GILLES DE RAIZ

PIEZA EN CUATRO ACTOS Y UN EPÍLOGO

 

(Traducción de Teófilo Cid)

 

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Mujer, he ahí a tu hijo

(Evangelio de SAN JUAN)

 

 

ACTO PRIMERO

 

 

Un poco antes de medianoche.

La escena transcurre en una costa cerca del castillo de Machecoul. Algunos árboles anuncian el bosque que comienza más lejos. Colinas al fondo.

 

MORIGANDAIS. —Vamos por buen camino, amigo Blanchet. Me parece que hemos llegado al lugar de la cita.

 

BLANCHET. —Sí. Creo que es por aquí. El señor Gilles de Raiz nos dijo claramente en la llanura, al lado de la colina.

 

MORIGANDAIS. —¡Qué noche! Huele a tragedia.

 

BLANCHET. —Hace frío y el viento me transmina.

 

MORIGANDAIS. —¿El viento o el miedo, mi pobre Blanchet?

 

BLANCHET. —Si tuviese miedo, no veo por qué mi compañero Morigandais podría burlarse de mis debilidades... Y tú, ¿no tienes miedo?

 

MORIGANDAIS. —Has olvidado mi pasado. No tengo derecho a tener miedo..., un viejo soldado que ha pasado su vida de batalla en batalla. El día de la captura de la fortaleza de Lude fui el prime-ro en atravesar sus muros al lado de Gilles de Raiz, y cuando este último mató con sus propias manos al capitán inglés Blackburn, con éstas yo mataba a sus dos edecanes.

 

BLANCHET. —Encontrarse al frente de un ejército es una cosa y hallar-se ante la noche es otra. Verse rodeado de enemigos es algo muy distinto que verse rodeado de fantasmas.

 

MORIGANDAIS. —¡Ah, mi pobre Blanchet, mientras Morigandais se en¬cuentre a tu lado, no tienes nada que temer, así llegues a las mismas puertas del infierno! Tómate de mi brazo y sonríe... A pro-pósito, ¿qué hora es?

 

BLANCHET. —Luego será medianoche. El señor Gilles de Raiz no debe estar lejos...

 

MORIGANDAIS. —Medianoche. (Como en un sueño). Las tumbas van a abrirse. Subid las escaleras del recuerdo. Las ondas de la hora caen al fondo del silencio y la medianoche brilla como un solo diamante congelado en el espacio hecho de mil diamantes. La medianoche es el punto en que culmina la nada.

 

BLANCHET. —Cada uno de nosotros pende de una constelación fatal, sin apelación, corno dice nuestro señor Gilles de Raiz.

 

MORIGANDAIS. —Como 10 afirman todos los astrólogos, estamos ligados a nuestras estrellas. Ellas nos columpian como a ahorcados en las tinieblas. Y mirándonos, escuchándonos, creemos estar cerca los unos de los otros, cuando en verdad estarnos tan lejos como las constelaciones. El infinito nos separa y nos tomamos por amigos o por enemigos.

¡Complejidad de lo eterno, equívoco estelar sembrado de fosas y sin piernas para el salto! ¡Quimera del caos, neutro antagonismo de los océanos!

 

BLANCHET. —No divagues. La noche es propicia al delirio.

 

MORIGANDAIS. —Soy yo quien arrastra la noche. Ella se escapa de mis ojos como una nube de mariposas inconscientes.

 

BLANCHET. —A juzgar por lo que me pesa y me fatiga, soy yo quien la carga sobre mis espaldas.

 

MORIGANDAIS. —La noche es el anuncio del desastre total, el retorno de todos los desastres, la condensación del pasado y la historia del mundo en un suspiro de la nada exhalado desde el fondo de la nada. Suspendida encima de nuestras cabezas, ella es la vibración de las alas seculares de la primera nebulosa cargada de todas las angustias del futuro.

 

BLANCHET. (Mirando al aire, atento el oído.) —¿Qué es eso? Algo acaba de rozarme en la noche.

 

MORIGANDAIS. —Tu propio terror.

 

BLANCHET. —No. Hay algo que se abre paso en el aire.

 

MORIGANDAIS. —Es tal vez un adiós que se evade a través del vacío, flota ahogado en las cálidas espirales y va de la dicha a la angustia.

 

BLANCHET. —¿Oyes? Un ruiseñor, ¡y qué bien canta!

 

MORIGANDAIS. —Un ruiseñor... Su garganta está tibia de la leche de algún claro de Luna.

 

BLANCHET. —¡Canta bien! Si el mariscal de Raiz lo oyese, lo haría cantor de su capilla.

 

MORIGANDAIS. —La noche se desarrolla en su garganta. El cielo todo habla por su voz.

 

BLANCHET. —¡Oh! ¿Has visto? Dos aerolitos han atravesado el espacio y acaban de formar una cruz en el cielo. Persignémonos.

 

MORIGANDAIS. —Son presagios. Esta es la noche en que Gilles de Raiz debe venir a pactar con el diablo.

 

BLANCHET. —¡Cómo Si le faltase algo! ¿Qué más quiere? Tiene riquezas, gloria, todas las mujeres lo aman y se dirigen a él atraídas por su leyenda y además...

 

MORIGANDAIS. —¡Silencio! Eres tú el que lo ha aconsejado así y ahora pareces arrepentirte.

 

BLANCHET. —Es que Gilles de Raiz toma toda demasiado en serio y exagera en todo; va demasiado lejos, no piensa en las consecuencias y no se arredra ante nada. Es insaciable.

 

MORIGANDAIS. —¿Creías, pues, que un alma de su temple podía arredrarse? Su alma es insaciable y su cuerpo pide siempre.

 

BLANCHET. Jamás se satisface. Es demasiado ávido.

 

MORIGANDAIS. —¿Quién se muestra más ávido, él aceptando tus consejos o tú proponiéndoselos?

 

BLANCHET. —Sólo quería procurarle un placer, satisfacer sus deseos.

 

MORIGANDAIS. —¿O satisfacer tu vientre?

 

BLANCHET. —¡Silencio! ¡Cállate, por piedad! Viene alguien.

 

MORIGANDAIS. —Debe ser él.

 

BLANCHET. —No. Son unas mujeres.

 

MORIGANDAIS. —Escondámonos detrás de estos árboles. (Salen.)

 

(Entran la Madre y la Hija, fascinda.)

 

LA MADRE. —¡Hija mía ¡Detente! No sigas.

 

LA HIJA. (Mostrando con el dedo la lejanía y como en delirio.) —Madre, ¿no es esa la luz de su castillo?

 

LA MADRE. —Detente, oh hija mía. Es el castillo de Machecoul.

 

LA HIJA. —Es la luz de su castillo.

 

LA MADRE. —El castillo maldito. Sus puentes son los puentes de la muerte.

 

LA HIJA. —Sus puentes son los puentes de la vida.

 

LA MADRE. —La que traspasa sus muros, jamás verá su hogar.

 

LA HIJA. —La que traspasa esos muros no quiere volver a ver su hogar.

 

LA MADRE. —Estás poseída por un sortilegio que te impulsa hacia el dolor.

 

LA HIJA. —Estoy poseída por un sortilegio que me impulsa hacia el amor.

 

LA MADRE. —La luz de su castillo disemina magias y maleficios capaces de atraer a todas las mujeres que escuchan su llamado.

 

LA HIJA. —La luz de su mirada disemina magias y maleficios capaces de atraer a todas las mujeres que sienten su llamado.

 

LA MADRE. —Dame la mano, hija mía, vuelve sobre tus pasos.

 

LA HIJA. —Madre, ¿no ves su mano extendida? Déjame darle la mano.

 

LA MADRE. —Vuelve a tu casa, hija mía. Estás temblando de fiebre.

 

LA HIJA. —Es mi alma la que tiembla, madre, porque el amor está cercano.

 

LA MADRE. —Hija mía, algo que en el aire flota me advierte que debemos huir.

 

LA HIJA. —Madre, algo que en el aire flota me advierte que debemos continuar.

 

LA MADRE. —Hija mía, hija mía, reflexiona, todavía es tiempo.

 

LA HIJA. —Madre mía, ya es tarde.

 

LA MADRE. —¡Piedad! ¡Piedad! Vuelve atrás.

 

LA HIJA. —Él me llama, me llama. ¿Qué luz es esa en el cielo?

 

LA MADRE. —Son los ojos de un búho que no presagia nada bueno.

 

LA HIJA. —Madre, ¿qué rumor hay en el aire?

 

LA MADRE. —Son tal vez las alas de un alma que huye del castillo de la muerte, hija mía.

 

LA HIJA. —Es bello y fuerte como lo inevitable.

 

LA MADRE. —Es horrible y pérfido como un maleficio.

 

LA HIJA. —He bebido el filtro de sus ojos y voy hacia él.

 

LA MADRE. —Hija mía, arráncate el veneno y huye de él.

 

LA HIJA. —Está en todo mi cuerpo.

 

LA MADRE. —¿Escuchas llorar? Alguien viene lanzando gemidos.

 

LA HIJA. —Alguien viene del castillo.

 

LA MADRE. —¿Quién vive?

 

(Las mismas y otra mujer que llega).

 

LA MUJER. —Más valdría decir: ¿quién muere? Yo soy el pasado, ¡ay, ay! Mi vida se ha acabado. (Yendo hacia la joven). Soy la que vuelve del castillo, y tú, ¿quién eres?

 

LA HIJA. —Soy la que va al castillo.

 

LA MUJER. —No pasarás nunca el umbral de tu vida. Llorarás, llorarás hasta más allá del último horizonte.

 

LA MADRE. —¡Oh! Gentil señorita... Puedan tus lágrimas disuadirla.

 

LA HIJA. —Y tú ¿por qué has partido?

 

LA MUJER. —Mira. (Mostrándole su pecho.) Estaba enferma, todos le pedían que me echase... Partí, partí, mas nunca volveré a pisar el umbral de mi vida.

 

LA MADRE. —Es un monstruo. Debes odiarlo.

 

LA MUJER. —Vuelo hacia él. Siento que me llama, que me atrae implacablemente.

 

LA MADRE. —Ten piedad, hija mía...

 

LA MUJER. —¡No vayas! Quedarás envenenada para siempre. Atrae como un vértigo, atrae a todo el mundo como un delirio, y una vez marcada por sus besos no encontrarás goce alguno sino en sus besos. ¡Termina la alegría! ¡Termina el reposo!... Sólo la angustia terrible del amor. ¡Huye! ¡Huye!

 

LA HIJA. —Sin embargo, lo amas y volverías a él.

 

LA MUJER. —¡Ah¡ ¡Sí, sí, yo volvería! ¡Mil veces por minuto volvería a él! Estoy marcada por sus besos. He bebido el veneno de sus ojos y lo siento aquí, quemándome el pecho mucho más que un cáncer.

 

LA MADRE. —¡Huyamos, hija mía! ¿No ves el estado de esta pobre mujer delirante?

 

LA MUJER. —Sí, huid... Huid...

 

LA HIJA. —¿Es hermoso?

 

LA MUJER. —Es más que hermoso, es el sortilegio. (Como inspirada.) Él es más que hermoso, es triste hasta el horror... ¡Oh señor Gilles de Raiz! ¡Oh gran señor! Tú eres la vida y la muerte, el absoluto más allá de lo absoluto; tú eres la angustia de lo inaccesible; tú señor, vestido de poemas y de estrellas de encomios, los labios hinchados de delicias y rodeado por una aureola de crímenes en flor... Tú, señor, nutrido por el aliento de diez mil volcanes, tú serás la joya que ha de resplandecer en la noche de mi muerte. Huir querría y me atraes, me echas y te suplico. ¿Qué misterio duerme en el fondo de nuestros cuerpos? En tus brazos, te execraba; lejos de ti, no pienso sino en adorarte... ¡Oh! ¡Ojalá que los abismos se abran bajo mis pies y las montañas rueden en los abismos! ¡Lejos de ti! ¿Qué voy a hacer cuando tus filtros me asalten? Señor, señor, ¿qué voy a hacer cuando me acuerde de ti?

Cuando la bestia herida del ocaso sangra sin esperanza, tú pasarás a caballo por mis sueños y te volverás al llegar al fondo del re-cuerdo en persecución de un nuevo huracán.

 

LA MADRE. —Cálmate, mujer, no llores.

 

LA HIJA. —No te desesperes así, estás muy pálida y tienes frío como si el invierno de súbito hubiese caído en tu sangre.

 

LA MUJER. (Delirante.) —Estaba extendido sobre su cama, desnudo; una especie de fiebre emanaba de su cuerpo como una neblina que sube y ciega los ojos. Yo lo acariciaba, besaba las alas temblorosas de sus párpados, besaba su voz en el aire y aspiraba los pétalos de sus suspiros deshojados. Pero él miraba siempre lejos, miraba siempre lejos, y bruscamente hundía en mí sus garras, aullando: "La otra, ¿dónde está ella?" Gritaba: "¿Dónde se encuentra la que esconde en su cuerpo todos los tesoros del delirio, para mí, para mí sólo? ¿Dónde está la que estoy buscando desde el comienzo de los siglos?".

 

LA HIJA. —Está en tus llanos, a un tiro de flecha de tu castillo.

 

LA MUJER. —Rugía y lloraba, yo lloraba y rugía. Mis senos se hinchaban hacia él como el mar hacia el espacio. Toda la noche adquirió el temblor de mis espasmos, el aire tomó la amargura de mi aliento, la vida se deshizo encima de nuestros cuerpos enlazados, y el mundo entero tomó el ritmo de nuestros cuerpos... Mi placer llenaba el universo y desbordaba como un mar que cayese en el vacío. Y él aullaba de nuevo: "¿Dónde está ella? ¿Dónde se esconde la llave de mi tesoro?".

 

LA HIJA. —La llave de tu tesoro está en marcha hacia ti.

 

LA MUJER. —La locura brillaba en sus ojos... La fuente de su placer es inagotable. Sus ojos son la antorcha de los incendios. Mis huesos se fundían y mis arterias no eran más que un nudo doloroso y crepitante.

 

LA MADRE. —¡Oh! ¡Hija mía! ¡Qué horror, serás la presa de semejante locura!

 

LA MUJER. —¿Habéis visto alguna vez sus ojos?

 

LA HIJA. —Estoy en camino de ver sus ojos. (Como persiguiendo una visión.)

 

LA MUJER. —Sus ojos atraen como las espirales de los naufragios.

 

IA HIJA. —Seguiré hasta el fondo de sus ojos para ahogarme allí.

 

LA MUJER. —¿Habéis visto sus pestañas? ¿Sus inmensas pestañas carga-das de ensueño como los arbustos que se doblan de riquezas? Volvía al asalto como un guerrero infatigable, quebraba mi cuerpo como a las torres de una ciudadela... Luego, aturdida, muda, yo lloraba, lloraba, y me revolcaba entre un paraíso y un infierno, un infierno quizá más deseable que el mismo paraíso. Él, inmóvil, respiraba horriblemente corno un dragón, y decía con voz sor-da: "Esto no es; todavía no es... Hay algo más, tú no eres. El misterio sagrado se oculta". Parecía divagar y una diadema de ojeras rodeaba sus párpados semicerrados.

 

La HIJA. —¿Y después?

 

LA MUJER. —Continuaba mirando a lo lejos como si buscase lo imposible. Lejos, lejos...

 

LA MADRE. —Huyamos del monstruo.

 

LA HIJA. —Corramos hacia el monstruo.

 

LA MUJER. —Y en seguida, agazapado como un gato al borde de la muerte, espiaba los sobresaltos del dolor.

 

LA MADRE. —Es un ogro, un brujo cruel.

 

LA MUJER. —¡Oh! ¡Sí! Es un brujo muy cruel.

 

LA HIJA. —Señor, señor, abridme vuestra puerta.

 

LA MUJER. —Señor de Machecoul, arrancadme los ojos si ya no me sir-ven para verte, arrancadme los oídos si no me sirven ya para escucharte, arrancadme las manos si no me sirven ya para tocarte. Señor, entre las flores de tus fiebres monstruosas pasan en revoloteo los agónicos suspiros y todo se muere de la abundancia de tu savia.

 

LA MADRE. —Vuelve, oh hija mía, eres víctima de un hechizo.

 

LA HIJA. —Soy víctima de un hechizo. Corramos, madre, corramos hacia él. Háblame de él, hermosa joven, háblame de él. ¿Es verdad que mata a las mujeres que le aman?

 

LA MUJER. —Sí, él las mata, pero ellas continúan viviendo.

 

LA MADRE. —¿No ves, hija mía, que esta pobre mujer ha perdido la razón?

 

LA MUJER. —Continúan viviendo, pero muertas.

 

LA HIJA. —Habla, habla, no te detengas.

 

LA MUJER. —Conoce palabras de sortilegio, fórmulas de brujería que guarda en secreto. Sólo él en el mundo conoce el misterio.

 

LA HIJA. —No te detengas, habla. ¿Qué misterio es ese misterio? ¿Cuál es, pues, ese gran secreto?

 

LA MUJER. —¡Ah! ¡No! Nadie puede revelarlo. Si yo lo descubriese, tú morirías cantando, presa de la locura del éxtasis atroz; tus ojos crecerían hasta llenar la noche y tu corazón saltaría en trozos como las explosiones de un rubí cargado al exceso. Junto a él, el mundo cambia de aspecto, cada visión adquiere color de milagro.

 

LA MADRE. —Todavía es tiempo, hija mía, huyamos. Es un monstruo que bebe la sangre de las vírgenes y de las adolescentes que caen entre sus garras.

 

LA HIJA. —Monstruo, he aquí mi sangre, bébela, bébela íntegra y no dejes más que una sola gota en los ojos para poder mirarte.

 

LA MADRE. —Es un ogro, un poseso, un espíritu anida en su cuerpo.

 

LA HIJA. —Arrojaré el espíritu que anida en su cuerpo y su cuerpo todo será mi nido.

 

LA MADRE. —Quiere sangre, tiene sed de sangre, sed de muerte.

 

LA HIJA. —Quiere amor, tiene sed de amor, sed de vida.

 

LA MUJER. —Reflexiona, reflexiona, más que el amor puede ser la curiosidad la que te impulsa; pobre niña mía, mi perla inocente de todo naufragio, vuelve sobre tus pasos.

 

LA HIJA. —¿Qué le importa a la perla que sale de un naufragio ir hacia otro naufragio?

 

LA MADRE. —Hija mía, estás poseída. Vuelve sobre tus pasos.

 

LA MUJER. —Sus ojos atraen inexorablemente.

 

LA HIJA. —Sus ojos me atraen inexorablemente.

 

LA MADRE. —Beberá tu sangre.

 

LA HIJA. (Como en éxtasis.) —¡Beberá mi sangre!

 

LA MADRE. —Hundirá en ti sus garras.

 

LA HIJA. —¡Oh! ¡Hundirá en mí sus garras!

 

LA MADRE. —Romperá tus carnes.

 

LA HIJA. —¡Romperá mis carnes!

 

LA MADRE. —Quebrará tu cuerpo.

 

LA HIJA. —¡Quebrará mi cuerpo!

 

LA MADRE. —Morderá tu corazón.

 

LA HIJA. —¡Oh, sí! Morderá mi corazón.

 

LA MUJER. — Tiemblo de frío y, sin embargo, la fiebre me consume.

 

LA MADRE. —Pobre joven, cubre tu cuerpo.

 

LA MUJER. —Sus miradas están en todas partes, las siento en todo mi cuerpo.

 

LA HIJA. —Tendré sus miradas en todas partes, las sentiré en todo mi cuerpo.

 

LA MADRE. —No te desabrigues, joven, el frío de la noche no calmará tu fiebre. Pero, ¿qué significan esas cicatrices sembradas en tu cuerpo?

 

LA MUJER. —No son cicatrices, son labios... (Estalla en sollozos.) ¡Ah! ¡Ya no podré volver a verlo, nunca lo veré!

 

LA HIJA. —Quiero contemplarlo hasta la muerte.

 

LA MADRE. —¿Cuál es, pues, la horrible furia que se acerca a nosotros? ¡Ah! ¡Es la bruja!

 

(Las mismas, más la Bruja.)

 

LA BRUJA. (Entrando). —¿Qué hacéis en estos parajes? ¡Pobres de vosotras si la medianoche os sorprende por estos lados!

 

LA HIJA. —Vamos al castillo de Machecoul.

 

LA MADRE. —¡Qué horrible bruja!

 

LA BRUJA. (Mirando a la Hija.) —La pobre paloma vio de lejos la luz y voló hacia ella... ¿Quién es esta pobre mujer que llora?

 

LA MUJER. —Es la que vuelve del castillo.

 

LA BRUJA. —Unas van cantando, las otras regresan llorando.

 

LA MADRE. —¿Conocéis al señor de Machecoul?

 

LA BRUJA. —¿Quién en este país no conoce al mariscal de Raiz? Lo conozco y lo sirvo.

 

LA HIJA. —¿Lo conocéis? ¿Cómo es? ¿Es bello?

 

LA BRUJA. —Es el Alquimista, es el Astrólogo, es el Encantador, es el Brujo. Sus ojos están llenos de signos insondables y su presencia penetra en nosotros como una garra. Todas las que han podido llegar hasta sus caricias llevarán para siempre la marca de fuego de su boca. ¡Oh poderoso señor! ¡Oh mi señor! Tu cabeza nunca ha conocido la almohada de la paz, siempre en guerra contra ti mismo, asaltando las fortalezas de tu alma colmada de banderas inflamadas.

 

LA HIJA. —En sus torres quiero ser una bandera.

 

LA BRUJA. —Cuando él dice: "Quiero asediar mi alma", pronuncia la primera de las verdades... ¡Oh taciturno señor siempre lejano! ¡Para llegar hasta ti, cuántos caminos, cuántos mares hay que atravesar, cuántas montañas, cuántas selvas, cuántas llanuras! Cuántos dragones hay que vencer y embrujos que soportar para en seguida inquirir: "¿Dónde estás?". Porque cuando se llega a ti, tú acabas de partir para otros parajes.

 

LA HIJA. —Yo partiré tras él hacia todos los parajes de la tierra.

 

LA MADRE. —Hija mía, tu espíritu está enfermo.

 

LA BRUJA. —Todos los espíritus están enfermos. Desde la más alta princesa hasta la última de las mendigas, todas corren hacia él con el espíritu enfermo. Desde los cuatro vientos del mundo avanza una procesión de delirio.

 

LA HIJA. —¡Oh! ¡Dulce enfermedad!

 

LA MUJER. —Yo muero, yo muero, la fiebre abre de nuevo todos los labios de mi cuerpo. Dadme a beber el filtro, una vez más, una sola vez antes de morir.

 

LA MADRE. —Pobre joven, tiende las manos en el vacío.

 

LA HIJA. —Ella tiende las manos hacia el filtro de luz.

 

LA BRUJA. —Se muere así, cuando el maleficio se rompe.

 

LA MUJER. —¡Qué desesperación, qué angustia! ¡El filtro, el filtro nada más que una vez todavía! (Cae al suelo, convulsa de dolor.) ¡El filtro que borra la memoria!

 

LA HIJA. —Madre, tengo miedo.

 

LA MADRE. —Hija mía, regresemos.

 

LA HIJA. —Madre, los puentes están cortados.

 

LA MADRE. —Hija mía, conozco otros caminos.

 

LA HIJA. —No hay más que un solo camino. Prosigamos nuestro camino.

 

LA MADRE. —¿No tienes miedo, hija mía?

 

LA HIJA. —Tengo miedo, pero él me llama.

 

LA BRUJA. —Id. Id presto. Prosigue tu ruta, doncella, hablar es perder el tiempo.

 

LA MADRE. —Y mis palabras son vanas.

 

(Salen la Madre y la Hija.)

 

LA BRUJA. —Pobre alondra que vino tal vez desde las tierras más remotas.

 

LA MUJER. —¡El filtro, dadme el filtro!

 

LA BRUJA. —No existe filtro para tu mal.

 

LA MUJER. —Quiero verlo. (Como en delirio.) La llave de mi alcoba es una llave de oro, la llave de la vida es una llave de oro, la llave de la muerte es de color de plomo.

 

LA BRUJA. —Oigo pasos.

 

LA MUJER. —Es él que viene.

 

LA BRUJA. —No es él todavía. ¿Quién vive?

 

(Morigandais y Blanchet salen de la oscuridad y entran en escena.)

 

MORIGANDAIS. —¡Amigos! ¡Señora bruja!

 

BLANCHET. —Amigos de cuando en cuando.

 

LA BRUJA. (Mostrando a BLANCHET.) —He aquí a uno que no olvida la tonsura, aun cuando el diablo baila en ella como en una pista de circo. Todos los curas son así.

 

BLANCHET. —Es que el diablo baila mal.

 

LA MUJER. —El filtro, el filtro. Me muero de sed.

 

MORIGANDAIS. —¿Quién es ese fantasma en forma de mujer?

 

LA BRUJA. —Es una mujer en forma de fantasma.

 

BLANCHET. —¡Se te pregunta quién es, sapo de Satanás!

 

LA BRUJA. —Viene del castillo. Debéis conocerla.

 

MORIGANDAIS. —¿Del castillo, dices?

 

BLANCHET. —¡Desgraciada!

 

LA MUJER. —Yo no quería salir, se me hizo salir.

 

MORIGANDAIS. —Y ahora, ¿qué vas a hacer?

 

LA MUJER. —He vivido de muerte y voy a morir de vida.

 

LA BRUJA. —Ha perdido la razón, ¿no lo véis?

 

BLANCHET. —Desgraciada... Otra todavía, y otra, y otra. No habría bastantes estrellas para ser madrinas de tantas almas en camino.

 

LA MUJER. —El filtro, acercádmelo a mis labios..., una vez todavía. Quiero verlo... Quiero tocarlo.

 

LA BRUJA. —Silencio, todo el mundo. Un caballo al galope... Es el caballo del barón, el señor de Raiz.

 

BLANCHET. —Escuchad, se detiene.

 

LA MUJER. —Es él... Es él... Ahora sí que es él; el corazón me canta, el ramaje de mis arterias se estremece de gemidos. Siento que es él. Se aproxima, sus pasos caminan sobre mi corazón.

 

MORIGANDAIS. —Ya veo. Es el señor de Raiz.

 

LA BRUJA. —Aquí viene tu filtro.

 

LA MUJER. —Mi único dios, mi dios, mi señor.

 

BLANCHET. —El mariscal.

 

(Entra Gilles de Raiz vestido con una especie de toga negra, cubierto por una capa; lleva en la cabeza un gorro de plomo grabado con signos cabalísticos.)

 

GILLES. —Hola, amigos. ¿Sois vosotros? Faltan pocos minutos para la medianoche.

 

BLANCHET. —Llegáis a tiempo.

 

MORIGANDAIS. —A tiempo, desgraciadamente.

 

GILLES. —¿Tendrías miedo? ¿Ya no eres el mismo de antaño?

 

MORIGANDAIS. —Contra los hombres tanto como vos queráis. No temo sino por vos.

 

GILLES. —¿Mis vestidos están bien? Ved, es así como los libros indican; toga negra, espada de puño negro, pergamino firmado y el resto..., ahí, en ese cofre.

 

BLANCHET. —Bien, eso es todo. Vos sabéis las palabras.

 

GILLES. —Grabadas en mi memoria como en una piedra... (Mirando hacia el lado.) ¿Y estas mujeres? ¿Qué hacen aquí?

 

LA BRUJA. —Me habéis dicho, señor, que os busque una proveedora. Envié a Perrine al castillo; es activa, suelta de lengua y emplea palabras de abeja. Donceles y doncellas se prenderán a sus redes de miel.

 

GILLES. —¿Y la otra, quién es?

 

LA MUJER. —Soy una que era... Tiéndeme tu filtro.

 

GILLES. —Levántate y aproxímate.

 

LA MUJER. —No puedo, señor, me muero... Dame de beber, no puedes ser tan cruel. Debes poseer también un bálsamo de olvido.

 

GILLES. —He venido a buscarlo.

 

LA MUJER. —Me muero, señor, me muero. Qué feo se ha puesto el mundo... Tenía una llave de oro y ahora no tengo más que una llave de plomo... Me muero... Me muero... (Levanta la cabeza.) Mis ojos se llenan de bruma, ni siquiera puedo veros... Mis oídos se velan, no logro escucharos. (Ella agoniza.)

 

GILLES. (Aproximándose a ella, Gilles la levanta a media entre sus brazos.) —Se mueve. Es una columna de fuego, me quema las manos. (La suelta.)

 

LA MUJER. —Me muero. He perdido la llave de oro. El filtro... (Deja caer la cabeza y muere.)

 

GILLES. (Tocando de nuevo su cuerpo.) —Muerta. ¡Oh! Tú al menos has encontrado tu almohada. (La besa en la boca.) Cómo queman sus labios... Besa mejor muerta que en vida.

 

LA BRUJA. —Ha encontrado el filtro.

 

MORIGANDAIS. —Señor...

 

GILLES. (Alejándose del cadáver.) —Pobre manojo de espasmo, estabas hecho de dolor y de fuego.

 

BLANCHET. —Un cadáver. ¡Qué frío!

 

GILLES. —Ve a calentarte las manos en su cuerpo. ¿Un cadáver? No es malo para las invocaciones.

 

BLANCHET. —Muy por el contrario.

 

LA BRUJA. (Se aproxima al cadáver, se calienta frotándose las manos encima de la muerta como sobre un brasero.) —En realidad tenía carbones en el cuerpo.

 

MORIGANDAIS. —Cállate, serpiente del infierno, o te reviento bajo mis pies.

