MILITARES.

—Caliente, caliente, mi General, caliente.

 

MARINOS.

—Tibio, mi Almirante. Cuidado.

 

MILITARES.

—Caliente, mi General, muy caliente.

 

MARINOS.

—Caliente, caliente, mi Almirante.

 

MILITARES.

—Caliente.

 

GENERAL SOTAVENTO. (Cogiendo el lápiz y levantándolo al aire.)

—El lápiz, el lápiz..., aquí está... Es mío.

 

(Ambos se sacan las vendas.)

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Bien, señores. Saludo al vencedor.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Lo que no impide que colaboremos estrecha-mente.

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Estrechamente. (Se abrazan.) Un abrazo.

 

CAPITÁN POLIEDRO.

 

—Fotógrafo, fotógrafo.

 

COMODORO.

—Que corra el fotógrafo.

 

(TELÓN)

 

Cuadro III

 

Este cuadro pasa delante del telón preparatorio para e cuadro IV. El telón representa una avenida de la ciudad, avenida con árboles. En el cielo están escritas estas palabras: "¿OÍS CRECER flores en vuestro cerebro?".

Hay un mendigo en el lado izquierdo del actor. Tiene la mano tendida. Por el mismo lado en que está el mendigo entran Fifí Fofó y Lulú Lalá.

 

MENDIGO.

—Una caridad, una caridad.

 

FIFÍ FOFÓ. (Dándole una moneda.)

—Tenga usted, buen hombre. (A Lulú Lalá.) El dar es para mí una felicidad.

 

LULÚ LALÁ.

—El dar es un verdadero placer.

 

(Se alejan.)

 

MENDIGO.

—Hasta en eso tienen suerte. Nuestra desgracia les procura una felicidad.

 

(Entran el General Sotavento, el Almirante Estribor, don Fulano de Tal, Pipí Popó, los Capitanes y el Comodoro.)

 

MENDIGO.

—Una limosna, una caridad.

 

(El General Sotavento le da una limosna y se coloca al lado del mendigo, con la mano tendida; junto a él se coloca el Almirante Estribor, en la misma actitud, y luego Pipí Popó, los Capitanes y el Comodoro. El mendigo se pone en marcha y al pasar junto a Sotavento le da una moneda; Sotavento hace lo mismo y se la da a Estribor, éste a Pipí Popó, ésta al primer Capitán y así sucesivamente hasta salir de la escena. Todos en silencio.

Se hace la oscuridad y se levanta el telón.)

 

 

Cuadro IV

 

En medio de la escena hay un gran practicable, dividido en cuatro cuartos iguales, dos abajo y dos sobre los de abajo. En cada uno de estos cuartos hay una mesa y tres conspiradores encapuchados, sentados alrededor de cada mesa.

Al hablar los conspiradores, se enciende una ampolleta roja en el cuarto correspondiente.

 

 

1

 

 

2

 

3

 

 

4

 

UNA VOZ EN EL CUARTO 1°.

—Aquí tenéis el plano. Mañana, a las dos y media, nos reunimos en esta esquina y de aquí marcharemos sobre el Palacio de Gobierno.

 

UNA VOZ EN EL CUARTO 2°.

—Fijaos bien. Aquí está la puerta principal del Palacio. Mañana, a las tres y cuarto en punto...

 

UNA VOZ EN EL CUARTO 3°.

—Mañana, a las cuatro cuarenta... exactamente. Valor y decisión.

 

UNA VOZ EN EL CUARTO 4°.

—No olvidéis ningún detalle. Es lo más importante. Entraremos por detrás... Todos como un solo hombre. Mañana, a las seis en punto.

 

 

(TELÓN)

 

ACTO III

 

Cuadro I

 

La misma Sala del Consejo de Ministros en la Presidencia. El General Sotavento sentado en el sitio del Presidente, ante la mesa del Consejo. El Almirante Estribor a su derecha, el Capitán Antípoda a su izquierda. Luego, a ambos lados, el Capitán Poliedro, el Capitán Cóncavo, el Comodoro y el Capitán Convexo. Ante ellos, el Prefecto está de pie.

 

PREFECTO.

—El orden reina en las ciudades y en los campos, Excipientísimo señor... La tranquilidad más absoluta...

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Está bien, señor Prefecto; puede usted retirarse. Ha cumplido usted con su deber.

 

PREFECTO.

—Gracias, mi general. (Se retira.)

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—He notado hoy que las flores tienen olor a electricidad.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Amigo mío, vaya usted a visitar a Fifí Fofó o a Lulú Lalá.

 

COMODORO.

—Es usted demasiado sensible, mi Almirante.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Señores Ministros, tenemos que despachar hoy mismo el proyecto sobre armamentos. Es de suma importancia.

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Y de suma urgencia.

 

CAPITÁN ANTÍPODA.

—Tenemos que ir rápido porque en diez minutos termina la hora de los problemas.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Los problemas hay que atacarlos de frente. A mí me gusta atacar de frente.

 

CAPITÁN POLIEDRO.

—Número de bombas, cañones.

 

CAPITÁN CONVEXO.

—Ametralladoras, pistolas, espingardas.

 

CAPITÁN CÓNCAVO.

—Sables, yataganes.

 

COMODORO.

—Rifles, escopetas, puñales.

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Lanzatorpedos y lanzarrayos... esto es muy importante.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Anote usted, Capitán Poliedro: cincuenta mil ‘cañones antieléctricos. Cincuenta mil rayos telepáticos. Un millón y medio de rifles naturales.

 

CAPITÁN POLIEDRO. (Escribiendo.)

—...rifles naturales.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Dos millones de rifles antinaturales... Ocho millones de balas intravenosas.

 

CAPITÁN POLIEDRO. (Escribiendo.)

—Ocho millones de balas intravenosas.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Y ocho millones de balas intramusculares. Eso es.

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—No hay que olvidar los rayos hipnóticos... Muy importante.

 

COMODORO.

—A propósito. Ayer han apresado al Hipnotizador que acababa de llegar a nuestro país. Se le acusa de haber hipnotiza-do al tranvía automático número 43 en plena Gran Avenida y haber detenido el tráfico por más de una hora.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Ya hablaremos de eso.

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—¿En plena Gran Avenida?

 

CAPITÁN ANTÍPODA.

—Y por más de una hora.

 

COMODORO.

—Excipientísimo señor Presidente, ha pasado la hora de los problemas de Estado. Llegó la hora de la Audiencia de Justicia.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Señor ujier... (Aparece el ujier.) Abra las puertas y que pasen los que vienen a pedir justicia y los acusados por orden de llegada.

 

(El ujier hace una venia y se retira.

Entran Pipí Popó y su hija Zizí Zozó.) *1

 

PIPÍ POPÓ.

—Excipientísimo señor, justicia, vengo a pedir justicia y un castigo ejemplar para esta hija mía, Zizí Zozó, que se ha casado por amor.

GENERAL SOTAVENTO.

—Hola, hola. Eso es grave.

 

VARIOS.

—Grave..., muy grave.

 

PIPÍ POPÓ.

—Fueron inútiles todos mis esfuerzos por llevarla al buen camino.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—¿Y usted qué dice, señorita Zizí Zozó?

 

ZIZÍ  ZOZÓ.

—Reconozco mi falta; me enamoré de un joven y me casé con él.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Muy grave, muy grave. ¿Qué sería de la sociedad si todo el mundo hiciera como usted?

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—¡Casarse por amor! ... Muy grave... Puede usted ser un mal ejemplo. ¿No pensó usted en las conveniencias, en el interés, en...?

 

ZIZÍ ZOZÓ.

—No pensé en nada... no me acordé de nada... Todo se me olvidó.

 

PIPÍ POPO. —Esta muchacha es terriblemente desinteresada; no hay manera de hacerla pensar en el dinero y otras conveniencias.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—¿De manera que todo se le olvidó? Pues para refrescarle la memoria, condenada a siete años de cárcel.

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—A ver si así escarmienta.

 

(Salen doña Pipí Popó y su hija Zizí Zozó.)

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Al siguiente. *

 

(Entran dos policías llevando un preso.)

 

UN POLICÍA. (Señalando al preso.)

—A este señor le robaron el reloj en el autobús, ayer a las ocho de la tarde. Lo cogimos en el momento mismo en que le robaron el reloj.

 

PRESO.

—Yo no tengo la culpa. Excipiencia; iba distraído... Es la primera vez que me sucede.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—No se disculpe, señor; pierde su tiempo. ¿De qué era su reloj?

 

PRESO.

—Era de plata, Excipiencia.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Condenado a doce años y un día. Los primeros tres meses en calabozo subterráneo.

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—A ver si le vuelven a robar el reloj.

 

CAPITÁN POLIEDRO.

—Es capaz de dejarse robar otra vez el reloj... Tiene una cara, un cráneo de degenerado típico...

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Es que si reincide serán muchos años.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Si reincide, sesenta años de cárcel.

 

COMODORO.

—Sesenta años y un día.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Puede retirarse... Ujier, al siguiente.

 

(Se retiran los policías y el preso. Entra otro policía llevando otro preso con las manos atadas.)

 

POLICÍA.

—Este señor no puede ganarse la vida, Excipiencia; todos los negocios le salen mal.

 

PRESO.

—Yo he prometido corregirme; he prometido tener más suerte, pero no me hacen caso; he prometido...

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Prometer, prometer, eso es muy fácil.

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—De modo que a usted todo le sale mal.

 

PRESO.

—Sí, señor, todo me sale mal; no puedo ganarme la vida.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Pues que se gane la muerte, que lo fusilen. PRESO. —Gracias, mi General.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Puede retirarse.

 

PRESO. (Saliendo llevado por el policía.)

—Gracias, señores, muchas gra¬cias.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Ujier...

 

COMODORO.

—Ya pasó la hora de la Audiencia de Justicia, Excipiencia. Llegó la hora de las Visitas.

 

(El ujier está esperando de pie en la puerta.)

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Que pasen las visitas.

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Las visitas son la más bella conquista social.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Son el adorno de nuestra vida.

 

(Fifí Fofó. Lulú Lalá, Memé Mumú y don Fulano de Tal se precipitan a la sala, dándose topones, como un rebaño. Lulú Lalá va a pasar la primera; Fifí Fofó la coge del pelo y la echa atrás.)

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Adelante, amigos, adelante.

 

(Saludos de todos: "Buenas tardes", etc.)

 

FIFÍ FOFÓ.

 —Yo llegué primero.

 

LULÚ LALÁ.

—Yo placé, pero reclamo. Fifí Fofó me ha tirado el pelo.

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Por Dios, Fifí... ¿Cómo es posible?

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Es una mujer única. Es terapéuticamente encantadora.

 

FIFÍ FOFÓ.

—Mentira. No te he tirado el pelo.

 

LULÚ LALÁ.

—Sí, me lo tiraste para llegar primero. Todavía me duele.

 

FIFÍ FOFÓ.

—Mentirosa.

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Hacer las paces como dos hermanitas.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Fifí, te voy a castigar; te vas a quedar sin postre esta noche.


MEMÉ MUMÚ. (En tono coqueto, silabeante y cantante.)

—Y el postre será para mí.

 

DON FULANO DE TAL.

—Estoy sordo. Me ha dado un aire y he quedado un poco sordo. Por eso he venido sólo un instante a felicitarles y me retiro. Ya saben, yo a sus órdenes... Con ustedes hasta la muerte.

 

GENERAL SOTAVENTO. (A don Fulano de Tal, que se retira.) —Gracias caballero.

 

(Fifí Fofó se sienta sobre la mesa. Memé Mumú se sienta también en un extremo de la mesa y habla con los Capitanes. Lulú Lalá se pasea abanicándose por la sala. De cuando en cuando apoya una nalga en la mesa!

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Las mujeres son la alegría del mundo, son el espectáculo del mundo, son el nervio del mundo. La mujer es luz, es perfume. La mujer es madre, es hermana, es esposa, es hija, es prima, es tía, es sobrina.

 

CAPITÁN CÓNCAVO.

—La mujer es abuela.

 

CAPITÁN POLIEDRO.

—La mujer es pianista, es dactilógrafa.

 

COMODORO.

—La mujer es florista, es telefonista.

 

CAPITÁN ANTÍPODA.

—La mujer es la manicure de nuestra vida.

 

LULÚ LALÁ. (Abriendo los brazos.)

—Mi corazón canta como el sol.

 

FIFÍ FOFÓ.

—Yo estoy muy preocupada.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—¿Qué te pasa, amor mío?

 

LULÚ LALÁ.

—Desde que eres Presidente tengo el alma en un tilo.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Yo la tengo en una tila.

 

CAPITÁN POLIEDRO. (A Memé Mumú.)

—Sí, Memé de mi vida; te daré mi nombre, te daré mi apellido, mi apellido paterno y mi apellido materno, ¿qué más quieres?

 

MEMÉ MUMÚ.

—Con qué orgullo llevaré tu nombre.

 

CAPITÁN POLIEDRO.

—Serás Poliedro.

 

MEMÉ MUMÚ.

—Seré Poliedro hasta la muerte o hasta que enviude.

 

(Voces en la calle: "Queremos pan. Pan y trabajo. Pan..., pan..., pan...".)

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—¡Qué tanto gritan esos carneros!

 

GENERAL SOTAVENTO.

—A lo mejor son capaces de sublevarse.

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Quién se va a sublevar? Éste es un pueblo de carneros.

 

CAPITÁN ANTÍPODA.

—Un pueblo de corderos.

 

COMODORO.

—Un pueblo de ovejas.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Que no vengan a molestarnos.

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Que no vengan a perturbarnos.

 

CAPITÁN POLIEDRO.

—La vida es un jardín de flores. Memé mía.

 

LULÚ LALÁ.

—Cada vez que te miro, Antípoda, tiemblo como una rosa sonámbula; soy la flor sonámbula.

 

CAPITÁN ANTÍPODA. (Abrazándola.)

—Te adoro, amor mío. Cuidado con hacer equilibrios en las cornisas por la noche... Si oyeras un ruido y te despertaras, caerías al suelo.

 

LULÚ LALÁ.

—¡Oh mi Antípoda! Mi adorado Antípoda. No sé por qué te siento tan lejos.

 

CAPITÁN ANTÍPODA.

—Ingrata.

 

LULÚ LALÁ.

—Antípoda mío..., te amo, te adoro. Estoy llena de luces y llena de tinieblas.

 

FIFÍ FOFÓ. (Al General Sotavento y al Almirante Estribor.)

—Sabéis que yo soy vuestra sirena. Yo anuncio en la noche del alma un incendio.

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Y los que se queman somos nosotros.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Nosotros nos incendiamos. Tú eres la chispa, el contacto, el cortacircuitos.

 

FIFÍ FOFÓ.

—Tengo hambre de infinito. Soy capaz de devorarme en dos mascadas a todos los regimientos, de todos los húsares, de toda la historia de la Luna.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—¡Cuándo podremos reposar un poco!

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Dentro de una hora, tal vez dentro de un minuto.

 

(Gran ruido y voces detrás de las puertas. La puerta se abre y entra corriendo el ujier.)

 

UJIER.

—Señor Presidente, Excipiencia, General... Los bomberos... Se han sublevado los bomberos.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—¿Qué dice este loco?

 

(Sacan sus espadas. Aparecen los bomberos en la puerta. Llevan lanzas de agua y hachas. Frente a ellos va el Comandante Grifoto.)

 

GENERAL SOTAVENTO.

—¡Señores! ¿Y esta audacia?

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—¿Qué significa esto? Usted es el comandante de los bomberos de la ciudad...

 

GENERAL SOTAVENTO.

—El Comandante Grifoto... si no me equivoco.

 

GRIFOTO.

—El mismo. Es inútil que pretendan defenderse. (Amenazan con las lanzas de agua y con las hachas.)

 

UN BOMBERO.

—Daremos los chorros y barreremos con ustedes.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Está bien, señores, pero no olvidéis que ante la Historia...

 

GRIFOTO.

—Firme su dimisión y calle.

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—Ante la Historia...

 

GRIFOTO.

—¡Silencio!

 

GENERAL SOTAVENTO.

—¿Me deponen ustedes? ¿Van ustedes a deponer a un Presidente?

 

ALMIRANTE ESTRIBOR.

—¿Se atreven ustedes a semejante iniquidad?

 

GRIFOTO.

—General Sotavento, coja la pluma y redacte su dimisión.

 

(El General Sotavento coge la pluma y escribe.)

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Como ustedes manden, señores.

 

GRIFOTO. (Dictando.)

—Escriba: "Yo, el General Sotavento, Presidente de la República, en vista de la gravedad de los problemas políticos, económicos y sociales por resolver y no encontrándome capaz, ni yo ni mis Ministros, de llegar a una solución satisfactoria, he llamado, he rogado a los bomberos que vengan en mi ayuda; he suplicado a los bomberos y en especial a su jefe, el Comandante Grifoto, asuman el poder, ya que sólo él, con las luces que le dio la naturaleza, con su magnífico cerebro, con su cabeza incomparable, podrá solucionar dichos problemas y llevar a la patria por el camino del progreso indefinido... ", eso es: indefinido..., "que yo no he sido capaz de realizar".

 

GENERAL SOTAVENTO. (Leyéndose.)

—... capaz de realizar.

 

GRIFOTO.

—Firme ahora..., firme y retírese con todos sus Ministros.

 

GENERAL SOTAVENTO.

—Está bien, señores.

 

(Todos los militares y marinos envainan sus espadas, cogen sus sombreros y salen.)

 

MEMÉ MUMÚ. (Saliendo con ellos.)

—Poliedro, Poliedro mío, yo te sigo.

 

GRIFOTO. (Ocupando el sitio de la Presidencia.)

—Aquí señores, aquí. Vengan ustedes a colocarse en estos sitios, según quedó acordado en nuestra reunión de anoche.

 

UNA VOZ.

—¡Viva el Comandante Grifoto!

 

VOCES.

—¡Viva! ¡Viva!

 

VOZ

—¡Viva el nuevo Presidente!

 

VOCES.

—¡Viva!

 

VOCES. —¡Viva el Presidente Grifoto!

 

VOCES.

—¡Viva! ¡Viva!

 

(Grifoto agradece con movimientos de cabeza e inclinaciones de cuerpo.)

 

FIFÍ FOFÓ. (Corriendo coqueta hacia Grifoto.)

—El Comandante Grifoto, el querido Comandante Grifoto.

 

LULÚ LALÁ.

—Nuestro adorado Comandante Grifoto... Las bombas..., los bomberos.

 

FIFÍ FOFÓ.

—A mí me encantan los bomberos. Me gustan más que los militares. Y este Comandante Grifoto, ¡qué hombronazo!

 

LULÚ LALÁ.

—¡Viva Grifoto!

 

FIFÍ FOFÓ.

—¡Viva mi adorado Grifoto!

 

GRIFOTO. (Agradece.)

—Señores, compañeros: somos dueños del poder. La patria nos ha llamado a regir sus destinos en estos momentos tan difíciles y de tanta responsabilidad. Cumpliremos con nuestro deber de verdaderos patriotas, porque la patria necesita patriotas. Nosotros encenderemos las llamas del amor patrio en todos los ciudadanos patriotas de nuestra patria.

 

VOCES.

—¡Bravo! ¡Bravo!

 

FIFÍ FOFÓ.

—Si queréis fuego, aquí va el mío. (Golpeándose el pecho.)

 

LULÚ LALÁ.

—Y el mío.

 

(Entra corriendo don Fulano de Tal.)

 

DON FULANO DE TAL.

—Y el mío... Saberlo y correr a felicitarles, a estrechar sus manos, fue todo uno...

 

GRIFOTO.

—Silencio, señores. La situación por la cual atraviesa el país es grave.

 

FIFÍ FOFÓ.

—¿Cómo va su sordera, don Fulano de Tal?

 

DON FULANO DE TAL.

—¡Qué sordera ni qué feto! Aquí estoy, señores, siempre a sus órdenes... Con ustedes hasta la muerte. Ya saben, si en algo puedo servirles...

 

GRIFOTO.

—Silencio, señores.

 

DON FULANO DE TAL.

—Las inclinaciones naturales de los acontecimientos…

 

GRIFOTO.

—No hay inclinaciones naturales de los acontecimientos.

 

DON FULANO DE TAL.

—El orden natural de las cosas...

 

GRIFOTO.

—No hay orden natural de las cosas.

 

DON FULANO DE TAL.

—Los problemas del Estado...

 

GRIFOTO.

—No hay problemas del Estado.

 

DON FULANO DE TAL.

—Yo digo que...

 

UN BOMBERO.

—A callar, señores. Silencio. El país requiere calma y silencio.

 

GRIFOTO.

—Los problemas se resuelven resolviéndolos.

 

VOCES.

—Eso es, eso es.

 

DON FULANO DE TAL.

—¡Bravo!

 

UN BOMBERO.

—La situación del país requiere nuestra mano de hierro.

 

OTRO BOMBERO.

—Debo decir a su Excipiencia que la higiene y la salubridad dejan mucho que desear... Hay demasiados enfermos en las provincias del Norte.

 

GRIFOTO.

—Que fusilen a todos los enfermos. Así el estado de salubridad de esas provincias será un modelo para todo el mundo civilizado.

 

OTRO BOMBERO.

—El analfabetismo en las provincias del Sur es algo increíble...

 

GRIFOTO.

—Que fusilen a todos los analfabetos.

 

UN BOMBERO.

—Fusilando a todos los analfabetos, llegaremos a este resultado magnífico: todos los habitantes del país sabrán leer.

 

VOCES.

—¡Bravo! ¡Bravo!

 

DON FULANO DE TAL.

—Estupendo. Al fin el país encuentra a su hombre.

 

FIFÍ FOFÓ.

—Es mi hombre.

 

LULÚ I.ALÁ.

—Es nuestro hombre.

 

GRIFOTO.

—Señoras mías, sí, soy vuestro, soy todo vuestro. Mi corazón de fuego os pertenece, mi vida, mi sangre...

 

FIFÍ FOFÓ.

—¡Oh! No hables más, Grifoto mío, no hables de sangre.

 

LULÚ LALÁ.

—Por favor, amor mío, calla, que tu voz despierta un eco en mis entrañas.

 

FIFÍ FOFÓ.

—Mi pecho está ardiendo.

 

UN BOMBERO.

—Fuego... Fuego.

 

LULÚ LALÁ.

—No, agua, agua.

 

GRIFOTO.

—Yo sabré cumplir con mi deber, con mi sagrado deber.

 

(Entra el ujier precipitadamente y muy asustado.)

 

UJIER.

—Señor, Excipientísimo señor... El sindicato de los dentistas..., los dentistas.

 

GRIFOTO.

—Que pasen.

 

UJIER.

—No, señor; se han sublevado contra el Gobierno.

 

GRIFOTO.

—¿Los dentistas?

 

(Entran los dentistas. Al frente viene el señor Piorril.)

 

PIORRIL.

—Sí, señor, los dentistas.

 

GRIFOTO.

—Atrás, señores.

 

PIORRIL.

—¡Qué atrás ni qué ocho cuartos! Venimos armados hasta los dientes.

 

GRIFOTO.

—Señores dentistas, esto es un atropello.

 

PIORRIL.

—Estamos hartos de desorden.

 

GRIFOTO.

—¿Os atrevéis a levantar la mano contra vuestro Presidente?

 

UN BOMBERO.

—Esto es un atropello incalificable.

 

PIORRIL.

—Fuera de aquí.

 

GRIFOTO. (Levantándose y saliendo con todos los bomberos.)

—La fuerza bruta contra la razón.

 

PIORRIL.

—Fuera de aquí. Compañeros, despejad la sala.

 

GRIFOTO.

—La Historia dirá su última palabra.

 

(Salen los bomberos.)

 

PIORRIL.

—La Historia no dirá nada.

 

UN DENTISTA.

—Que diga lo que quiera.

 

FIFÍ FOFÓ.

—¡Vivan los dentistas!

 

VOCES.

—¡Vivan! ¡Vivan!

 

LULÚ LALÁ.

—¡Viva nuestro excelso Presidente don José Piorril!

 

VOCES.

—¡Viva!

 

DON FULANO DE TAL.

—Señores, el país estaba cariado por todas partes..., lleno de postemas.

 

PIORRIL.

—¡Silencio! Señores, es preciso terminar con las revoluciones. Ésta será la última. Las revueltas continuas prueban un país en descomposición.

 

DON FULANO DE TAL.

—No, señor; prueban un país que busca su forma y que no la encuentra. Naturalmente que el mundo está en des-composición, y como puede vivir descompuesto, tendrá que luchar y ensayar hasta lograr recomponerse en un equilibrio estable.

 

PIORRIL.

—Acepto que algunas revoluciones se hicieran en nombre de un ideal y como reacción contra la podredumbre reinante en el país, pero la nuestra es la más idealista de todas, y ya no debe haber más revoluciones.

 

DON FULANO DE TAL.

—Habrá revoluciones mientras el pueblo sienta que siguen el caos y la misma podredumbre.

 

PIORRIL.

—Es usted un viejo búho y un arribista.

 

DON FULANO DE TAL.

—Tiene razón, Excipiencia, soy un búho y un arribista, pero en este instante es el arribista el que habla.

 

PIORRIL.

—Silencio. Basta ya de majaderías. Es el búho a quien me dirijo y no al arribista.

 

(Se oyen grandes ruidos. Entra corriendo el ujier.)

 

UJIER.

—Señores, las dactilógrafas... Vienen a tomarse el poder.

 

PIORRIL.

—¡Cerrad las puertas! A ver, muchachos, afirmaos contra la puerta. No dejéis entrar a nadie.

 

(Un grupo corre a sujetar la puerta. Se oyen grandes golpes contra la puerta.)

 

UN DENTISTA.

—Malditas dactilógrafas.

 

PIORRIL.

—Firmes, muchachos. Sujetad la puerta.

 

VOCES.

—Abrid.

 

PIORRIL.

—Firmes, firmes.

 

VOCES.

—Abrid o echamos abajo las puertas.

 

PIORRIL.

—Firmes un momento, señores, firmes.

 

VARIOS.

—No podemos más..., es imposible...

 

PIORRIL. (Glorioso.)

—Un momento... Señores, he sido Presidente... Ya he sido Presidente.

 

VARIOS.

—¡Viva nuestro Presidente!

 

VOCES.

—¡Viva!

 

PIORRIL.

—Voy a firmar mi renuncia. (Escribe.) Ya he sido Presidente. Mi renuncia probará al mundo que he sido Presidente.

 

VOCES AFUERA.

—Abrid o incendiamos el palacio.

 

(Dan un tremendo golpe a las puertas y éstas se abren. Entran las dactilógrafas. Todas traen pequeñas pistolas de juguete. Al frente de ellas viene la señorita Remington.)

 

PIORRIL.

—Pasen ustedes... Adelante, pasen. Ahí está mi renuncia. Hola, señorita Remington. ¿Usted será mi sucesor?

 

SRTA. REMINGTON.

—Están todos presos. Nadie sale de aquí.

 

PIORRIL.

—Señorita Remington, ¿piensa usted lo que va a decir el mundo?

 

SRTA. REMINGTON.

—El mundo aplaude al más fuerte.

 

DON FULANO DE TAL.

—O a la más fuerte.

 

VOZ.

—¡Viva nuestra Presidenta!

 

VOCES.