 

GILLES. —¿Infierno has dicho? No hay tiempo que perder. Bruja, prosigue tu camino. Rápido, rápido, aléjate de aquí. ¿No tienes una escoba para volar?

 

BLANCHET. —La dejó en la fiesta del último sábado.

 

LA BRUJA. —Extraño cura, dulce como el vino de misa. Adiós, mi señor. Como dije, vuestros deseos están realizados.

 

GILLES. —Vete. Tendrás lo debido. Arrastra el cadáver hasta esas piedras.

 

LA BRUJA. —Que la noche os proteja.

 

BLANCHET. —Así sea.

 

MORIGANDAIS. —Como cura del diablo no lo haces del todo mal, mi pobre Blanchet.

 

GILLES. —Morigandais, me parece que tienes miedo.

 

MORIGANDAIS. —¿Miedo? Os aseguro señor, que en las mismas puertas del infierno lanzaré tamaña carcajada como para hacer saltar los cerrojos. No tengo miedo, solamente algo de repulsión. Me gustan los encuentros de otra ralea.

 

BLANCHET. —No eres sino un matamoros, y nada más.

 

MORIGANDAIS. —Tú lo eres más, y tiemblas.

 

GILLES. —Aquí nadie tiembla. Señores, la hora ha llegado. Voy a trazar el círculo y vosotros entrad en él; no salgáis por ningún motivo, quienquiera que llegue. Si salís una pulgada, estaréis perdidos. (Con la punta de la espada traza un gran círculo en el suelo. Blanchet se acerca medrosamente a Morigandais.)

 

MORIGANDAIS. —Con esos ojos de espanto, te aconsejaría no entrar en el círculo.

 

BLANCHET. —Bien se ve que nunca te han castigado los demonios.

 

GILLES. —El que tenga miedo que se aleje. (Traza un triángulo en el interior del círculo.)

 

BLANCHET. (Espantado.) —¡Oh! ¿Qué ruido es ése?

 

MORIGANDAIS. —La muerta es de buen augurio. (Todos miran hacia las piedras.)

BLANCHET. —Se diría que ella se mueve.

 

GILLES. —Es el viento que sacude su vestido. (De un cofre saca una cabeza de muerto, un cuadrado de piel de niño, cuatro clavos y dos velas.) Dulce al tacto la piel del muchacho. (La coloca en el suelo fuera del círculo y la fija con los cuatro clavos.) He necesitado veinte días para hallar estos clavos de ataúd de supliciado: castigan poco en esta región.

 

BLANCHET. (Mirando siempre hacia el lado del cadáver.) —¿Qué vapor es ese que se eleva del cuerpo de la muerta?

 

GILLES. —Es el alma que inicia el vuelo. (Continúa en su trabajo.)

 

MORIGANDAIS. —¡Emplea largo tiempo en emprender el vuelo!

 

GILLES. —Sello de nobleza.

 

BLANCHET. —¡O de crimen!...

 

GILLES. —Empleas palabras desposeídas de sentido, Blanchet. ¿Es que

nadie quiere ayudarme? ¿No les agrada este trabajo?

 

MORIGANDAIS. —Ah, no... En verdad, prefiero cortar cabezas de ingleses.

 

GILLES. (Pone las dos velas en unos candelabros negros, uno al este y el otro al oeste del círculo, en la orilla.) —Ya está. Ahora, mis queridos amigos, el momento solemne ha llegado. Penetremos en el círculo.

 

MORIGANDAIS. —Solamente por acompañaros, y acaso tal vez por defenderos.

 

BLANCHET. (Aterrorizado y tomando por el brazo a Morigandais.) —Que el cielo nos conceda buena suerte y nos dé valor.

 

GILLES. (Entrando en el círculo.) —Deja al cielo dormido entre sus estrellas; aquí hay mucho que hacer. Es a él a quien primero me he dirigido y se hizo sordo a mis palabras. Dios tenía demasiadas nubes en los oídos; veremos si el infierno los tiene más destapados y si es más poligloto... Entrad, amigos míos, entrad. (Los otros dos penetran en el círculo.)

 

BLANCHET. (Con miedo.) —¿Escucháis? Una queja en el aire.

 

GILLES. —Algún búho que destripa un ruiseñor.

 

MORIGANDAIS. —Este pobre Blanchet tiene la cabeza llena de búhos.

 

GILLES. (Solemne.) —Ahora, señores, silencio. (Levanta la espada por la hoja, la empuñadura dirigida hacia el cielo, y con voz de Esténtor, Gilles comienza la invocación.) Hemen-Etan! Hemen-Etan! El Ati Eiteip Azia, Hyn Ten Minosel Achadon vay vaa Eye Aaa Eie Exe A El El A Hy! Hau! Hau! Va! Chavajoth! Aie Saraye, aie Saraye! Per Eloim, Archima, Rabur, Bathas, super Abrac ruens superveniens Abeor, super Aberer, Chavajoth! Chavajoth! impero tibi per clavem Salomonis et nomen magnum Semhamphoras.

 

(Se oye un gran ruido en el espacio.)

 

BLANCHET. —Señor, señor. Las cadenas se rompen. ¿Qué será de nosotros? (De entre su ropa saca un crucifijo y lo alza hacia el cielo.) Pie-dad, Señor, piedad...

 

GILLES. —¡Diablo de todos los diablos! Todavía hoy te haces el sordo ante mi llamado. (Silencio angustioso.) Emperador Lucifer, señor de todos los espíritus rebeldes... (Se calla bruscamente, al mirar a Blanchet.) —¿Qué haces pobre imbécil, con ese crucifijo en la mano?

 

BLANCHET. —Oh gran señor, pueden producirse cosas horribles.

 

GILLES. —Vete de aquí, cobarde. Dejadme solo. Llévatelo, Morigandais. Ocúltalo allá abajo, detrás de esas ruinas, y hazle compañía, si no tendremos muy luego aquí dos cadáveres en lugar de uno. En estas condiciones, toda invocación es imposible.

 

(Blanchet toma del brazo a Morigandais y ambos salen del círculo.)

 

MORIGANDAIS. —Tómate de mi brazo y no tiembles de ese modo. No me sacudas, que no soy un árbol frutal.

 

BLANCHET. —Sí, sí, huyamos de estos lugares.

 

(Los dos se van.)

 

GILLES. —Alejaos rápido, allá abajo, detrás de esas ruinas. Ya os llamaré. (Momento de silencio, Gilles mira a todos lados, como escrutando la noche; luego grita de nuevo su invocación con voz sonora.) Hemen-Etan! Hemen-Etan! El Ati Eiteip Azia, Hyn Ten Minosel Achadon vay vaa Eye Aaa Eie Exe A El El A Hy! Hau! Hau! Va! Chavajoth! Aie Saraye, aie Saraye! Per Eloim, Archima, Rabur, Bathas, super Abrac ruens superveniens Abeor, super Aberer, Chavajoth! Chavajoth! impero tibi per clavem Salomonis et nomen magnum Semhamphoras. (Silencio, se oye el viento, Gilles mira a todos lados.) ¿No me oyes, señor Lucifer? (Se oye de nuevo un gran ruido. Gilles palidece.) ¿Es que yo también tendré miedo ahora? ¡Ah, no! (Con más violencia.) Emperador Lucifer, señor de todos los espíritus rebeldes, te ruego que me seas propicio y que acudas a mi llamado bajo forma humana y sin ningún mal olor, para que me concedas, de acuerdo con el pacto que voy a presentarte, todo lo que yo te pida. Oh gran Lucifer, te suplico que abandones tus moradas en cualquier lugar del mundo donde te encuentres y vengas a hablarme. Obedéceme sin tardanza o serás torturado por la fuerza de las palabras de la gran clavícula de Salomón. (Silencio.) Obedéceme, obedéceme, o te obligo torturándote con las poderosas palabras de la gran clavícula de Salomón. (De nuevo se escucha un gran ruido). Obedéceme. Ven, ven a mi. (Silencio.) Agión, Tétagram, ay cheon, stimilamaton, et expares, retragamaton oryoram, irion, erglion existion eryoma onera brasim moyim messias, soler Emmanuel sabeot Adonay. Te adoro, te invoco.

 

(Se oye de nuevo el ruido. Esta vez más fuerte que anteriormente. Vestido como un guerrero bárbaro, Lucifer sale de detrás de los árboles.)

 

LUCIFER. (Entrando.) —Aquí estoy. ¿Qué quieres de mí? ¿Por qué turbas mi reposo? Responde.

 

GILLES. —Te he llamado para hacer un pacto contigo, a fin de que me concedas lo que voy a pedirte.

 

LUCIFER. —¿Has traído el pacto?

 

GILLES. —Sí. Aquí está. (Saca un pergamino de debajo de su toga y se lo pasa a Lucifer. Este lo toma.)

 

LUCIFER. —Escrito con tu propia sangre.

 

GILLES. —Escrito y firmado con mi propia sangre.

 

LUCIFER. —¿Sabes a qué obliga el pacto?

 

GILLES. —A hacerte entrega de mi alma. Hela aquí. La pobre me aburre soberanamente.

 

LUCIFER. —(Desenrrollando el pergamino.) —¿Qué pides?

 

GILLES. —Lee y verás.

 

LUCIFER. —¡Ah! ¡Ah!

 

GILLES. —No eres tan espantoso como se te pinta. Pareces un buen muchacho disfrazado de... de... de...

 

LUCIFER. (Lo mira y suelta la risa.) —Es mi traje de guerrero... En el fondo soy un buen camarada, un amigo fiel y alegre.

 

GILLES. —Amén.

 

LUCIFER. —Pero volvamos al pacto. ¿Qué pides?

 

GILLES. —Quiero riquezas, gloria, esplendor; pero, más que nada, quiero el amor en una eterna juventud. Quiero el amor intrépido y tembloroso como en el primer día del amor. Que esos días que duran tan poco se repitan siempre, con la misma ansiedad de los comienzos. Quiero el placer, el verdadero placer, el placer absoluto.

 

LUCIFER. —En verdad, no es poco lo que pides.

 

GILLES. —Pido como un gran señor que pide.

 

LUCIFER. —Veamos. Aquí, en el pacto, tú dices (leyendo): "El amor más grande, la mayor ciencia, el poder más grande".

 

GILLES. —Sí, quiero ser el más amado de los hombres.

 

LUCIFER. —Ya lo eres.

 

GILLES. —No me basta. Quiero más aún. Que no haya mujeres que escapen a mi imperio y se sustraigan a mis deseos.

 

LUCIFER. —Bien.

 

GILLES. —Quiero ser el más sabio de los hombres.

 

LUCIFER. —Eres un gran sabio y, además, un artista.

 

GILLES. —No basta. Quiero saber mucho más todavía y alcanzar, en el arte, las últimas cumbres.

 

LUCIFER. —Bien.

 

GILLES. —Quiero ser el más poderoso de los hombres.

 

LUCIFER. Tus riquezas y tu poder son enormes.

 

GILLES. —No basta. Quiero que nadie me iguale en poder y, como el poder tiene necesidad del oro, quiero la piedra que da la felicidad, que dispensa todas las riquezas, que prolonga la vida y cura los males.

 

LUCIFER. —Bien.

 

GILLES. —¿Me lo concedes?

 

LUCIFER. —En cambio de tu alma.

 

GILLES. —En cambio de mi alma.

 

LUCIFER. —Ciertamente, tendrás todo lo que pides. Un alma de mariscal de Francia es algo que no se ve todos los días.

 

GILLES. —Entonces, ¿negocio hecho?

 

LUCIFER. —Pacto aceptado. (Saca otro pergamino y se lo tiende a Gilles.) He aquí el pacto firmado y rubricado.

 

GILLES. –Gracias, oh mi nuevo señor y amigo.

 

LUCIFER. –Y ahora, ya que somos amigos y que la ceremonia ha terminado, sal de ese círculo ridículo y sentémonos a conversar un poco.

 

GILLES. (Sale del círculo.) —Será difícil sentarnos; no veo cómo.

 

LUCIFER. —Ahí hay un tronco de árbol. Siéntate, que pareces algo fatigado.

 

GILLES. (Sentándose.) —En verdad, lo estoy.

 

LUCIFER. —Dime: y la Doncella, ¿qué dirá de todo esto?

 

GILLES. —¿Qué doncella?

 

LUCIFER. —¡Cómo! ¿No te acuerdas ya de Juana de Arco? Fuiste su compañero, su protector y defensor en esa gran aventura; combatiste a su lado en Orleáns, en París, en Ruán; ¿y ya la has olvidado?

 

GILLES. —¿Olvidarla? ¡Ah, no! Pero como acaba de morir, tú debes saber de ella mucho más que yo mismo. Ahora se halla en la otra vida.

 

LUCIFER. —No sé nada de eso. Las locas no me interesan; además van de la cama al cielo y, poco tiempo después, las canonizan. Una mujer para hacer algo grande e interesante debe volverse loca.

 

GILLES. —Te ruego que no hables mal de Juana. Nunca se vio nada semejante. Su presencia creaba la primavera a cien leguas a la redonda. Era el milagro vestido de aldeana. Su nombre está ligado a una época en que fui feliz y, además, fue un poco mi creación.

 

LUCIFER. —Sí, conozco el secreto. Al ver a Francia perdida pensaste que sólo un milagro podía salvarla, y entonces tú, más inteligente que los demás cortesanos de Chinon, resolviste crear el milagro, y una noche reuniste a La Trémoille, La Hire, Dunois, Xantrailles, Chabannes... Conozco tu secreto.

 

GILLES. —Así fue. Los reuní y les dije: "Este país está perdido porque ya nadie tiene ni fe, ni entusiasmo, ni esperanza. Nadie cree en nadie. Es preciso crear un ideal para este pueblo desalentado y para su jefe aún más tibio y más blando que su pueblo. Solamente lo sobrenatural puede despertarnos de esta letargia. Un gran ideal, inmenso, imprevisto, y ese ideal es preciso encarnarlo en alguien, en un ser viviente, palpable, que el pueblo pueda escuchar y ver, pero que secretamente se halle bajo nuestras órdenes, bajo nuestra salvaguardia. Y por esa razón es preciso que sea un ser débil, que no tenga en realidad ningún poder, pero milagroso, sin rival en apariencia. Este personaje que nos es indispensable sólo podemos encontrarlo en los campos, entre la gente ingenua y cándida de las provincias".

 

LUCIFER. —Tus compañeros comprendieron la gran verdad de tus palabras y entonces, de dos en dos, al día siguiente partisteis en varias parejas a recorrer los campos.

 

GILLES. —La Hire y yo llegamos una mañana a Lorena, con hambre y sed. Al pie de una colina vimos a una zagala que lechaba una vaca. Nos acercamos para pedirle un poco de leche. Nos ofreció toda la leche que había sacado y también todo su pan.

 

LUCIFER. —Era generosa y apetitosa. Así es como habéis trabado amistad con ella. En recompensa de su generosidad, habríais querido hacerle la corte.

 

GILLES. —¡Ah! Ella no aceptaba nada en relación con escarceos amorosos. Era de hierro y nos sorprendió la firmeza de su carácter. Personalmente nos hizo ver que montaba a caballo mejor que un hombre y que en Domrémy, su poblado, se la consideraba loca porque decía que le agradaría partir a la guerra y combatir contra los ingleses. Le hice un gesto a La Hire, diciéndole: "He aquí lo que buscamos". La Hire me respondió: "Lo que nos hace falta es un hombre, no una mujer".

 

LUCIFER. —Dicen que La Hire no se mostró satisfecho de semejante elección.

 

GILLES. —Me costó trabajo convencerlo. Le demostré que una mujer, que una doncella y, sobre todo, una aldeana sería algo mucho más sorprendente, mucho más extraordinario que todo lo que pudiésemos haber soñado. En consecuencia, despertaría mucho más la imaginación del pueblo, y, por otra parte, sería más dócil y más fácil de dirigir que un hombre. Después de una violenta discusión, nos pusimos de acuerdo y le propusimos nuestro plan a la joven.

 

LUCIFER. —Magnífico. Eres un hombre de recursos y me alegra ser el poseedor de tu alma. Le dijisteis entonces a la aldeana que debía ir donde el Delfín y decirle que venía por orden del cielo, que escuchaba voces, etcétera...

 

GILLES. —Eso es. La joven aceptó encantada y aprendió tan bien su lección de memoria que tres días más tarde creía firmemente en todo eso y discutía con nosotros mismos, sosteniendo la absoluta verdad de lo que acabábamos de inventar, y se encolerizaba si nos veía sonreír.

 

LUCIFER. —Su llegada a la corte no produjo buena impresión.

 

GILLES. —Al principio, evidentemente, no. Nuestros compañeros, que esperaban a un hombre, tuvieron una gran decepción; pero ella desempeñó tan bien su papel, que no fue posible hacerle ningún reproche.

 

LUCIFER. —Lo desempeñó con tal convicción que se burló de vosotros.

 

GILLES. —En efecto, el pueblo la adoró. Vio a una niña, salida de su medio, ponerse a la cabeza de los más grandes señores de Francia y se llenó de orgullo y satisfacción. El Delfín, que ignoraba nuestro secreto, sintió por una vez que el entusiasmo popular lo ganaba y ya no tuvo ojos sino para ella. Ella creció, creció...

 

LUCIFER. —Llegó el momento en que la criatura sobrepasó a sus crea-dores. Sucede muy a menudo.

 

GILLES. —Habría sido imposible manejarla. Ordenaba y raramente aceptaba discutir. Por otra parte, lo hacía bien. Se le había desarrollado tal convicción, tal fe en sí misma, que casi nunca se engañaba, y sólo ella era capaz de comunicar a las tropas el fuego necesario y esa especie de delirio que la había invadido.

 

LUCIFER. —Tenía en las manos las cartas de triunfo del porvenir.

 

GILLES. —Fui nombrado su lugarteniente y protector y debía obedecerle. Me habría resultado inútil convencer a quienquiera que fuese de la superchería, ya que ella misma, cuando quería recordarle su origen guerrero, parecía escuchar eso por primera vez.

 

LUCIFER. —Lo que prueba que vuestra intención era más racional de lo que habíais creído al comienzo.

 

GILLES. —Tenía una base de humanidad superior a la prevista.

 

LUCIFER. —Por otra parte, no puedes negar que en el fondo te agradaba obedecerle; sobre todo, combatir al lado de una mujer, y en las noches, en el campamento, mirar el rostro de una virgen dormido junto a ti.

 

GILLES. —Debía ser así, aunque, te lo repito, ella era refractaria al amor y nunca aceptó el contacto de nadie.

 

LUCIFER. —Te contentabas con mirarla dormir y sentirte al lado de una mujer. Te conozco, Gilles. Tú amas el amor más que a nada en el mundo.

 

GILLES. —Ella no me ofrecía amor; por lo demás, no era hermosa.

 

LUCIFER. —Pero era una mujer.

 

GILLES. —Un soldado.

 

LUCIFER. —Era una mujer vestida de soldado.

 

GILLES. —Era un soldado vestido de mujer.

 

LUCIFER. —Atención, Gilles, eso pudo hacer nacer en ti gustos equívocos e impulsarte a placeres prohibidos. Pasar noches y noches al lado de una mujer-hombre o de un hombre-mujer... Esas confusiones son peligrosas, despiertan instintos, develan vicios...

 

GILLES. —Amigo Lucifer, eres un moralista exagerado.

 

LUCIFER. –Leo en tu porvenir... Muy próximo, muy próximo... Cosas que pueden trastornarte. Dime, ¿todavía amas tanto a las mujeres como antes?

 

GILLES. —Más que a todo el mundo. La mujer es el amor; el resto..., no debe ser más que exasperación.

 

LUCIFER. —Desconfía, Gilles, vigila tus sentidos.

 

GILLES. —Amo el amor, es lo único capaz de sustraernos de los veinticuatro fastidios de la jornada. El amor es la evasión, es una ventana de súbito abierta al fondo de la prisión... Mi pecho se infla de alas que me levantan. Me lleno de luz, todo mi cuerpo irradia, la eternidad llueve sobre mi cerebro, cierro los ojos y nado en una neblina de luz. Todo se transforma. Nado en el líquido en que nadan las estrellas impulsadas por el viento. El corazón estalla en mil abejas, en mil abejas que vuelan ebrias de su propio dolor. Qué quieres, amigo Lucifer, en el fondo no soy más que un místico.

 

LUCIFER. —¿Un místico? Estás perdido.

 

GILLES. —El amor me rodea, me asalta y se esconde; me enlazó a él como un náufrago celeste al borde de un planeta. Me lame más dulcemente que un animal en el camino de la fatiga. ¡Oh amor! Mis ojos nadan en tus lágrimas y, unido a ti, yo paso bajo el arco del delirio. Los goces del amor, las angustias del amor me son tan necesarias como las catástrofes al mar que acude desde lejos oliendo la catástrofe... He soñado tanto que lee llegado a ser leyenda.

 

LUCIFER. —Estás perdido.

 

GILLES. —Escúchame. Dicen que poseo cierta fascinación. Dicen que embrujo a las mujeres.

 

LUCIFER. —Ciertamente, ya lo había escuchado decir.

 

GILLES. -¡Y bien! ¡Lo que las embruja es mi sinceridad! Es mi amor lo que las hace amarme. Me presienten tan sincero que se sienten adornadas de locuras y vienen hacia mí para que les muestre la escala que sube al alba posible y, como sonámbulas, ellas suben los peldaños de sus propios estremecimientos... Pero estoy maldito, ¿entiendes? Mi maldición es correr siempre tras el gran sueño.

 

LUCIFER. —Tú atraes porque huyes. Inquietas porque eres la inquietud.

 

GILLES. —No sé nada de eso. Sé que ellas vienen, que ellas vienen des-de todos los puntos del mundo y de todas las edades; son bellas, son puras, vienen cargadas de sueños, magníficas de vértigo, pero eso no es todo. Conozco el amor, conozco el cuerpo del amor, conozco los ojos del amor, conozco sus labios, sus gritos, sus gemidos, sus llantos, sus manos, pero eso no es todo. Hay algo, sabes tú, algo que se me escapa. Hay algo que permanece detrás del amor, algo que se presiente... ¡Qué angustia! Algo que no se puede alcanzar y que es más grande que el amor.

 

LUCIFER. —Pobre amigo, estás perdido.

 

GILLES. —Ellas vienen, vienen, me traen sus deseos; pero ninguna me trae lo que se debe traer... Amo el amor porque odio la tierra. Odio la tierra adherida a mis zapatos. ¡Oh! Angustia de otra cosa, triste como el alba al fondo de un subterráneo, como despertar en el exilio...

 

LUCIFER. —Dejemos ese tema, causa de tu desesperación.

 

GILLES. —Tienes razón. A propósito, mis amigos me esperan allá abajo, detrás de esas ruinas. Voy a llamarlos, pero no digas quién eres antes que se acostumbren a tu presencia.

 

LUCIFER. —Como quieras... Si quieres divertirte a mis expensas...

 

GILLES. —Voy a llamarlos. (Grita, haciendo bocina con las manos.) ¡Ohé! ¡Amigos!... ¡Morigandais!... ¡Blanchet! ¡Venid! (Se aproxima al extremo de la escena y se aleja un poco por el lado por donde han salido sus amigos. Ya no se le ve, pero se le oye gritar nuevamente.) Venid, amigos. (Vuelve a la escena.) Está tan oscuro. Esta noche no está iluminada ni aun por los ojos de una lechuza. Verdaderamente, falta un poco de luz, las estrellas están demasiado perezosas; durante la noche se necesitarían dos o tres Lunas más que compartiesen el trabajo.

 

LUCIFER. —No corrijas los planes del más allá. Están hechos con una paciencia oriental, y de acuerdo con tantos cálculos...

 

GILLES. —El Sol no debería obedecer a vuestras cifras.

 

LUCIFER. —Sería castigado. Se le haría estallar en mil satélites ridículos e ignorantes.

 

GILLES. —¡Oh! ¡Mira, un meteoro!

 

LUCIFER. —Pasa midiendo el cielo.

 

GILLES. —Yo pensaba que iba de estrella en estrella, llevando las noticias del día.

 

LUCIFER. —¿Como un cartero? ¡Eres más ignorante que un poeta! Todo lo que ves allá arriba tiene su trabajo fijo así como su salario, aun  que algunas veces para divertirnos le dejemos algo de libertad.

 

GILLES. —Ves tú, unas estrellas acaban de retirarse como si, al pasar, se lo hubiesen ordenado. ¡Hasta mañana, queridas amigas!

 

LUCIFER. —El día va a comenzar pronto.

 

GILLES. —Cuando el Sol aparece, las pequeñas monedas se ocultan hasta la hora en que la avaricia del cielo lo permite.

 

LUCIFER. (Mirando hacia el lado de las ruinas.) —Aquí llegan tus amigos.

 

GILLES. —¡Eh! ¡Acercaos! Morigandais, Blanchet, acercaos.

 

(Ambos entran en escena. Blanchet, pescado del brazo de Morigandais, mira con desconfianza a Lucifer.)

 

BLANCHET. —¿Quién es vuestro compañero, señor?

 

MORIGANDAIS. —¿De dónde salió este bribón de ojos medrosos y cara de hambriento?

 

GILLES. —Es un soldado que viene de lejos a ofrecerme sus servicios. MORIGANDAIS. —No aparenta saber mucho.

 

BLANCHET. -¿Entiende nuestra lengua?

 

LUCIFER. —Casi tan bien como las lenguas extranjeras.

 

BLANCHET. (A Gilles.) —¿Y en qué paró, pues, vuestro asunto?

 

GILLES. —Terminado, Blanchet.

 

BLANCHET. —¿Vino a interrumpiros este buen hombre?

 

GILLES. —De ningún modo.

 

MORIGANDAIS. —Entonces, ¿terminado favorablemente?

 

GILLES. —Favorablemente.

 

BLANCHET. (Mirando a Lucifer.) —Tiene cara de idiota.

 

LUCIFER. —¿Pero por qué habláis así de mí, sin conocerme, señor?

 

MORIGANDAIS. —Es de mala educación, señor sacerdote.

 

GILLES. —Quiero presentaros. (Sonriendo.) El señor de la Morigandais, el señor Blanchet y el señor Lucifer. (Morigandais y Lucifer se inclinan.)

 

BLANCHET. (Soltando la risa.) —¿Este Lucifer? jJa, ja ja! No bromee, señor barón. (Se aproxima a Lucifer y le palmea la espalda.) ¿Este pobre hombre, Satanás? ¿Este capitán en fuga, Lucifer? Ja, ja ja! (Le tiende la mano, que Lucifer estrecha fuertemente.)

 

LUCIFER. (Con voz de trueno.) —Sí, señores, este capitán en fuga es LUCIFER.

 

BLANCHET. (En retirada hacia sus amigos, con aire desconfiado.) —¡Cómo!

¿Es éste el demonio que respondió a vuestro llamado?

 

LUCIFER. —Sí, capitán de los temblores. Yo, Lucifer en persona, emperador de los infiernos.

 

MORIGANDAIS. —¡Mi pobre Blanchet!

 

GILLES. —Nada tienes que temer, Blanchet; es mi nuevo amigo.

 

BLANCHET. —Pero no el mío. Vete, vete.

 

LUCIFER. —Para pactar con un mariscal de Francia no iba a enviar a un demonio subalterno.

 

GILLES. —Muchas gracias, amigo.

 

BLANCHET. —Vete, vete, Espíritu del Mal. No quiero vender mi alma.

 

LUCIFER. —Por mi parte, yo tampoco la querría. No soy arriero ni mercader de asnos.

 

MORIGANDAIS. —¡Qué te ha dado, Blanchet!

 

BLANCHET. —Vete de aquí, Espíritu del Mal.

 

LUCIFER. —Mentalidad de cura. ¿Qué es eso de Espíritu del Mal?

 

BLANCHET. —Te sublevaste contra Dios, fuiste derrotado por Dios y Dios te arrojó al infierno.

 

LUCIFER. —Si yo lo hubiese derrotado, lo habría lanzado a él al infierno. Vencer o ser vencidos es el azar de la guerra.

 

BLANCHET. —Afortunadamente, Dios venció.

 

LUCIFER. —Desgraciadamente para ti, imbécil... y te aseguro que faltó bien poco para que él perdiese la batalla.

 

GILLES. —Cuéntame.

 

MORIGANDAIS. —¡Ah! Sí, contadnos la gran batalla.

 

BLANCHET. —No le creo, no le creo. Es el Espíritu del Mal.

 

LUCIFER. —Cállate, imbécil. Si hubiese ganado, el Espíritu del Mal reinaría sobre el mundo y todos seríais mucho más felices... Dios mandaba los ejércitos del este, yo los del oeste. La batalla comenzó en la aurora. De lejos, nuestros ejércitos advirtieron apenas que yo daba la orden de abrir fuego a todas mis baterías de largo alcance. Nosotros ocupábamos una colina y una parte del valle hasta el río Lácteo; el enemigo, al otro lado, ocupaba dos colinas y la ribera derecha del río. Sus cañones respondían a nuestro fuego nutrido, pero los soldados enemigos instalados en la orilla comenzaban a replegarse antes nuestras cargas repetidas. Dios, entonces, dividió sus ejércitos en tres alas; una comandada por el capitán Miguel, otra por el capitán Gabriel y la tercera por el capitán Rafael. En cuanto a mí, había dividido mis ejércitos en tres alas desde el comienzo de la batalla; el ala derecha bajo las órdenes del mariscal Belcebú, la otra comandada por mí mismo y el ala izquierda, bajo las órdenes del mariscal Astaroth. Mandé a Belcebú marchar hacia adelante con el ala derecha a fin de efectuar con el ala izquierda un movimiento envolvente. Con mis gemelos seguía todos los movimientos enemigos.