—¡Viva! ¡Viva!

 

VOZ.

—¡Viva la señorita Remington!

 

VOCES.

—¡Viva! ¡Viva!

 

SRTA. REMINGTON.

—Nosotras somos las dactilógrafas, o sea, las futuras madres de familia. Nosotras queremos para nuestros hijos un mundo superior, queremos crear un mundo ideal. Nosotras las dactilógrafas representamos las fuerzas vivas de la nación, representamos el orden, la prosperidad, el esfuerzo continuo y desinteresado por una causa noble.

 

VOCES.

—¡Bravo! ¡Bravo!

 

DON FULANO DE TAL.

—Es el mejor orador que he oído en mi vida, y ya tengo años. Incondicionalmente a sus órdenes...

 

SRTA. REMINGTON.

—Nosotras tomamos el poder para combatir el caos, para luchar contra la crisis, contra la miseria, para organizar el país en un bloque compacto de voluntades, dirigidas hacia un mismo punto: la grandeza de nuestra patria.

 

VOCES.

—¡Bravo!

 

UNA DACTILÓGRAFA.

—Miren, miren, aquí hay un gramófono. (Sacan de debajo de una silla un gramófono portátil.) He encontrado un gramófono.

 

SRTA. REMINGTON.

—Habéis trabajado bien... Tenéis derecho a unos minutos de sana distracción.

 

UNA DACTILÓGRAFA.

—Un disco de baile. Un fox-trot.

 

SRTA. REMINGTON.

—Podéis sacar a bailar a esos jóvenes. (Señala a los dentistas, que están asustados en un rincón.)

 

(El gramófono toca un fox. Todos bailan, menos la Presidenta.)

 

FIFÍ FOFÓ.

—A mí no me gusta el fox; prefiero la upa upa.

 

SRTA. REMINGTON.

—La música eleva el espíritu, dulcifica el carácter, cultiva la inteligencia, desarrolla la vista, afirma el cabello.

 

LULÚ LALÁ.

—La música es la voz del amor.

 

SRTA. REMINGTON.

—El amor hace ver tres pies al gato y encontrarle cuesco a la breva.

 

LULÚ LALÁ.

—Es un efecto de los mirajes.

 

SRTA. REMINGTON.

—Imposible. ¡Qué mirajes ni qué virajes!

 

LULÚ LALÁ.

—Sí, Excipiencia; hay en el cielo unos espejos vagabundos que se emplean para engañar a los turistas.

 

FIFÍ FOFÓ.

—¡Oh! ¡Qué dulce es el amor! (Meditando.) Tres pies al gato... El cuesco a la breva.

 

(Voces en las calles: "Queremos pan. Queremos pan. Pan..., pan..., pan... La Señorita Remington corre al balcón.)

 

SRTA. REMINGTON. Voy a dirigirles la palabra.

 

VOCES. (De las que bailan.)

—¡Bravo!

 

SRTA. REMINGTON. (En el balcón.)

—Pueblo lunense: Vuestra Presidenta os promete en nombre de las dactilógrafas que sabrá organizar el país.

 

(Gritos en la calle. Suena un balazo. La señorita Remington gira sobre sus talones, herida en la frente. Va cayendo lentamente, cogiéndose de las sillas.)

 

DON FULANO DE TAL.

—La han herido.

 

VOCES.

—La han asesinado. ¡Canallas!

 

SRTA. REMINGTON.

—Me muero... Al fin ha habido una víctima... Al fin... un valiente... Ha corrido sangre. (Cae desplomada. En el mismo instante entra el ujier.)

 

UJIER.

—Los sastres... Vienen los sastres a asaltar el Palacio de Gobierno. Ya están allí... Ya están aquí.

 

(Aparecen los sastres, y Permanganato, el jefe de ellos, entra el primero. Todos traen tijeras y el jefe unas enormes tijeras de un metro.)

 

DACTILÓGRAFAS.

—Huyamos.

 

VOZ.

—El traidor don Permanganato los capitanea.

 

DENTISTAS.

—Huyamos. (Salen corriendo.)

 

PERMANGANATO.

—Compañeros, hemos triunfado. Os prometí llevaros al triunfo y he cumplido mi palabra. El Gobierno será para nosotros los sastres.

 

VOCES.

—¡Bravo!

 

PERMANGANATO.

—No trato de ocultar que en mi primera juventud fui farmacéutico. El trabajo no deshonra a nadie. Fui farmacéutico, pero pronto comprendí mi error y me hice sastre. No soy un re-negado, soy un convencido...

 

VOZ.

—¡Viva nuestro jefe don Permanganato!

 

VOCES.

—¡Viva!

 

UN SASTRE.

—Aquí hay un cadáver, compañeros... La señorita Remington.

 

PERMANGANATO.

—Ya nos ocuparemos más tarde. Prosigo: Todo el poder para los sastres y sólo para los sastres, y como vuestro jefe, para mí será la Presidencia.

 

VOZ.

—¡Viva nuestro Presidente!

 

VOCES.

—¡Viva!

 

VOZ.

—¡Viva el gremio de sastres!

 

VOCES.

—¡Viva!

 

PERMANGANATO.

—Nosotros los sastres no nos dejaremos vencer tan fácilmente; nosotros los sastres sabremos conservar el poder. (Abriendo sus tijeras enormes.) Cuidado con los complots. Desde aquí advierto a los conspiradores que se juegan la cabeza. Con nosotros los sastres no hay bromas. Nosotros sabremos tomar nuestras medidas; nosotros cortaremos por lo sano, cortaremos el hilo por lo más delgado. Con nosotros no se juega.

 

VOCES.

—¡Bravo! ¡Bravo!

 

PERMANGANATO.

—Como primera medida, he ordenado poner en libertad a mi amigo el Hipnotizador, injustamente encarcelado por sus calumniadores. Me ha prometido su apoyo y yo he creado para él el puesto de Gran Visir, porque su apoyo me será precioso. Llamad al Hipnotizador y que venga a mi presencia.

 

(Entra el Hipnotizador; tiene un círculo negro alrededor de los ojos y un turbante en la cabeza.)

 

HIPNOTIZADOR.

—A vuestras órdenes, don Permanganato; cumpliré al pie de la letra todo lo que hemos convenido.

 

PERMANGANATO.

—Si no me equivoco, ¿os llamáis Nadir? ¿Sois del otro lado de la Luna?

 

HIPNOTIZADOR.

—Sí, Excipiencia. Me llamo Nadir y he venido del otro lado de la Luna.

 

PERMANGANATO.

—Os nombro Gran Visir y para ello primero os hago ciudadano de nuestra patria.

 

HIPNOTIZADOR.

—Gracias, Excipiencia. Podéis contar conmigo para todo y en todo momento.

 

VOCES. —¡Bravo!

 

PERMANGANATO.

—Como segunda medida, he resuelto el cambio total de régimen. La Presidencia de la República sólo se presta a desórdenes, no infunde suficiente respeto, y por lo tanto me proclamo Rey con el nombre de Permanganato I. (Salta sobre la silla de la Presidencia y se pone en pose majestuosa.) Soy vuestro Rey.

 

VOZ.

—¡Viva el rey!

 

VOCES.

—¡Viva! ¡Viva!

 

(El Hipnotizador saca la corona, como un prestidigitador, de debajo de un gran pañuelo, y la pasa al Rey, el cual se la coloca en la cabeza. Permanganato hace ademán de salir al balcón.)

 

PERMANGANATO.

—Gracias, Gran Visir. Voy a salir al balcón a mostrarme a mi pueblo.

 

UN SASTRE.

—No se asome, Nuestra Excipiencia, que así fue como murió la antigua Presidenta.

 

OTRO SASTRE.

—A propósito, ese cadáver huele mal.

 

PERMANGANATO.

—Rindamos un sentido homenaje a nuestra heroica antecesora... Realmente, huele mal. Arrojad ese cadáver putrefacto por el balcón.

 

OTRO SASTRE.

—Está toda despedazada por los jotes y los buitres.

 

PERMANGANATO.

—Arrojadla por el balcón.

 

(La toman entre dos y la lanzan por el balcón. El pueblo grita afuera: "Queremos pan. Queremos pan".)

 

PERMANGANATO. (Corre al balcón.)

—¡Hasta cuándo vais a jorobar!

 

(Voces y gritos de chifla.)

 

VOCES FUERA.

—Muera, muera. Abajo.

 

PERMANGANATO.

—Ahora van a saber quién soy yo. Señor secretario, coja un papel. (Un sastre levanta la cabeza y coge un papel.) Escriba usted.

 

SECRETARIO.

—Dicte, Excipiencia.

 

VOZ.

—Majestad...

 

SECRETARIO.

—Dicte, Majestad.

 

PERMANGANATO.

—Por decreto oficial se declara que la persona del Rey es sagrada, el Rey representa a Dios, es ungido por Dios, es designado y elegido directamente por la voluntad divina.

 

VOZ.

—¡Bravo!

 

PERMANGANATO.

—Mi persona es sagrada. Se prohíben las manifestaciones en mi contra. Es obligatorio aplaudirme. El que no aplauda a mi paso será fusilado en el mismo sitio en que no ha aplaudido.

 

VOZ.

—¡Bravo!

 

PERMANGANATO.

—Por fin el país entra en el camino del progreso.

 

(Aparece el ujier.)

 

UJIER.

—Majestad, se han sublevado los cojos... Vienen los cojos a tomarse el poder... Los cojos con los relojeros.

 

PERMANGANATO. (De pie en la silla de la Presidencia.)

—Abrid las puertas. Dejadles pasar. Tú, Hipnotizador, a ver cómo trabajas.

 

HIPNOTIZADOR.

—Estoy listo. A vuestras órdenes... Siempre a vuestras órdenes, hasta el fin de mi vida.

 

(Aparecen los cojos en la puerta y luego los relojeros entran por la ventana. Permanganato, con la corona sobre la cabeza y la gran tijera en la mano derecha, espera majestuoso y desafiador, mirando a derecha y a izquierda, con la boca abierta, mostrando los dientes. Los cojos y los relojeros traen bastones y estacas que enarbolan amenazantes.)

 

VOCES.

—¡Viva don Cojín!... ¡Viva nuestro jefe!

 

(Llegan hasta el medio de la sala con los palos levantados. El Hipnotizador se les acerca, les clava la mirada, hace un gesto violento con la mano como lanzando fluidos y todos los cojos quedan hipnotizados con los bastones en el aire.)

 

PERMANGANATO.

—¡Bravo! Muy bien, Gran Visir.

 

(Saltan los relojeros por la ventana. El Hipnotizador queda lejos de ellos y no tiene tiempo de acercarse. Lo que habría sido inútil, pues a las pocas palabras que pronuncia su jefe, al ver la arrogante figura del Rey Permanganato I, todos bajan la vista y se van retirando respetuosamente.)

 

RELOJEROS.

—¡Viva don Péndulo!... ¡Viva nuestro jefe!

 

DON PÉNDULO.

—Nosotros queremos salvar al país.

 

PERMANGANATO.

—Ya está salvado.

 

DON PÉNDULO. (Avergonzado ante Su Majestad.)

—Perdón, Majestad, nosotros no sabíamos...

 

UN RELOJERO.

—Nosotros ignorábamos que ahora...

 

PERMANGANATO.

—Teníais un rey.

 

DON PÉNDULO.

—Nosotros los relojeros nos decíamos: "El país se atrasa... se atrasa..., debemos adelantarlo...". Perdone, Su Majestad.

 

PERMANGANATO.

—Estáis perdonados... Don Péndulo, os perdono, porque erais inocente..., no sabíais lo que hacíais. Os perdono y os nombro Archiduque.

 

VOCES.

—¡Viva nuestro Rey Permanganato I!

 

VOCES.

—¡Viva! ¡Viva!

 

(Los sastres, que están en grupo en primer término, aplauden frenéticos.)

 

PERMANGANATO.

—Gran Visir, podéis liberar a ésos. (Le señala los cojos.)

 

HIPNOTIZADOR.

—Como ordenéis. (Se acerca a los cojos y hace un gesto con las manos para quitarles el fluido. Los cojos se despiertan y se sacuden como los perros al salir del agua.)

 

DON COJÍN.

—¿Qué es esto? ¿Qué pasa? ¿En dónde estamos?

 

HIPNOTIZADOR.

—En la corte de Su Majestad Permanganato I.

 

PERMANGANATO.

—Sí, don Cojín, están ustedes en la corte imperial.

 

DON COJÍN.

—¡Viva nuestro Rey!

 

VOCES.

—¡Viva!

 

PERMANGANATO.

—Os nombro Vizconde.

 

DON COJÍN.

—¡Viva Su Real e Imperial Majestad Permanganato I!

 

VOCES.

—¡Viva!

 

(El grupo de sastres se adelanta hacia el Rey. El Hipnotizador se equivoca y los hipnotiza.)

 

UN SASTRE.

—Nosotros que somos vuestros cola...

 

(El Hipnotizador los hipnotiza y le corta la palabra.)

 

PERMANGANATO.

—¿Qué hacéis, Gran Visir? Éstos son los míos, son mis amigos.

 

HIPNOTIZADOR.

—Perdón, Majestad, me he equivocado. (Hace el gesto de quitarles el fluido hipnótico.)

 

UN SASTRE.

—…boradores y vuestros servidores más fieles, queremos haceros presente humildemente que los Ministerios deberían ser repartidos según fue convenido anoche.

 

PERMANGANATO.

—Lo serán. Mi palabra es palabra de rey.

 

UN SASTRE.

—Gracias, Majestad. Esperamos confiados y con paciencia, pues hasta ahora vos sólo habéis designado un solo puesto, el que habéis creado, el Gran Visir, y nosotros, vuestros colaboradores en la lucha y en la toma del poder...

 

PERMANGANATO,

—Silencio, señores.

 

(El Gran Visir se acerca a los sastres y los hipnotiza.)

 

DON COJÍN.

—También nosotros los cojos podríamos servi...

 

(El Gran Visir se acerca a los cojos v los hipnotiza.)

 

DON PÉNDULO.

—No sólo ellos, señor y rey, nosotros los relojeros incondicionalmente...

 

(El Gran Visir se acerca a los relojeros y los hipnotiza.)

 

PERMANGANATO.

—¡Bravo, bravo, mi Gran Visir, sois un hombre admirable! La monarquía os deberá grandes y señalados...

 

(El Gran Visir se acerca al Rey y lo hipnotiza. Lo coge de la mano y lo baja de la silla, le saca la corona, se la pone sobre su cabeza y le pone al otro su turbante, luego se coloca en pose, de pie sobre la silla.)

 

HIPNOTIZADOR.

—Me habría pasado de tonto... Ahora yo soy el Rey. Señores, miradme bien. (Todos le miran con los ojos clavados y las bocas abiertas.) Yo soy el Rey Permanganato I. ¿Habéis oído? (Nadie se mueve.) Y ese que está ahí (señala a Permanganato.), ése es el Hipnotizador, o sea, el Gran Visir. Os ordeno que así nos veáis hasta que mi voluntad no desee otra cosa. Y tú, Permanganato, te verás Gran Visir y me verás Permanganato. Esta es mi orden. Yo soy tú y tú eres yo... Esta es mi orden... Podéis despertar. (Hace un gesto amplio con las manos y todos se despiertan.)

 

PERMANGANATO.

—Majestad, ¡qué bien os cae la corona! Se diría hecha sobre medida...

 

HIPNOTIZADOR.

—A vuestros servicios debo en gran parte esta corona. Nunca lo olvidaré.

 

PERMANGANATO.

—Yo sólo soy un vulgar hipnotizador. Cuando estuve en la cárcel, nunca pensé que llegaría a ocupar un puesto tan importante a vuestro lado.

 

HIPNOTIZADOR.

—Señores, todos mis partidarios llevarán como distintivo un huevo duro en el sombrero. Por ese signo os reconocerán y os reconoceréis los unos a los otros.

 

DON PÉNDULO.

—Con ese signo venceremos.

 

HIPNOTIZADOR.

—Él estará siempre en el camino del honor.

 

(Voces de afuera: "Queremos pan. Queremos pan".)

 

DON COJÍN.

—Majestad, ¿queréis que salga con los míos y que haga despejar a esas turbas?

 

DON PÉNDULO.

—Yo también me ofrezco con los míos.

 

HIPNOTIZADOR.

—No les temo. Mi sola presencia bastaría...

 

(Entra corriendo Fifí Fofó.)

 

FIFÍ FOFÓ.

—Aquí vengo, Majestad... (Le mira el rostro extrañada.) ¿Pero qué es esto? No sois vos Perman...

 

(El Rey la hipnotiza. Le clava los ojos, pronuncia unas palabras en silencio y la despierta.)

 

FIFÍ FOFÓ                                         

—…ganato I... ¡Oh, vos nuestro Rey! He llegado antes que Lulú Lalá... El amor tiene alas...

 

DON COJÍN.

—Como el mar tiene olas...

 

HIPNOTIZADOR.

—Un Rey necesita una Reina.

 

FIFÍ FOFÓ.

—De otro modo es muy fácil darle mate.

 

HIPNOTIZADOR.

—Os pido vuestra mano y os ofrezco un trono.

 

FIFÍ FOFÓ. (Solemne, cogiendo su mano derecha con la izquierda y presentándosela al Rey.)

—Mi mano aquí la tenéis.

 

HIPNOTIZADOR.

—Te escojo a ti, que eres virgen y pura como la nieve de las más altas crestas.

 

VOCES.

—¡Viva nuestra Reina Fifí Fofó!

 

VOCES.

—¡Viva!

 

(Se oyen gritos afuera: "Pan y trabajo. Pan y trabajo".)

 

HIPNOTIZADOR.

—Cambiaremos ese nombre un tantico vulgar, Fifí Fofó, por el nombre de Zenit. Desde ahora os llamáis Zenit, la Reina Zenit. Yo también cambiaré mi nombre, que no me gusta.

 

FIFÍ FOFÓ.

—Oh esposo mío, no cambies de nombre. Permanganato, estoy tan habituada a él. Permanganato es tan dulce.

 

HIPNOTIZADOR.

—Los reyes y los pontífices, al cambiar de situación, suelen también cambiar de nombre.

 

FIFÍ FOFÓ.

—Si es así, me inclino y me resigno.

 

HIPNOTIZADOR.

—Tomaré el nombre de mi Gran Visir, que mucho me agrada; me llamaré Nadir. Nadir I, y vos, Gran Visir, tomaréis el mío. Os llamaréis Permanganato.

 

PERMANGANATO.

—Gracias, Majestad, gracias por el doble honor que me acordáis.

 

VOCES.

—¡Vivan el Rey Nadir I y la Reina Zenit!

 

VOCES.

—¡Vivan! ¡Vivan nuestros reyes!

 

NADIR I.

—Mañana iremos al Templo del Archisol a agradecer al Todopotentoso, al Dios de los lunenses, el haber fijado en mí sus ojos divinos y haberme ungido para realizar sus designios en estas bajas esferas humanas.

 

(Se oyen gritos, ruidos, disparos. Algunos corren al balcón. Otros corren al primer término de la escena.)

 

VOCES JUNTO AL BALCÓN.

—Son los colectivistas.

 

NADIR I.

—Cuidado, señores, que están lanzando bombas; retiraos de la ventana.

 

VOCES JUNTO AL BALCÓN.

—Les hemos arrebatado una bandera. (Muestran triunfantes una bandera colectivista.)

 

DON COJÍN.

—Nosotros aplastaremos a los rebeldes.

 

DON PÉNDULO.

 

—Sabremos cumplir con nuestro deber.

 

PERMANGANATO. —Hasta la muerte.

 

(Siguen los ruidos de disparos.)

 

REINA ZENIT.

—Cuidado, señores. No expongáis vuestras vidas.

 

NADIR I. (A los que están en la ventana.)

 —Cuidado con los tiros intravenosos.

(A los que están en primer término.) —Cuidado, que va a caer el telón.

 

 

(TELÓN)

 

ACTO IV

 

Cuadro I

 

Representa el interior del Templo. Sobre una especie de altar, en lo alto, pegado al muro, brilla el Archisol de los lunenses, que es una especie de gran medalla amarilla con el signo $ al centro. El Sumo Sacerdote y dos Hierofantes ofician. El sumo Sacerdote ofrece al Dios incienso en una especie de copa de metal, como una gran copa de champagne, que levanta y baja ante su pecho. El Rey, la Reina y toda la corte están postrados ante el Archisol y se inclinan a cada frase hasta tocar el suelo con la frente. Cada vez que los dos Hierofantes repican con las alcancías que tienen en la mano derecha, el Rey, la Reina y todos sus acompañantes se levantan y van a depositar una moneda en las alcancías; luego vuelven a postrarse en su sitio.

 

SUMO SACERDOTE.

—¡Oh Archisol, oh Todopoten toso, oh Dios que reinas en las alturas, dígnate enviar una mirada bondadosa a los fieles aquí postrados a tus plantas!

¡Oh tú, Archisol, oye nuestras súplicas! Tú que gobiernas el mundo, el alma y la materia; tú que haces ver a los ciegos, oír a los sordos y hablar a los mudos; tú que limpias de toda mancha, tú que haces y deshaces la justicia, tú que construyes y destruyes las naciones y los imperios, alabado seas hasta el fin de los tiempos.

 

(Los Hierofantes hacen sonar las alcancías. Todos se levantan y depositan monedas en ellas.)

 

Aquí venimos a alabarte y también a implorarte ayuda y protección, ¡oh Archidiós! Tú nos das amor, gloria y felicidad mientras vivimos en este paisaje de sollozos. Tú haces que el idiota sea inteligente y el inteligente sea idiota, tú haces que la fea sea hermosa y la hermosa sea fea. ¡Oh Todopotentoso! Por ti el vicio es virtud y la virtud es vicio. Tú todo lo puedes y ante ti nos prosternamos. Alabado seas hasta el fin de los tiempos.

 

(Los Hierofantes repican sus alcancías. Todos los fieles se levantan y depositan monedas en ellas.)

 

¡Oh Todopotentoso! Dadnos buenos obreros, trabajadores serios, sumisos, resignados, que se conformen con lo que queramos darles y no protesten, que tengan el alma noble para soportar el hambre, el frío, la miseria en silencio. Que soporten en silencio las enfermedades, la muerte y toda la triste herencia del ser humano. Que sepan comprender nuestra justicia, que sepan agradecernos el haberlos librado de las inquietudes que traen consigo la riqueza, la propiedad y la abundancia. ¡Oh Todopotentoso! Rompe su espíritu de rebelión, manténlos siempre en la esclavitud. Gracias a ti, ¡oh Archidiós!, ellos están obligados a vender su libertad. Que así sea y así siga siendo hasta el fin de los tiempo, ¡Oh Todopotentoso!

 

(Los dos Hierofantes repican las alcancías. Los fieles se levantan y van a depositar su óbolo en ellas.)

 

¡Oh Archisol! Postrados te adoramos. Sumo Sacerdote y Hierofantes, reyes y presidentes, grandes y pequeños, ante ti nos prosternamos y te adoramos. ¡Oh tú, luz resplandeciente, consuelo de tristezas, tú, Archisol victorioso e invencible, ilumina la conciencia de los malos, de los ateos que no creen en ti y van ciegos a su perdición, ilumina con tu gracia a aquellos que se atreven a negar tu suprema sabiduría y tus bondades inagotables! Protege a los fieles que te imploramos y te adoramos prosternados por los tiempos de los tiempos, ¡Oh Archidiós!

 

(Los dos Hierofantes repican las alcancías. Los fieles depositan su óbolo.)

 

Tú, mago maravilloso que te deslizas como luz por todas partes; tú que eres la única lengua universal, la única ciencia verdadera, la única persuasión irresistible; tú que eres el supremo argumento, oye nuestras voces que te alaban y te cantan. Tú eres el dispensador del dolor y la alegría, de los bienes y los males; ayuda y protege a tus fieles que te imploramos y te adoramos. Espejo de la felicidad, luz de la gloria, ¡Oh Archisol! Tú eres la inteligencia, la belleza, la virtud, el honor, la justicia, el saber, la fuerza, la verdad, la bondad. ¡Oh Archisol!

 

(Los dos Hierofantes repican las alcancías. Los fieles depositan su óbolo.)

 

Protégenos a todos y muy en especial a nuestro Rey, a este Rey que tú has elegido para que dirija nuestros pasos humanos; este Rey que tú has ungido desde las alturas y que tú has señalado con tu dedo para gobernar a tus hijos. ¡Oh Archidiós!, te agradecemos prosternados por haber escogido al más perfecto de tus hijos, a Su Majestad Nadir I, para reinar en la nación predilecta y amada de tu corazón.

 

(A un signo del Sumo Sacerdote, toda la corte se pone de pie. La ceremonia religiosa ha terminado. El Sumo Sacerdote se acerca a saludar al Rey y a la Reina. Hierofantes y cortesanos hablan entre sí, como en un salón.)

 

NADIR I.

—Vuestras palabras traerán las bendiciones del Archidiós sobre mí y sobre nuestro reino.

 

SUMO SACERDOTE.

—Majestad, vos sois la virtud misma y la virtud merece todas las bendiciones y las alabanzas. Así también nuestra Reina Zenit, que es el símbolo de la pureza y de la prudencia.

 

NADIR I.

—Sólo vos, Magno Sacerdote, sois la virtud suprema.

 

SUMO SACERDOTE.

—Vuestra virtud es insuperable, como es insuperable vuestra grandeza.

 

NADIR I.

—Vuestra virtud es superior a la mía y también vuestra grandeza.

 

SUMO SACERDOTE.

—No, Majestad; mi virtud no iguala a vuestra virtud, ni mi grandeza iguala a vuestra grandeza.

 

NADIR I.

—Mayor es vuestra virtud que mi virtud y así vuestra grandeza que mi grandeza.

 

SUMO SACERDOTE.

—¿Quién puede igualar la virtud y la grandeza de nuestro Rey?

 

NADIR I.

—Desgraciado el que pretenda llegar a la altura de la virtud y de la grandeza de nuestro Sumo Sacerdote.

 

SUMO SACERDOTE.

—Pero, Majestad, vos sois elegido de Dios.

 

NADIR I.

—Y vos también sois elegido de Dios.

 

REINA ZENIT.

—Entonces debéis hacer una pequeña transacción. De otro modo nunca podréis resolver estos problemas de alta metafísica.

 

NADIR I.

—Eso es. Somos iguales en grandeza y virtud.

 

SUMO SACERDOTE.

—No, Majestad, vos me superáis en grandeza.

 

NADIR I.

—Y vos me superáis en virtud.

 

SUMO SACERDOTE.

—Así, pues, juntando nuestras dos personas, uniendo las dos mitades...

 

NADIR I.

—Somos la redondez perfecta, el círculo mágico.

 

REINA ZENIT. (Entusiasta.)

—¡Vivan nuestras redondeces! ¡Viva el círculo mágico!

 

VOCES.

—¡Viva!

 

NADIR I. (Despidiéndose.)

—Sumo Sacerdote, tengo el placer de invitaros a nuestra mesa en el palacio real, que espero sea vuestro hogar.

 

SUMO SACERDOTE.

—Os agradezco, Majestad, vuestra invitación y vuestro ofrecimiento. No faltaré al placer de volver a oír vuestra palabra.

 

REINA ZENIT.