 

MORIGANDAIS. —El momento debió ser apasionante.

 

LUCIFER. —Ya lo creo. Dios no se dio cuenta de inmediato del movimiento de mis tropas, replegó por el lado opuesto su centro, ordenando al capitán Gabriel retroceder dos kilómetros.

 

GILLES. —Grave error de táctica.

 

LUCIFER. —¡Y bien! Fue justamente ese error lo que le salvó. Creí que se trataba de un plan audaz y la caballería del mariscal Astaroth atacó al enemigo por la izquierda, justo en el momento en que el enemigo, por error, desembocaba por la derecha.

 

BLANCHET. -No entiendo nada.

 

MORIGANDAIS. —Eso no tiene ninguna importancia. No eres hombre de armas.

 

LUCIFER. —Entonces, di el asalto a la colina en que estaban amontonadas las tropas del capitán Gabriel. Las desalojé de la colina. El enemigo emprendió la fuga y me encontré delante de esto: el grueso de las tropas contrarias llegaba fresco y triunfante por el lado opuesto. Pero la batalla no se había aún perdido, ¡lejos de eso! No solamente el mariscal Belcebú se defendía como un león, sino que tres veces hizo retroceder al enemigo. Entonces di orden de avanzar sobre los flancos de la segunda colina. Esta vez Dios comprendió la maniobra y, juzgándose perdido, ordenó al capitán Miguel correr con sus tropas y cortar el puente. Yo, por mi lado, envié al comandante Astaroth a defender el puente. Fue una carrera vertiginosa hacia el río. Yo le grité: "¡Astaroth, si no llegas primero al puente, te va la cabeza!" Astaroth y Miguel llegaron simultáneamente al puente; pero Astaroth, creyendo que yo iba a castigarlo, levantó bandera blanca y se pasó al enemigo en el momento en que aquello estaba perdido. La traición de Astaroth les dio el triunfo. Yo, que contaba con el puente, acumulé todas mis tropas en el llano, y Dios, ocupando las tres colinas, comenzó a bombardearme desde la altura y me aplastó por completo...

 

GILLES. —Nunca falta un traidor para hacer fracasar los mejores planes.

 

LUCIFER. —Siempre se gana una batalla gracias a un pequeño error.

 

MORIGANDAIS. —Hermosa batalla. El río debía correr cargado de cadáveres.

 

LUCIFER. —No hubo medio de recuperarse. El traidor disponía de una buena parte de mis mejores tropas y, al pasarse al enemigo, les aportó un contingente precioso. Mi amenaza fue lo que causó la derrota. ¡No amenaces nunca, Gilles! ¡Eso puede tener graves consecuencias! ¡Ser derrotado de tan estúpida manera!

 

BLANCHET. —Afortunadamente lo hiciste, si no el Espíritu del Mal reinaría en el mundo.

 

LUCIFER. —¡Idiota! Si el Espíritu del Mal, como tú lo llamas, hubiese ganado, el Espíritu del Mal reinaría, se habría impuesto y, en consecuencia, habría llegado a ser el Espíritu del Bien, y el Espíritu del Bien, derrotado, habría llegado a ser el Espíritu del Mal.

 

GILLES. —Sin duda alguna.

 

LUCIFER. —¡Ah! Pero si yo hubiese ganado la batalla, el castigo que le habría infligido a Dios habría sido mil veces peor que el que él me ha dado.

 

BLANCHET. —Te arrojó al infierno.

 

MORIGANDAIS. —Y él se instaló en el cielo.

 

GILLES. —Por su parte, si Lucifer hubiese triunfado, se habría instala-do él en el cielo y habría arrojado a Dios al infierno.

 

LUCIFER. —No, yo habría inventado algo peor; tal vez lo habría dejado en el cielo, ¿quién sabe? Dios se mostró tan sorprendido de su triunfo imprevisto, que se contentó con enterrarnos en el infierno y nombrar arcángeles a sus tres capitanes después de distribuir medallas y condecoraciones entre sus soldados y haber elevado al grado de ángel al traidor. Pero, silencio, amigos míos. Oigo unas voces de mujeres que vienen por ese lado. Y además el día va a nacer y antes que el Sol aparezca debo encontrarme en mis dominios.

 

BLANCHET. —Vete, vete lo más rápidamente posible y no vuelvas más.

 

LUCIFER. —Por ti, ciertamente, no volveré. Eres demasiado soso para

el infierno. Así, pues, buenas noches, queridos amigos.

 

GILLES. (Avanzando algunos pasos.) —Buenas noches.

 

MORIGANDAIS. —¡Hasta siempre!

 

GILLES (Quitándose la toga después que Lucifer ha partido.) —Y no olvides lo que me has prometido. Espero que cumplirás tu palabra y que no seas un traficante de ilusiones, ni un mercader de promesas y esperanzas.

 

BLANCHET. —En fin, respiro.

 

MORIGANDAIS. —No respires demasiado fuerte. Podrías helar ese trocito de Luna nueva.

 

BLANCHET. —El alba se anuncia.

 

GILLES. (Mirando hacia el camino.) —Dos mujeres, una joven y bella, la otra...

 

MORIGANDAIS. —Vieja y con aire angustiado. Son las mismas que pasa-ron por aquí y que iban al castillo.

 

GILLES. —Es muy bella y muy joven. No saltes, corazón. Sus cabellos flotan como una bandera victoriosa, sus ojos brillan como las esmeraldas de los sueños.

(La Madre y la Hija entran en escena.)

 

LA MADRE. —¡Qué horrible noche! El cielo entero cruje como si Dios hubiese llorado. (Mirando a los tres hombres.) ¡Ah! ¡Sois vosotros aún!

 

MORIGANDAIS. —Es hermosa. Su cuerpo es un árbol fosforescente hundido en una música de olvido.

 

LA HIJA. (Quien desde su entrada a la escena tiene los ojos puestos en Gilles.) —Los puentes estaban levantados y nadie respondió a nuestros ruegos.

 

LA MADRE. —Bruscamente a ella se le metió en la cabeza que una luz le hacía señas desde acá.

 

LA HIJA. —Madre, dame la mano, tengo miedo. Tiemblo. ¿Por qué tiemblo, pues? (A Gilles.) ¿Quién sois vos, señor?

 

GILLES. —No tengo nombre.

 

MORIGANDAIS. —El tiene todos los nombres.

 

GILLES. —Digo que no tengo nombre.

 

BLANCHET. —Es el caballero sin nombre.

 

LA MADRE. —Nada de bueno anuncia, hija mía, un noble que oculta su raza.

 

GILLES. —Mi raza escapa por todos mis poros y grita en todos los vientos.

 

LA HIJA. —Madre, yo tiemblo... ¡Qué angustia, madre, qué alegría! Siento campanas en mis venas, voy a morirme de felicidad. (Estalla en sollozos y oculta la cabeza en el seno de su madre.)

 

LA MADRE. —Hija mía, huyamos de aquí. Aún estamos a la sombra del castillo embrujado.

 

GILLES. —La sombra del castillo se extiende más lejos de lo que vos pensáis. Nunca mis ojos vieron un rostro semejante.

 

LA HIJA. (Levantando la cabeza y mirando a Gilles.) —No puedo huir. Mis pies están clavados en el suelo.

 

GILLES. —Los míos tienen alas. (Gilles se acerca a ella).

 

LA HIJA. —No os acerquéis, señor. (Gilles se aleja algunos pasos.) No os alejéis, señor.

 

MORIGANDAIS. —Ya perdió los sentidos.

 

BLANCHET. —Su razón zozobra en un incendio que conocemos bien.

 

LA MADRE. —Hija mía, regresemos.

 

LA HIJA. —No puedo, madre, no puedo.

 

GILLES. —Despierto, por fin, despierto.

 

LA HIJA. —¡Ah! Yo me duermo...

 

LA MADRE. —Tus ojos están ciegos, hija mía, tus ojos no ven nada.

 

 

LA HIJA. —¿Quién acaba de encender esa gran luz en el cielo?

 

GILLES. (Como persiguiendo un sueño.) —¡Ella es mía! ¡Es hermosa! Su belleza, como la fe, transporta las montañas.

 

LA MADRE. —Tú sueñas, hija mía, la noche reina por todas partes.

 

LA HIJA. —Yo sueño.

 

LA MADRE. —En el fondo del sueño hay un lobo que acecha.

 

GILLES. —El lobo duerme, soñando con el amor de un cordero.

 

LA HIJA. —Madre, en mi pecho nacen árboles luminosos y el amor de todos los siglos aflora a mis labios.

 

GILLES. —Hay una estrella que avanza y una constelación que canta.

 

LA HIJA. —¿Dónde estoy, madre, dónde estamos? El mundo ha cambia-do de lugar. Partamos, madre, partamos.

 

LA MADRE. —La estrella se ha detenido al borde del abismo.

 

LA HIJA. (Volviendo la cabeza hacia Gilles.) —No me llaméis, señor.

 

GILLES. —Yo no os he llamado.

 

LA MADRE. —Partamos, hija mía, este país está embrujado.

 

LA HIJA. —Madre, ¿oyes esa música?

 

LA MADRE. —No oigo nada, hija mía.

 

GILLES. —Los tubos del bosque cantan un destino que nace.

 

LA HIJA. —El mundo ha cambiado. Los árboles tienen estrellas, las estrellas tienen perfumes, los perfumes tienen colores... ¡Qué bello es el mundo, madre mía! (Llora y solloza.)

 

LA MADRE. —¿Te había dado, pues, tantas lágrimas? Estás enferma, hija mía.

 

LA HIJA. —No quiero sanar. No quiero sanar.

 

GILLES. —Las florescencias del deseo se levantan, se levantan, tienen sed.

 

LA MADRE. —Estás embrujada, hija mía, despierta.

 

LA HIJA. —La luz, la luz, dejadme la luz.

 

GILLES. —Acércate, amor. En tus labios llevas fiebres milenarias. Las ramas de tu voz trepan al cielo... ¡Qué hermosa eres! Déjame poner la mano sobre tu corazón.

 

LA MADRE. —Ella es hermosa, pero es buena.

 

GILLES. —Es a su belleza a la que hablo.

 

LA MADRE. —Eres presa de sus encantamientos. Sus miradas son cintas de maleficios. Partamos, hija mía, vuelve a la vida.

 

LA HIJA. —Hay demasiado amor en sus ojos.

 

GILLES. —El rebaño de los sollozos desciende al abrevadero. Ven, yo soy el dueño del castillo.

 

LA HIJA. —¡Oh! Ya voy, madre mía. Es él, voy hacia la felicidad, voy hacia la vida.

(Se adelanta con los brazos tendidos hacia Gilles, que tiene los brazos abiertos como una cruz.)

 

LA MADRE. —Adiós, hija mía; tú vas a la muerte.

 

LA HIJA. —Voy al amor.

 

LA MADRE. —Todo ha terminado. Es el dueño del castillo... Se conoce la entrada. No se conoce la salida.

 

(La Hija cae en los brazos de Gilles. En el momento en que se besan en los labios se produce oscuridad, y cuando la luz vuelve, la Madre, Morigandais y Blanchet han desaparecido.)

 

LA HIJA. (Mirando a Gilles con aire sorprendido.) —Qué grande sois. Qué grande sois. Llenáis toda la noche. Llenáis toda la tierra. (Se mira a sí misma con asombro.) ¡Oh, qué hermosa es mi ropa! ¿Quién me ha vestido así?

 

GILLES. —El mar se cubrió de estrellas como el astrólogo. Tus vestidos se tejieron con sueños y nervios sonoros.

 

LA HIJA. —Sola ante ti desde la eternidad. ¿No ha habido nunca habitantes en el mundo?

 

GILLES. —Hay dos y eso basta.

 

LA HIJA. —No los he visto partir. ¿Dónde se han ido?... ¿Desde qué momento, señor, estamos solos?

 

GILLES. —Desde el comienzo del mundo.

 

LA HIJA. -¿Hasta cuándo, señor, estaremos solos?

 

GILLES. —Hasta el fin del mundo.

 

LA HIJA. —¿Cómo os llamáis?

 

GILLES. —Soy el dueño del castillo. Me llamo Gilles.

 

LA HIJA. —¿Sois el señor Gilles de Raiz? ¿Y vuestra barba? ¿Vuestra hermosa barba azul?

 

GILLES. —No cuelga de mis labios, cuelga de los labios del populacho. Y vos, ¿cómo os llamáis?

 

LA HIJA. —¿Yo? ¿Yo?... He olvidado mi nombre... He olvidado mi nombre, pero ya que vos os llamáis Gilles, llamadme Gila.

 

GILLES. —¡Oh Gila...!

 

(Instante de silencio. Se oye como sopla una gran ventolera.)

 

GILA. —¿Por qué os calláis?

 

GILLES. —El huracán. ¿Oís?

 

GILA. —Sí. Oigo.

 

GILLES. —He ahí mi lenguaje.

 

GILA. —Tengo miedo. ¿Por qué tengo miedo?

 

GILLES. —Porque amáis.

 

GILA. —¡Oh, sí! Mi pecho se dilata hasta el extremo límite de la dilatación. Algo llora en mi alma. Algo canta en mi corazón. Mi pobre corazón va a volar hasta las esferas más altas.

 

GILLES. —¡Amor! ¡Amor!... (Silencio.) ¿Os han hablado mal de mí, no es cierto? ¿Qué os han dicho?

 

GILA. —No me acuerdo... Ya no recuerdo...

 

GILLES. —Dicen que martirizo a las personas que me aman, que un racimo de crímenes curva mis hombros; dicen que embrujo, que mato...

 

GILA. —No lo creo, señor.

 

GILLES. —Que cerca de mí se pierde la razón y que el sufrimiento tortura hasta el aire mismo que me rodea.

 

GILA. —En la cruz de vuestros brazos quiero ser mártir del éxtasis, un río de sangre y de amor.

 

GILLES. —Yo soy la muerte.

 

GILA. —Señor, aquí está mi vida.

 

GILLES. —¡Oh Gila! (La besa furiosamente.)

 

GILA. —Tomad mi corazón... Todo... Todo... Todo...

 

GILLES. —Han golpeado a las puertas de mi alma y mi alma se abrió de par en par.

GILA. —Vuestra vida comienza en mi corazón. No quiero saber nada.

Me entrego a vos. Sois mi amo, mi señor, mi Dios, la Tierra, el Universo. Haced de mí lo que queráis. Me entrego a vuestra voluntad.

 

GILLES. —¿Con tanta confianza?

 

GILA. —Ciegamente. Ignoro silo que hago está bien; no sé si está mal. Nada me importa nada. Tú sólo, sí, tú, quiero decirte "tú", existes en el mundo. ¿Quién soy yo? Soy tu esclava. ¿Es que tengo un alma inferior? No sé lo que soy.

 

GILLES. —Eres una mujer.

 

GILA. —Os amo. No, te amo. Te presentía, te veía sentado al borde de mis sueños... Con tus ojos eternamente abiertos.

 

GILLES. —¡Oh Gila! Si tuviese tantos corazones como hojas hay en los árboles del mundo, te los daría todos a ti, Gila, únicamente a ti.

 

GILA. —Hay luciérnagas al término de vuestras frases.

 

GILLES. —Yo buscaba, buscaba por todas partes... Ahora ya no buscaré.

 

GILA. —Mi corazón es una ola y como una ola golpea en mí.

 

GILLES. —Tu voz sale desde el fondo de los ríos eternos. Tu voz viene del primer día del mundo.

 

GILA. —Hay un anillo en el cielo... Tengo un anillo en mi dedo.

 

GILLES. —¡Oh los sueños engastados!

 

GILA. —Esta noche la noche parece cantar.

 

GILLES. —¿Dónde está tu madre? ¿Por qué se fue tu madre?

 

GILA. —¿Mi madre? Cuántos siglos que no la veo...

 

GILLES. —Pobre amor mío. Vienes de lejos, de lejos, del país de las predestinadas.

 

GILA. —¿Qué significan esas luces en torno del castillo?

 

GILLES. —Son fuegos fatuos.

 

GILA. —Dicen que vuestro castillo encierra muchos secretos y grandes misterios.

 

GILLES. —Dicen que se oyen llantos y sollozos todas las noches.

 

GILA. —Y también cantos. Pero vuestro castillo está de fiesta. ¿Yesos adornos de luz? ¿Y esas flores en las torres?

 

(Se oye una música dulce y lejana.)

 

GILLES. —Mi castillo adivina... adivina.

 

GILA. —Oh señor... (Lo besa.) ¿Y esa música que cae de los árboles?

 

GILLES.—Es el violín de las cascadas que en la noche vuelan hacia el cielo.

 

GILA. —Los arroyos del cielo cantan nuestro amor.

 

(Se oyen voces que se aproximan.)

 

GILLES. —Ni aun a esta hora hay paz.

 

GILA. —Tengo miedo.

 

GILLES. —¡Vámonos al castillo!

 

GILA. —Tengo miedo.

 

GILLES. —Entonces, quedémonos aquí y desde este rincón veamos lo que pasa.

 

(Se alejan algunos metros hacia un lado de la escena. Entra un viejo aldeano acompañado de dos jóvenes aldeanas.)

 

EL ALDEANO. —Mirad, mirad la ventana grande del castillo. ¿Veis? Está abierta, hay luz... Mirad, mirad, Barba Azul se eleva en un macho cabrío, se va al Sabat a bailar con los otros demonios, sus hermanos... Ha partido, ha partido a la fiesta... Mirad como trepa las escalas del viento.

 

ALDEANA PRIMERA. —¡Oh, sí, lo veo!

 

ALDEANA SEGUNDA. —Yo también. Salta de nube en nube como si éstas fuesen piedras de un arroyo.

 

EL ALDEANO. —No os acerquéis nunca a ese castillo. Está maldito. Su dueño posee maleficios, tiene filtros, conoce sortilegios que nadie puede destruir en el mundo.

ALDEANA PRIMERA. —Únicamente querría mirar el castillo.

 

ALDEANA SEGUNDA. —Tomémonos de la mano y vamos a mirarlo de cerca. No nos verá nadie. Todavía no amanece.

 

EL ALDEANO. —¿Qué decís? ¿Estáis locas? ¿Aproximaros al castillo? Ja-más, jamás. El que pasa bajo la sombra del castillo no puede ya dormir.

 

ALDEANA PRIMERA. —Dicen que sus ojos atraen como las grutas del mar, como los cantos que salen de la marejada, y que es tan bello y terrible como un león en combate.

 

ALDEANA SEGUNDA. —Dicen que su mirada lleva embrujos y que sus besos contienen melodiosos venenos.

 

EL ALDEANO. —Cuidado, muchachas, cuidado. El foso del castillo está lleno de lágrimas de antiguas tempestades. Mirad... ¿Lo veis? Helo aquí que pasa. ¡Qué alto es!

 

LAS DOS ALDEANAS. —Oh sí! ¡Qué lejos vuela!...

 

MORIGANDAIS. (Apareciendo.) —Cállate, viejo bribón. Tú mientes. Cállate o por San...

 

EL ALDEANO. —Pero, señor, estoy viéndolo.

 

MORIGANDAIS. —Mientes. No ves absolutamente nada.

 

ALDEANA PRIMERA. —Pero nosotros también lo vimos.

 

ALDEANA SEGUNDA. —Sí, señor, yo lo vi.

 

MORIGANDAIS. —Vosotras tal vez, porque sois débiles de espíritu; pero él, el viejo chocho, no ha visto nada.

 

EL ALDEANO. —Pero, señor mío...

 

MORIGANDAIS. —Silencio, viejo bribón. Parte de aquí. ¿Qué hacéis aquí? Parte... 0 mi espada te hará ver murciélagos clavados en la luna.

 

(El aldeano y las dos aldeanas salen temblando.)

 

GILLES. (Se adelanta hacia la mitad de la escena con Gila.) —Cálmate, Morigandais, déjalos hablar. Para la leyenda eso es bueno.

 

(Se oye de nuevo la música, y mientras ellos se alejan besándose, el telón cae lentamente. Morigandais permanece en su lugar, inmóvil, y los mira alejarse.)

 

 

(TELÓN)

 

 

ACTO SEGUNDO

 

 

El misterio

 

Una sala del castillo de Machecoul. Puerta de dos batientes al fondo.

Una pequeña puerta al lado. Una ventana al lado opuesto. Una mesa al medio. Al levantarse el telón, Prelati, Gilles de Raiz y Morigandais están en escena.

 

GILLES. —Ya os lo había dicho, ya os lo había dicho diez mil veces: en alguna parte hay una mujer... Lo sé, lo sé... Una mujer única, perfecta, sin parecido. Durante millares de años la naturaleza ha tratado de producir un milagro así, de realizar sus sueños y colmar su medida. Ya os lo había dicho: esa mujer debe existir, porque mi sueño la siente y corría tras ella, con los brazos tendidos, por todos los caminos. Me decía: ¿Dónde está? ¿Dónde se oculta? Ella es lo absoluto y será mi cataclismo no encontrarla. Escucha, Prelati, tus alambiques donde el oro se mofa de nosotros me son necesarios, porque amo el fasto, la riqueza, pero esa mujer era para mí mucho más necesaria que los sueños para el dormido.

 

PRELATI. (Levantando la cabeza de un infolio.) —Ya la habéis encontrado. Ahora podéis reposar.

 

MORIGANDAIS. —¡Cuántas veces se dijo la misma cosa! Y luego... No, no era eso.

 

GILLES. —Nunca mujer alguna se presentó a mí como ella. ¡Si la hubieseis visto! ¡Con qué confianza se me entregó! ¡No titubeó un instante! Venía, venía a mis brazos como una sonámbula. No preguntó nada, ni sobre mi pasado ni sobre mi presente. Me amó y se sintió feliz de amarme. Lo olvidó todo, aun su nombre, y en mil pedazos el mundo se derrumbó a sus pies. Ya nada existía para ella sino yo y una embriaguez de auroras vivas que podía apenas adivinar.

 

MORIGANDAIS. —Al menos este amor os hace olvidar vuestra ansiedad de oro. Démosle gracias al cielo.

 

PRELATI. —Todas las mujeres son la misma cosa... Más o menos.

 

GILLES. —No, mi buen Prelati, en esa materia conozco más que tú. ¿La mujer? Es una. Ya sé, ya sé lo que vas a decirme: dos ojos, dos brazos, dos senos, dos piernas, una boca, un vientre, un sexo... ¡Pues bien, no! No es eso; hay mucho más. Si la hubieses visto cuando vino mí... Cerró los ojos, cruzó sus alitas como brazos, se inclinó de un lado y me besó; todo su cuerpo se posó en mis labios. ¡Si la vieseis en el amor! Con qué rapidez aprende todo y adivina todo. Su carne está llena de ciencia y de intuición. He dejado caer la locura en todas sus fibras. No hay un rincón de su cuerpo que no se sustraiga o que permanezca indiferente. El diamante natural de su carne brilla en la noche y toda ella íntegra se convierte en un árbol de suspiros, en una ola tibia, envolvente, que no olvida nada, que no desprecia nada.

 

PRELATI. —Yo prefiero el oro.

 

GILLES. —La gruta de sus sueños, a la que únicamente yo he descendido, está colmada de tesoros. De repente, ella permanece inmóvil, mirando hacia el vacío, y el vacío se llena de gracia y poder. Sus miradas se alejan de la tierra como palomas fatigadas. Para mí ella es todas las mujeres, ella es la Mujer. Para ella, yo soy todos los hombres, soy el Hombre. La tierra está desierta; fuera de nosotros, no hay otros habitantes.

 

PRELATI. —Adán y Eva.

 

GILLES. —Tú lo has dicho. Adán y Eva.

 

MORIGANDAIS. —Todos los amantes piensan lo mismo.

 

GILLES. —Les haces un gran honor a ellos y a nosotros nos rebajas. La raza de Venus no crece tan fácilmente.

 

MORIGANDAIS. —Os cansaréis muy luego. Antes de poco tiempo querréis otra cosa.

 

GILLES. —Insultas mi corazón y mi carne. Ella no es como las otras. Yo la amo porque tiene la forma de mi alma.

 

MORIGANDAIS. —Cuántas veces os escuché decir las mismas palabras. Ilusiones de los primeros días.

 

GILLES. —No las destruyas. Deja a los molinos girar al borde de mi tristeza.

 

MORIGANDAIS. —No sois ya el mismo de antaño, el jefe temerario, el capitán indomable que, en la corte del Delfín, sorprendía no solamente por su físico, su elegancia, sino también por sus virtudes.

 

GILLES. —¿Qué hombre puede decir que es el mismo después de regresar de una guerra? Y, en el fondo, yo no he cambiado así.

 

MORIGANDAIS. —No sois bien mirado. Os aseguro que se diría que nada queda en vos del gran señor que levantaba tropas y las ponía al servicio de su rey; el gran señor que triunfaba en los torneos del valor y en los torneos de la inteligencia. Si no fuese por el afecto que me liga a vos desde la primera juventud y del recuerdo de los hechos gloriosos realizados juntos, no estaría ya más a vuestro lado. No, no, no sois el paladín de antaño.

 

GILLES. —Soy el mismo de antaño. No ofrezco mis armas al rey, porque mi rey ahora soy yo. El paladín es el mismo. Sólo las armas y los enemigos han cambiado. Desafío y provoco. No defiendo la libertad de un país; defiendo mi propia libertad. Todo lo que huele a imposición me rebela. Basta que la ley se oponga para que me subleve. Basta que la moral diga que no, para que yo diga que sí.

 

MORIGANDAIS. —Los banquetes de ayer se transformaron en las orgías del presente.

 

PRELATI. —¿Orgías? Hace ya algunas semanas que las orgías termina-ron. No estaban del todo mal. La orgía es algo higiénico. Los griegos las consideraban indispensables para la salud.

 

GILLES. —Ahora tenemos algo mejor que las orgías.

 

MORIGANDAIS. —Si esto fuese al menos un reposo para tomar nuevos impulsos. Pero no, vuestro espíritu se deforma.

 

GILLES. —Nunca mi espíritu ha estado más intacto. ¿No crees que los arrullos de las palomas pueden desenmohecer también los bíceps de un hombre fuerte? La paloma es necesaria para la espada.

 

MORIGANDAIS. —¡Bah! Todo es necesario... ¡Nada es innecesario!

 

PRELATI. —En la espera, no encuentro la fórmula. Me falta un ingrediente y sabéis que es indispensable.

 

GILLES. —Ese es tu oficio. Aprende a reemplazar lo que te falta.

 

PRELATI. —Eso es fácil de decir, pero ejecutarlo es otra cuenta. Y, luego, perdisteis la protección de Satanás..., a causa de una mujer... A Satanás no le gusta el amor... Y una vez el pacto hecho, es una verdadera lástima...

 

GILLES. —Mi buen Prelati, la pólvora de proyección se burla de ti de manera vergonzosa. Invoca a tu demonio protector. Estoy a punto de perder mis tierras y mis castillos. Sabes bien que las deudas me revientan y que la rapacidad del duque de Bretaña no cierra un instante los ojos.

 

MORIGANDAIS. —Busquémosle lío. Por mi parte, me comprometo a darle algunos sobresaltos.

 

PRELATI. —Estoy seguro de encontrar la fórmula. Mis hornos salvarán vuestros castillos... Pero necesito la sangre de un niño. Lo habéis leído en los libros y lo sabéis tan bien como yo.

 

GILLES. —Tú eres el Alquimista, te has creído dueño del gran secreto... No me desesperes, Francois. Luchemos hasta el fin, es necesario. Hay que hacerlo, ¿comprendes? Tengo necesidad de ese oro, mis fuerzas flaquean.

 

MORIGANDAIS. —¡Lo tenéis tan cerca y habéis ido a buscarlo tan lejos!

 

GILLES. —Tus libros, tus libros... Todos los libros, pide lo que quieras, pero, te lo suplico, lleguemos a algún resultado.

 

PRELATI. --¡Los libros! Detrás de cada palabra hay un laberinto que recorrer. Cada frase es un río bajo la arena.

 

GILLES. —Tengo necesidad de ese oro.

 

MORIGANDAIS. —Ese oro, señor, se encuentra en vuestra espada. No veo para qué buscarlo en fórmulas incomprensibles.

 

PRELATI. —Lo que hace la tierra, el hombre puede hacerlo.

 

MORIGANDAIS. —Cada puerta tiene su llave y no es imposible encontrarla.

 

MORIGANDAIS. —Cuando puede... ¿Y cuando no puede?

 

PRELATI. —Cada puerta tiene su llave y no es imposible encontrarla.

 

MORIGANDAIS. —Hasta el día en que se la encuentra. He ahí tu aventura, correr tras ella, sentado ante una mesa. Prefiero la mía... Que los campos corran bajo mi caballo.

 

PRELATI. —La aventura teórica no vale menos que la otra.

 

(Gira abre la puerta del lado y entra a escena.)

 

GILLES. —iGila! ¡Oh, ven! Ven a hacerme olvidar las angustias materiales, transformar el mundo. ¡Ven! Déjarne mirar la piedra filosofal de tus ojos.

 

GILA. —Estás preocupado, señor. Tu rostro está lleno de inquietud. ¿Qué pasa? ¿Tienes malas noticias?

 

GILLES. —No pasa nada... Tu presencia es la mejor de las noticias.

 

MORIGANDAIS. —¿Qué hacemos aquí, Prelati?

 

PRELATI. —Tienes razón, vuelvo a mis crisoles.

 

GILLES. (A Prelati, besando a Gila.) —¿Quieres un poco de fuego?

 

PRELATI. (Saliendo con su libro bajo el brazo.) —Ese carbón es demasiado caro.

 

(Prelati y Morigandais salen.)

 

GILA. —¿Qué tienes? ¿Cómo saber lo que se oculta en tus ojos? ¿Cómo sabría lo que pasa en los rincones de tu alma?

 

GILLES. —El día en que lo sepa, te lo diré, Gila.

 

GILA. —Tu alma es un alma terrible. Habría que ponerle cadenas.

 

GILLES. —No me hables de cadenas, porque te odiaría. ¡A ti, a ti misma,

te odiaría! Soy libre como los elementos, compréndelo. Y únicamente acepto las cadenas que sólo son cadenas para los demás.

 

GILA. —¿No has estado nunca en prisión al fondo de una mirada?

 

GILLES. —Sí, porque sé que cuando quisiera evadirme rompería los barrotes de la prisión. Si no lo supiese, si no estuviese seguro de eso, no podría amar. Odiaría, odiaría, únicamente.

 

GILA. —Pero el amor ¿no es acaso una cadena? Yo siento mis pies, mis manos adheridos a cada frase que tú me dices. El amor es una cadena.

 

GILLES. —Tal vez... Pero la certidumbre de poder romperla aligera su peso.

 

GILA. —¿Y si no puedes romperla?

 

GILLES. —Eso quiere decir que no quiero romperla. Soy Gilles de Raiz y lo que quiero hacer lo hago.

 

GILA.-Hay días en que no me amas.

 

GILLES. —No, Gila; hay días en que tengo grandes inquietudes.

 

GILA. —Hoy no eres feliz. Quiero verte feliz todos los días.

 

GILLES. —Cuando las horas de angustia lleguen, no querría que me

vieses. Me vuelvo feo y soy malo.

 

GILA. —Tal vez no eres sino más bello y no eres malo. Te conozco, mi señor. Tú eres todas las virtudes y todos los vicios. Eres un capitán indomable y místico, lleno de todos los temblores del arte y de la piel.  Tu castillo es un reparo de sueños que revela el alma de su amo.

 

GILLES. —Pero a veces, en la noche, dicen que una larga queja sube del castillo como la humareda de un incendio.

 

GILA. —No, yo solamente oí cantar el ruiseñor en la cornisa de tu voz.

 

GILLES. —¡Gila! No me veas nunca en mis horas negras.

 

GILA —Sé que hasta en las menores cosas pones un sello de majestad y eso me basta. (Se aproxima a la ventana grande.) Allá lejos veo algo así como un bosque... ¿Es en verdad un bosque?

 

GILLES. —Un bosque de lobos y leyendas.

 

GILA. —Y acá, ¿esas filas de piedras blancas en la pendiente?

 

GILLES. —Es el cementerio. Mira, el rebaño de tumbas trepa la colina. Los muertos tienen sed de luz.

 

GILA. —De la luz prohibida que brilla en los ojos del señor de Machecoul. ¿Quién no tendría sed?

 

(Se oyen ruido y un gran movimiento en el patio del castillo.)

 

GILA. —¿Qué pasa? ¿Quién produce tanto estrépito?

 

GILLES. —Aquí no hay nada que temer. Nadie se atreve con mi castillo. Está protegido por las almenas de su leyenda.

 

GILA. —Sin embargo, el tumulto no cesa. ¿Oyes?

 

GILLES. — Querellas de escuderos o riñas de soldados.

 

(Se oyen voces detrás de la puerta.)

 

UNA VOZ. —Te digo que me dejes pasar. Abridme paso, señores.

 

OTRA VOZ. —No es posible, el señor Raiz no ha llamado.

 

PRIMERA VOZ. –Decidle que yo, yo lo llamo.

 

GILLES. —¿Quién es el audaz?

 

VOCES. —No se pasa, no se pasa…Está loca.

 

GILLES. —Ándate Gila. Quiero saber de qué se trata.

 

(Gila sale por la pequeña puerta del lado. Gilles se dirige hacia la gran puerta del     fondo  la abre.)

 

GILLES. —¿Qué hay, señores? ¿Qué significa este desorden?

 

MORIGANDAIS. (Entrando.) –Señor, es esta mujer que se dice Juana de      Arco y que desea hablaros.

 

JUANA. (Entrando.) –Yo no me digo Juana de Arco. Soy Juana de Arco.

 

MORIGANDAIS.-Juana acaba de morir quemada en Ruán.

 

GILLES. –En efecto. Juana murió y…

 

JUANA. –Eso es lo que vos creeis.

 

MORIGANDAIS. –¡Es una impostura!

 

JUANA. -¿No me reconoces, Gilles?

 

GILLES. –Es verdad, te pareces a Juana de manera sorprendente.

 

JUANA. -¡Dios sea alabado! Veo que los sufrimientos, las caminatas, las privaciones, el hambre y las noches sin dormir; en que yo imploraba de puerta en puerta por esos caminos sin piedad, no me han cambiado tanto.

 

GILLES. –Yo no digo que sea Juana. Digo que te pareces a ella de manera sorprendente.

 

MORIGANDAIS. –Es una impostura.

 

GILLES. –Pronto lo sabremos. Estabas prisionera en Ruán. Los ingleses te juzgaron y te condenaron a ser quemada.

 

JUANA. –Sí, me juzgaron y me condenaron… Pero no a mí.

 

GILLES. –Explícate.

 

JUANA. –Una noche, empleando mil artificios que será para largo contar, una joven disfrazada de soldado inglés y parecida a mí como una hermana gemela llegó hasta mi calabozo. Se llamaba Juana de Armoises y venía a ofrecerse para salvarme, tomando mi lugar en la prisión. Le hice ver el peligro que corría. Podían condenarla en mi lugar. Podían torturarla. Me respondió que mi vida era más preciosa que la suya y que la patria exigía que o fuese salvada, que aún tenía mucho que hacer por Francia y que ella no podía hacer otra cosa que ese pequeño sacrificio. En ello vi la mano de Dios. Puse una rodilla en tierra y la besé llorando. Cambiamos ropa y yo huí de la prisión.

 

GILLES. –Todo eso es muy posible.

 

MORIGANDAIS. –Es también posible que sea una fábula.

 

JUANA. –Todo el mundo cree que es una fábula cuando no se cree algo peor. Cuando logré salir de Ruán, después de sortear innumerables peligros y favorecida solamente por la oscuridad de la noche, dos amigos de Juana de Armoises me esperaban al lado este de la ciudad. Por desgracia me vi obligada a salir por el lado sur y no pude reunirme con ellos. Muerta de fatiga, pedí socorro y lecho en la primera cabaña francesa que encontré en mi camino. Tras golpear la puerta vinieron a abrirme, pero al gritar mi nombre, al escuchar: “Soy Juana de Arco”, respondieron: “Juana de Arco está prisionera y será ejecutada mañana. ¡Sigue tu camino, impostora! ¡Inventa otro nombre la próxima vez!”

 

GILLES. –Los pobres creyeron que se trataba de una mala pasada.

 

MORIGANDAIS. –De seguro que no fue otra cosa.

 

JUANA. –Al día siguiente, la noticia de mi muerte se había esparcido ya y, cuando golpeaba en los albergues, no solamente cerraban las puertas sino que llegaban incluso a atrincherar las ventanas. Con voz llena de horror, la gente exclamaba: “Es una muerta que habla...Son espectros. ¿No oís su voz de muerto?” ¡Llamaban voz de muerto a la voz del hambre y la fatiga! Me despedían de todas partes, tanto de las cabañas como de las moradas señoriales, sea como muerta, sea como impostora. Tuve que pasar días enteros oculta en las granjas, alimentándome de raíces y caminar en la noche como un ladrón. Y ladrón tuve que ser; el caballo que me ha traído hasta acá lo robé en una posada, en donde, para obtener una cama, me vi obligada a dar otro nombre. Di el de mi salvadora, Juana de Armoises.

 

GILLES. –Eso puede crear un equívoco en la Historia.

 

JUANA. –Yo que creía mi nombre una llave que abre todas las puertas, advierto ahora que mi nombre cierra todas las puertas. Sólo tú, Gilles, tú que combatiste a mi lado, tú que fuiste mi protector, tú puedes hacerme reconocer otra vez.

 

GILLES. —¿Y con qué objeto?

 

JUANA. —Con el objeto de dar término a nuestra empresa. Aún nos queda mucho que hacer. La guerra no ha terminado, nuestro país aún no ha vencido.

 

GILLES. —Juana, si es que puedo llamarte así, he llegado a esta conclusión: las guerras son inútiles. Nunca un país gana una guerra. Hay países que la pierden, pero ninguno la gana.

 

JUANA. —Gilles, no te reconozco. Hace un instante, eras tú el que dudaba de mí, ahora soy yo la que no está segura de estar ante Gilles de Raiz. ¿Qué has hecho de tu impulso valeroso y desmedido?

 

GILLES. —Es el mismo, Juana. Soy siempre Gilles de Raiz, con una sola diferencia: ahora estoy convencido en la inutilidad de toda cosa. Créeme, las guerras no se ganan.

 

MOIUGANDAIS. —Si hay uno que la pierde, señor, hay otro que la gana.

 

GILLES. —No.

 

JUANA. —Entiendo lo que quieres decir..., pero los ingleses están todavía en Francia.

 

MORIGANDAIS. —Yo no entiendo. Explicaos, señor.

 

GILLES. —Explicar es demasiado largo.

 

JUANA. —Pero los ingleses están todavía en Francia.

 

GILLES. —¿Y qué hay con eso? Todo es cuestión de nombres, de años y costumbres. Cuando los romanos invadieron estas regiones, los galos combatieron furiosamente contra ellos. No querían ser latinos y, para ellos, habría sido el mayor de los insultos ser llamados "latinos". Vencieron los romanos. Las razas se mezclaron, y algunos años más tarde, cuando nos invadieron los francos, es a nombre de esa latinidad hasta ayer todavía detestada que nos hemos opuesto a toda invasión. En aquel entonces no habría habido insulto más grande que ser llamado "franco". A pesar de todo, los francos entraron, se infiltraron por todas partes, las razas se mezclaron de nuevo y nosotros nos llamamos franceses. Y hoy día, orgullosamente, en nombre de ese título de francos, todavía hasta ayer execrado, nos oponemos a los ingleses. Para un francés actual no hay mayor insulto que ser llamado "inglés". Pero si los ingleses hubiesen triunfado, nos llamaríamos ingleses. Y de aquí a pocos años, cuando otros quisiesen invadirnos, es a nombre de nuestra raza inglesa que los nuestros combatirían hasta la muerte para continuar siendo lo que sus antepasados detestaban. Ves, que pesando bien las cosas, no vale la pena inquietarse por palabras.

 

JUANA. —Si todo el mundo meditase sobre cada cosa, no se podría hacer nada, y lo mejor sería...

 

GILLES. —El suicidio... Si la vida no ofreciese otros placeres de los cuales debemos aprovechar. Placeres físicos, reales, placeres que quedan ahí en ese saco de cuero que es nuestro cuerpo, placeres que cuentan en la vida y que siempre tenemos la posibilidad de aumentar y perfeccionar.

 

JUANA. —Si todos los grandes señores de Francia pensasen como tú, ¡pobre país!

 

GILLES. —No tengas miedo. Gilles de Raiz no es árbol de todos los climas, no ha brotado sino bajo ciertas constelaciones que jamás se volverán a encontrar acordadas de la misma manera que el día de su nacimiento.

 

JUANA. —¡Afortunadamente!... ¡Gilles! ¡Gilles! ¡Tú no eres el mismo!

 

GILLES. —Juana, si en verdad eres Juana...

 

JUANA. —¿Dudas todavía?

 

GILLES. —Tú dudas mucho de mí y no quieres que dude de ti.

 

JUANA. —Dios mío, ilumíname. Aun no he perdido la esperanza de terminar mi tarea y necesito una prueba para convencerte de mi persona.

 

MORIGANDAIS. —Sí, hace falta algo real. Y si sois verdaderamente Juana de Arco, partiré con vos, todo el mundo partirá con vos.

 

GILLES. —Es muy sencillo. Juana tenía un lunar de antojo encima de la rodilla de la pierna derecha.

 

(Todos salen, salvo Gilles de Raiz y Juana de Arco.)

 

JUANA. —¡Alabado sea Dios!

 

GILLES. —Sí, lo recuerdo muy bien. Una noche Juana dormía cerca de mí. Yo vigilaba su sueño. Ella debía soñar que luchaba contra una centena de ingleses, pues se debatía, rugiendo como una fiera. En uno de sus bruscos movimientos su traje se alzó un poco y pude ver ese signo.

 

JUANA. —¡Alabado sea Dios! (Mostrando su pierna derecha.) He aquí la marca. Bendito sea el día en que mi madre, llevándome en su vientre, tuvo deseos de comer fresas.

 

GILLES. —No hay duda, Juana, tú eres Juana.

 

JUANA. —Entonces vendrás conmigo a la corte, gritarás a la gente que no soy usurpadora, que soy la verdadera Juana.

 

GILLES. —No, Juana. ¿Para que nos acusen a los dos de impostura? Eso sería inútil; hagamos lo que hagamos, nadie nos creería y los que nos creyesen harían como que no nos creían.

 

JUANA. —Entonces ¿no sirvo de nada? ¿Acaso no he servido a la causa francesa y no he salvado a Francia?

 

GILLES.—Sí, pero en el presente sirves más a Francia muerta que viva.

 

JUANA. —No te comprendo.

 

GILLES. —Ya has cumplido tu misión. Salir otra vez, mostrarte de nuevo a los soldados, sólo te serviría para sembrar la confusión y para arrebatarles a tu vida y a tu muerte todo prestigio de milagro. Muerta, has llegado a ser una bandera de odio que hará invencible al pueblo francés. Viva, matarás el odio y no llegarás a despertar el entusiasmo de antaño. El pueblo, en el fondo, te guardará cierto rencor por haber creído en una mentira, por haber llorado algo inauténtico, de haber sentido que morías heroicamente por él. Piensa que fuiste torturada en el pecho de cada uno de ellos. Viva, eres heroína una vez; muerta, eres dos veces heroína.

 

JUANA. —Entonces... ¿estoy muerta?

 

GILLES. —Estás muerta.

 

JUANA. —¿Los ingleses han podido tenerme? ¿Me han tenido? Esa idea me es insoportable.

 

GILLES. —Con ese triunfo los ingleses pierden más que si hubiera sido de otro modo.

 

JUANA. —En fin... Tanto peor, lo pensaré y nos veremos. En todo caso, créeme que durante el proceso les canté cuatro verdades, los insulté, los humillé cuanto pude. ¡Ah! ¡Si supieses! ¡De repente les dije algo admirable!

 

GILLES. —Cuenta, cuenta. Tu proceso me interesa y puedes creerme que lo seguí con tanta atención que muchas noches debí emborracharme porque me hacías sufrir demasiado.

 

JUANA. —Fue el segundo día del proceso. Mis jueces no decían más que imbecilidades. Me planté frente a ellos y, con la voz más fuerte que pude sacar, les grité: "Hoy este proceso es el proceso de Juana de Arco ante Inglaterra, pero mañana será el proceso de Inglaterra ante Juana de Arco". No estuvo mal, ¿no es cierto? Sobre todo que ellos se pusieron rojos de cólera.

 

GILLES. —No está mal, pero dicen que no supiste defenderte bien.

 

JUANA. —Cuando se tiene la verdad del lado de uno es imposible defenderse bien.

 

GILLES. —Lo que importa es el resultado y, ya ves, te quemaron.

 

JUANA. —No, fue a otra a la que quemaron.

 

GILLES. —Fue a ti a la que quemaron, Juana, pues a ti era a quien ellos querían quemar; están seguros de haberte quemado y la Francia entera lo cree así. Estás quemada.

 

JUANA. —¡Pero estoy viva!

 

GILLES. —Ya te he dicho que estás muerta, no insistas. Nadie te creerá, nadie querrá oírte ni verte. A nadie le gusta tener que entendérselas con fantasmas. Sólo llegarás a producir espanto como los espíritus.

 

JUANA. —¿Entonces, yo, yo no soy?

 

GILLES. —Tú eres tú.

 

JUANA. —¿Estoy muerta? ¿Estoy muerta?

 

GILLES. —Muerta. ¿No ibas a dar tu vida por Francia? ¿No estabas decidida a morir por Francia?

 

JUANA. —Mil veces, si fuese necesario.

 

GILLES. —Dos veces bastan. Debes morir por Francia. Pues bien, Juana, muere por segunda vez. Cumple con tu deber.

 

JUANA. —¿Qué debo hacer entonces?

 

GILLES. —Cambia de nombre y ocúltate en un rincón donde nadie pueda verte o en algún convento aislado en las montañas.

 

JUANA. —¿Pero si yo pudiese hacer algo todavía? ¿Si todavía pudiese luchar contra el enemigo? ¿Cómo resignarse?

 

GILLES. —Has visto por ti misma que nadie te cree. La acción más hermosa que pudiste hacer es haberte muerto. Dices que tu alma es capaz de cualquier sacrificio por esta tierra que adoras, por estos árboles y estos guijarros que comienzan a tomar olor a libertad... ¡Pues bien! Juana, la hora del sacrificio ha llegado. ¡Sopórtalo con orgullo!

 

JUANA. —Morí quemada por los ingleses... Soy una impostora... Dios, dame valor.

 

GILLES. —Comprendo lo duro que es, pero tú eres valiente y puedes soportarlo todo.

 

JUANA. —Pero, entonces, ¿la otra? ¿La pobre Juana des Armoises, que dio su vida por mí? Su sacrificio ha sido inútil. ¿Va a pasar también por una impostora? Dirán que es ella la que ha usurpado mi nombre, esa alma generosa...

 

GILLES. —La otra Juana no cuenta. Esa alma generosa cometió una acción propia de las almas generosas... Sin duda alguna su corazón era grande, pero siendo anónimo no era grande. En Francia no hay más que una sola Juana.

 

JUANA. —Y se diría que serlo es un pecado.

 

GILLES. —Cuando más meritorio es haberlo sido. Cada persona tiene su momento, su misión, su época. Una vez pasado el momento, la persona también ha pasado. Ves, lo más difícil para los grandes personajes es saber comprender que hay un momento en que es preciso desaparecer y resignarse a eso. ¿Estás dispuesta al sacrificio?

 

JUANA. —Me condenas a muerte.

 

GILLES. —Para que vivas eternamente.

 

JUANA. —Que así sea. Estoy muerta.

 

GILLES. (Va hasta la puerta grande y la abre.) —Llamad a Jean de Siquenville... Y vosotros, señores, entrad.

 

JUANA. (Alzando los ojos al cielo.) —¡0h! ¡Qué horrible sacrifico!

 

GILLES. (Con voz sorda.) —Esta mujer que véis aquí no es Juana de Arco.

 

MORIGANDAIS. —¡Es una impostora! ¡No cabía duda!

 

GILLES. —No emplees palabras tan violentas.

 

MORIGANDAIS. —Para designar a un impostor, no veo otras palabras.

 

JUANA. (Como hablando al cielo.) —¡Mira, Francia, lo que soy capaz de hacer por ti!

 

(Durante todo el diálogo siguiente, Juana conservará esa actitud inmóvil, los ojos fijos en el cielo.)

 

JEAN DE SIQUENVILLE. (Entrando.) —¿Para qué me queréis, señor?

 

GILLES. —Jean, es preciso que acompañes a Juana, quiero decir a esta mujer, en un largo viaje que ella debe hacer por el campo.

 

JEAN. —Como lo ordenéis, señor. ¿Es ella, pues, la famosa Juana de que se habla tanto?

 

GILLES. —Ella misma.

 

JEAN. (A Gilles solamente.) —¿Debo matarla en el camino?

 

GILLES. —No exageres... (Hablándose a sí mismo.) La vida de esta muerta me es preciosa. (Permanece pensativo.) Aunque... Espera, ya hablaremos de eso.

 

JEAN. —Vamos doncella, te haré preparar un caballo y ahora mismo te acompañaré adonde quieras ir.

 

GILLES. —Hablaremos de eso.

 

(Juana de Arco y Jean de Siquenville se van.)

 

GILLES. (En el momento en que Juana pasa a su lado con los ojos fijos en el cielo )—Tu calvario comienza... resígnate y sufre por la causa que amas.

 

(Salen todos, salvo Gilles de Raiz, Morigandais y Prelati. Un instante de silencio.)

 

MORIGANDAIS. —Estáis triste, señor. ¿En qué pensáis?

 

GILLES. —Pienso que sobre la tierra ocurren cosas muy extraordinarias. Decidme, vosotros, ¿creéis que en el mundo se haya sabido la verdad alguna vez de cualquier hecho?

 

PRELATI. —No sé nada de eso. Pero pienso que esa mujer era en realidad Juana de Arco.

 

GILLES. —Mi buen Prelati, no exageres tu sutileza italiana.

 

PRELATI. —Si no hubiese sido la verdadera Juana ella habría probado que lo era y jamás se hubiera resignado.

 

MORIGANDAIS. —No, no es posible que Juana esté viva y que Francia no la sienta vivir.

 

GILLES. —Eso tampoco es razonable: todo pueblo siente vivir más a sus muertos que a sus vivos.

 

(Instante de silencio.)

 

MORIGANDAIS. —Habéis quedado triste. Esa mujer, al menos, os habrá recordado tiempos mejores. Eso siempre es algo... Vamos a dejaros tranquilamente en vuestras meditaciones... El pasado clama, el pasado golpea a vuestra puerta.

 

PRELATI. —Tenéis necesidad de silencio.

 

(Salen. Gilles queda solo, se sienta en la mesa y se toma la cabeza con las manos. Gila abre la puerta del lado y entra.)

 

GIL.A. (Aproximándose a Gilles y acariciándole amorosamente.) —Señor, encontré esta llave...

 

GILLES. (Mirando la llave.) —¡La llave de la torre principal! (Tristemente.) ¿Por qué encontraste esa llave?

 

GILA. —Nada sé de eso... Fue por azar. Se diría que es la llave la que me ha encontrado a mí.

 

GILLES. —Has entrado en la torre, evidentemente... ¿Qué has visto?

 

GILA. —No vi nada. Sólo escuché gemidos y voces, como si las murallas

se hubiesen puesto a llorar, como si cosas escritas en las paredes hubiesen comenzado a hablar en alta voz.

 

GILLES. —Y ¿qué decían esas voces?

 

GILA. —Se quejaban de haber sido abandonadas desde el día en que yo llegué al castillo. Lloraban y se lamentaban de vuestro olvido.

 

GILLES. —Siempre es preciso que alguien llore...

 

GILA. —Es imposible. El mundo está construido sobre lágrimas, pero las lágrimas son gotas de aurora irisadas de esperanza.

 

GILA. —Nadie me quiere en vuestro castillo. Por todos lados murmuran en contra mía. Hombres y mujeres me miran como a un enemigo. Cuando paso cuchichean y sus ojos me atraviesan como espadas de odio.

 

GILLES. —¿Cuándo el mundo no ha murmurado contra la felicidad? La felicidad es una ofensa, es casi un desafío y debe ocultarse, no hacer ruido, no atraer la atención de nadie... Despierta el oído de aquellos que no la conocen y de aquellos que la han tenido. Es tan frágil que una nada la quiebra.

 

GILA. —Esas mujeres también tienen derecho a vuestro amor.

 

GILLES. —Nadie tiene derecho a mi amor.

 

GILA. —¿Nadie?

 

GILLES. —Nadie salvo aquella a quien le concedo ese derecho.

 

GILA. —Pero ellas protestan, y si no con los labios, con los ojos.

 

GILLES. —Gila, en el mundo hay dos grandes elementos que juegan a un terrible juego; el amor y la muerte. Esto es muy trivial, pero es la verdad. La Fatalidad los maneja a su guisa y es inútil oponerse a ella con discursos y vanas resoluciones.

 

GILA. —La Fatalidad.. ¡Qué miedo me produce esa palabra!

 

GILLES. —La Fatalidad nos puso un día frente a frente y nos hizo temblar. Nos hemos mirado y al mirarnos nos sentimos vivir el uno dentro del otro, nos hemos adivinado, nos hemos reconocido, nos hemos enlazado con los lazos misteriosos que nadie podrá desatar.

 

GILA. —Salvo la Fatalidad. Al sólo pensar en eso, tiemblo.

 

GILLES. —La Fatalidad no podría desafiar a Gilles de Raiz.

 

GILA. —Estábamos destinados el uno para el otro, pero la Fatalidad es como los hombres, no le gusta la felicidad excesiva. Desde que os ví, desde que os escuché por la vez primera, he presentido todo y he tenido miedo. Reconozco su voz, me decía. Su voz está hecha para mi oído, su voz tiene el color de mi oído, y nunca encontrará un sitio más cómodo que mi oído. Me pareció que era la primera vez que escuchaba la voz de un hombre, como si antes me hubiese dicho nada.

 

GILLES. —Es que te decían lo que todo el mundo dice a todo el mundo. Y los oídos no oyen lo que dice todo el mundo.

 

GILA. —Hablábais de otro modo.

 

GILLES. —Es que mi alma pasaba a través de mis palabras. Mi alma delirante de absoluto se filtraba entre las arenas de mi cuerpo y llovía sobre ti.

 

GILA. —¡Ah! ¡Pobre corazón enfermo! Eres grande dentro de tu piel.

 

GILLES. —Del corazón de Gilles de Raiz no se habla nunca.

 

GILA. —¿Sabes tú, mi señor, cuál es mi única plegaria de cada día? Alzo los ojos al cielo y pregunto: "Dios mío, ¿por qué dejas morir el amor?"

 

GILLES. —¿No has preguntado nunca a Dios por qué deja nacer el amor?

 

GILA. —Para darnos sufrimientos.

 

GILLES. —O para darnos goces.

 

GILA. —Yo quiero que nadie sufra porque los otros son felices. No quiero saber que alguien llora. Aquí, todo el mundo llora.

 

GILLES. —Delante de lo inevitable, bajemos la cabeza, cerremos los oídos.

 

GILA. —Es que las lágrimas atraviesan todas las cerraduras.

 

GILLES. —Cállate, Gila, no me hables más de eso.

 

(Instante de silencio. Gila se aleja de Gilles y va hacia la ventana grande.)

 

GILA. —Me gustaría dar una vuelta por el bosque.

 

GILLES. —Ese bosque atrae de manera que me inquieta.

 

GILA. —¡Oh, no! Desde mi niñez los árboles siempre me han encantado; los ruidos del bosque, el crujido de las ramas que parecen que forman un diálogo dicho en una lengua olvidada. Me pasearé por unos instantes en tanto tú trabajas con Prelati. Volveré luego.

 

GILLES. —Ve. Respira un poco de ese aire que es más sano que el nuestro y no tardes demasiado.

 

GILA. —¡Tus amigos me han hablado tanto de las maravillas de ese bosque!

 

GILLES. —¿Mis amigos? ¿Por qué te han hablado tanto de las maravillas de ese bosque?

 

GILA. —No hace un instante Blanchet me decía que es el bosque más hermoso de la región.

 

GILLES. —¿Por qué te decía eso Blanchet?

 

GILA. —Por que él también ama los árboles y dice que en el silencio se oyen cosas insospechables. Los árboles saben mucho de eso. Dicen que los efluvios de las hojas rejuvenecen y hacen olvidar todas las cosas.

 

GILLES. —Entonces sería preferible no ir por allí.

 

GILA. —Un instante, nada más que un instante. El tiempo de sentirme en el campo y regresar.

 

GILLES. —Ve, Gila, pero hazte acompañar.

 

GILA. —Diré a la Perrine que me acompañe.

 

GILLES. —No, la Perrine no.

 

GILA. —Entonces le diré a Séliane, pero la Perrine cuenta historias tan divertidas y dicen que nadie conoce el bosque mejor que ella.

 

GILLES. —¿La Perrine cuenta historias divertidas? Es posible, pero yo no quiero que ella te acompañe.

 

GILA. —Adiós, Gilles; adiós, mi dulce señor. Voy a buscar a Séliane.

 

GILLES. —Espera aún, Gila. Déjame mirarte un poco. ¿Tienes derecho a ser tan bella?

 

GILA. —Tus ojos ponen belleza donde se posan.

 

GILLES. —Déjame mirarte bien. Me parece que todavía te he mirado muy poco, que un día podría lamentar haberte mirado tan poco. No te alejes todavía, déjame mirar tu mirada.

 

GILA. —Dices esto con un tono tan extraño...

 

GILLES. —Un momento, déjame contemplarte todavía, déjame contemplar tus labios, tus cabellos, tus dientes, tus manos; nunca se miran suficientemente los seres que se aman... Habría que mirarlos siempre como si fuesen a morir en la noche.

 

GILA. —Tú eres un ser aparte. Hablas como un hombre que fuera otra cosa... Es verdad. No es tu cuerpo, es tu alma la que habla. No es tu cuerpo, es tu alma la que mira.

 

GILLES. —A veces... Sí... A veces...

 

GILA. —¡Hasta pronto, alma mía! (Se besan largamente y Gila se dirige hacia la puerta. Al llegar a ella, se vuelve bruscamente y ve a Gilles que la contempla con tristeza.) ¿Ibas a decir algo?

 

GILLES. —Siempre voy a decirte algo.