—Tenemos treinta y cinco cocineros y cuarenta y ocho ayudantes. Les haré preparar lo mejor de su repertorio... y os sentaré a mi lado.

 

SUMO SACERDOTE.

—Tanto honor, Majestad, tanto honor.

 

(Los Hierofantes se colocan con sus alcancías a cada lado de la puerta. Los reyes y los cortesanos, al salir, depositan monedas en las alcancías. Apenas el Sumo Sacerdote y los dos Hierofantes quedan solos en el Templo, se precipitan al altar abren las alcancías, sacan un papel y un lápiz y empiezan a contar el dinero, haciendo montoncitos sobre el altar.)

 

SUMO SACERDOTE.

—Cuánto? ¿Cuánto?

 

PRIMER HIEROFANTE.

—Un momento.

 

SEGUNDO HIEROFANTE.

—En un instante, paciencia.

 

SUMO SACERDOTE.

—Parece que la cosa anduve bien.

 

PRIMER HIEROFANTE.

—No creo que muy bien.

 

SUMO SACERDOTE.

—¿Cuánto? ¿Cuánto?

 

SEGUNDO HIEROFANTE.

—No os hagáis demasiadas ilusiones.

 

SUMO SACERDOTE.

—¿Cuánto? ¿Cuánto?

 

PRIMER HIEROFANTE.

—Yo tengo trescientos sesenta y siete.

 

SUMO SACERDOTE. (Escribiendo.)

—¿Nada más?... ¿Y vos, cuánto, cuánto?

 

SEGUNDO HIEROFANTE.

—Paciencia... Un momento... Yo tengo... Yo tengo... Trescientos ochenta y tres.

 

SUMO SACERDOTE.

—¿Nada más? Pues es bien poco.

 

PRIMER HIEROFANTE.

—La fe se enfría. (Señalando el dinero.) Esto es el termómetro de la fe.

 

SEGUNDO HIEROFANTE.

—Necesitamos un milagro. La alcancía es el termómetro de la fe...

 

SUMO SACERDOTE.

—Y el termómetro marca tibio.

 

PRIMER HIEROFANTE.

—Yo diría que marca frío. Necesitamos un milagro.

 

SUMO SACERDOTE.

—Ahora mismo me convocaréis a los Hierofantes especialistas. Es absolutamente necesario un milagro.

 

PRIMER HIEROFANTE.

—El Hierofante químico está enfermo y el Hierofante físico anda fuera; no llegará a la ciudad hasta pasado mañana.

 

SEGUNDO HIEROFANTE.

—No vamos a esperar por eso. Se podría llamar al Hierofante prestidigitador.

 

SUMO SACERDOTE.

—Es peligroso, es peligroso... En estos tiempos prefiero algo más científico.

 

PRIMER HIEROFANTE.

—Es preciso algo muy serio. De lo contrario la fe decaería aún más.

 

SUMO SACERDOTE.

—Y entonces, ¿qué haríamos? Agregad a la crisis la falta de fe... Con estas cosas no se juega.

 

PRIMER HIEROFANTE.

—Los fieles se ponen cada día más suspicaces y más maliciosos.

 

SEGUNDO HIEROFANTE.

—Es el espíritu demoledor del siglo, el terrible espíritu crítico que se desarrolla. Debemos pedir a nuestro Rey Nadir una ley contra el espíritu crítico.

 

SUMO SACERDOTE.

—Se la pediré hoy mismo.

 

PRIMER HIEROFANTE.

—Es necesario disminuir el número de escuelas.

 

SEGUNDO HIEROFANTE.

—Es necesario declarar la guerra al libro.

 

PRIMER HIEROFANTE.

—Hay que hacer fusilar a todos esos malvados que quieren despertar al pueblo.

 

SEGUNDO HIEROFANTE.

—¡Infames! Cuando el pueblo duerme tan bien... y le gusta tanto dormir.

 

SUMO SACERDOTE.

—Todo se hará, todo se hará... Al Rey le conviene como a nosotros.

 

PRIMER HIEROFANTE.

—En estos tiempos en que todo se analiza, todo se revisa, todo se verifica... Vivimos días peligrosísimos...

SEGUNDO HIEROFANTE.

—Y hasta el Archidiós bambolea.

 

PRIMER HIEROFANTE.

—El Todopoderoso bambolea, bambolea.

 

SUMO SACERDOTE.

—Nuestras manos tienen que sujetarle y afirmarle; de lo contrario, ¡ay de nosotros!

 

LOS HIEROFANTES.

—¡Ay de nosotros!

 

 

(TELÓN)

 

Cuadro II

 

Una habitación de estudiantes. Dos divanes, uno a cada lado. Una mesa al centro, vasos y botellas sobre la mesa. Debe hacerse un decorado simplísimo. Sobre el diván de la derecha del actor, una ventana abierta. Al centro, un poco más hacia la izquierda, una puerta.

Tres estudiantes: Cirio, Plauso y Vatio; dos estudiantas: Corola y Astra, y un Periodista. Luego un Obrero.

Vatio está sentado en el diván, junto a la ventana abierta, mirando fijamente el cielo en silencio. El Periodista bebe junto a la mesa. Corola y Astra están sentadas en el diván de la izquierda. Cirio se pasea. Plauso está sentado a caballo en la silla, frente al Periodista.

 

CIRIO.

—La verdad es que nos ha tocado vivir una época terriblemente torturada. La época del gran cambio, amigos, del gran cambio...

 

PLAUSO.

—Todo está en crisis, todo se revisa. Los jóvenes de nuestra generación no creemos en nada de lo que hemos recibido en herencia. Hay que construir nuevas verdades.

 

ASTRA.

—O nuevas mentiras. El hombre es el eterno engañado. Vivimos entre fantasmas, rodeados de nuestros propios fantasmas.

 

PLAUSO.

—El camino hacia la verdad está lleno de fantasmas, que vamos matando a medida que avanzamos.

 

CIRIO.

—Hay que construir un mundo nuevo. Esta es nuestra verdad. Cada época trae su verdad, o sea, una realidad en la cual se apoya. El mundo viejo se derrumba, está podrido, huele a cadáver.

 

ASTRA.

—Y su olor no nos deja respirar; nos ahogamos en sus miasmas.

 

COROLA.

—Esa es la verdad: nos estamos ahogando.

 

CIRIO.

—Y nosotros los estudiantes hacemos bien poco para cambiar este mundo abyecto. Nos dejamos imponer por los viejos.

 

PLAUSO.

—Hacemos lo que podemos.

 

ASTRA.

—No, Plauso, no hacemos lo que podemos. Cirio tiene razón; hacemos bien poco.

 

PERIODISTA.

—Astra está loca. ¿Qué van a hacer ustedes? ¿Qué van a reformar ustedes?

 

ASTRA.

—Ya salió el periodista.

 

CIRIO.

—¿Querrías que hiciéramos como tú, aplaudir todo lo que te mandan aplaudir, denigrar todo lo que te mandan denigrar?

 

PERIODISTA.

—Yo vivo.

 

PLAUSO.

—Tú vendes tus artículos, tu pluma y tu conciencia como un queso o un kilo de cebollas.

 

ASTRA.

—Yeso no es vivir, eso es morir.

 

PERIODISTA.

—Yo vivo, yo vivo. Mientras vosotros reformáis el mundo con palabras, mientras vosotros os torturáis por utopías e ideas sociales de visionarios, yo vivo.

 

CIRIO.

—Todo lo grande que se ha realizado en el mundo fue antes una utopía, locuras de visionarios.

 

PLAUSO.

—Naturalmente.

 

PERIODISTA.

—El mundo es como es. Vivamos en él y tratemos de aprovechar lo mejor posible y sobre todo procuremos no estar entre los de abajo.

 

CIRIO.

—Ahí tenéis retratado a nuestro amigo el periodista. Si no fuéramos amigos desde la infancia, creo que te arrojaría por esa ventana.

 

PERIODISTA.

—Vosotros sois una tropa de locos.

 

PLAUSO.

—Y tú un vendido, un monigote sin conciencia.

 

PERIODISTA.

—Me pagan, amigos, me pagan y hay que vivir.

 

ASTRA.

—Pero hay que tener un poco de vergüenza, hay que tener dignidad.

 

CIRIO.

—Éste, ¡qué va a tener vergüenza! Ayer elogiaba a don Juan Juanes, mientras don Juan Juanes estaba en el poder; al día siguiente elogiaba al General Sotavento y atacaba a don Juan Juanes, cuando éste fue derrocado por Sotavento. Luego elogiaba a los bomberos y los ponía por los cuernos de la Tierra cuan-do botaron a Sotavento...

 

PLAUSO.

—Después, con la misma pluma, que no se le rompía de vergüenza, elogiaba a los dentistas, a las dactilógrafas, a los sastres, etc.

 

CIRIO.

—A todos los que subían, a todos los que estaban en el poder.

 

PERIODISTA.

—Sois unos locos.

 

ASTRA.

—Artículos de elogios para los que suben, artículos de insulto para los que bajan.

 

CIRIO. —Y la vergüenza y la dignidad al fondo de una noria, en el último rincón de la casa.

 

PLAUSO.

— Y con una piedra encima para que no vaya a levantar la cabeza.

 

ASTRA.

— Porque al que escandalice más le valiera atarse una piedra al cuello y arrojarse al fondo del agua.

 

PERIODISTA.

— ¡Qué chaparrón!

 

PLAUSO.

— Nada, en comparación del que mereces.

 

CIRIO.

— Y ahora vives cantando glorias a Su Majestad, a ese fantoche indigno que ha asaltado el poder y se ha proclamado rey.

 

PLAUSO.

— Ni siquiera te da risa. El espectáculo más cómico del mundo no te hace reír.

 

CIRIO.

— Quisiera verte por las noches, cuando vuelves a tu casa y te miras al espejo, si no te pones rojo hasta las orejas.

 

PERIODISTA.

— Entretanto, yo vivo y vivo bien; las gentes me respetan, me agasajan.

 

CIRIO.

— Pero no te respetas tú mismo. Tu propia conciencia no te respeta ni te agasaja.

 

PLAUSO.

— Y esos que tú dices que te respetan son tan inmundos como tú; su respeto no vale nada.

 

ASTRA.

— La miseria aumenta de día en día y tú hablas de prosperidad; estás obligado a engañar a tus lectores.

 

CIRIO.

— Vives de la mentira, por la mentira y para la mentira. Tus pobres lectores…

 

PERIODISTA.

— ¿Qué me importan a mí los lectores? ¿Tu crees que un periódico vive del lector? Vive del industrial que quiere vender su pacotilla, vive del ministro que lo subvenciona para que hablen de su talento y de sus empresas, vive de la cocota vieja que quiere que se hable de su virtud, vive del especulador que busca un alza o una baja de los valores, vive del que se quiere crear una personalidad para lograr un puesto, vive del gobierno que necesita acallar ciertas cosas y sacar otras a relucir, vive de las fábricas de cañones que necesitan preparar la guerra y llegar a la guerra…

 

CIRIO.

— En una palabra, un periódico vive de la mentira, del engaño, de la farsa y de la muerte.

 

ASTRA.

— Y al lector hay que pasarle el tonto todas las mañanas.

 

PLAUSO.

— Un periódico es una bocina de ambiciones personales, de intrigas, de toda la porquería que nos ahoga. El lector os importa un higo.

 

CIRIO.

— La verdad, la conciencia humana, la injusticia, la formación del espíritu, eso queda para los locos.

 

PERIODISTA.

— Yo no he nacido ni para apóstol ni para profeta.

 

CIRIO.

— Sino para sinvergüenza.

 

ASTRA.

— Este es el mundo en que vivimos, el mundo del engaño, de la miseria, del hambre, de la injusticia. Nadamos en el caos y las contradicciones de un mundo absurdo, en medio de la desesperación, de la pelea continua, de la degeneración, del vicio, de la esclavitud…

 

CIRIO.

— Y vosotros elogiáis y defendéis este mundo… Y os levantáis furiosos, hinchados de indignación y de calumnias contra los reformadores de semejante mundo.

 

PERIODISTA.

— Ya os he dicho que el mundo es como es.

 

ASTRA.

— Si el mundo es tan asqueroso, es preciso cambiarlo.

 

PERIODISTA.

— ¿Vosotros vais a cambiar el mundo; vosotros, unos cuantos soñadores?...

 

PLAUSO.

— Sí, nosotros y los que sufren. Nosotros, despertando a los que sufren.

 

PERIODISTA.

— Los que sufren prefieren dormir; no seáis ingenuos. Vosotros sois felices, dejad a los otros que se arreglen como puedan.

 

ASTRA.

— Yo no puedo ser feliz en un mundo de injusticias y de mentiras…

 

COROLA.

— Nadie que no sea una bestia puede ser feliz en medio de la miseria y la injusticia.

 

PERIODISTA.

— ¿Es usted una colectivista, señorita Corola?

 

COROLA.

— Debiera serlo, quisiera serlo.

 

CIRIO.

— Yo también quisiera serlo. Empiezo a estudiarlos y creo que son los únicos que tienen razón.

 

PERIODISTA.

— Locuras. Sois todos unos locos.

 

PLAUSO.

— Y tú eres un miserable. Un cínico.

 

PERIODISTA.

— Me voy, amigos, me están insultando demasiado.

 

CIRIO.

— Sí, vete, es lo mejor que puedes hacer. Te juro que me das vergüenza.

 

PLAUSO.

— A mí me da lástima.

 

PERIODISTA.

— Bueno, pues, adiós, señores, y que pronto reforméis el mundo… El vino no estaba malo.

 

(Sale sonriendo y haciendo adiós con la mano.)

 

CIRIO. (A Vatio, que está sentado en el diván, mirando el cielo.)

—Y tú, Vatio, ¿qué haces ahí?