 

 

(TELÓN)

 

 

ACTO TERCERO

 

La orgía

 

La escena representa una gran sala del castillo de Machecoul. A un lado, en primer plano, un mesa cubierta de vasos y jarros de vino. Al fondo, sobre siete gradas pintadas cada una con el color de uno de los siete planetas, una especie de altar. Detrás del altar, a manera de imagen de santo, un cuadro representado a Lucifer.

Al levantarse el telón, Morigandais, Prelati, Potou y Aladine están sentados a la

mesa.

 

MORIGANDAIS. —Nunca he visto al barón de Raiz como hoy. Diríase que sus sentidos se han exacerbado completamente.

 

PRELATI. —No olvides que hace un año que Gila se perdió en el bosque.

 

POITOU. —Que se haya perdido o la hayan hecho perder...

 

MORIGANDAIS. —Desde entonces se ha lanzado él en los vicios más des

enfrenados. Hace tiempo que ese enigma me tortura. ¡Qué cambio incomprensible! ¿Qué ancestral misterio opera así en la vida de los hombres? ¿Qué leyes determinan las trasmutaciones de las almas?

 

POITOU. —En cuanto a los vicios, creo que él los conocía todos desde no poco tiempo. Pero ahora está peor que nunca, parece un loco.

 

PRELATI. —Este día es un día trágico. Es el aniversario. Él hace como si

no recordara nada, pero en el fondo...

 

MORIGANDAIS. —Nómbrasela, si quieres, por broma, y verás qué hermosa estocada recibirás.

 

POITOU. —Y el barón reprochaba a Blanchet de haberle preparado una emboscada en el bosque o haberla asesinado, o de haberla hecho raptar por una banda de malhechores. Si esa noche el pobre Blanchet no hubiese huido del castillo, lo habría descuartizado.

 

MORIGANDAIS. (Bebiendo.) —Bebamos, en el fondo de estas copas se encuentra quizá lo que la vida nos priva. Ahoguémonos en estos líquidos ardientes que inventa el señor de Raiz, ahoguémonos como en la sangre de las batallas.

 

POITOU. —¡Oh! ¡Este con sus manías guerreras!

 

MORIGANDAIS. —Tú no sabes lo que es, poltrón, la embriaguez de la batalla, incomparable a ninguna otra embriaguez. Cuando te ves rodeado de enemigos, cuando te juegas la vida en cada cintarazo, la incertidumbre en el alma de saber si vas a ser vencido o vencedor... ¡Ah! ¡Es un instante único, en el que respiras fuera de la vida! Es el único momento en que logras llegar a la cumbre de tu alma.

 

ALADINE. (Quien durante ese diálogo ha permanecido inclinada, acodada en la mesa.) —¡Dame de beber! Cállate, Morigandais, eso no es vivir.

 

PRELATI. —Toma, bebe, pobre Aladine, estás extenuada.

 

MORIGANDAIS. —Sólo frente a la muerte se vive.

 

POITOU. —¡Y se muere!

 

MORIGANDAIS. —Nunca te sentirás vivir como ante la muerte.

 

PRELATI. —Frente a la vida y frente a la muerte, se bebe cuando llega la hora de beber. (Bebe un gran trago de vino.) Dame tus labios, Aladine, ven a sentarte en mis rodillas.

 

ALADINE. (Besando a Prelati.) —¡Uf! Tú no sabes besar. Cuando tú besas, nada cambia; cuando él besa, todo desaparece.

 

POITOU. —Aladine, éste besa a la italiana, yo beso a la internacional. ¡He recorrido algo de mundo, sabes, y he aprendido mucho!

 

ALADINE. —No, no, bésame a la Gilles de Raiz, y como eso es imposible, ¡déjame en paz!

 

(Se escuchan gritos y gemidos que parten de la alcoba del fondo.)

 

MORIGANDAIS. —Está loco. Cuando la angustia lo coge de ese modo, se me hiela la sangre.

 

PRELATI. —La desesperación se apodera de él y no sabe sino rugir como una fiera.

 

ALADINE. —Nunca es más maravilloso que en esos momentos.

 

POITOU. —Pero, en seguida, cae en estado letárgico; se le creería muerto.

 

MORIGANDAIS. —¡Pobre Gilles! Antes se regocijaba en las batallas como el mar produciendo naufragios, en seguida desfallecía de emoción ante las obras de arte y ante la belleza de un rostro y un cuerpo de mujer; hoy día nada lo satisface.

 

ALADINE. —¿Cómo aplacar sus angustias? Sus lujurias crecen hasta des-bordar del mundo... Dame de beber. Quiero olvidar que él me olvida.

 

SORIELE. (Entrando por el fondo.) —¡Querría olvidar que él me olvidó!

 

PRELATI. —¡Las abandonadas podrían consolarse con nosotros! ¡A beber, señores, a beber!

 

SORIELE. —Otras gimen y sufren, quiero sufrir y gemir bajo su furia... ¿Dónde está mi señor? ¿Dónde está?

 

MORIGANDAIS. —Si no te ha llamado, déjalo en paz.

 

POITOU. —¡Atención, Soriele! No pases ese umbral, si no te llaman.

 

SORIELE. —¿Dónde está? Quiero verlo, su olvido me consume, me roe aquí adentro... ¡Señor, señor!

 

ALADINE. —Bebe, Soriele, espera con paciencia.

 

MORIGANDAIS. —Ven, siéntate y bebe con nosotros. (Toma una copa y se

acerca a ella con la copa en la mano) ¡Bebe, Soriele, dame un beso!

 

SORIELE. (Retrocediendo cuando Morigandais quiere besarla.) —¡No quiero

otros labios que los suyos!

 

POITOU. —Sus labios mienten mucho.

 

SORIELE. —Prefiero su mentira a otras verdades. ¡Vete, Morigandais, déjame sola!

 

PRELATI. —ja, ja, ja! Mi pobre capitán, se agujerean tus banderas.

 

MORIGANDAIS. —Cállate, Prelati, fabricante de oro, oro de sueños en noches de insomnio.

 

PRELATI. —No creo en tus batallas, no creo en tus bravuras, si no triunfas aquí.

 

MORIGANDAIS. —Lo que es yo, yo no creo en tu oro, y en cuanto a tus triunfos, ese miserable alambique te golpea y te voltea de modo lamentable.

 

(De nuevo se escuchan gritos y gemidos.)

 

SORIELE. —¡Ah! ¡Mi señor! ¡Mi amo! ¿Por qué me abandonas? ¿Qué haces tú, Aladine?

 

ALADINE. —Bebo y olvido. Ven a beber. Mil, lámparas encienden en mi cerebro sus colores y yo me voy por rutas nuevas de estalactitas y de mieles caritativas. La Luna es Luna de hielo; hielo es hielo de Luna. Bebe...

 

SORIELE. —El licor de sus labios es un bálsamo de muerte y quiero morir de ese veneno... ¡Mi señor! ¡Mi señor!

 

(Sale por la puerta del lado.)

 

MORIGANDAIS. —Estos vinos queman la sangre.

 

ALADINE. —Y llenan de joyas misteriosas el cerebro.

 

PRELATI. (Llevando una copa a sus labios.) —Todo se ahoga, todo se ahoga en el incendio de esta música líquida.

 

POITOU. —Sus orgías son muy extrañas, son orgías de dolor.

 

ALADINE. —De un dolor que vale por todos los placeres del mundo.

 

(Se escuchan de nuevo los gritos y los gemidos).

 

PRELATI. —¡Que la fiesta continúe!

 

MORIGANDAIS. —¡Sí verdaderamente fuese una fiesta!

 

(Gilles de Raiz aparece con un niño en los brazos. Avanza deshecho, loco, los ojos extraviados y como presa del delirio.)

 

GILLES. (Poniéndo el cuerpo del niño delante de Prelati.) —Nada, Prelati, nada. No existe nada para mí. (Habla rugiendo.) La imaginación humana no ha inventado nada para mí. (Designando al niño.) Toma, llévalo, ahora puede servirte. Llévalo. Vuelve a tus hornos y alimenta a tus demonios. Llévalo. No quiero verlo.

 

(Cae en un sillón, agotado, al lado de la mesa. Prelati toma al niño y sale, luego regresa solo.)

 

POITOU. —¿Queréis beber, señor?

 

GILLES. —Sí, dame una copa. (Bebe.) ¡Demonios! ¿Quién podría inventar alguna cosa para mí? No hay nada..., nada..., nada...

 

ALADINE. (Se aproxima y lo acaricia.) —Estáis empapado en sudor.

 

(Le pasa un pañuelo por la frente y lo besa.)

 

GILLES. (Rechazándola.) —¡Vete! Raza maldita, no habéis inventado nada para mí, nada, ni aun el crimen. Voy a destrozarme para salir de mi cuerpo... ¿Dónde está el coro de mi capilla? Que venga, que cante, que me haga dormir...

 

(Toma una copa y vuelve a beber. Aladine se ha acostado a sus pies, como un perro.)

 

MORIGANDAIS. —Vamos a otros lugares. ¿Qué hacemos aquí? ¡Salid a la cabeza de vuestros soldados!

 

GILLES. —No hay otros lugares, no hay nada en ninguna parte. Todo se oculta.

 

PRELATI. —No hay otra cosa que hacer que continuar buscando.

 

(Aladine llora.)

 

GILLES. —Cállate, no llores, desgraciada.

 

MORIGANDAIS. —Resignémosnos. Os obstináis en torturaros. La vida es como es.

 

GILLES. —¿Resignarse? Palabra estúpida. ¡Los esclavos se resignan! Pobre Morigandais, querrías ganar sin hacer trampa. Tu madre te dio a beber la leche de la resignación y no le mordiste el seno.

 

MORIGANDAIS. —¿Qué buscáis?

 

GILLES. —Algo que no comprenderíais.

 

MORIGANDAIS. —¿Qué deseáis?

 

GILLES. —¡El deseo!

 

PRELATI. —Eso es un poco abstracto. ¿No encontráis nada más tangible?

 

GILLES. —Todo es vil, no hay nada que desear. Quiero lo que siento ahí, casi al alcance de mis manos y que se burla de mí en la sombra... ¡Ah! ¡Raza maldita! Quinientas princesas y todas sus damas de honor no bastarían para mi angustia. Todas las montañas de oro y las piedras de valor que yacen bajo la tierra y en los cerebros ambiciosos no alcanzan la mitad de mis deseos. Todas las obras de arte producidas por los hombres apenas logran rozar mi piel como una mosca.

Hombres, no habéis inventado nada para mí, nada, ni aun el crimen, ni aun el crimen.

 

MORIGANDAIS. —¡Es mucho más abominable!

 

GILLES. —Todo es abominable, todo, todo... ¿Dónde está el coro? Que cante. Son sordos o bien duermen.

 

(Vuelve a beber y se queda abatido. Se oyen una música y voces que cantan. Gilles se toma la cabeza entre las manos y solloza).

 

MORIGANDAIS. (Después de un momento de silencio.) —Esa música es triste y parece una lluvia de noche en la noche. Le falta aire.

 

(Se levanta y sale.)

 

GILLES. —Nada, nada... Solamente este molino de melancolía que me destroza el pecho. ¡Maldición! ¡Raza de perros! (Gime, los ojos fijos en el fondo de la sala, y grita como un alucinado.) ¿Quién va? Prelati, ¿quién se acerca? Mira, mira...

 

PRELATI. —No viene nadie, señor, son delirios de vuestra imaginación...

 

POITOU. —Nadie se aproxima.

 

GILLES. —Sí, sí las veo venir; ¡sí te reconozco, mujer! Te he arrancado el corazón y lo he mordido como un fruto, fruto del cielo, Sol de larga vida. ¡Aproxímate si te atreves! ¡Soy Gilles de Raiz, sí, te espero!

 

PRELATI. —Nadie se aproxima, señor, estamos solos.

 

GILLES. —Cállate. Estás ciego. Déjalas venir. No tengo remordimientos de conciencia. Eso lo dejo a los imbéciles. No hay nadie en la Tierra que haya hecho lo que yo he hecho, que se atreva a hacer lo que yo hago...

 

PRELATI. —¡Deliráis, señor!

 

GILLES. —No, no, no deliro. Están ahí, las veo, las espero. Ven, aproxímate si te atreves. Tú, te he arrastrado por los cabellos, te he cortado los brazos... Tus brazos eran cuellos de cisne y los torcí para que cantaran, pero no quisieron cantar. No servías de nada. ¡Ah! ¡Tú, no, no! ¿Por qué avanzas llorando? Te dije que no salieras del castillo. Tu cabellera, tu enorme cabellera por donde desembarcaba la eternidad... Yo también, también yo lloraba esa noche. Vagaba afuera entre las sombras y mis lágrimas fueron gotas de noche sobre la tierra. Lloraba, lloraba como si todos los ríos del mundo hubiesen desembocado en mis párpados. Vete, no quiero verte. No tienes nada que hacer aquí.

 

PRELATI. —Es la fiebre, señor.

 

GILLES. —Mira allá, a lo lejos... esa estrella sobre los navíos condenados a muerte. Mira el aire: el aire lleno de senos y de labios. Mira, mira... Se llena de sexos y caderas trinchados.

 

PRELATI. —Sí, ahora los veo. ¡Ah! ¡Los monstruos! (Comienza a delirar.) Pero no son fantasmas, yo los veo...

 

GILLES. —No soy vuestro prisionero. Soy libre, soy el primer hombre libre. No soy prisionero del amor... ¡A mí, Satanás! ¡A mí, Satanás!

 

PRELATI. (Levantándose y dirigiéndose al altar.) —¡A mí, Satanás! ¡A mí, Satanás!

 

 

 

GILLES. —Os he destrozado, os he torturado y he asido todo el goce que podía haber en vuestros cuerpos miserables, pero no había nada, nada...

 

PRELATI. —¡Satanás! ¡Oh! ¡Satanás! ¡Cuervo negro, cuervo negro, ex-tiende sobre nosotros las alas de tu misericordia!

 

GILLES. —¡Ah! ¡Pobre paje! ¡Tú también te presentas! Reventé tu cabeza y tu cerebro voló al cielo como pétalos perfumados de sueños. Hundí mis manos en tus entrañas, mordí tu corazón palpitante como un pescado, y nada, nada... Pobres mujeres embrujadas por la noche, corríais a mí y me huíais, erais bellas como los anillos de las serpientes al galope y os hice bellas como reinas asesinadas.

 

PRELATI. —Os hizo bellas como reinas asesinadas...

 

POITOU. —Es la hora de las lenguas en delirio.

 

GILLES. —Mis miradas pesan sobre el mundo.

 

PRELATI. —Tus miradas roen el horizonte como el mar.

 

GILLES. —Yo quemo. Yo quemo... Soy quemante, mis huesos son carbones.

 

ALADINE. —Un cuervo sale de cada uno de sus ojos.

 

(Se aproxima a Gilles, que la besa con frenesí.)

 

GILLES. (Rechazando la cabeza de Aladine.) —¡Puf! La misma boca de carne... Querría besar el alba, la aurora que se entreabre como una herida fresca... Cabelleras, cabelleras en algas marchitas donde duermen los pulpos de la angustia... Soplad, soplad los carbones de mi alma... ¿Por qué las visiones se alejan? ¿Es que no eran más que visiones? ¡A mí todas las vírgenes del mundo, quiero haceros morir entre mis brazos! ¡Quiero veros aspirando los umbrales de la muerte! ¡Satanás, mi señor, dame el poder de los maleficios, que los muertos vengan a mí, salid poderes de los sepulcros, venid a danzar ante mis ojos! Podredumbre del cielo y de la tierra, lluvia estagnada en los charcos celestes, ciénaga venenosa; lloved sobre mí, ahogadme en vuestras inmundicias... Quiero hundir mi lengua en la sangre, quiero hundir mi lengua en la muerte, tembloroso como el borde de las llamas; quiero soltar las fieras de mi alma... ¡Corred por las llanuras, oh mis leopardos!

 

(Atrapa a Aladine por los cabellos y la arrastra, gritando, a la alcoba vecina.)

 

POITOU. —La fiera saltó, todas las fieras saltaron en libertad.

 

PRELATI. —¡Bebamos, Poitou, bebamos a nombre de Satanás y que él nos inspire y nos sostenga hasta el triunfo final! ¡Bebamos! ¡Es la fiesta de las fieras!

 

(Se escuchan clamores de mujeres.)

 

POITOU. —¡A tu salud, Lucifer! ¡A tu salud, Gilles de Raiz!

 

PRELATI. — ¡Salid, salid, soltad todas las fieras!

 

POITOU. —El amor del amor, la angustia de la angustia le funden las venas.

 

PRELATI. —Su vida se consume, buscando lo imposible.

 

(Se escuchan clamores y llamados de mujeres que gritan.)

 

VOZ. —¡No partas, señor! ¡No partas!

 

GILLES. (Entra, delirando.) —El amor, la muerte, el amor, la muerte, la muerte, el amor... Lanzad sobre mí una montaña de excrementos. Lanzad sobre mí cataratas de pus, de jugos de cadáveres reventados de pústulas. Quiero ahogarme en un mar de sangre podrida. De vísceras destrozadas, de tripas purulentas...

 

PRELATI. —¡Lucifer te sonríe, Lucifer te ama!

 

GILLES. —¡Que el coro cante, que esa música putrefacta me ahogue como un río!

 

PRELATI. (Ante el altar.) —¡Satanás, dale el amor! Danos el oro, descubre tu misterio...

 

GILLES. —¡La música, el coro!

 

(Las luces se apagan y se escucha una música lejana. Cuando las luces se vuelven a encender, una mujer desnuda está acostada sobre el altar de Lucifer y se contorsiona al sonido de la música.)

 

SORIELE. (Entra gritando y se prosterna ante el altar de Lucifer.) —¡Satanás! ¡Satanás! ¡Danos el amor inagotable, dame su amor!

 

PRELATI. —¡Oh señor Lucifer! ¡Embriáganos con tu luz y con tu ciencia!

 

GILLES. (Avanza hacia el altar con una copa en la mano, sube las gradas y vierte la copa sobre el cuerpo de la mujer, que baila casi sin moverse sobre el altar. Desciende y con voz fuerte clama.) —¡Lucifer! ¡Lucifer! ¡Es a ti a quien adoramos! ¡Maestro de los grandes pecados, de los pecados que no piden perdón, y de todos los vicios! ¡Dios calumniado, dios azotado por la estupidez de los hombres, único dios de justicia, dios sin venganzas ni castigos terribles para la miseria, único dios de bondad.

 

PRELATI. (Con un incensario en la mano.) —Tus fieles servidores te imploran: gloria, riqueza y poder.

 

GILLES. —Dios sin homenajes, dios sin afectos, sin plegarias y sin oraciones, tú eres el único dios que no miente, el único dios que oye y no se queda mudo. ¡Gloria a ti Satanás, gloria a ti, dios de los íncubos nocturnos, tú que secas las lágrimas de los muertos, rey de la noche que viene a pasos de hiena a olfatear los sepulcros, rey de las cavernas iluminadas por los ojos de los dragones, de las cavernas donde nace el huracán, gloria a ti!

 

PRELATI. —¡Gloria a ti, Satanás!

 

POITOU. —¡Gloria a ti, Satanás!

 

GILLES. ¡Rey de los fantasmas que pasan a caballo en el viento, rey de las pesadillas llenas de colores rojos que lamen nuestros párpados, tú el más bello de los dioses, que das sueños de luz a los ciegos, gloria a ti, ángel traicionado!

 

PRELATI. —¡Gloria a ti, Lucifer!

 

GILLES. —Rey de los filtros y de los sortilegios, rey de los maleficios y de las torturas, rey de la embriaguez y la alegría, rey del olvido y de las sombras perplejas.

 

PRELATI. —¡Gloria a ti, Lucifer!

 

POITOU. —¡Gloria a ti, Satanás!

 

GILLES. —Tú que riegas las plantas del amor y el talismán de los ojos, tú que cuidas las flores de la locura, única ventana al infinito, tú eres el rey de los lechos donde el amor agoniza y cantan los delirios.

¡Cuando las campanas de los otros dioses vengativos doblan a muerto, tus campanas llaman a la vida! Tú eres el dios del éxtasis inconsolable, el dios de los relámpagos que quiebran las ventanas del aire, capitán de las fuerzas subterráneas, un batallón de ataúdes avanza victorioso, dejando sus huellas en el tiempo. Tú eres el dios de los cometas navegables que atraviesan como un río el Universo, rey de los volcanes que rompen sus cadenas y se evaden... ¡Gloria a ti!

 

PRELATI. —¡Gloria a ti, Satanás!

 

GILLES. —Tú cantas en la noche cuando las cruces de los cementerios vuelan en bandadas buscando calor. Rey de los ciclones que hacen zozobrar a los astros en los arrecifes del caos, rey de la magia que llena de espejos los laberintos de la noche y los cerebros afiebrados. ¡Oh, tú, dios maravillosos, fiero hijo encadenado por un padre sin piedad, medita tu venganza en las cavernas de ti mismo, nosotros seremos tus fieles soldados el día en que sonarán las trompetas!... ¡Gloria a ti, Lucifer'

 

PRELATI. —¡Gloria a ti, Lucifer!

 

POITOU. —¡Gloria, a ti, Lucifer!

 

(Las luces se apagan. Se escuchan gemidos y lamentos. La mujer que estaba sobre el altar desaparece en la oscuridad).

 

SORIELE. (Arrastrándose arrodillada hasta Gilles) —¡Señor! Tú que buscas el consuelo supremo, ¿por qué no me das a mí lo que buscas?

 

GILLES. —Porque no lo encuentro.

 

SORIELE. —Pero el mío está en ti, está en tus ojos, sobre tus labios...

 

GILLES. —El mío no está en ninguna parte.

 

SORIELE. —Señor, mi señor...

 

GILLES. —¡Cállate, mujer! ¡Bebamos, bebamos hasta reventar en trozos de volcán!

 

POITOU. —¡Bebamos!

 

PRELATI. —A beber, sí, a beber tus licores perfumados donde naufragan el bien y el mal.

 

GILLES. —¡Hoy es mi día, Prelati, es el aniversario de mi libertad; encended fuegos en las torres, llenad mis almenas de banderas!

 

PRELATI. —¡Deja los recuerdos tristes! ¡Tu rostro se ensombrece!

GILLES. —La vida viene en contra mía. ¡Pues, yo voy contra la vida! Acepto la batalla.

 

POITOU. —Una mujer no puede producir tal desesperación en un hombre de vuestro temple.

 

PRELATI. —Tu rostro se ensombrece... Un año ya... ¿Qué vas a hacer sin ella?

GILLES. —Cantar, mi buen Prelati, cantar.

 

PRELATI. —¡Cantemos, bebamos y cerremos las ventanas al recuerdo!

 

POITOU. —Cantar como Nerón sobre su propio incendio... Pero ella quizá llora también...

 

GILLES. —¡Cierra la boca, imbécil! Bebamos y que la fiesta continúe. (Bebe un gran vaso y su cara se descompone. Delira). Toma la llave y que vengan las princesas. (Grita). Yo soy el Sol, yo soy el Sol. Traédme mis siete princesas...

 

SORIELE. —Bésame, destrózame con las uñas de tus labios.

 

GILLES. (La besa y la rechaza. Habla como en sueño). —La estrella más lejana tiene fiebre y solloza.

 

(Gilles se ha sentado en un gran sillón y Soriele está acostada a sus pies).

 

SORIELE. —Las ventanas se cerraron en vano. El viento cargado de encantamiento se filtra por todas partes.

 

GILLES. (En delirio.) —Yo soy el Sol. Abrid las torres del poniente y que las siete princesas vengan a mí. (Un momento de silencio. Como en sueño.) Cierra tus ojos y duerme..., quisiste abrir la jaula de tus lágrimas..., duerme, duerme...

 

PRELATI. —Está enfermo, aún delira.

 

GILLES. —Yo soy el Sol.

 

POITOU. —Ellas vienen cantando, cantando alabanzas al amo que es una varita mágica y un espejismo de rayos nacientes sobre los senderos de la carne.

 

PRELATI. —Es tu día, señor, y tu rostro se cubre de encajes de tristeza.

 

GILLES. —No, estoy contento. Nunca me he sentido tan contento...Bebamos... Yo soy el Sol. Mis princesas, mis siete princesas.

 

POITOU. —Tiene ojos de locura.

 

GILLES. —Imbécil, no es dable a todo el mundo ver lo que yo veo.

 

(Las siete princesas entran.

La primera es hija de Júpiter y tiene cabellera de oro.

La segunda es hija de Saturno y tiene cabellera negra.

La tercera es hija de Venus y tiene cabellera verde.

La cuarta es hija de Mercurio y tiene cabellera azul.

La quinta es hija de Marte y tiene cabellera roja.

La sexta es hija de la Luna y tiene cabellera de plata.

La séptima es hija de Urano y tiene cabellera castaña.)

 

PRELATI. —Su tristeza está alternativamente invadida, como las playas, por el mar. Ve princesas. Quedémonos en silencio, Poitou.

 

JUPITERIA. —Yo soy la hija de Júpiter. Soy afable y altanera. Soy el abrigo de las cascadas de oro y el alcohol de la aurora que calienta los escalofríos polares. Soy arrogante y generosa, poseo los armiños del honor y la riqueza. Mi cetro, por la noche, indica la ruta a los planetas. Me gusta la aventura que salta los caminos y corre como un río de espejismos desatados. Soy imponente como las estatuas en el silencio y soy magnánima como la gruta que ríe sus tesoros a la noche. ¡Tú, mi señor, mi bien amado, tú que eres el camino de la luz inaccesible y el dueño de la savia que sube sus escaleras internas, heme aquí! Mariposas obedientes, gravitamos en torno tuyo. ¡Toma mi alma señor, toma mi cuerpo!

 

SATURNIA. —Yo soy la hija de Saturno. Por la noche me paseo por las avenidas de sus anillos, y como sonámbula no conozco el vértigo. Soy misteriosa como el sonido de las campanas que se desgranan en la oscuridad. Soy inquieta y nerviosa; me despierto sobresalta-da como si cada día me levantase para ir al suplicio. Los puñales del crimen se aguzan en mis ojos y dejan gotas de sangre del cenit de la noche. Eso es lo que soy. ¡heme aquí, mi cuerpo es tuyo, tuya es mi alma!

 

MERCURIA. —Yo soy la hija de Mercurio. Soy ingeniosa, tenaz como el zafiro de los versos que no se han escrito. Soy sensitiva como la flor azul que se deshace bajo el peso de una mirada. Soy curiosa como la luz. Soy fantástica y activa, como la luz vital que se vierte en cabelleras vibrante de locura. ¡Heme aquí, señor, toma mi alma, toma mi cuerpo!

 

MARSIA. —Yo soy la hija de Marte. Soy violenta, impetuosa. Mis mejillas de rápidos relámpagos iluminan los cielos tardíos y la sangre que forma el tapiz del crepúsculo. Mi cuerpo es osado e insolente como un río de espadas, indócil y dominante como las banderas de la eternidad. Mis cicatrices son signos estelares que iluminan los ojos de la gloria. Mi sangre es una banda de tigres al ataque, la sonrisa cuelga de mis labios como un trofeo de victorias. ¡Heme aquí, señor, toma mi cuerpo, toma mi alma!

 

LUNIA. —Yo soy la hija de la Luna. Soy tímida y variable a fuerza de silencio. Soy como la joya que según las luces cambia sus lámparas internas. Soy liviana y transparente como los encajes de nubes que secan mi frente fatigada. Estoy pálida porque he corrido tanto tras de ti y las abejas de la noche me succionan la sangre mientras duermo. Soy vagabunda y voy nadando sin ruido por los mares celestes. Cuando tú no me miras, me extravío del vado y caigo en remolinos infatigables. Amo el azar y estoy adherida a un jardín de sorpresas. Soy la viajera que pasa ante todos los puertos y no entra. Ven, mi señor, ven a reposar tu cabeza sobre mi almohada redonda, ven a mojar tus pies en las playas de la Luna. ¡He aquí mi cuerpo, he aquí mi alma!

 

VENUSIA. —Soy la hija de Venus, modelada de sobra y de fuego para ti. Mi cabellera es verde como el mar de las sirenas y de los naufragios, como el mar que se mueve de corazones y adquiere el ritmo de los pechos que cantan. Soy cálida como los huracanes que en el espacio mezclan a los astros. Soy hermosa y mi cuerpo flexible y elegante tiembla con las descargas del deseo. Mi cuerpo es un temblor de flor, mi cuerpo ondula como las algas que flotan desvanecidas. Soy triste y alegre a la vez, amo la belleza; las nebulosas del poema giran en mi alma y allí se condensan. Mis ojos son como tus ojos, laberintos de locuras, vértigos y delirio para aquel que se inclina. Las caderas del mar se tornan sólidas, la ola se torna carne y heme aquí. Soy un árbol de música, mi señor, mi bien amado, heme aquí. Romperé tus noches, te envolveré con mis suspiros, mirarás mis ojos de esmeralda, irritados de soñar, y mis labios serán rubíes que se van en sangre. He aquí mi cuerpo, he aquí mi alma. ¡Tómame, señor; tómame mi bien amado!

 

URANIA. —Señor, todavía no tengo voz, porque soy la que debe nacer, la que camina hacia la Tierra, pero mañana seré la más extraña. Todo será nuevo para mí y seré tuya en mi carne y alma.

 

GILLES. —Os pareceréis a otra mujer; vuestros ojos son el laberinto de la locura. Hay un dios agonizante en vuestros ojos, hay un dios enterrado en vuestros ojos. (Su voz se hace colérica). ¡Idos, alejaos! ¡Salid todas! No puedo amaros, estoy condenado a no poder amar. Salid todas de aquí. Yo soy el que debe seguir buscando. (Ellas salen espantadas, y se cubren con sus velos y con sus cabellos. Algunas imploran aún y dicen: "¡Mi señor!").

 

PRELATI. —¡Qué hacéis, señor, ved cómo lloran las pobres mujeres!

 

GILLES. —¡No huyáis, no huyáis! Tengo necesidad de vuestras palabras, deseo vuestro amor. (Sale corriendo detrás de las princesas.)

 

SORIELE. —La luz de nuestros ojos ha huido. De mi puerto ha huido el

barco... Las músicas lejanas lo tentaron.. Levó ancla, levó ancla...

 

POITOU. —Lancemos el ancla a esta copa. `No quieres beber, Soriele?

 

SORIELE. (Rechazando la copa.)— Un viento delirante lo empuja...

 

PRELATI. —Otro viento delirante lo trae.

 

(Se escuchan cantos y gemidos de mujeres.)

 

SORIELE. —El cielo se llena de suspiros, de estrella en estrella se tienden escalas de suspiros.

 

PRELATI. —La noche se retuerce entre sus brazos y suspira en espasmos nunca vistos.

SORIELE. —Cada estrella es un canto de fiebre.

 

POITOU. —La lujuria se multiplica, aúlla, es una lujuria de muerte.

 

ALADINE. —La muerte está en sus ojos... Ríos de sangre atraviesan la noche.

 

SORIELE. —¡Los ríos tiemblan de ráfagas de ahogados!

 

POITOU. —Él aspira el último aliento de los moribundos.

 

PRELATI. —Se crispa con sus últimas crispaciones.

 

ALADINE. —Y ellas cantan, cantan, y nosotras, nosotras, lloramos.

 

SORIELE. —Se alejó de nosotras y lloramos.

 

GILLES. (Entrando precipitadamente con los ojos fijos y buscando a alguien.) — ¿Dónde está ella? ¿No la habéis visto pasar? Venía por aquí... Pasó por esta puerta... ¿No la has visto, Prelati?

 

PRELATI. —¿De quién me habláis, señor?

 

POITOU. —¡Nadie ha pasado por aquí!

 

GILLES. —¿Dónde se esconde? Ella ha entrado por aquí, la he visto entrar.

 

PRELATI. –¡Calmaos, señor!

 

GILLES. —¿Dónde está ella?

 

PRELATI. —Vuestras pupilas se dilatan, se dilatan hasta desbordar de vuestro semblante; un volcán sombrío va a romper vuestros ojos.

 

POITOU. —¡Calmaos, señor!

 

GILLES. —¿Dónde se ha ocultado? Dadme de beber... Mi garganta arde.

 

POITOU. —Vuestro rostro palidece, calmaos, señor.

 

SORIELE. —Yo escuchaba vuestros cantos y lloraba.

 

GILLES. —Soplad, soplad los carbones de mi alma. (Los ojos fijos.) ¡Ven, ven, oh reina de mis noches! ¡oh Balkis! ¡Tú, reina del Sabat! Hija de reyes en el país de Jemen, no retrocedas. Te veo venir hacia mí, bella entre las bellas, ¡que tu belleza me anonade! Los dromedarios de tu caravana avanzan siguiendo el ritmo de mi corazón; tu perfume nativo, que es como un anillo alrededor de tu cuerpo, llega hasta mí; déjame respirarte toda y respirar el ámbar de miles de Arabias sobre las hadas dormidas de tus labios. ¡Balkis, oh Balkis! ¡Los cilicios de tus largas pestañas me hacen sangrar con claridad de angustia! Tú sonríes y miles de pájaros fieles vuelan para anunciar al mundo tu sonrisa; tu cuerpo virgen es la espada de fuego a la puerta del eclipse. ¡Ven, no te detengas, oh Balkis! ¡Reina del Sabat! Yo te haré morir en la gloria de un amor que te arrancará de la atmósfera celeste.

 

PRELATI. (A Poitou.) —Está completamente loco.

 

GILLES. —Y tú, Cleopatra, tú vienes hacia mí cantando en la proa de tu barca. ¡El velamen de tus cabellos se infla al viento ardoroso del desierto y el Nilo comba de amor sus hombros sintiendo la caricia de tu sombra! Miras las aguas y las aguas se embriagan con tu mirada y pierden el control. Tu barca avanza sobre el río de mi cuerpo, tu barca llega haciendo ondas en mi alma. ¡Oh reina de Egipto, ven a ser la reina de mis brazos! Desde lo alto de tu belleza avanzas, dominando el mundo; tu esplendor detiene las leyes de los astros y torna indóciles las cuatro estaciones del año, que no quieren seguir ya su curso por contemplarte. Una atmósfera lasciva parte de tu cuerpo y viene a mi encuentro. Eres la solución de los sueños persistentes. Eres el rumor de los Césares que se arrodillan y ante ti las espadas se transforman en ramilletes de homenajes. Tus sueños son pirámides de pétalos y prisiones de palomas. ¡Ven a mí, reina Cleopatra, que nunca supiste lo que es el amor! Haré palidecer el arco iris de tus ojos, de tus ojos cambiantes, y el oro de tu piel será la moneda con que se paga lo absoluto. Ven, ven, no te detengas, ven...

 

(Se deja caer pesadamente sobre su silla, como un muerto. Silencio. Luego, se escuchan lloros y lamentos.)

 

PRELATI. (Ofreciéndole tímidamente una copa.) — ¡Bebed un poco, señor, y reposad! (Gilles toma maquinalmente la copa y bebe.). Es vuestro vino preferido, con miel y jengibre.

 

GILLES. (Como Si despertase.) —Prelati, Prelati, quítame este peso del corazón. Me ahogo, Prelati, quítame el peso de este sueño, quita de mi pecho este planeta, esta angustia de tempestad que me asfixia. Arráncame este pesado latir de mis venas, este martilleo de mi cerebro...

 

PRELATI. —¡No estáis bien, señor, id a reposar!

 

GILLES. —La nada, el vacío..., el vacío, la nada...

 

SORIELE. —¡Señor, mi bien amado!

 

GILLES. (Se levanta y pasándose la mano por los ojos.) – ja, ja, ja! ¡Todos contra mí, yo contra todos!

 

(Atrapa a Soriele por los cabellos y la besa furiosamente.)

 

SORIELE. —¡Ah mi señor, mi dios, mi único dios!

 

GILLES. —¡La misma boca de carne y detrás los mismos dientes de loba! (Cambiando de tono.) Mira, Prelati. ¿Ves esta boca? ¿Ves estos dientes? Por esta boca o por una boca semejante los hombres han cometido grandes locuras... ja, ja, ja! El mundo puede ser trastornado por una cosa tan pobre... ¡Puf!... Y hasta la más fea, ¿me entiendes?, hasta la más fea ha encontrado el medio de hacer sufrir a alguien... A ninguna le ha faltado un imbécil a quien torturar... Dame de beber...

 

PRELATI. —Señor, parecéis fatigado.

 

POITOU. —Id a reposar, señor, ya es de día...

 

GILLES. —Ídos. Que se vayan a reposar los que encuentran reposo, pero

yo, ¡ah! ¡maldición!, ¡mi reposo está siempre en otro lecho!

 

SORIELE. —Dormirás en mis brazos y mis dedos serán un rebaño de ovejas sobre tu cabeza, mis labios cantarán mientras las ovejas pacen y te haré dormir.

 

GILLES. —Todavía tienes esperanzas, pobre Soriele, todavía crees en algo... (Morigandais entra precipitadamente.)

 

MORIGANDAIS. —¿No habéis oído, señor, no habéis oído el rumor de la gente que ha entrado al castillo?

 

GILLES. —¿Quién llega? ¿Con qué permiso han entrado?

 

PRELATI. —¡Aquí no se ha oído nada!

 

GILLES. —¿Cómo han entrado al castillo? ¿Quién ha entrado?

 

MORIGANDAIS. —Jean Labbé a la cabeza de una tropa armada que trae, según parece, la orden de deteneros.

 

GILLES. —¿Detenerme a mí? ¿Sueñas?

 

MORIGANDAIS. —Ha entrado engañando a la guardia, diciendo que era un emisario del rey. Una vez adentro, declaró que venía de parte del duque de Bretaña.

 

GILLES. —¿Y viene a detenerme a mí? Tú sueñas... ¿Quién se atrevería en el mundo a levantarse en contra mía?

 

(Jean Labbé aparece en el fondo, en el cuadro de la puerta.)

 

JEAN LABBÉ. —¡La Iglesia!

 

GILLES. —¿La Iglesia? ¡Ja, ja, ja! Siempre pensé en hacerme monje, pero nunca creí que tuviera necesidad de este abate para realizar mi deseo.

 

JEAN LABBÉ. —Las quejas y las lamentaciones del pueblo llegaron hasta los oídos del obispo de Nantes, el gran señor Jean de Malestroit... Habéis hecho demasiado mal, barón de Raiz, los padres de vuestras víctimas claman venganza al cielo.

 

GILLES. —¿Y la hora de la venganza suena? En estos tiempos la Iglesia es fuerte..., fuerte y se cree capaz...

 

JEAN LABBÉ. —La fe es capaz de todo. Hoy la Iglesia es la voz del pueblo, por su boca hablan millares de desgraciados.

 

GILLES. —Ve y dile a la Iglesia que se guarde de provocar mi cólera. Que no olvide el día en que yo fustigaba su dignidad entrando a caballo hasta el altar para castigar la audacia de Jean-le-Ferron.

 

JEAN LABBÉ. —Señor, la Iglesia no teme, porque la fe no conoce temores.

 

GILLES. —¿Es la Iglesia o son las ambiciones de Juan V las que no tienen miedo?

 

JEAN LABBÉ. —Tengo la orden de deteneros y conducirnos a la prisión de Nantes.

 

GILLES. (Desenvainado su espada) —Deliráis, Jean Labbé. ¿Yo? ¿Dejarme detener?

 

MORIGANDAIS. (Que ha sacado su espada al mismo tiempo que Gilles) —Vete o te saco en la punta de mi espada como a una lechuza.

 

GILLES. —Vete o te corto en dos.

 

(Se lanza en presecución de Jean Labbé, que huye gritando)

 

JEAN LABBÉ. —¡A mí, gente! ¡A mí, soldados de Bretaña!

 

GILLES. (Riendo con todas sus fuerzas) —Ja, ja, ja!

 

 

(TELÓN)

 

 

ACTO CUARTO

 

Delante de los jueces

 

La escena representa el Tribunal de Justicia de Nantes. El obispo Jean de Malestroit preside. A su lado, el dominicano Jean Blouyn, representante del gran inquisidor de Francia; el promotor Guillaume Chapeillon, cura de San Nicolás de Nantes; el obispo de Le Mans y el obispo de San Brieuc. Pierre de L’Hospital es el presidente del Tribunal Ducal.

Al levantarse el telón, Gilles de Raiz está de pie ante sus jueces, orgulloso y arrogante. Los interpela desdeñosamente con frases violentas.

 

GILLES. —Debo repetiros, señores, que no acepto vuestro tribunal, no le reconozco el derecho ni la competencia necesarios para juzgar-me.

 

MALESTROIT. —Y yo debo deciros que habéis tomado un mal camino para vuestra defensa. El promotor continuará leyendo el acta de acusación y os rogamos no interrupirle de nuevo.

 

CHAPEILLON. (Leyendo el acta de acusación.) —De este modo es evidente ahora que el noble señor Gilles de Raiz, barón de dicho lugar en la diócesis de Nantes, ha hecho perecer mujeres y niños y numerosas inocentes víctimas, que ha cometido el pecado de sodomía, que ha invocado los demonios en varias ocasiones, que ha pactado con ellos, que les ha ofrecido sacrificios, que se ha entregado a prácticas de brujería, que es culpable de herejía, de ofensa a la majestad divina, de perturbación de la fe, de escándalos repetidos, etcétera... No es posible tolerar por más tiempo tales aberraciones, ni semejante enfermedad de herejía que se extenderá como un cáncer si no se le extirpa prontamente en su raíz; hemos citado ante nosotros al susodicho barón y lo citamos ante nuestra barra como justiciable para que responda a estas acusaciones.

 

GILLES. —Nada tengo que responder a los que no considero capaces de juzgarme.

 

MALESTROIT. —¿Negáis los crímenes de que sois acusado?

 

GILLES. —No.

 

MALESTROIT. —¿Reconocéis haber cometido esos crímenes?

 

GILLES. —No.

 

L’HOSPITAL. —¿Entonces quién es culpable de esos crímenes?

 

GILLES. —Preguntádselo a mi planeta.

 

MALESTROIT. —Centenares de padres y madres os reclaman sus hijos.

 

GILLES. —¿Quién me acusa?

 

MALESTROIT. —¡El mundo!

 

GILLES. —¡Bien grande acusador y bien pequeño!

 

L’'HOSPITAL. —Todo el pueblo os designa como el culpable, todo el mundo os señala como la bestia feroz que ha devastado estas comarcas.

 

JEAN BLOUYN. —Sí, señor, todo el pueblo.

 

GILLES. —Demasiados y no bastantes.

 

MALESTROIT. —El solo nombre de Machecoul hace temblar todos los labios.

 

L'HOSPITAL. —Cuando se pronuncia vuestro nombre los rostros palidecen.

 

GILLES. —Exageración de sensibilidad.

 

MALESTROIT. —¡Dónde están esos inocentes! ¡Si no lo habéis asesinado, decid dónde están a fin de que las madres que lloran puedan secar sus lágrimas!

 

L’HOSPITAL. —Los habéis asesinado, ¿no es cierto? Vuestro crimen es evidente.

 

GILLES. —¿Quién habla de crimen? ¡Volad, volad, palomas! ¡Os abro el paraíso!

 

MALESTROIT. —Decid dónde están esas víctimas.

 

GILLES. —Buscarlas es vuestro papel y no el mío.

 

MALESTROIT. —No ganáis nada dando respuestas evasivas. Hemos enviado emisarios a todo el país y tenemos numerosos testigos que vendrán a declarar, hombres y mujeres. Los que fueron vuestros amigos y vuestros servidores, las que fueron vuestras mujeres y vuestras esclavas; hemos descubierto hasta una reclusa en un convento en el fondo de la Turena. Todos vendrán a declarar.

 

L'HOSPITAL. —Habíais convertido vuestra casa en un serrallo. Habíais trasplantado el Oriente a Francia.

 

GILLES, —Tal vez lo encontré más fácil que trasladar Francia al Oriente.

 

MALESTROIT. —Os burláis de vuestros jueces.

 

GILLES. —No os considero mis jueces. Para juzgar a Gilles de Raiz se necesitaría a otro Gilles de Raiz... Traédmelo y le responderé.

 

MALESTROIT. —Vuestros crímenes son evidentes y el fondo perverso de vuestra naturaleza estalla en cada uno de vuestros actos.

 

GILLES. —¿Quién entre vosotros, pobres hombres, puede comprender o podría sospechar siquiera el fondo de mi alma?

 

L'HOSPITAL. —Vuestras monstruosas lujurias y vuestras inmundas bacanales no necesitan grandes explicaciones, no tienen otro origen que la falta de freno y de moral.

 

GILLES. —¡Qué pretensión la vuestra! Prescindid de las explicaciones estúpidas que podríais dar de mis actos. La moral, el freno, el bien, el mal..., ¡por piedad dejadme reír!

 

MALESTROIT. —Sin embargo...

 

GILLES. —Dejadme reír.

 

MALESTROIT. —¡Qué triste espectáculo ofrece un hombre acusado de semejantes crímenes y tan orgulloso!

GILLES. —¡Qué triste espectáculo el de una reunión de hombres queriendo juzgar a otro hombre!

 

L’HOSPITAL. —Sois demasiado altanero y vuestro orgullo os ha perdido.

 

GILLES. —Sois imbéciles y vuestra imbecilidad os hace creer que estoy perdido.

 

MALESTROIT. —Basta, señor barón, moderad vuestro lenguaje.

 

GILLES. —Cesad de decir niñerías y me callaré.

 

L'HOSPITAL. —Responded sin rodeos: ¿reconocéis la acusación de asesinato formulada contra vos?

 

GILLES. —Yo actúo y actuaré como me plazca.

 

MALESTROIT. —¿Habéis hecho pacto con el demonio?

 

GILLES. —¿No es más bien el demonio el que habría hecho pacto conmigo?

 

MALESTROIT. —Habéis profanado los templos.

 

GILLES. —Los templos me han profanado.

 

L’HOSPITAL. —Señor barón de Raiz, perdéis vuestro tiempo con semejantes respuestas, tenemos necesidad de la verdad y no de vanas palabras.

 

GILLES. —El día en que alguien sepa la verdad sobre Gilles de Raiz, que

venga a decirla. Gilles de Raiz lo espera con ansiedad.

 

MALESTROIT. —Os hemos dicho que vuestros acusadores son innumerables.

 

GILLES. —Es un número bien grande.

 

L'HOSPITAL. —Sabeis bien que todos os acusan.

 

GILLES. —De "todos" no se podría hacer uno.

 

MALESTROIT. —Sois capaz de decir que la humanidad entera no sabe lo que dice.

 

GILLES. —Gilles de Raiz vale bien la humanidad.

 

MALESTROIT. —¡Basta! No podemos perder el tiempo en discusiones estériles.

 

GILLES. —No tengo la culpa si la esterilidad ha hecho nido en vuestros labios.

 

MALESTROIT. (A su escribano.) —Haced entrar los testigos.

 

(Dos mujeres entran. Se precipitan en medio de la sala injuriando a Gilles.)

 

THÉOPHANIE BRANCHU. —¡Maldito, maldito mil veces! ¿Dónde está mi hija?

 

CATHERINE THIERRY. —¿Dónde está mi hijo?

 

MALESTROIT. (A las mujeres.) —¿Cómo os llamáis?

 

THÉOPHANIE BRANCHU. —¡Maldito seas y que el castigo del cielo caiga sobre tu cabeza!

 

CATHERINE THIERRY. —El cielo sabrá vengarnos.

 

MALESTROIT. —Os pregunté cómo os llamáis.

 

THÉOPHANIE BRANCHU. —Théophanie Branchu.

 

MALESTROIT. —¿Y vos?

 

CATHERINE THIERRY. —Catherine Thierry... ¿Qué habéis hecho de mi hijo? Lo habéis asesinado, sí, lo habéis asesinado. Sois el esclavo de una pasión abyecta, de un delirio...

 

GILLES. —Cállate, mujer, ¿no eres tú misma una esclava? Esclava de la maternidad, qué puedes decir de mí, si soy esclavo de un delirio.

 

CATHERINE THIERRY. —No me miréis, vuestra mirada me traspasa como una espada envenenada.

 

GILLES. —La tuya es una flecha roja de corazón.

 

THÉOPHANIE BRANCHU. —¿Quién no ha llorado por vuestra culpa?

 

GILLES. —Aquellos que tú crees que han llorado.

 

THÉOPHANIE BRANCHU. —¡Maldito seas mil veces!

 

CATHERINE THIERRY. —¡Que la venganza del cielo caiga sobre ti!

 

(Estallan en sollozos y caen en brazos una de la otra.)

 

MALESTROIT. (Al escribano.) —Haced salir a estas mujeres.

 

(El escribano sale con ellas.)

 

CATHERINE THIERRY. (Saliendo.) —¡Ah, no hay castigo, no hay castigo suficiente!

 

MALESTROIT. —¿Hay alguien que no haya llorado por su culpa?

 

L’HOSPITAL. —¿Quién no ha llorado por su causa?

 

GILLES. —Preguntad también quién no ha cantado a causa de él.

 

MALESTROIT. —¿Qué respondéis a esas pobres mujeres? ¿Dónde están sus hijos? ¿Dónde están los que fueron conducidos como servidores?

 

GILLES. —Que esas mujeres me digan dónde están mis servidores.

 

MALLESTROIT. —No tenéis piedad.

 

GILLES. —Debilidad, querréis decir.

 

MALESTROIT. ¿No respondéis nada?

 

GILLES. —Más que responder a semejantes jueces me gustaría verme con la cuerda al cuello.

 

L'HOSPITAL. —Dicen que el día en que fuisteis detenido en vuestro castillo de Machecoul, cuando se abrieron las puertas de vuestras torres salió un enjambre de jovencillas destinadas a la vergüenza y la muerte.

 

GILLES. —¿Qué llamáis vergüenza? ¿Qué llamáis muerte?

 

MALESTROIT. —Ellas iban llorando por los caminos...

 

GILLES. —Hombre, ingenuo, lloraban porque se iban del castillo.

 

L'HOSPITAL. —La ley exigía que se abriesen las puertas.

 

GILLES. —El amor exigía que no se abriesen las puertas.

 

MALESTROIT. —Vuestra mansión era un serrallo indigno de un cristiano, era preciso que la ley interviniese.

 

GILLES. —Y tú fuiste la ley contra el amor.

 

L'HOSPITAL. —¿Entonces, vos sois el amos? El amor negro, el amor bajo..., tal vez.

 

GILLES. –Yo soy lo que soy.

 

MALESTROIT. —Sois el dolor y el crimen.

 

GILLES. —Yo soy lo que soy.

 

MALESTROIT. —Sois vos mismo y vuestros crímenes son solamente vuestros y no tienen más razón de ser que vos mismo.

 

GILLES. —Tú lo has dicho.

 

L'HOSPITAL. —Con vos, toda discusión es vana. Perdemos el tiempo.

 

GILLES. —Creo como vos. Perdemos el tiempo.

 

L'HOSPITAL. —Dios no creó al hombre para que tome el camino del crimen, para que se entregue a execrables perversidades, a los vicios más repugnantes. Dios creó al hombre para el bien, para su servicio. Hizo al hombre a su imagen.

 

GILLES. —¡Pobre Dios! Debía tener una cabeza de mono entonces.

 

VARIAS VOCES. —¡Sacrilegio, sacrilegio! ¡Quemadle la boca al blasfemador!

 

GILLES. —Sois vos, sois vos el que acaba de blasfemar comparando a Dios con el hombre.

 

L'HOSPITAL. —Que Dios os perdone en su gran misericordia.

 

MALESTROIT. —Su misericordia es infinita, porque sabe que existe más mal que bien en la Tierra.

 

GILLES. —Eso probaría que Satanás es más fuerte que Dios.

 

L'HOSPITAL. —Dios nos hizo libres. Al crearnos nos dio el libre arbitrio.

 

GILLES. —Grave locura. Tenía que haber comprendido que el primer acto de un hombre libre es probarse a sí mismo su libertad. ¿Decidme qué mejor medio de asegurarse que volviéndose contra aquel qué se la concede?

 

MALESTROIT. —No tenemos necesidad de vuestras vanas sutilezas... Que se introduzca a las testigos.

 

(El escribano abre la puerta y Soriele aparece.)

 

GILLES. —Les suplico que me ahorren palabras. Podéis considerar como ya escuchados a todos los testigos del mundo y anotar las declaraciones que os parezca.

 

SORIELE. (Arrojándose a los pies de Gilles.) —¡Señor, mi señor!

 

GILLES. —Mi pobre Soriele, levántate. Acúsame. Estos son mis jueces.

 

MALESTROIT. —¿Os llamáis Soriele?

 

SORIELE. —¡Señor! ¡Mi señor! ¡Mi Sol!

 

MALESTROIT. —¿Mujer, es verdad que fuisteis cubierta de llagas, destrozada por los lúbricos excesos de este hombre?

 

SORIELE. —Fui cubierta de flores, mi cuerpo solamente deseaba sentir la luz de sus manos.

 

MALESTROIT. —¿Es verdad que os destrozaba las carnes y que gritabais de dolor?

 

SORIELE. —Yo cantaba de alegría, de milagro. He recibido su bautismo y soy suya hasta más allá de la muerte.

 

MALESTROIT. —¿Pero no os hizo sufrir?

 

SORIELE. —El amor es dolor y el dolor es amor.

 

L'HOSPITAL. —¿Nunca os hizo mal, en el cuerpo o en el alma?

 

SORIELE. —Nunca, nunca. ¿Qué llamáis hacer mal?

 

GILLES. —¡Cállate, mujer! ¿No ves que estás destruyendo mi leyenda?

 

SORIELE. —Luego, ¿prefieres la muerte?

 

GILLES. —¿Y mi leyenda? ¡Tú no piensas en mi leyenda!

 

SORIELE. —¡Oh! ¡Mi señor! ¡Mi señor! ¡Vuestra muerte sería la oscuridad del mundo!

 

GILLES. —Gilles de Raiz no muere, mi pobre Soriele, Gilles de Raiz no puede morir.

 

MALESTROIT. (Al escribano.) —Llevad afuera a esta mujer. Está embrujada. Haced entrar a la siguiente.

 

ALADINE. (Entrando.) —¡Oh! ¡Mi señor! ¡Mi dios! ¿Qué quieren hacer de vos estos verdugos?

 

MALESTROIT. —El verdugo es ese a quien llamáis vuestro dios.

 

L'HOSPITAL. —¿Cuál es vuestro nombre?

 

ALADINE. —Soy Aladine. Las lámparas de sus ojos han hecho de mi alma una gruta de piedras boreales.

 

MALESTROIT. —¿Tenéis miedo de acercaros al que fue vuestro tirano? ¿Por qué tembláis?

 

ALADINE. —Tiemblo porque lo amo.

 

L'HOSPITAL. —Entonces vuestra declaración es inútil.

 

GILLES. —No son útiles sino las de aquellos que no me aman.

 

MALESTROIT. —¿Cuántas prisioneras había en el castillo?

 

ALADINE. —Tantas como las que habían escuchado su nombre.

 

L'HOSPITAL. —Una curiosidad malsana os atraía hacia él.

 

MALESTROIT. —La atracción del enigma. Siempre debe haber sido así.

 

ALADINE. —Una luz invisible se apoderaba de nuestra alma y nos impulsaba hacia él.

 

MALESTROIT. —Estabais encerradas, lejos del mundo, erais prisioneras.

 

ALADINE. —Éramos prisioneras dentro del mundo.

 

MALESTROIT. —¿Nunca tratasteis de huir?

 

ALADINE. —¿Huir? ¿Por qué?

 

MALESTROIT. —¿Y la llave?

 

ALADINE. —¿Qué llave?

 

GILLES. —¡La llave de oro, mujer, mi famosa llave de oro!

 

ALADINE. —¿Qué llave de oro? No sé de qué me habláis.

 

GILLES. —¡Aladine, Aladine, has olvidado la llave de oro!

 

ALADINE. —¡Nunca la he visto, señor!

 

GILLES. (Impacientándose.) —Te digo que sí, que la has visto. Afectas el aire de haberlo olvidado todo.

 

ALADINE. —En verdad, señor, no me acuerdo; pero si lo decís, así debe ser.

 

GILLES. —Así debe ser.

 

MALESTROIT. —¿No podéis contarnos nada de la vida de este hombre?

 

L'HOSPITAL. —¿Os ha prohibido hablar?

 

ALADINE. —Si os hablo de él, no me callaré durante un año y no habría música parecida a mis palabras.

 

MALESTROIT. —Lisonjas de embrujada no nos interesan. Podéis retiraros.

 

ALADINE. —¿No vais a hacerle mal?

 

GILLES. —Cállate, Aladine, cállate.

 

MALESTROIT. —Podéis retiraros, he dicho. Que pase la siguiente.

 

(Aladine sale, Isamoune entra. Esta avanza hasta Gilles y se arroja a sus pies.)

 

MALESTROIT. —¿Vuestro nombre?

 

(Isamoune no responde.)

 

L'HOSPITAL. —¿Vuestro nombre?

 

(Igual silencio.)

 

MALESTROIT. —¿Por qué no respondéis?

 

GILLES. —Ella se llama Isamoune. Sus ojos de agua salada os dicen que viene de muy lejos y ella no habla vuestra lengua.

 

MALESTROIT. —Entonces, ¿en qué lengua habláis vosotros?

 

GILLES. —En la mía.

 

L'HOSPITAL. —¿Qué lengua es ésa?

 

GILLES. —Una que vos no podréis nunca aprender.

 

MALESTROIT. —Entonces todo interrogatorio es inútil. (Al escribano.) Sacad a esta mujer.

 

(Isamoune sale llorando y tendiendo las manos a Gilles.)

 

L'HOSPITAL. —Habéis hecho víctimas de todos los países y de todas las edades.

 

MALESTROIT. —La siguiente.

 

GILLES. —¿Hasta cuándo, señores? Os ruego aún considerar como que ya han declarado todas las que queráis y como lo queráis.

 

MALESTROIT. —Esta dirá la verdad. Viene de un convento y sus labios purificados por la oración no podrán mentir. ¡Que entre!

 

(Gila entra vestia de monja).

 

GILA. —¡Gilles!

 

GILLES. —¡Gila!

 

LILA. —Gilles, yo te amo.

 

(Estalla en sollozos y avanza hasta él.)

 

GILLES. —Quisiste abrir la jaula de tus lágrimas y con ella la jaula de mis leones.

 

MALESTROIT. —¿Cómo os llamáis?

 

GILA. —Yo no tengo nombre.

 

L'HOSPITAL. —Es imposible.

 

LILA. —Desde el día en que lo vi, olvidé mi nombre y nunca he podido recordarlo. El me llamaba Gila. Es el nombre de su bautismo.

 

MALESTROIT. —¡Hermoso bautismo! ¡Bautismo de pecado!