 

VATIO.

—Estoy oyendo crecer mis cabellos.

 

PLAUSO.

—Ese pobre periodista recibió su chaparrón.

 

ASTRA.

—Se fue un poco asustado. Pertenece a otro mundo; en medio del desconcierto universal, él vive como si no pasara nada.

 

CIRIO.

—Lo que yo digo es que los viejos deben dejarnos el paso a los jóvenes. ¿Con qué derecho ellos quieren arreglarnos la vida a su antojo, esta vida en la cual nosotros vamos a vivir y en la cual ellos van muy pronto a morir? Que nos dejen a nosotros arreglar el mundo, que es donde nosotros vamos a vivir.

 

PLAUSO.

—Y que ellos se vayan a arreglar el cementerio, que es a donde ellos van a ir en poco tiempo más.

 

ASTRA.

—Es verdad. Se debiera hacer una gran internacional de los jóvenes contra los viejos.

 

CIRIO.

— Ellos representan el mundo que nosotros detestamos y pretenden imponernos su mundo.

 

PLAUSO.

—Quieren hacernos vivir rodeados de cadáveres.

CIRIO.

—Es preciso limpiarnos de todas las miasmas que hemos heredado. Debemos hacer el vacío en nuestro espíritu y empezar a llenarlo de nuevo. Esa es nuestra tarea.

 

ASTRA.

—Es lo único digno.

 

PLAUSO.

—Y lo único que puede entusiasmarnos. Ya veis, hasta Corola se entusiasmó de repente en la pelea con el periodista.

 

CIRIO.

—De verdad. Corola también se indignó. Ella siempre tan pálida, tan cansada.

 

COROLA.

— El pensar en la miseria y la injusticia tiene que indignarme. Es recordar mi pasado. En mi familia todos eran pálidos, flacos, desencajados, parecían esqueletos con piel. No recuerdo nunca en mi niñez haber comido lo suficiente, siempre me acostaba con hambre.

 

CIRIO.

—No creas que tu caso es excepcional. Es lo corriente.

 

COROLA.

— ¡Y qué comida, amigos míos! Todo falsificado o todo añejo... Sí, todo lo que comíamos en casa era malo y viejo.

 

ASTRA.

—Algún falsificador inmundo que se enriquecía vendiendo venenos.

 

COROLA.

—Vestíamos harapos. Dormíamos como animales, amontonados, en una pieza sin aire y cubriéndonos con sacos rotos. En el invierno, tiritando de frío, recibiendo la lluvia que caía en el cuartucho miserable, cuyo techo parecía un colador.

 

PLAUSO.

—Seguramente el dueño de aquel cuarto infecto sería algún ricacho.

 

COROLA.

—Era una viuda bastante rica. Jamás quiso arreglar sus barracas, jamás quiso reparar los techos o las paredes que se abrían por todas partes. Así le producían dinero y así las dejaba... hasta que se cayeran de podridas.

 

CIRIO.

— ¡Gente miserable!

 

ASTRA.

—Parece mentira.

COROLA.

—Una vez la vi. Vi a nuestra propietaria pasar en su coche. Era una mujer insignificante, inexpresiva, bien vestida, bien comida. Decían que era muy buena, muy piadosa, muy rezadora.

 

PLAUSO.

—Claro está. En eso se les va todo..., con eso lo arreglan todo.

 

COROLA.

—Y hasta tenía fama de ser muy caritativa.

 

CIRIO.

— ¡Ja, ja, ja! Así es el mundo, ¡qué asquerosidad! Muchas de esas almas caritativas sólo son sádicas, les gusta sentir palpitar el dolor entre sus dedos, gozan con la miseria ajena. Si amaran realmente al pueblo proclamarían la revolución.

 

ASTRA.

—Se revuelve el estómago. Van al pueblo mintiendo amor, por vanidad, por crearse una aureola de bondad o por algo menos confesable.

 

COROLA.

—Una vez vino a inspeccionar los cartuchos un médico de no sé qué comisión de sanidad o algo por el estilo, y declaró que nuestra casa era inhabitable.

 

CIRIO.

— ¿Destituirían al médico?

 

COROLA.

—No hubo necesidad. La dueña se lo compró.

 

PLAUSO.

—Y declaró la casa en perfecto estado higiénico.

 

COROLA.

— Así fue. A los dos meses, unas murallas se desplomaron y murieron reventadas cinco personas.

 

ASTRA.

—Como serían obreros, nadie protestó, seguramente.

 

CIRIO.

— ¡Qué asquerosidad!

 

COROLA.

—No quiero ni recordarlo. Hablemos de otra cosa, mi niñez es demasiado triste. Hablemos del presente.

 

PLAUSO.

—Nuestro presente no es más halagüeño.

 

CIRIO.

—Nuestro presente es la descomposición, la angustia, la des-orientación... Vivimos en una jaula de bestias feroces, de aves de rapiña.

 

PLAUSO.

—Es la lucha entre dos mundos... La incertidumbre, el pesimismo. Necesitamos nuevos valores, que tengan en sí suficiente potencia como para renovar la vida y darnos el entusiasmo necesario para poder crear.

 

CIRIO.

—Vivimos en pleno escepticismo, buscando un apoyo; vivimos en un mundo viejo, cansado y agotado. ¿Quién tiene esperanzas? ¿En dónde hay una esperanza? Vivimos en una muerte lenta.

 

(Aparece el Obrero en medio de la puerta. Tiene las mangas enrolladas y se le ven los músculos fuertes y duros.)

 

OBRERO.

—Yo soy la esperanza. ¿Quién habla de pesimismos, de desaliento? A la batalla, muchachos. Yo soy el futuro. Ha llegado mi momento, ha llegado mi día. Ala batalla. Todo está viejo, todo está gastado... ¿Cómo podéis afirmar semejante blasfemia? Olvidáis que mi cerebro está virgen, que yo soy un tesoro escondido, que yo puedo dar nuevos valores al mundo; olvidáis que yo puedo dar nuevas formas al espíritu. Yo soy una mina inexplotada. Yo soy el obrero, yo soy el hombre nuevo, el hombre que habéis mantenido al margen de la vida y que también tiene su palabra que decir. A la batalla, muchachos; vosotros debéis estar conmigo, vosotros sois la juventud, como yo soy la juventud. Somos la juventud de nuestro planeta, somos el rejuvenecimiento, la renovación de la vida. El porvenir es nuestro. A la batalla, muchachos. Mirad mis músculos. ¿No os inspiran confianza? Éstos no son brazos de cadáver.

 

VATIO. (Poniéndose de pie.)

— Hermano, hermano, tú eres la última esperanza, tú eres la única esperanza.

 

OBRERO.

—A la batalla, ánimo, muchachos. ¿No sentís que somos invencibles? En medio de esta humanidad despedazada, yo soy el constructor del futuro, yo soy la nueva estructuración, yo soy el arquitecto del mundo que nace, de la sociedad sin amos y sin esclavos. Yo soy el hombre, el hombre integral frente a un monstruo con apariencia de hombre, frente a un vampiro con gestos de hombre, frente a ese curioso animal que es el explotador de los hombres, el desangrador de los hombres, el siniestro avaro, el avaro sórdido, el señor del dinero.

 

PLAUSO.

—Codo con codo, hermano, a la conquista del futuro.

 

ASTRA.

—Contigo a la batalla, hermano; contigo venceremos al egoísta abyecto.

COROLA.

—Hasta la muerte, hermano, por una humanidad mejor.

 

VATIO.

—La única esperanza... Sólo tú puedes volver a ordenar el caos.

 

OBRERO.

—Con vosotros a la batalla. Todos juntos a la lucha, a salvarnos de la muerte, a salir de este cementerio... A crear una civilización bien equilibrada, sin mentiras, sin abusos ni abusadores, sin miserables, sin hambrientos. Una sociedad de hombres, de constructores, de creadores, una sociedad sin odios, sin luchas estériles. La vida es buena, el trabajo es noble y el descanso es justo y es también creador. Mi cerebro está virgen, lleno de piedras preciosas, de maravillas desconocidas. Yo tengo mucho que decir al universo y aún no he dicho nada.

 

VATIO.

—Yo soy poeta y el poeta es profeta. (Se acerca al obrero y le abraza. Luego, volviéndose al público, y como inspirado.) Yo veo la gran aurora y la alegría de los hombres. Estoy viendo el día en que todos los hombres trabajarán y por lo tanto trabajarán sólo lo necesario. Veo el día sin parásitos, sin pulpos, sin esclavos y esclavizadores. Veo el trabajo alegre entre hermanos y no el trabajo detestado de hoy. Veo una vida armoniosa, sin el miedo al mañana ni el terror del hambre o de la guerra. Veo la venida de una gran cultura, el nacimiento de un arte superior, grandes fiestas colectivas y espectáculos de masas de una inventiva inagotable. La juventud cantando a la vida, alegre de vivir. La mujer en igualdad absoluta con el hombre. La solidaridad de los corazones abiertos. El optimismo y la fraternidad, la ayuda mutua, la comprensión espiritual. El hombre contento de vivir y no el hombre triste, sombrío, la víctima de hoy.

 

ASTRA.

— ¿Y quiénes cambiarán el mundo?

 

CIRIO.

— ¿Quiénes crearán ese mundo nuevo?

 

OBRERO.

—Las víctimas del mundo viejo.

 

 

(TELÓN)

 

Cuadro III

 

La fiesta en el Palacio Real. El Rey, la Reina y toda la corte asisten a una representación teatral en una sala del Palacio. Al fondo de la sala, a la derecha del actor, hay un pequeño teatro o guiñol. A la izquierda, en primer término, los tronos de los reyes y las sillas de los cortesanos.

Al levantarse el telón, el Rey, la Reina, el Gran Visir y toda la corte vienen entrando a ocupar sus sitios y hablando antes de llegar a ellos y sentarse.

 

 

NADIR I.

—Estoy cansado de tantas fiestas. Ayer hemos pasado en revista a nuestros guerreros, hoy una representación de gala, mañana gran baile en Palacio. Veintisiete indigestiones, catorce diarreas mugidoras, cólicos miserere y cólicos aleluya.

 

REINA ZENIT.

— Eso es reinar, Majestad. ¡Qué aire tan marcial tenían ayer vuestros soldados!

 

NADIR I.

—Un aire muy militar, señora, son guerreros aguerridos. Fue un desfile magnífico.

 

GRAN VISIR.

—Magnífico.

 

NADIR I.

—Noto que voy perdiendo las fuerzas de mis ojos. Acaso de tanto mirar mi grandeza mis ojos se están gastando.

 

REINA ZENIT.

—Es verdad, vuestros ojos ya no tienen ese resplandor de lámparas que tenían antes.

 

NADIR I.

—Lo que yo digo es que entre tanta fiesta estamos descuidando los negocios del Estado.

 

REINA ZENIT.

—Los negocios del Estado dependen del estado de los negocios.

 

GRAN VISIR.

—El país está en perfecta calma y vive adorando a su rey.

 

NADIR I.

—No hace sino cumplir con su deber, Gran Visir. El país marcha como sobre rieles, corre hacia el progreso, vuela a su apogeo.

 

GRAN VISIR.

—Vuestra Majestad no duerme pensando en la felicidad de los súbditos.

 

NADIR I.

—Así es, mi majestad no duerme...

 

REINA ZENIT.

—Y como el Rey no duerme, la Reina tampoco puede dormir.

 

NADIR I.

—No habléis de intimidades, señora. Los secretos de Estado se guardan al fondo del pecho o debajo de la almohada.

 

(Voces afuera: "Queremos pan. Queremos pan. Pan, pan, pan, pan".)

 

REINA ZENIT.

—Siempre esos descontentos.

 

NADIR I.

—Nunca están satisfechos.

 

GRAN VISIR.

—Son los colectivistas, que azuzan al pueblo.

 

NADIR I.

—Yo hago todo lo que puedo por ellos. Hace sólo siete días se les dio un pan a cada uno.

 

REINA ZENIT.

— ¡Malagradecidos!

 

GRAN VISIR.

—Los colectivistas los incitan..., y les hacen creer que tienen hambre.

 

NADIR I.

—Hambre, hambre... Es muy fácil decir que se tiene hambre: lo difícil es probarlo.

 

REINA ZENIT.

—La canalla debe ser aplastada.

 

GRAN VISIR.

—Se le aplasta, Majestad, se le aplasta. Podéis dormir tranquila.

 

NADIR I.

—Pasado mañana haréis repartir otra vez un pan por cabeza. A ver si callan esos desalmados.

 

GRAN VISIR.

—No hay manera de contentarlos. Mientras más se les da más piden.

 

REINA ZENIT.

—Sus pretensiones y sus exigencias aumentan por minuto.

 

GRAN VISIR.

—Ahora pretenden comer por lo menos día por medio.

 

NADIR I.

—Es inadmisible. Luego pretenderán comer todos los días.

 

GRAN VISIR.

—Son unos audaces... Pero pagarán su audacia.

REINA ZENIT. (A Lulú Lalá.)

—Acércate a mí, Lulú Lalá. ¿Por qué estás triste?

 

LULÚ LALÁ.

—No estoy triste, Majestad.

 

REINA ZENIT.

—Te he nombrado mi primera dama de honor y no pareces contenta. Te he casado con el Gran Visir y siempre te veo triste. ¿Qué más deseas?

 

LULÚ LALÁ.

—No deseo nada, sino servir a mi Reina.

 

REINA ZENIT.

—Te daré otro marido. Tendrás dos esposos.

 

LULÚ LALÁ.

-¡Oh, Vuestra Majestad es muy buena!

 

REINA ZENIT.

—Ya veo que te pones contenta. Tendrás tres maridos, cuatro si quieres.

 

LULÚ LALÁ.

—La generosidad de mi señora no ha sido nunca desmentida. Gracias, Majestad, gracias.