 

GIIA. —Su bautismo.. . No podéis comprender. (Se cubre el rostro, llorando.)

 

MALESTROIT. —Estáis arrepentida. En la casa del Señor llorabais vuestras culpas, pedíais perdón al cielo.

 

GILA. —En la casa del Señor yo rogaba por él, lloraba solamente por él. Mis labios sólo sabían pronunciar su nombre, mis ojos no sabían sino verlo por todas partes. Estaba siempre de pie en la puerta de mis sueños.

 

GILLES. —¿Por qué te fuiste, Gila? ¿Por qué te fuiste?

 

GILA. —Me perdí en el bosque, señor. Nunca he sabido cómo pude perderme. Fue algo tan extraño, como si la Fatalidad se hubiese puesto a empujarme por la espalda.

 

GILLES. —Siempre la Fatalidad.

 

GIL. —Fatigada de buscar los caminos, en medio de los árboles, caí al suelo y me dormí. Ese es el misterio, Gilles, era necesario que vuestro destino se realizase, y yo tal vez hubiera desviado vuestro destino.

 

GILLES. —Era necesario que hubiese un Gilles de Raiz en la Historia.

 

GILA. —Cuando desperté, una tropa de guerreros enmascarados me rodeaban, mirándome dormir. Se apoderaron de mí, me pusieron sobre uno de sus caballos y me hicieron galopar durante dos días, hasta el instante en que me entregaron a un convento.

 

GILLES. —Tú sola eres culpable, Gila; a la que se aleja un paso se le hará alejarse dos.

 

GILA. —No me hicieron ningún mal, señor, pero me hicieron el más grande: separarme de vos. Allá, en ese convento, he pasado los meses esperando con los brazos abiertos como un horizonte que espera el Sol.

 

GILLES. -¡Mi pobre Gila!

 

GILA. —Y ved cómo os encuentro. (Llorando.) Yo soy tal vez la más culpable... Soy la causa de vuestra tragedia.

GILLES. —No llores, Gila; tú eres inocente como el viento, no llores.

 

GILA. —Dejadme llorar. Sois un hombre, Gilles, sois la fuerza. Yo soy una mujer, soy la piedad.

 

MALESTROIT. —Decid si estáis dispuesta a decir la verdad.

 

GILA. —¡Solamente la verdad!

 

MALESTROIT. —¿Fuisteis la víctima de este hombre? ¿El señor de Raiz os maltrató, os hizo mal, os enseñó prácticas diabólicas, torturó vuestro espíritu o vuestra carne?

 

GILA. —Sus caricias eran miles de pájaros que se posaron y cantaron sobre mi cuerpo toda la embriaguez de los espacios, sus besos eran la forma del infinito, su amor arrastra más allá de los sueños.

 

L'HOSPITAL. —¿No permanecíais por fuerza junto a él? ¿No se sublevó vuestra alma?

 

GILA. —Mi alma era su incensario y cuando me miraba yo salía fuera del tiempo, fuera de los límites humanos.

 

GILLES. —¡Oh Gila! ¡Habla! ¡Habla a fin de que la eternidad anide en mis oídos! Mi alma era el momento de amarte, era la medida del tiempo cuando tú me mirabas.

 

GILA. —Cuando me hablaba, su voz de guerrero se transformaba en una voz de flor engastada en la sortija de su boca, su voz era fina y larga como los dedos de un moribundo.

 

MALESTROIT. —Entonces, ¿no tratasteis de huir?

 

GILA. —¿Huir? ¿Por qué? ¿Huir de su presencia? Sentada a la sombra de su amor, supe que el cielo es posible.

 

MALESTROIT. —¡Oh! ¡Herejía! Olvidáis, pues, que lleváis una toca, un velo; olvidáis el rosario que cuelga de vuestra cintura, una cruz en vuestro pecho.

 

GILA. (Arrancándose la toca, el velo, el rosario y la cruz y colocándolos en la mesa, ante los jueces.) —No quiero sobre mi frente otra toca que la toca de sus manos, no quiero otro velo que el velo de sus brazos, no quiero otro rosario que el rosario de sus caricias, no quiero otra cruz que la cruz de su amor.

 

MALESTROIT. —¡Oh! ¡Blasfemia!

 

JEAN BLOUYN. —¡Sacrilegio, sacrilegio! Esta mujer está poseída por el demonio.

 

GILLES. —Callaos, imbéciles, no sabéis lo que decís, no comprendéis lo que escucháis.

 

MALESTROIT. (A Gilles.) —Señor de Raiz, en este momento vuestra arrogancia no tiene justificación posible. (Al escribano.) Sacad fuera a esta mujer.

 

GILA. (Saliendo.) —Gilles, suceda lo que sucediere, soy tuya hasta más allá de la muerte. ¡Adiós, voy a hundirme en una noche sin orillas, y mis ojos llenarán con sus lágrimas el vacío que hay entre los astros! Búscame en todo lo que asciende de la tierra. Mi corazón será el perfume del alba y la paloma desolada entre los velos de la noche.

 

MALESTROIT. (A Gilles.) —Sois vos quien la embriaga. Revestido de sortilegios, ornado de maleficios, no se qué fuerza misteriosa poseéis.

 

L'HOSPITAL. —Es él quien las hechiza y su poder no viene del cielo, sino de las tinieblas.

 

GILLES. —¡Pobre gente! Mi poder viene de donde viene y nunca sabréis de donde viene... Maleficios, sortilegios, filtros, hechizos... Palabras para disfrazar vuestra ignorancia.

 

MALESTROIT. —¿Queréis escuchar ahora las declaraciones de vuestros amigos y servidores?

 

GILLES. —Ahora mismo. ¿Por qué perder tiempo?

 

MALESTROIT. –¿Aceptaréis las declaraciones que se harán en vuestra presencia, delante de este tribunal?

 

GILLES. —Me río de todas las declaraciones, tanto de las favorables como de las contrarias.

 

L'HOSPITAL. —Vuestro orgullo sobrepasa toda medida.

 

MALESTROIT. —Paciencia. El cielo nos ha de inspirar y sostener hasta el fin. Haced entrar a los testigos. (Entra Morigandais.) ¿Vuestro nombre? ¿Vuestro lugar de nacimiento?

 

MORIGANDAIS. —Ives de la Morigandais, señor de la Morigandais... No tengo nada que decir contra el acusado.

 

L'HOSPITAL. —Vivíais en el castillo y veíais todas las cosas que allí pasaban.

 

MORIGANDAIS. —Soy un amigo del señor de Raiz desde mi primera juventud; fuimos compañeros de armas en muchas batallas; es un héroe, su valor y su inteligencia no tienen par.

 

MALESTROIT. —¿Nunca lo visteis en sus orgías? ¿Ni en sus prácticas satánicas?

 

MORIGANDAIS. —Lo he visto con la espada en la mano pasar a la cabeza de sus hombres entre los aceros enemigos; lo he visto conduciendo el estandarte sagrado junto a Juana de Arco el día de la consagración de nuestro rey en Reims.

 

MALESTROIT. —¿No lo habéis visto en sus vicios sangrientos?

 

MORIGANDAIS. —He visto florecer la sangre en sus heridas guerreras, he visto sobre su cuerpo cicatrices que hablaban de un valiente que se batió por su país.

 

MALESTROIT. —¿Nada sabéis de su vida privada?

 

MORIGANDAIS. —Sé que es un gran señor y que es mariscal de Francia.

 

MALESTROIT. —¡Todos lo sabemos, desgraciadamente! Y por eso su conducta nos parece tanto más grave.

 

GILLES. —Os pido que me ahorréis vuestros comentarios y reflexiones.

 

MALESTROIT. —Os podéis retirar. (Morigandais sale.) He observado que los grandes criminales encuentran amigos de una fidelidad como no la encontraría jamás un hombre decente.

 

GILLES. —Es que tal vez los criminales tienen un encanto especial.

 

L'HOSPITAL. —El fruto prohibido siempre atrae a ciertos hombres.

 

GILLES. —Sí, a los hombres fuertes.

 

MALESTROIT. —La atracción de lo Prohibido llega a ser una epidemia en estos momentos.

 

GILLES. —Bastaría suprimir el origen para suprimir la enfermedad, la tentación para suprimir al atentado.

 

MALESTROIT. —Tentación de destruir las leyes humanas y divinas. Mala tentación.

 

GILLES. —Tentación de probar sus fuerzas, de probar sus capacidades, de medirse contra la colectividad. Gran tentación.

 

MALESTROIT. —Que conduce al hombre a todos los errores.

 

GILLES. —No comprendo el significado de esa palabra.

 

MALESTROIT. —Vuestra vida lo demuestra.

 

GILLES. —Basta de tonterías. ¿Hay más testigos?

 

MALESTROIT. —Faltan los principales.

 

GILLES. —¡Ja, ja! ¿Los principales? Esa palabra, sí, tiene significación.

 

MALESTROIT. (Al escribano.) —Haced entrar al siguiente. (Entra Prelati.)

¿Vuestro nombre, vuestra edad y vuestro lugar de nacimiento?

 

PRELATI. —Francois Prelati, treinta y dos años, nacido en Montecatini,

diócesis de Pistoya.

 

MALESTROIT. —¿Sois sacerdote?

 

PRELATI. —Sacerdote tonsurado y, anteriormente, estudiante de poe¬sía, ciencia y arte.

 

MALESTROIT. —¿Cómo hicisteis conocimiento con el barón de Raiz?

 

PRELATI. —Por intermedio de Eustache Blanchet, servidor del señor de Raiz que vino a buscarme a Italia.

 

MALESTROIT. —¿Qué podéis decirnos acerca de las prácticas satánicas a que os entregabais con el señor de Raiz?

 

PRELATI. —Por orden del barón de Raiz, evoqué varias veces a Satanás y le supliqué que apareciese ante nosotros por medio de evocacio¬nes y plantas odoríferas.

 

MALESTROIT. —¿Satanás respondió a vuestro llamado?

 

PRELATI. —Sí, después de múltiples evocaciones, logré hacerlo aparecer.

 

MALESTROIT. —¿Cuántas veces se presentó?

 

PRELATI. —Once veces.

 

MALESTROIT. —¿Habéis aconsejado al barón de Raiz los asesinatos de niños como indispensables para los conjuros?

 

PRELATI. —No. Le dije que Satanás no se presentaría a menos que le ofreciésemos miembros y sangre de niños en lugar de pájaros y animales.

 

MALESTROIT. —Es la misma cosa, vuestro consejo era un consejo de ase¬sinato.

 

PRELATI. —No es la misma cosa. Jamás le he dicho que era necesario asesinar niños, sino que eran necesarios miembros y sangre de niños.

 

 

 

 

L'HOSPITAL. —¡Diferencia bien sutil!

 

PRELATI. —Pero diferencia. Por otra parte, lo que he dicho todos los grimorios lo dicen.

 

MALESTROIT. —Habéis consentido los asesinatos, tal vez habéis asistido a ellos. ¿Qué podéis decirnos con respecto a estas horribles matanzas?

 

PRELATI. —No vi nada. Solamente oí hablar.

 

MALESTROIT. —¿Nunca habéis asistido?

 

PRELATI. —Oí hablar de eso. Uno de los servidores del señor de Raiz, Guillaume Daussy, me contó en cierta ocasión que en la alcoba del mariscal se había asesinado a varios adolescentes.

 

MALESTROIT. —¿Nunca los visteis vos mismo?

 

PRELATI. —Sí, una vez vi el cuerpo de un niño asesinado, creo que por Sillé.

 

MALESTROIT. —Sois también culpable y estáis tratando de no comprometeros.

 

L'HOSPITAL. —Sois culpable y vuestra prisión es merecida.

 

PRELATI. —¿Culpable? ¿De qué? ¿De conocer las leyes de la magia e indicarlas a los que me las piden?

 

MALESTROIT. (A Gilles.) —¿Qué responde el acusado a semejantes declaraciones.

 

GILLES. —Que no llegan a la altura de mi desprecio. Mi desprecio está a quince mil ochocientos cincuenta pies por sobre el nivel del mar.

 

MALESTROIT. —Esa no es una respuesta.

 

GILLES. —Tomadla como una pregunta si lo preferís. Me da igual.

 

MALESTROIT. (Al escribano.) —Sacad fuera al testigo.

 

PRELATI. (Saliendo.) —Solamente soy un hombre de ciencia. Mi saber y mi poder natural en materia de exorcismos no son causa de culpabilidad.

 

MALESTROIT. —Eso lo decidirán vuestros jueces. Por ahora, volved a vuestra prisión.

 

(Prelati sale.)

 

JEAN BLOUYN. —Yo, como representante del gran inquisidor de Francia, reclamo una acusación aparte para el testigo Francois Prelati.

 

MALESTROIT. —Se hará de acuerdo con vuestro deseo. (Al escribano.) ¡Haced entrar al testigo siguiente!

 

(Entra Blanchet.)

 

GILLES. (Al verlo.) —¡Ah canalla, traidor, has hecho bien en huir de mi presencia!

 

L'HOSPITAL. —Se ruega al acusado que no intimide al testigo.

 

GILLES. —No quiero intimidar a nadie, pero si estuviese libre, este hombre que veis aquí (muestra a Blanchet) recibiría un puntapié que lo haría rodar hasta los montes de la Luna.

 

MALESTROIT. (A Blanchet.) —¿Vuestro nombre, vuestra edad, vuestro estado y vuestro lugar de nacimiento?

 

BLANCHET. —Eustache Blanchet, cuarenta años, sacerdote, nacido en la parroquia de Saint-Eloi-de-Montauban, diócesis de Saint-Malo.

 

MALESTROIT. —¿Reconocéis vuestras relaciones con el señor de Raiz?

 

BLANCHET. —Sí, por orden suya partí en busca de un gran mago que conociese las ciencias ocultas y fuese capaz de hacer invocaciones y exorcismos. El señor de Raiz quería un verdadero alquimista que pudiese fabricar oro y elixir de vida. En Florencia encontré a Francois Prelati, quien me pareció ser la persona indicada, y volví con él a Tiffauges. Prelati se alojó primero con Jean Petit, orfebre venido de París, y con una mujer llamada Perrotte, en una casa situada cerca de la iglesia de San Nicolás. El señor de Raiz venía todos los días a trabajar con ellos en los manipuleos de sus alambiques; venía generalmente por la noche, a eso del canto del gallo. Tan pronto como llegaba, yo salía de la alcoba. Una noche pude oír, desde una pieza vecina, la voz de Prelati que decía: "Satanás, ven a mí", o "venid a nosotros", no me acuerdo bien. Sola-mente recuerdo que se alzó un gran viento, un viento helado que parecía atravesar todos los muros de la casa, y yo salí huyendo. Además de Prelati, presenté otro mago al barón de Raiz, llamado Jean de la Riviére, el cual una noche se batió a espada contra un demonio que lo atacaba. He acompañado varias veces al señor de Raiz en sus evocaciones en los llanos de Tiffauges y Machecoul. Una vez escuché los golpes que Satanás daba a Prelati y luego éste se presentó ante nosotros cubierto de sangre y cayó exánime en los brazos del mariscal. Como no podía soportar semejantes prácticas por parte del señor de Raiz, me fui a vivir a Mortagne. Allí recibí varios emisarios que me pedían que volviese a Machecoul, pero yo rehusé siempre volver junto a él.

 

GILLES. —da, ja! 'Acaso te enviaba a buscar para hacerte pedazos!

 

MALESTROIT. —No interrumpáis al testigo.

 

GILLES. —El testigo interrumpe mi sonrisa haciéndome reír.

 

MALESTROIT. (A Blanchet.) —¿Qué podéis decirnos sobre los asesinatos de mujeres y niños cometidos en el castillo del barón?

 

BLANCHET. —Oí hablar mucho de esos asesinatos, de la desaparición del hijo de Georges le Barbier, de los pajes de Saussay y de Prelati. Cuando vivía retirado en Mortagne, un día pasó por ahí un tal Mégic, quien venía de las tierras del mariscal. Le pedí noticias de Nantes y de Clisson, y él me contó los rumores que circulaban en el pueblo; decían que el señor de Raiz asesinaba niños y que con su sangre hacía exorcismos y escribía libros de magia. Por esa razón, nunca tuve deseos de dejar Mortagne.

 

MALESTROIT. —¿No sabéis nada más?

 

BLANCHET. —Nada más. Es todo lo que he oído contar.

 

MALESTROIT. —Podéis retiraros. Haced entrar al siguiente.

 

(Gilles lo mira con desprecio y sonríe.)

 

L'HOSPITAL. —La prudencia de los testigos es realmente alarmante. Ninguno se quiere comprometer.

 

GILLES. —Y vos, en su lugar, ¿querríais comprometeros?

(Entra Poitou.)

 

L'HOSPITAL. —Nada se os ha preguntado.

 

GILLES. —Pero me plugo hablar.

 

MALESTROIT. (A Poitou.) —¿Vuestro nombre, vuestra edad y vuestro lugar de nacimiento?

 

POITOU. —Me llamo Etienne Corillaut, de sobrenombre Poitou. Nací en Pouzanges, en la diócesis de Lucon; tengo ventidós años y fui servidor y chambelán del señor Gilles de Raiz.

 

MALESTROIT. —¿Qué podéis decirnos sobre los crímenes de que es acusado el barón de Raiz?

 

PITOU. —Oí decir al señor Charles de Léon que, después de tomado el castillo de Machecoul, habían encontrado, en una torre baja, dos esqueletos de niños.

 

MALESTROIT. —¿Solamente lo habéis oído decir? No, no, no, vos sabéis algo más que chismes.

 

L'HOSPITAL. —Decid lo que habéis visto. Estabais en Chantocé y habéis tomado parte en la conducción de los cuerpos que fueron transportados a Machecoul para ser incinerados.

 

MALESTROIT. —Ya que en Chantocé no se les creía seguros.

 

POITOU. (Confundido.) —¿Yo, yo?... En eso no tomé parte alguna, sola-mente vi los esqueletos, treinta o cuarenta esqueletos, no me acuerdo exactamente.

 

MALESTROIT. —Vamos, ya eso es algo. ¿Cuántas víctimas le llevasteis al barón?

POITOU. —Cuarenta y tres niñas y muchachos. Pero os juro que no sabía con qué objeto.

 

L'HOSPITAL. —Cómo, ¿no lo sabíais?

 

MALESTROIT. —¿No habíais oído decir ya antes de qué se trataba?

 

POITOU. —Pero no lo creía. No podía creerlo. Se dicen tantas cosas... Vi los círculos mágicos, asistí a evocaciones en el bosque y en las llanuras del castillo. Una vez el señor de Raiz y Prelati me hicieron llevar el fuego, el carbón, la piedra imán, la cabeza de muerto y otros ingredientes, pero esa vez el demonio no se presentó. Hice varias veces el signo de la cruz y no sucedió nada. Otra vez el señor de Raiz se encerró con Prelati en la sala de las evocaciones. Desde afuera les oí hablar en alta voz, pero no comprendí el sentido de sus palabras. De súbito escuché un ruido parecido al de un animal que corriese por el techo y que golpeaba las puertas y ventanas como si quisiese romperlas y saltar al interior.

 

MALESTROIT. —Queréis alejaros de nuestra pregunta por medio de narraciones maravillosas. Estábamos en los asesinatos. ¿Cuántos niños habéis visto matar?

POITOU. -¿Yo, yo?...

 

MALESTROIT. -Sí, vos, con vuestros propios ojos.

 

PoITOU. —Vi matar a un paje del señor de Raiz o Machecoul por Pierre Jacquet.

 

MALESTROIT. —¿Uno solamente?

 

POITOU. —Vi matar a un hermoso jovenzuelo de quince años, venido de Bretaña a Bourgneuf para aprender francés.

 

GILLES. —¡Qué idea la de traer a un jovenzuelo bretón para enseñarle francés!

 

PJTOU. —Vi matar a un adolescente traído de la Roche-Bernard al castillo del barón y oí hablar de muchos otros.

 

MALESTROIT. (A Gilles.) —Señor Gilles de Raiz, ¿reconocéis la verdad de estas acusaciones?

 

GILLES. —Me fatigaría si os repito que todo eso me da risa.

 

MALESTROIT. —A la hora de la tortura estaréis forzado a confesar y eso será mucho más grave para vos. Si confesáis ahora, se os concederá la última gracia, se os concederá...

 

GILLES. —No deseo ninguna gracia que no provenga de vosotros, y en cuanto a vuestras torturas, sabed que Gilles de Raiz no se deja asustar. ¿Creéis que temo a la muerte? ¡Morir! ¿Creéis que sea tan horrible morir? ¡Escapar a la raza humana, escapar a la especie execrable, a la misma familia a que vosotros pertenecéis!

 

MALESTROIT. —Vuestros jueces os acuerdan pleno derecho para vuestra defensa, somos jueces imparciales y si podéis justificaros...

 

GILLES. —No hay jueces imparciales. Para que pudiese haber jueces imparciales sería necesario que conociesen a fondo las faltas y los crímenes que deben juzgar, que conociesen todas las razones que han hecho actuar al culpable, todos los ecos, todas las resonancias que han venido a converger en su espíritu y a sacudirlo de cierta manera y no de otra. Sería necesario que tuviesen el mismo espíritu, la misma cantidad de energía que el inculpado; en una palabra, sería necesario que hubiesen cometido los mismos crímenes que él y que sus organismos hubiesen sufrido las mismas transformaciones.

 

MALESTROIT. —Decís monstruosidades. ¡Qué hermoso tribunal sería semejante tribunal!

 

L'HOSPITAL. —¿Habláis seriamente? ¿Creéis lo que decís?

 

GILLES. —Sin la menor duda. La justicia sostiene una balanza en su mano. ¿Qué imparcialidad puede tener si los jueces conocen el peso de un platillo sin conocer el peso del otro?

 

MALESTROIT. —¿Entonces los jueces deberían ser criminales?

 

GILLES. —Es algo difícil ser un criminal. Vuestra pretensión debe moderarse, señor.

 

MALESTROIT. —¡Estáis loco!

 

GILLES. —Gracias por el honor que me hacéis. En cambio, vosotros sois siempre idiotas.

 

MALESTROIT. —En nombre de Cristo, nuestro Salvador, os perdonamos todos vuestros insultos.

 

JEAN BLOUIN. —Os burláis del tribunal.

 

GILLES. —Cuando algunos hombres, al juzgar a otro hombre, se toman en serio, ¿cómo no burlarse de esos hombres?

 

JEAN BLOUYN. —Sois un monstruo de la naturaleza, un caso sin igual de perversión; sois la personificación del mal, un mal sin parecido en la Historia y que sobrepasa todos los límites.

 

GILLES. —Cuando el mal es tan grande, señor, entra en lo maravilloso, llega a ser bien.

 

MALESTROIT. —No conocéis la modestia. La virtud, la bondad no tienen ningún significado para vos.

GILLES. —Desprecio la virtud, me río de la bondad, de la justicia, de la modestia, de la piedad, de la moderación, etcétera. ¡Aire en el pecho, sonidos en el aire!

 

JEAN BLOUYN. —Sois perverso, sois el vicio mismo.

 

GILLES. —¡Ja, jada! ¡Callaos, imbéciles! Soy el primer hombre que ha roto sus cadenas.

 

MALESTROIT. —¿Reconocéis entonces vuestros crímenes?

 

GILLES. —Reconozco todo lo que queráis, y no me arrepiento de nada de lo que hice; lo haría todavía, ¡ja, ja, ja! He asesinado mujeres y niños, los he despresado, les he destrozado el vientre con las uñas, les he arrancado los corazones y los he ofrecido en holocausto a los demonios. (Se oyen rumores en la sala. Jean de Malestroit se levanta y cubre con un velo el crucifijo que cuelga en la pared detrás del tribunal.)¡Comediantes! Podéis cubrir con planchas de hierro toda la corte celestial; si tienen ojos y oídos verán y oirán, comediantes. Sí, ofrecía los trozos sangrientos de sus cuerpos a Satanás para obtener sus favores, escribí con sangre mis libros de magia... He hecho todo lo que deseáis y aún más, si eso os procura placer. ¡Agregad! ¡Agregad! Mis espaldas son sólidas.

 

MALESTROIT. —¡Horror! ¡Os jactáis de vuestros crímenes!

 

L'HOSPITAL. —Os adornáis, orgulloso, con collares sangrientos.

 

GILLES. —Sí, sí. De mis piedras preciosas caen gotas de sangre más preciosas que las piedras mismas.

 

JEAN BLOUYN. —Nunca vi un monstruo parecido.

 

GILLES. —Sé que mañana diréis que he confesado mis faltas y que estoy arrepentido. Diréis que pedí perdón, me calumniaréis ante la Historia para que mi arrepentimiento sirva de ejemplo. ¡Ah! ¡Miserables! Vuestra audacia llegará hasta pintar a Gilles de Raiz como un muchacho adolorido.

 

 

MALESTROIT. —No tenéis remedio. Es preciso extirparos de la sociedad como a cáncer inmundo.

 

VARIAS VOCES. —¡A muerte! ¡A muerte!

 

L'HOSPITAL. —No sois un hombre, sois una fiera.

 

JEAN BLOUYN. —No sois un ser humano. ¿Quién sois?

 

GILLES. —Tal vez un ser divino.

 

VOCES. —¡A muerte! ¡A muerte!

 

MALESTROIT. —Sois culpable de los crímenes más monstruosos...

 

GILLES. —Me río.

 

MALESTROIT. —Sois un blasfemo.

 

GILLES. —Me río.

 

MALESTROIT. —Moriréis excomulgado.

 

GILLES. —Me río.

 

VOCES. —¡Oh! ¡Oh!

 

JEAN BLOUYN. —Moriréis en la hoguera y vuestras cenizas serán lanza-das al viento.

 

GILLES. —Honor que haréis al viento.

 

MALESTROIT. —Que la maldición caiga sobre vuestra frente satisfecha en el crimen, inaccesible a todo arrepentimiento.

 

JEAN BLOUYN. —Muerte para el impío. Que la hoguera oculte vuestros ojos pintados por noches sacrílegas.

 

VOCES. —¡A muerte! ¡A muerte!

 

GILLES. (Gritando más fuerte que ellos.) —¡A muerte!. . . ¡A muerte!. . . Pero antes voy a pedir la gracia que había rehusado.

 

MALESTROIT. —Que el cielo os inspire en este supremo instante. ¿Qué queréis?

 

GILLES. —Que dejéis venir a Gila esta noche a mi calabozo.

 

MALESTROIT. —¿Con qué intenciones, qué queréis hacer?

 

GILLES. —¡El amor, pardiez, monseñor!

 

JEAN BLOUYN. —Creí que el cielo no os habría negado toda gracia; pero veo que el monstruo aún delira.

 

MALESTROIT. —Sois incorregible; sabéis que la muerte os espera, vuestros horribles crímenes no pueden tener otro castigo, y así, al borde de la eternidad, no os vienen más que pensamientos profanos. ¡Ah! Señor de Raiz, seríais un caso digno de estudio si se pudiese hacerlo sin disgusto.

 

L'HOSPITAL. —¿No tenéis una palabra de piedad o arrepentimiento?

 

JEAN BLOUYN. —En el nombre de Cristo...

GILLES. —Basta de comedias. No estoy cierto de que creáis tan sinceramente en vuestro Cristo y que no sea tan sólo un arma de la que os servís porque sois incapaz de manejar otra.

 

VOCES. —¡A muerte!

 

GILLES. —Cuidado con que resucite al tercer día.

 

MALESTROIT. —¡Oh! ¡Infamia!

 

JEAN BLOUYN. —¡Sacrílego! Vuestros labios conocen solamente palabras sacrílegas. No tenéis miedo del castigo divino. ¿Quién sois? Decid. ¿Quién sois, hombre execrable?

 

GILLES. —da, ja, ja! Yo soy el vicio, el crimen, ¿no es así?

 

MALESTROIT. —Ante el Tribunal de Dios no podéis bromear de esa manera.

 

JEAN BLOUYN. —Ante el Tribunal de Dios tendréis que inclinarla cabeza.

 

GILLES. —Dios es un juez más imparcial. Por lo menos ha cometido tantos crímenes como yo.

 

JEAN BLOUYN. —Blasfemia, blasfemia. ¿Quién os concede tal audacia?

 

L'HOSPITAL. —No sois un hombre.

 

MALESTROIT. —No puedo creer que oigo lo que oigo. ¿Quién sois, señor Gilles de Raiz, quién sois?

 

GILLES. —Soy el diablo. ¡Ja, ja, ja! Soy el diablo..., soy el diablo...

 

 

EPÍLOGO

 

Desprendido y Desprendible

 

 

Personajes del epílogo:

 

Gilles, Gila, Jupiteria, Venusia, Mercuria, Marsia, Saturnia, Lunia, Urania, el Marqués de Sade, la Marquesa de Brinvilliers, Don Juan, Huysmans, Anatole France, Bernard Shaw, el doctor Hernández, Yo. (Todos los escritores tienen un lápiz en la mano. Bernard Shaw tiene un ojo en tinta.)

 

Esta escena es medio cine, medio teatro.

Una pantalla forma el fondo. Las imágenes de Gilles de Raiz y de Gila están proyectadas sobre la pantalla y se escuchan sus voces.

 

Gilles de Raiz está de pie sobre un pequeño taburete, apoyado en su espada, con la actitud de una estatua. Tiene una hermosa barba azul. Durante toda la escena no debe cambiar de actitud. Gila está sentada al borde del taburete, a los pies de Gilles. A un lado, sobre la escena-teatro, se hallan las siete princesas planetarias, al otro lado los cinco escritores. En seguida, de acuerdo con las indicaciones del texto, entrarán a escena el Marqués de Sade, la Brinvilliers y Don Juan. Todos los personajes de la escena-teatro son de carne y hueso.