 

REINA ZENIT.

—Por fin sonríes.

 

LULÚ ZALÁ.

—El agradecimiento del alma sale al rostro.

 

REINA ZENIT.

— ¿Y te portarás bien con ellos?

 

LULÚ LALÁ.

—Les seré fiel hasta la muerte, Majestad; ninguno podrá hacerme el más mínimo reproche.

 

REINA ZENIT.

—Ya sé que eres una buena chica.

 

(El Rey, la Reina y la corte toman asiento para ver la representación. El Recitador aparece, saliendo del pequeño guiñol, a pedir la venia real para empezar.)

 

RECITADOR.

—Si Vuestras Majestades se dignan darnos su venia y prestarnos su divina atención, empezaremos.

 

NADIR I.

—Podéis empezar.

 

(Aplausos. El Recitador se retira. Se descorre el pequeño telón y el Recitador vuelve a salir. Presenta la pieza y los personajes del guiñol, los cuales pasan primero recortados en cartón y colgando de un alambre. Son el Rey Nortesur III, la Reina Hidraulia y el Chambelán. El Recitador irá nombrando a cada uno.)

 

RECITADOR.

—Excelsas Majestades, señoras y señores: La pieza que tengo el alto honor de presentaros se llama En la Tierra, y no necesito deciros que ella está basada en un absurdo, tal es el suponer que la Tierra está habitada por seres vivientes, con alma y cuerpo, con razón y conciencia, con gestos y palabras como nosotros. Sólo un poeta podía imaginar semejante absurdo. ¡Ja, ja, ja! ¿De qué no son capaces estos poetas por pasar el tiempo? Sobre la base de un absurdo pueden crearse todos los absurdos que se quiera. Éstos vienen a ser los sucedáneos del primero. Ya nada debe extrañarnos, ni siquiera ver un pueblo díscolo, rebelde e ingrato contra su amo y bienhechor...

Señoras y señores: La pieza que vais a ver es triste como el canto que nace en el cisne que muere, como el aullido noctíbulo de los perros a la Tierra espectral en los espacios, como la flor nonata debajo de las rocas sin corazón.

Pero no voy a contaros la pieza, que se contará por sí misma. Así, pues, paso a presentaros sus personajes, y con vuestra venia, empieza la representación.

El gran Rey Nortesur III, amo y señor de la Tierra.

 

(La efigie del Rey se desliza a lo largo del alambre.)

 

Su digna esposa, la Reina Hidraulia.

 

(Cruza la escena, deslizándose por el alambre.)

 

El Chambelán.

 

(Cruza la escena, deslizándose por el alambre.

 Después de presentados los personajes, cae el telón del retablo. Los asistentes a la representación aplauden.)

 

NADIR I.

—La pieza promete; se adivina, se huele que es la obra de un verdadero poeta.

 

REINA ZENIT.

—Vuestro olfato nunca se engaña.

 

(Vuelve a levantarse el telón del retablo y aparecen en la escena el Rey Nortesur III y el Recitador. El Rey va vestido como un rey de naipe, lleva gran espada al cinto y tiene escrito en la orla de su ropa, por delante, BUENOS DIAS, y por detrás, HASTA LUEGO.)

RECITADOR.

—Subid, señor, subid a las más elevadas cimas, subid a las más altas cumbres, y que yo vea a mi Rey Nortesur III nimbado por la luz de las alturas.

Vos sois el símbolo de los dioses y la envidia de los astros no podrá roer vuestra grandeza, ni los siglos podrán olvidar vuestras maravillas

 

NORTESUR III.

—¡Tarántulas! ¡Tatarántulas! Heme aquí. Yo soy el Rey, yo soy la estatua del sol y hago y deshago a mi arbitrio y según mi real gana. Yo me presento y todo se ilumina; yo me voy y el mundo queda en las tinieblas. Yo levanto el dedo y todos los árboles se arrodillan. Yo cierro un ojo y todos los ríos se detienen. Yo estornudo y todos los volcanes salpican el cielo de chispas encantadas.

 

RECITADOR.

—Loado sea nuestro Rey.

 

NORTESUR III.

—Soy el nieto de mi abuelo, mi abuelo Ubu Magno, el inolvidable Rey Ubu, que por un pequeño defecto de la lengua gritaba: "¡Miedra! ", cuando tenía que usar ciertas palabras substanciales y substanciosas. Mi abuelo poseía el don de las finanzas y supo enriquecerse. Tenía una cabeza de financista sin igual, tenía nariz de financista, tenía hígado de financista, tenía zapatos de financista, tenía riñones de financista, tenía guantes de financista. ¡Tatarántulas! Yo seguiré sus pasos. Mi pueblo me adora, mi pueblo me idolatra.

 

RECITADOR.

—Loado sea nuestro Rey.

 

NORTESUR III.

—Yo declaro la guerra y mis soldados marchan cantando y mueren bendiciendo mi nombre, felices de morir por su Rey y por mi patria. Piensan en mí y las heridas se les convierten en flores voluptuosas. ¡Tarántulas! ¡Tatarántulas! La muerte es el sueño de su vida, morir por mí es el anhelo de sus pechos. Nada más hermoso ni más sublime que morir en el campo del honor y tener el honor de ser cadáver en el campo de honor. Es más hermoso para el hombre morir en el campo del honor que no al honor morir en el hombre del campo.

 

NADIR I. (En la sala, a sus cortesanos.)

— ¡Qué poeta y qué filósofo este Rey! ¡Por los cuernos de la Tierra! Me gustaría conocerle.

 

RECITADOR.

— Loado sea nuestro Rey.

 

NORTESUR III.

— ¡Tatarántulas! Dejadme solo, que quiero meditar en mi grandeza. Dadme un espejo.

 

RECITADOR.

—¡Oh espejo de virtudes! Contemplad vuestras virtudes en este espejo.

 

(Le pasa un espejo y sale.

Voces afuera: "Queremos pan. Pan, pan".)

 

NADIR I. (En la sala.)

—Ese "pan, pan", ¿es en mi corte o en la corte de ese Rey terrestre? ¿Es mi pueblo lunense o es su pueblo terrestre el que grita?

 

NORTESUR III.

—¿Qué significa ese "pan, pan"? ¿Quién golpea ami puerta y se atreve a perturbar mi sueño?

 

NADIR I.

—¿Es el "pan, pan" de la Luna que resuena en la Tierra o es el "pan, pan" de la Tierra que resuena en la Luna?

 

NORTESUR III.

—Yo soy el primer Rey del Universo. ¡Tatarántulas!

 

NADIR I.

—Ese Rey se me sube a las barbas.

 

REINA ZENIT.

—Me está cayendo antipático como un mochuelo sin monóculo.

 

NORTESUR III.

—¡Tatarántulas! En este espejo veo un melón y mis virtudes se han convertido en pepas de dos colores. ¡Por los cuernos de la Luna!

 

NADIR I.

—Se atreve a imitar nuestro lenguaje lunense.

 

GRAN VISIR.

—Volviéndolo al revés.

 

NADIR I.

—Pues no le falta audacia.

 

(Voces afuera: "Pan, pan, pan".)

 

NORTESUR III.

—¿Quién llama a mis puertas? ¿Quién golpea?

 

HIDRAULIA. (Entreabriendo la puerta y asomando la cara.)

—Soy yo, vuestra esposa Hidraulia... Si Vuestra Majestad permite...

 

NORTESUR III.

—Mi majestad no permite.

 

HIDRAULIA. (Entrando.)

—¡Qué agradable estar junto a mi amado esposo y contemplar su excelso rostro!

 

NORTESUR III.

—Mi excelso rostro está hoy disgustado, Mamajestad.

 

HIDRAULIA.

—Vuestro rostro de moneda que yo contemplo avara y que me trae tal suma de recuerdos, ¿por qué está disgustado?

 

NORTESUR III.

—Porque oléis mal, señora. Vuestra Mamajestad no se ha lavado los pies desde hace cinco meses.

 

HIDRAULIA.

—Os equivocáis, señor mío, me los lavo cada dos meses.

 

NORTESUR III.

—Reina Hidraulia, tenéis miedo al agua. También debo deciros que Vuestra Mamajestad ha engordado como una vaca. Podríais nutriros con vuestra propia leche y sus derivados, mantequilla, quesos y langostas.

 

HIDRAULIA.

—Realmente estoy un tantico gruesa. Pero ¿qué importa si soy vuestra Hidraulia, la sirena de vuestros sueños, con los cabellos al diapasón?

 

NORTESUR III.

—¡Tatarántulas! ¿De mis sueños o de mis pesadillas? Además, debo deciros que no me obedecéis. He dicho a Vuestra Mamajestad que puede pastar en aquel potrero y no en el otro, ¿por qué saltáis los alambres y pastáis donde os da la gana?

 

HIDRAULIA.

—Condición femenina, coquetería; ya sabéis, amamos lo prohibido.

 

NORTESUR III.

—Y luego hanme dicho que os han visto paseando a la luz de la luna y recitando versitos.

 

HIDRAULIA.

—¡Calumnias! Infames calumnias. Vos no podéis creer...

 

NORTESUR III.

—Señora, mi cabeza es demasiado pequeña para soportar cuernos. Os creo inocente, pero olís mal, muy mal.

 

HIDRAULIA.

—Es verdad, estoy algo gorda. Si Vuestra Majestad permite, me sentaré.

 

NORTESUR III

—Mi majestad no permite.

 

HIDRAULIA. (Sentándose.)

—¡Qué agradable es estar sentada junto al esposo amado!

 

NORTESUR III.

—Es un agrado y un honor insigne.

 

(Golpes en la puerta.)

 

HIDRAULIA.

—¿Quién viene a turbar vuestro sueño?

 

NORTESUR III.

—Adelante.

 

(Entra el Chambelán. La Reina se precipita a él llena de alegría.)

 

CHAMBELÁN.

— Salud a Vuestras Majestades.

 

NORTESUR III

—Salud, Chambelán.

 

HIDRAULIA. (Al Chambelán.)

—Estoy loca de alegría. Me ama, me ama, o sea, igual a... el cielo con todas  sus estrellas y sus soles adentro de la piel.

 

NORTESUR III.

—Es una noble pasión, un grande amor del cual me enorgullezco.

 

CHAMBELÁN.

—Es una pasión noble y subcutánea.

 

HIDRAULIA.

—Nuestro Chambelán es nuestro mejor amigo.

 

NORTESUR III.

—Chambelán, os hago Conde.

 

CHAMBELÁN.

—Gracias, Majestad.

 

NORTESUR III.

—¿Y qué os traía por acá, amigo mío?

 

CHAMBELÁN.

—Yo venía a deciros que Su Majestad la Reina ha olvidado que hoy debía dar a luz al heredero.

 

HIDRAULIA.

—¡Dios mío! Es verdad.

 

CHAMBELÁN.

—Los cañones están listos para anunciar al mundo la buena nueva.

 

NORTESUR IIl.

—Señora, ¿veis lo que habéis hecho? Preocupada de futilezas y vanas coqueterías, habéis olvidado lo principal.

 

HIDRAULIA.

—Perdón, esposo mío.

 

NORTESUR III.

—Esto es más grave de lo que pensáis. El heredero es mi primer problema, mi más alta preocupación. Vuestra cabeza de pajarillo anda por las nubes...

 

HIDRAULIA.

—Perdón, mi Rey y esposo mío. Os juro que esto no se repetirá. Señor Chambelán, daré a luz al heredero en dos meses más.

 

CHAMBELÁN.

—Imposible, Majestad, imposible. El pueblo anda muy revuelto y la noticia del nacimiento del heredero calmaría los ánimos y les daría tres días de fiestas.

 

NORTESUR III.

—Las mujeres no comprenden nada. Chambelán, os nombro Marqués.

 

CHAMBELÁN.

—Gracias, Majestad. Pienso que la Reina debe dar a luz en veinte días más a lo sumo.

 

NORTESUR III.

—Es demasiado tiempo, Chambelán; la Reina dará a luz en ocho días más.

 

HIDRAULIA.

—El Rey ordena, yo obedezco. Daré a luz en ocho días más, como el Rey desea.

 

CHAMBELÁN.

—Vuestras Majestades deciden.

 

NORTESUR III.

—¡Tarántulas! ¡Tatarántulas! No faltaría más.

 

HIDRAULIA.

—Mi corazón es un cielo estrellado, con estalactitas encendidas como los ojos de la fiebre.

 

(Voces afuera: "Queremos pan. Pan, pan, pan".)

 

CHAMBELÁN.

— ¿Oís? El pueblo anda cada día más revuelto y amenazador.

 

(Golpean a la puerta y aparece el Recitador.)

 

RECITADOR.

— ¡Oh Rey, tu corona peligra si no oyes la voz del pueblo! Os voy a decir la verdad; alguna vez debéis oír la verdad...

 

CHAMBELÁN.

—Huid, señores, huid. La verdad devora como un antropófago.

 

(El Rey se cubre los oídos y sale corriendo.)

 

RECITADOR.

—No huyáis, Majestad, me callo. Por respeto a las canas, a las canas futuras, me callo. No quiero ser acusado de canibalismo.

 

(El Rey vuelve a entrar.)

 

HIDRAULIA.

—La verdad a veces es una falta de respeto.

 

NORTESUR III.

—A menudo una grosería.

 

CHAMBELÁN.

—Hay que tener muy buena educación. Guardaos vuestra verdad y pasemos a otra cosa...

 

NORTESUR III.

—¿Qué piden esos malditos?

 

RECITADOR.

—Tienen hambre, piden pan.

 

NORTESUR III.

—Cuando yo tengo hambre, como. Pues que les den pan.

 

CHAMBELÁN.

—No hay pan y no hay dinero en las arcas.

 

NORTESUR III.

—Pues que revienten.

 

CHAMBELÁN.

—Reventando están.

 

NORTESUR IIl.

—Habrá que doblar los impuestos.

 

CHAMBELÁN.

—Nadie tiene un céntimo. No se pueden imponer más impuestos.

 

NORTESUR III.

— ¡Oh ingenuo! Siempre se pueden imponer más impuestos.

 

CHAMBELÁN.

—Preferirían suicidarse para escapar a los impuestos.

 

NORTESUR IIl.

—Pues bien, pondremos un impuesto a la muerte. Los muertos pagarán un triple impuesto por todos los que pensaban evitarse con su artimaña ¡Miserables! ¡Tatarántulas!

 

CHAMBELÁN.

—Esa es una buena idea.

 

NORTESUR IIl.

—Estoy en el poder ¿Soy o no soy Rey? El poder se ha hecho para enriquecerse. Este es el primer deber de un gobernante y nadie me hará faltar a mi deber. Llenaré de oro los sótanos de mi palacio.

 

HIDRAULIA.

—Y nuestro pueblo se morirá de hambre.

 

NORTESUR III.

— ¡Oh ingenua! Mujer romántica. Sabéis que yo no soporto cuernos. Nada de romanticismos. ¿Quién ha visto a alguien muerto de hambre?

 

HIDRAULIA.

—Os cubriréis los oídos para no escuchar el clamor de vuestros súbditos.

 

NORTESUR III.

—No es tan difícil cubrirse los oídos.

 

RECITADOR.

— ¡Oh Rey, oye la voz de tu pueblo:

 

NORTESUR III.

—Mis abuelos nunca la oyeron.

 

RECITADOR.

—Eran otros tiempos; el mundo cambia.

 

NORTESUR III.

—Pues que descambie.

 

RECITADOR.

—El mundo evoluciona.

 

NORTESUR III.

—Pues que desevolucione.

 

RECITADOR.

—El mundo progresa, el mundo avanza.

 

NORTESUR III.

—Pues que desprogrese, que desavance.

 

RECITADOR.

—¡Oh Majestad!...

 

NORTESUR III.

—Basta ya de insensateces. Se me ocurre una idea, Chambelán. Nuestro país tiene dos millones doscientas mil hectáreas.

 

CHAMBELÁN.

—Eso es, exactamente.

 

NORTESUR III.

—Venderemos un millón de hectáreas a alguna gran potencia extranjera, venderemos el otro millón a otra gran potencia y nos quedaremos con las doscientas mil hectáreas restantes.

 

CHAMBELÁN.

—Y con una buena comisión por el negocio.

 

NADIR I. (En la sala.)

—Gran Visir, en saliendo de aquí, hacedme tomar preso al autor de esta pieza.

 

GRAN VISIR.

—Vuestra orden será cumplida con la rapidez del rayo.

 

(Se oyen gritos y grandes golpes. El Chambelán sale corriendo y tras él el  Recitador. Luego estalla una tempestad con rayos y relámpagos.)

 

CHAMBELÁN. (Saliendo.)

—¿Qué pasa? ¿Qué sucede?

 

RECITADOR. (Saliendo.)

—¿Qué sucede?

 

NORTESUR III. (Sereno.)

—Calma, no os asustéis. Aprended de mí. ¿Qué gritan esos miserables?

 

VOZ EN ALTOPARLANTE.

—Queremos un orden nuevo, basado sobre la justicia y la igualdad. Queremos que el trabajo no sea esclavizador sino liberador del hombre.

 

NADIR I. (En la sala.)

—Ese pobre Rey no sabe gobernar.

 

GRAN VISIR.

—Sus Ministros son ciegos.

 

HIDRAULIA.

—Tengo miedo, señor. El pueblo se amotina y estalla una tempestad en el cielo, como en todas las verdaderas tragedias. Tengo miedo.

 

NORTESUR III.

—Hermosa tempestad. Redoblan los tambores de la lluvia, repican las campanas de los mares. Esos truenos anuncian mi poderío a todas las estrellas.

 

HIDRAULIA.

—Tengo miedo.

 

NORTESUR III.

—¿Miedo de qué? Vuestra cabeza es sagrada como la mía, y ni los hombres ni los elementos se atreverían contra nosotros.

 

HIDRAULIA.

—Y Si se atrevieran...

 

NORTESUR III. (Mostrándose por la ventana.)

—Extended vuestra vista hasta que ella se pierda de vista. ¿Veis ese verde que verdea? ¿Veis ese azul que azulea? Hasta el último confín me pertenece, hasta allá donde los ríos llegan al borde de la Tierra y se caen al vacío, hasta allá me pertenece ¿Quién osará levantar su mano sobre mí?

 

HIDRAULIA.

—¡Dios mío! ¿Qué veo? El oso blanco, el oso blanco. Mi abuela me dijo una vez que en mi familia, cuando veíamos el oso blanco, era señal de que la muerte estaba cerca... Estamos perdidos... Son unos desalmados... Las turbas enloquecidas... son capaces de todo.

 

NORTESUR III.

—¡Tatarántulas! Mi sola presencia les hará caer de rodillas.

 

HIDRAULIA.

—Tengo miedo.

 

NORTESUR III.

—¡Oh mujer romántical... Vuestra Mamajestad es bien débil.

 

HIDRAULIA.

—O bien previsora.

 

(Se oyen voces, gritos y golpes. Entra corriendo el Chambelán.)

 

CHAMBELÁN.

—¡Oh, la audacia, la insolencia! El pueblo está amotinado. Se ha atrevido a gritar pidiendo vuestra cabeza.

 

NORTESUR III.

—Y Si yo me presentara temblarían como la lluvia al viento.

 

CHAMBELÁN.

—Un representante del pueblo quiere hablar con Vuestra Real Majestad y viene subiendo los escalones del Palacio.

 

NORTESUR III.

—Dadle un puntapié en medio del tracubo y echadle a rodar escalera abajo.

 

HIDRAULIA.

—Tengo miedo, estoy temblando... Piden vuestra cabeza.

 

NORTESUR III.

—En el pedir no hay engaño... Pero yo no se la daré. La caridad empieza por casa.

 

HIDRAULIA.

—Dirán que sois un avaro. Vuestra ferocidad os perderá.

 

(Voces, gritos, golpes.)

 

NORTESUR III.

—¡Tatarántulas! ¡Hasta cuándo chillan esos cuadrúpedos!

 

HIDRAULIA.

—Oh señor, dadles vuestra cabeza. Acaso así podréis salvar el trono. (En tono lírico.) Cuando el rey muera se paseará su espectro por el Palacio a medianoche.

 

RECITADOR.

—El trono bambolea.

 

CHAMBELÁN.

—Vuestra Majestad no debe dar set cabeza, pero podría dar un brazo o podría dar sus zapatos.

 

HIDRAULIA.

—Haced un gran gesto, un gesto de rey, y dad vuestra cabeza. Salid al balcón y gritad a las turbas: si no tenéis cabeza, ahí va la mía.

 

NORTESUR IIl.

—El miedo os hace delirar, mi pobre Hidraulia.

 

(Se oyen grandes golpes y gritos.)

 

CHAMBELÁN.

—El trono bambolea. La canalla nos va a devorar los hígados.

 

HIDRAULIA.

—Malagradecidos. Infames. Cuadrúpedos.

 

NORTESUR III.

—¡Qué tanto ruido!

 

RECITADOR.

—Las turbas asaltan el Palacio. Zapatea el zapatero, martillea el martillero, cañonea el cañonero, cacarea el cacarero...

 

NORTESUR III.

—Estáis temblando, Chambelán.

 

CHAMBELÁN.

—El furor aumenta. Mis piernas castañetean, se me doblan los dientes.

 

NADIR I. (En la sala.)

—Ese Chambelán es un cobarde y el Rey un ciego imprudente.

 

(Los gritos y los golpes aumentan.)

 

RECITADOR.

—Ya están ahí... Ya llegan... Ya llegaron.

 

(Grandes golpes en la puerta. Voces y alaridos de las turbas.)

 

HIDRAULIA.

—Me ahogo... Me desmayo... Prefiero morir de muerte natural que no entre manos sanguinarias. Adiós, Nortesur, mi rey y esposo mío. (Cae al suelo.)

 

NORTESUR III.

—Adiós, Hidraulia.

 

CHAMBELÁN.

—Estoy temblando. Este es el fin del mundo.

 

NORTESUR III.

—Chambelán de mis tierras ignotas.

Señor Chambelán,

El de la barba azulada.

De la nariz colorada

Y labios de tafetán.

Desenvainad vuestra espada

Y ayudadme, Chambelán.

 

(Nortesur III saca una enorme espada y la agita en el aire.)

 

RECITADOR.

—Es el canto del cisne que muere. (Sale huyendo.)

 

(Ceden las puertas a los golpes, y el pueblo se precipita en la escena del guiñol y al mismo tiempo por la puerta de la Sala del Palacio invaden las turbas la escena total. El Rey, la Reina y toda la corte luchan un momento y huyen en medio de la confusión general.

El Chambelán se arrodilla pidiendo perdón. Le dan con un palo y cae muerto.)

 

NORTESUR III. (Luchando con las turbas.)

—Atrás, villanos. Yo soy el Rey. ¡Ah pueblo ingrato! Moriré como un héroe y las palomas mensajeras contarán mi historia a los siglos venideros... Todos los ecos de la Tierra repetirán mi nombre como el galope de los elefantes. (Cae al suelo y da un último grito.) ¡Tatarántulas! ¡Miedra!

 

NADIR I. (Retrocediendo en la sala.)

—¿Mataréis a vuestro Rey?

 

REINA ZENIT.

—¿Mataréis a vuestra Reina, cuando está en el zenit de su vida?

 

VOZ. —Tu abuela. Mierdípedo.

 

VOZ. —Sí, sí, te haremos albóndigas.

 

NADIR I. (Huyendo hacia el lado del telón que cae.)

—¿Mataréis al gran Hipnotizador del universo, al Gran Visir, al gran Permanganato, al gran Rey Nadir I?

 

VOZ.

—A muerte, a muerte.

 

NADIR I.

—Yo no soy vuestro Rey, a mí no debéis matarme; perdón, amigos, pueblo amado... Yo soy un usurpador.

 

VOCES.

—A muerte. Muera. Muera.

 

NADIR I.

—El verdadero Rey es Permanganato; matadle a él... Yo soy un usurpador.

 

VOCES.

—¡Muera! ¡Muera! Todos morirán. Los haremos albóndigas. Callad, perros.

(El Rey y la Reina salen huyendo por debajo del telón o por entre las cortinas hacia el público. Cuando van a bajar la escalinata que da a la platea aparecen, saliendo por el mismo sitio que el Rey, tres hombres del pueblo, armados y apuntándoles con sus fusiles.)

 

NADIR I.

—Huyamos. Por aquí. Por aquí.

 

REINA ZENIT. (Siguiendo al Rey.)

—Los miserables. Los miserables.

 

UNO DE LOS PERSEGUIDORES. (Apuntando su fusil al Rey.)

—Deteneos o hago fuego. Daos preso.

 

(Los tres perseguidores se precipitan sobre los reyes y los empujan hacia detrás del telón.)

 

REINA ZENIT. (Al Rey.)

—Llora como hombre lo que no supiste defender como mujer.

 

(Desaparecen tras el telón.

Después de un instante de silencio, se oven redobles de tambores y disparos. Luego una voz recita detrás del telón, en altoparlante.)

 

VOZ.

—Bastaría una noche para limpiar el mundo de injusticia, de parásitos, de pulpos y de vampiros. Bastaría una noche para limpiar el mundo de su podredumbre... Y el sol del día siguiente iluminaría la gran sonrisa de un mundo nuevo, de un paisaje recién nacido.

 La ciudad futura y un inmenso dique para fuerza eléctrica, a través de un río caudaloso.

 

(TELÓN)

 

Cuadro IV

 

APOTEOSIS DEL TRIUNFO DE LOS COLECTIVISTAS

 

La escena representa un campo verde, con árboles y flores a ambos lados. Al fondo, una gran tela azul con un arco iris rojo al medio.

Cerca del fondo, a la derecha del actor, dos rondas, la una adentro de la otra, dos rondas de hombres y mujeres tomados de la mano bailan una sardana al son de la música de "La santa espina".

Al lado izquierdo y más hacia el primer término de la escena, un personaje vestido de colores fuertes da vueltas a un manubrio, que va desenrollando lentamente una tela dividida en tres cuadros, que representan el trabajo socializado. Una gran fábrica.

La ciudad futura y un inmenso dique para fuerza eléctrica, a través de un río caudaloso.

Se debe tocar íntegramente "La santa espina". Al terminarla, todos los que bailan aplauden y vuelve a empezar "La santa espina", esta vez un poco más suave, casi en sordina, para que se oigan las voces.

 

(Aparece Maese López y luego Colorín Colorado.)

 

MAESE LÓPEZ. (Llamando.)

—Colorín Colorado, por favor, amigo mío. Colorín Colorado.

 

COLORÍN COLORADO. (Entrando.)

—¿Qué hay? ¿Qué quiere usted, Maese López?

 

MAESE LÓPEZ.

—Por favor, Colorín Colorado, córtame la inspiración. Deténme a esos muñecos, que son capaces de seguir un año entero. Mátame esta pieza.

 

COLORÍN COLORADO.

—Y para eso tanto grito. (Saca una pistola del bolsillo.)

 

MAESE LOPEZ.

—Por favor, Colorín Colorado.

 

COLORÍN COLORADO. (Levantando el revólver y disparando al aire.)

—Este cuento ya se ha acabado.

 

(TELÓN)

 

FIN DE "EN LA LUNA"

 

 

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1Desde este asterisco hasta el siguiente la escena puede suprimirse en la representación.