Si no es posible hacer concordar el diálogo entre los dos personajes proyectados y los personajes vivos, será preciso suprimir la pantalla y poner como fondo una gran tela azul delante de la que se encontrarán Gilles y Gila, en la misma actitud descrita para la pantalla.

 

GILA. (Hace el ademán de tejer en el aire con dos agujas, tal si hubiese realmente lana entre sus dedos.) —Gilles, mi querido Gilles, ¿no ves venir nada?

 

GILLES. —Veo girar la Tierra, veo bailar las plantas.

 

GILA. —Aquí estoy esperando el día en que nuestras dos almas no formarán sino una sola eternidad.

 

GILLES. —El valle de Josafat se llena de trigo nuevo. La cosecha será abundante.

 

GILA. —Gilles, mi querido Gilles, ¿no ves venir nada?

 

GILLES. —Veo una gran polvareda por este lado.

 

GILA. —Es el amor, es el amor que viene.

 

GILLES. —Desgraciadamente, no. Es el Juicio Final.

 

GILA. —¿Y ese ruido de mandolina?

 

GILLES. —Son estudiantes que pasan por el fondo del valle de Josafat.

 

GILA. —Gilles, mi querido Gilles, ¿no ves venir nada?

 

GILLES. —Veo los navíos de mis palabras que se alejan en el ocaso.

 

GILA. —Continuaré tejiendo para engañar mi angustia.

 

(Ella teje alzando sus agujas hasta los ojos y bajándolas hasta las rodillas.)

 

JUPITERIA. (A Gilles, tendiéndole los brazos.) —Señor cargado por las calorías de mil diamantes, tiende hacia mí la escala de tus ojos, que pueda subir por tus miradas a la cumbre del delirio. ¡Señor cargado por las calorías de mil diamantes!

 

SATURNIA. (A Gilles, tendiéndole los brazos.) —Señor, tú eres el vuelo del mar y de la sombra que huye como el amor de esa plenitud que no se alcanza y tú angustias los vientos hasta convertirlos en huracanes. ¡Señor, tú eres el vuelo del mar y de la sombra!

 

VENUSIA. (A Gilles, tendiéndole los brazos.) –Señor, devorado por la belleza, la sangre del caos corre en tus venas, sangre hecha de las lágrimas de la sangre. Caes de tu locura, fatigado de ser sol; caes de tu melancolía, fatigado de ser dios. ¡Señor devorado por la belleza!

 

MERCURIA. (A Gilles, tendiéndole los brazos.) –Señor vestido de libélulas de fuego y de mantos de cometas, en medio de tus delirios sacude el polvo de tus miradas y que la tierra se llene de sortilegios. ¡Señor vestido de libélulas de fuego y de mantos de cometas!

 

MARSIA. (A Gilles, tendiéndole los brazos.) –Señor encerrado en tus quejas y en los círculos del naufragio, lejos de ti se extienden los polos de penumbra y nuestra carne es atravesada por agujas de hielo. ¡Señor encerrado en tus quejas y en los círculos del naufragio!

 

LUNIA. (A Gilles, tendiéndole los brazos.) –Señor, tu sonrisa da vueltas mi cuerpo y detrás de tu tristeza todas las alas del mundo se apoyan sobre tu aliento. A la hora del calor, de tus ojos se leva hacia mi un vapor de sueños que hace palidecer hasta la muerte. ¡Señor, tu sonrisa da vueltas mi cuerpo!

 

URANIA. (A Gilles, tendiéndole los brazos.) –Señor, tu besas el murmullo de los astros y te extenúas en vano. Soy la que esperabais, la que esperaba la pieza vacía y que debía salir del silencio después de vuestra muerte. Poseo el goce especial, soy la sorpresa, yo sólo conozco lo que tanto has buscado. ¡Señor, tu besas el murmullo de los astros!

 

GILLES. -¿Siempre lo que esperamos debe presentarse al día siguiente de nuestra muerte? No, no es así, tú no eres la que yo esperaba, y no posees nada especial, de desconocido a tus hermanas… Silencio todas, no me dejaís oir el ruido de las mandolinas.

 

JUPITERIA. –Nuestras voces son mandolinas que se vacían sobre el mundo.

(Los escritores que charlaban entre ellos se ponen a hablar en alta voz.)

HUYSMANS. –Os digo que era un criminal exquisito, un refinado, un buscador de emociones raras, de placeres fastuosos y horrorosos, un artista supremo y nunca satisfecho. Es tal como lo he pintado en mi novela Allá lejos.

 

ANATOLE FRANCE. –No, señor, entonces sería más lógico creer que él es el Sol y sus siete mujeres los siete planetas, o bien que es el símbolo del amor. Es el amor que atrae, tortura y angustia. Nadie puede escapar a su poder. ¿Qué piensa de esto el doctor Hernández?

 

HERNÁNDEZ. –Pienso, mi querido Anatole, que en este caso sería más bien la muerte que el amor. Todo eso no son sino comadrerías. Lo único cierto es que era un hombre valiente y que fue condenado a muerte contra toda justicia; no hay en su proceso una sola prueba de sus tan famosos crímenes. Lo he revisado minuciosamente.

 

BERNARD SHAW.-No era más que un pequeño pederasta como todo el mundo. Así lo muestro en mi Santa Juana, y yo, yo no me engaño nunca. Él era Barba Azul.

 

HUYSMANS. -¡Entonces! ¿Eres tú, Bernanrd Shaw? ¿Por qué tienes un ojo en tinta?

 

BERNARD SHAW. –Es mi secreto y eso no tiene importancia.

 

GILLES. -¡Ah! Ved, es castigo del cielo. Ha hablado de mi de manera despreciativa y el cielo le ha dado un puñetazo en pleno ojo.

 

ANATOLE FRANCE. –Puede ser el infierno el que le ha dado un puñetazo.

 

GILLES. –Cielo o infierno, no es tan diferente como creéis.

 

BERNARD SHAW. –Me río, me río, todo esto no tiene importancia, lo que tiene importancia es que Barba Azul era un pequeño pederasta y nada más.

 

ANATOLE FRANCE. –Estos ingleses, después de Oscar Wilde, no ven por todas partes más que pederastas.

 

GILLES. (Con voz de trueno) –Sabed, Mister Shaw, que nunca he leído a Oscar Wilde. Yo leía a Platón.

 

BERNARD SHAW. -¿Oís? Leía a Platón, luego no era pederasta.

 

YO. –Sí, señor, era el diablo.

 

ANATOLE FRANCE. –No, no, no.

 

YO. –Yo sostengo que era el diablo.

 

ANATOLE FRANCE. -¿Vais a discutirme a mí? Sois un extranjero, no sabéis lo que decís. Soy Anatole France y llevo el nombre de una gran nación, represento a una gran nación.

 

GILLES. -¡Un hombre que representa a una nación es preciso que sea bien tonto!

 

BERNARD SHAW. -¡Ah! No hay duda, una nación se compone de muchos imbéciles y de un solo hombre inteligente. Representar a una nación, fuese ésta incluso una gran nación, equivale a representar a millones de cretinos.

 

GILLES. —¡Pobre hombre en el cual toda una raza se reconoce!

 

HUYSMANS. —Un gran hombre no representa a nadie si no es a él mismo.

 

YO. —Y apenas.

 

BERNARD SHAW. —Generalmente se representa bastante mal.

 

YO. (A Gilles.) —Señor, vuestra aureola ha caído a vuestros pies.

 

GILLES. —Tanto mejor. Ella me hacía mal, me apretaba demasiado la

cabeza.

 

YO. —Ahora os hará mal a los pies.

 

BERNARD SHAW. —Como zapatos nuevos.

 

Yo. (Mirando tejer a Gila.) —Ella teje una cadena con sus miradas y con sus cabellos. Desconfiad, señor de Raiz, desconfiad...

 

GILLES. —No te preocupes por mí.

 

YO. —¡Cuando yo os digo que es el diablo!

 

GILLES. —¿Y por qué no Dios, pequeño imbécil?

 

HUYSMANS. —Porque Dios no comete crímenes.

 

GILLES. —¡Cómo se advierte que lo veis de lejos! Él lo traga todo: niños, personas grandes, ancianos. Tiene un vientre de avestruz. Traga todo lo que tiene a su alcance.

 

BERNARD SHAW. —Bien, señor Barba Azul... Pero yo...

 

GILLES. —¡Yo no soy Barba Azul!

 

BERNARD SHAW. —La prueba es que estamos admirando vuestra barba.

 

GILLES. —Crece desde afuera hacia adentro.

 

BERNARD SHAW. —No comprendo.

 

ANATOLE FRANCE. —¡Qué idiota! Quiere decir que tiene una barba postiza, que somos nosotros los que se la hemos puesto, que no es de él, ¿lo comprendes ahora?

 

BERNARD SHAW. —Aoh! Yes!

 

GILLES. —No soy Barba Azul, ¿comprendiste?

 

BERNARD SHAW. —Sois Barba Azul. Un hombre es más su leyenda que él mismo.

 

YO. —Es el diablo. No discutáis más, estoy seguro de que es el diablo.

 

HUYSMANS. —Es un criminal exquisito.

 

GILLES. —No soy un criminal exquisito.

 

HERNÁNDEZ. —Es un hombre valiente y un perfecto gentilhombre, hay que reivindicarlo ante la Historia.

 

GILLES. —Ni soy un hombre valiente ni un perfecto gentilhombre.

 

ANATOLE FRANCE. —Hay que reivindicarlo. Él era el amor.

 

BERNARD SHAW. —Hay que reivindicarlo. Era un pederasta.

 

YO. —No, señores, era el diablo.

 

ANATOLE FRANCE. —Os digo que él era el amor.

 

GILLES. (Alzando los ojos al cielo.) —¡Señor, líbrame de las reivindicaciones!

 

YO. —La prueba de que era el diablo es que nadie podía sustraerse a sus tentaciones, él atraía como atraen la belleza y la fuerza infernales.

 

ANATOLE FRANCE. —¿Luego el amor no atrae? ¿Y como consecuencia no hace sufrir? ¿Hay alguien que escape a su poder?

 

GILA. (Como Si no oyese la discusión.) —Había venas en sus miradas. Ese era el secreto de su poder. Había venas en sus palabras.

 

HUYSMANS. —Nadie debilitará mi opinión. Ha sido el más grande de los criminales refinados.

 

(Entra el Marqués de Sade.)

 

DE SADE. —¡Eso es falso! El más grande de los criminales refinados soy yo, que es lo que se dice por el mundo, y sostengo mi reputación.

 

HUYSMANS. —¡Tú! ¡Pobre Marqués de Sade! No es más que una peque-ña pretensión al lado de mi amigo Gilles de Raiz.

 

(Entra la Marquesa de Brinvilliers.)

 

LA BRINVILLIERS. —¡Soy yo! Yo, la Marquesa de Brinvilliers. ¿Habéis ol¬vidado el asunto de los venenos?

 

HERNÁNDEZ. —Muy dichoso de conocerla, marquesa. Tenía gran deseo de hablar con vos. Sois un personaje digno de estudio y tal vez os reivindicaré un día.

 

LA BRINVILLIERS. —Gracias, señor, pero nada de reinvindicaciones, os lo suplico.

 

HUYSMANS. —Las personas más interesantes son los criminales. Sería curioso saber lo que pasa en el cerebro de un criminal.

GILLES. —Las personas más interesantes son los idiotas. Sería muy curioso saber lo que pasa en el cerebro de un idiota.

 

BERNARD SHAW. —Allí no pasa nada.

 

GILLES. —Es lo que vos creéis, porque lo sois.

 

HERNÁNDEZ. —Decidme, marquesa, ¿cuántos crímenes habéis cometido?

 

LA BRINVILLIERS. —Francamente, no lo sé. Mis crímenes han llegado a ser estrellas. Toma un telescopio y cuéntalas.

 

GILLES. —¡Pretenciosa!

 

LA BRINVILLIERS. —No me insultes, Gilles, yo te habría hecho el más feliz de los hombres; estábamos destinados el uno par el otro. Desgraciadamente tú naciste en otra época, como todos aquellos que nos son destinados. Nuestras almas eran hermanas, yo estaba hecha para el amor y nadie conoció el amor como yo.

 

GILLES. —¡Pretenciosa!

 

DE SADE. —¿Nadie ha conocido el amor como tú? ¿Y yo, dónde me dejas?

 

LA BRINVILLIERS. —Tú, cállate. Tú eras un filósofo.

 

DE SADE. —¿Yo? ¿Yo?... Me río de eso. Yo soy el inventor del sadismo.

 

GILLES. —Pero te quedaste a mitad de camino.

 

LA BRINVILLIERS. —Gilles, eras mi alma hermana. Yo soy la pasión devastadora y feroz como las llamas del crepúsculo donde el día toma fuego. Eras el hombre para mí. Los dos fuimos ejecutados y nuestras cenizas sembradas en el aire. Pero nuestras cenizas se unieron en el aire, se casaron, se enlazaron temblorosas y nuestra unión fue perfumada por la rosa de los vientos. El aire conserva aún el espasmo de esa noche...

 

GILLES. —No me gustan los venenos. Dejan mal gusto en la boca.

 

LA BRINVILLIERS. —Cada uno tiene su oficio y conoce los goces de su oficio. Fui la reina del amor y de la muerte. Los placeres que sientes cuando preparas un veneno te agotan tan fuertemente que estás obligado a sentarte varias veces durante el crimen.

 

DE SADE. —¿Y de mí, no hacéis caso alguno? He pasado la mitad de mi vida en prisión.

 

GILLES. —Eso te hace digno de nuestra admiración, es tu título más grande de nobleza. Además, has sido un verdadero pensador.

 

LA BRINVILLIERS. —Eso está bien, Sade. Eres un escritor de una rara dignidad. Pero a mí me toca el primer lugar en el crimen.

 

GILLES. —Tú, marquesa, no lo hacías mal, pero hay otros que lo hicieron mejor...

 

LA BRINVILLIERS. —¿Por qué no hemos nacido en la misma época Gilles? ¡Qué grandes cosas habríamos podido hacer juntos! ¡Cómo habrías sido feliz en mis brazos! En medio de los placeres más deliciosos, en medio de milagrosos besos, yo te habría dado la muerte y en mis labios habría bebido tu alma todavía caliente escapándose de tu cuerpo. Sí, yo te habría dado una muerte muy agradable.

 

GILLES. —Habrías llegado atrasada, pobre paloma blanca.

 

LA BRINVILLIERS. —Quieres decir que me habrías matado primero.

 

GILLES. —Tres días antes que lo hubieses pensado.

 

LA BRINVILLIERS. —¡Ah ingrato! Todos los hombres son así, ¡y yo que te creía diferente de los otros! (Ella llora.)

 

GILLES. —Cállate, mujer, no llores. En el valle de Josafat no se tolera a las histéricas. ¿No ves ese letrero? (Mostrando a lo lejos.) "Se prohíbe llorar y escupir bajo pena de multa".

 

LA BRINVILLIERS. —Yo, yo te habría enseñado tantas cosas, tantos secretos de placer. Yo, que te habría revelado rincones desconocidos.

 

GILLES. —¡Mi pobre paloma blanca!

 

LA BRINVILLIERS. —En amor, me reconozco mejor que tú.

 

GILLES. —¡Mi pobre paloma blanca!

 

BERNARD SHAW —¿Ves, Anatole, que no es el amor?

 

DE SADE. —El amor soy yo.

 

GILLES. —¿Vas a discutir ahora sobre el amor? ¡Paciencia, Señor! ¡Paciencia!

 

LA BRINVILLIERS. —Llamad a Don Juan, que se pasea allá, no lejos de aquí. Llamadle. (Ella se aproxima a un lado de la escena.) ¡Don Juan, Don Juan!

 

GILLES. —¿Don Juan? ¿Quién es ese Don Juan?

 

LA BRINVILLIERS. —¿Qué has dicho? ¿Ignoras quién es Don Juan? Es verdad que no era de tu tiempo. Don Juan era un hombre del cual todas las mujeres se enamoraban.

 

DE SADE. —Algo como tú.

 

GILLES. —Te engañas, Sade. Todas las mujeres no caían enamoradas de mí, sino solamente las elegidas, las que llevaban una marca en el alma.

 

LA BRINVILLIERS. —Don Juan era el eterno enamorado y todas las mujeres reconocían en él a su mitad.

 

GILLES. —¡Qué pobre diablo debió ser el tal personaje! No es un secreto para nadie que la inmensa mayoría de las mujeres no vale gran cosa. Si reconocían en él a su mitad, eso quiere decir que era tan pobre diablo como ellas. Veo que el llamado Don Juan es más o menos como tú, Anatole, un personaje en tu género, un ser representativo donde todo el mundo se reencuentra. Tú eres el Don Juan de los ingenios.¡Ah pobre diablo!

 

 

LA BRNVILLIERS. –Don Juan nación en Andalucía, allí donde se produjo el gran choque de la civilización cristiana y de la civilización musulmana. Es la flor que brotó de ese choque, del brindis de estas dos razas. Heredó de los árabes el hábito del harén y del gran número de mujeres, un aire de macho dominador acostumbrado a ver las hembras obedecerle. Heredó de los caballeros cristianos cierta provocadora vanidad mezclada con un fondo de religión supersticiosa y trágica, al mismo tiempo que cínica y desenfadada.

 

GILLES. -¡Voto a bríos! He aquí que nuestra Brinvilliers se hace mujer de letras.

 

DE SADE. –Pero yo…Si supieseis…Llegué a esa conclusión de que las caricias no son más que arañazos de animales domesticados y quise devolverles todo su prestigio primitivo…¡Ah! ¡Justine! ¡Justine!

 

ANATOLE FRANCE. (Llamando) -¡Don Juan, Don Juan!¡Ese tiene derecho a hablar! Ha conocido más mujeres que Salomón.

 

DON JUAN.(Entrando) -¡Que hable Don Juan!

 

ANATOLE FRANCE. –Sí, estamos discutiendo sobre el amor. ¿Qué pensáis del amor?

 

GILLES. -¡Si se puede decir!

 

LA BRINVILLIERS. –Sí, Don Juan, ¿qué piensas de las mujeres?

 

DON JUAN. -¿Del amor? ¿De las mujeres?...No sé…No tengo ninguna idea.

 

LA BRINVILLIERS. –Cómo; tú, Don Juan, ¿No conoces a las mujeres?

 

DON JUAN. –Te aseguro que no.

 

YO. –Pero, entonces, ¿no has tenido mil y tantas mujeres?

 

ANATOLE FRANCE. –Tú has tenido mil y tres ¿y no las conoces?

 

DON JUAN. –No las he tenido, ella me tuvieron.

 

GILLES. –De seguro que no las conoce. Son ellas las que lo conocen. Ellas saben que es un pobre diablo y es por eso que lo buscan.

 

BERNARD SHAW. –Es incapaz de nada y no comprende a nadie, es un desgraciado. Se cree un conquistador y es apenas un conquistado. Se cree un vencedor y no es más que un simple vencido, eternamente vencido, débil y ridículo, y él mismo no sabe jamás por qué es vencido. Es un infeliz.

 

GILLES. -¡Ah! Ahora comprendo el secreto del llamado Don Juan. Reside en su insignificancia, es en tal manera todo el mundo que cuando las mujeres hacen el amor con él no creen hacerlo con nadie.

 

DE SADE. –El secreto de sus éxitos es que nadie le concede ningún éxito.

 

DON JUAN. –Yo quería ser cura, pero las mujeres no me dejaron tranquilo y, como sus besos no eran desagradables, me vi obligado a cambiar mi destino y a tomar el oficio de Don Juan. ¡Qué horrible oficio! ¡Yo, cuyo único sueño era ser cura!

 

HERNÁNDEZ. -¿Pero qué decís?¿No os habéis batido varias veces por las mujeres a duelo?

 

DON JUAN. –No; Se batían conmigo. Todo el mundo quería batirse conmigo porque sabían que yo no conocía nada del arte de la espada.

 

LA BRINVILLIERS. -¿Y cómo se daba que siempre ganaste?

 

DON JUAN.-Porque no lo conocía.

 

GILLES. –Evidentemente.

 

LA BRINVILLIERS. –No comprendo.

 

GILLES. –Como no sabía manejar la espada hacía siempre lo indebido en tanto sus adversarios esperaban que él hiciera lo que era preciso hacer.

 

YO. –Eso es clarísimo.

 

LA BRINVILLIERS. -¿Entonces Don Juan no existe? ¿Qué es entonces Don Juan?

DE SADE. –Es la pesadilla de un pederasta y nada más.

 

HUYSMANS. –¿No eres, pues, un hombre de mujeres?

 

DON JUAN. –Al contrario. Yo detesto, detesto a las mujeres que me han impedido de ser cura. Yo quiero ser cura, yo quiero ser cura.

 

GILLES. –Ahora comienzo a creer que eres verdaderamente un hombre de mujeres.

 

LA BRINVILLIERS.-Vuelves a tus absurdos Gilles.

 

GILLES. –Ningún absurdo. Un hombre no es nunca lo que representa. Un hombre hace siempre lo que no es en realidad, busca lo que no posee. Un verdadero músico no compone música. Es demasiado fácil para él. Lo que atrae es lo maravilloso, lo que está lleno de misterio para nosotros; un músico tratará de hacer poesía u otra cosa. Aman la música los que no son músicos. Quieren abordar y vencer dificultades. El verdadero filósofo no hace filosofía. La primera condición de un filósofo es no creer en la filosofía. Para él es lo trivial, es lo habitual, lo que lleva en sí mismo. Sólo aquellos que la miran de lejos sienten su prestigio y pueden dedicarle su vida. En la vida se juega siempre a ser lo que no se es, como los niños juegan a ser generales, y si realmente lo fuesen, no harían más que bostezar soñando ser arzobispos.

 

ANATOLE FRANCE. —Todo lo que acabáis de decir es absurdo y lleno de contradicciones.

 

DON JUAN. —Yo quiero ser cura, yo quiero ser cura.

 

GILLES. —Sólo las tonterías no contienen contradicciones.

 

DON JUAN. —No pude ser cura... Pero me vengaré. ¡Ah! Vais a ver. Adiós, señores.

(Sale, desenvainando su espada.)

 

HERNÁNDEZ. —¿Entonces no conoceremos jamás el secreto para tener muchas mujeres?

 

ANATOLE FRANCE. —No hay tal secreto.

 

GILLES. —Sin embargo, hay un secreto.

 

HERNÁNDEZ. —¿Y cuál es, pues, ese secreto?

 

DE SADE. —Poseer el secreto. Pero para aquellos que no lo poseen se puede, en regla general, darles un buen consejo: primero, basta tener mala reputación y un buen guardarropa y luego saber hablar de amor.

 

ANATOLE FRANCE. —No me interesa en absoluto.

 

YO. —¿Cómo se aprende a hablar de amor?

 

DE SADE. —Hablando estúpidamente. Es preciso ser tonto, absoluta-mente idiota; nada les encanta tanto a las mujeres como la imbecilidad.

 

BERNARD SHAW. —Sé idiota y tendrás todas las mujeres que quieras.

 

LA BRINVILLIERS. —Salvo a mí.

DE SADE. —Evidentemente, pero las mujeres como tú son raras y peligrosísimas... Las mujeres como tú y las Santas Teresas que magullan a los Cristos todas las noches son excepcionales y tienen necesidad de hombres excepcionales también.

 

LA BRINVILLIERS. —Gracias.

 

HUYSMANS. —Entonces no saldremos nunca de este fastidio.

 

YO. —El mundo es así fastidioso.

 

GILLES. —Hay tres puertas de salida. El Amor, la Locura y la Muerte. No tienes más que elegir.

 

YO. —He ensayado las tres. La Muerte, en verdad, no me agrada, es un poco antihigiénica. La Locura es imposible de alcanzar. He hecho esfuerzos en vano toda mi vida, no hay medio de llegar a ella. No me queda más que el Amor. Es preciso amar, amar...

 

ANATOLE FRANCE. —¡Romántico!

 

Yo. —¡El mundo es tan fastidioso!

 

GILLES. —Todo el mal proviene de la importancia que el hombre se ha acordado a sí mismo. Esta pequeña porquería ridícula se cree una cosa tan grande, se cree el centro del Universo. Un marido mata a su mujer en nombre de esa importancia. En nombre de esa importancia una mujer mata a su marido que ha cesado de amarla. En nombre de esa importancia un hombre quiere dominar a otros hombres. En nombre de esa importancia un filósofo nos embrutece con sus divagaciones, un poeta con sus discursos recalentados. En nombre de esa importancia hemos creado a Dios a nuestra imagen. ¡Somos tan bellos! En nombre de esa importancia hemos inventado la supervivencia. ¡Cómo, nosotros, podíamos cesar de vivir un día!

 

LA BRINVILLIERS. —Pero la otra vida existe, puesto que estamos en ella discutiendo.

 

GILLES. —No, marquesa, el valle de Josafat es la memoria de la humanidad; estamos discutiendo en la memoria y la imaginación de un hombre, dentro de la cabeza de un hombre.

 

YO. —¡Tiene una gran cabeza!

 

GILLES. —No necesariamente. ¡Hemos llegado a ser tan pequeños! No somos sino signos, recuerdos.

 

LA BRINVILLIERS. —Que estemos discutiendo en el cerebro de un hombre no me lo haréis creer nunca.

 

YO. —En el fondo, ¿qué importancia tiene eso? Estamos aquí en el más

allá y si nos aburrimos miraremos la Tierra por un ojo de buey.

 

ANATOLE FRANCE. —Pero aquí no estamos en un barco. Es aquí donde comienza la eternidad.

 

LA BRINVILLIERS. —Imbécil, la eternidad no comienza. Y quién te dice que la eternidad no sea un barco.

 

Yo. —Miraremos la Tierra por un ojo de buey.

 

DE SADE. —No, señor, miraremos la Tierra por un ojo de huevo.

 

HUYSM.ANS. —Miraremos la Tierra por un huevo de buey.

 

YO. —No, señor, miraremos la Tierra por el ojo de buey del huevo.

 

DE SADE. —Jamás en la vida, señor; miraremos la Tierra por el huevo del ojo de buey.1

 

GILLES. —Basta, basta, señores, de discursos. ¡Ah! ¡Me fastidian, me fastidian!

 

BERNARD SHAW. —¿La barba habéis dicho? La barba2...

 

GILLES. —Detente, te lo ruego. No sueltes la palabra. Aquí no estamos en un teatro de bulevar.

 

LA BRINVILLIERS. —¡Si supieseis el aburrimiento que me dan esos teatros!

 

HUYSMANS. —¡A mí también me aburren!

 

BERNARD SHAW. —Un aburrimiento...

 

GILLES. —Detente, te lo suplico, no sueltes la palabra.

 

BERNARD SHAW. —Un aburrimiento color de barba3.

 

GILLES, —Era imposible detenerlo.

 

ANATOLE FRANCE. —Es imposible detener las tonterías que vienen a la boca... ¡Tienen una fuerza!

 

HERNÁNDEZ. —¿Pero cuántas has dejado escapar tú?

 

YO. —Lo que es yo tengo el estómago hinchado de ellas.

 

BERNARD SHAW. —Yo las suelto todas, son tan bien como las cosas bien.

 

LA BRINVILLIERS. —¡Qué banda de imbéciles!

 

GILLES. —¡Basta! ¡Basta! ¡Oh Gila, ven a taparme las orejas con tus manos!

(Gila sube al taburete y le rodea el cuello con los brazos.)

 

LA BRINVILLIERS. —Estoy celosa de esta pequeña. Dime, Gilles, ¿qué has hecho de tu llave de oro?

 

GILLES. —Perdón, no toques mi llave de oro.

 

DE SADE. —Eres indiscreta, mujer. Todo hombre tiene un rincón oculto que es preciso no tocar.

 

LA BRINVILLIERS. —Sin embargo, es el que nos interesa más conocer. No podría dormir tranquila al lado de un hombre sin saber que no me oculta nada.

 

DE SADE. —Tú, tú no has podido nunca dormir tranquila al lado de un hombre. Eso lo sabemos todos.

 

LA BRINVILLIERS. —¡Idiota! En un hombre, la única cosa que nos interesa a nosotras las mujeres es lo que quiere ocultar.

 

GILLES. —Porque la dicha no debe durar.

 

DE SADE. —Mi llave de oro era el arte de las mordeduras, el arte de...

 

LA BRINVILLIERS. —Cierra la boca. Esto se está poniendo "Casino de París"4

 

DE SADE. —¡No sabéis estimarme! ¡Adiós! Me voy a los burdeles de Venecia.

 

CH LES. —Está bien eso, con las prostitutas.

 

DE SADE. —No hay nada mejor. ¡Una prostituta que conoce su oficio, que ama su oficio, es insuperable! Entre el amor de una del oficio y el de una mujer corriente existe la misma diferencia que entre un piano tocado por un virtuoso y el piano tocado por tu prima.

 

BERNARD SHAW. —Ahora comprendo por que yo amo tanto a las primas.

 

DE SADE. —Hasta luego, señores. Llegará un día en que sabréis comprenderme.

(Sale con orgullo.)

 

YO. —¿Entonces nos quedaremos sin saber lo que es el amor? Justamente, ¿para qué saberlo?

 

HUYSMANS. —Amas una mariposa y no sabes lo que es una mariposa, ignoras de qué está hecha, cómo está hecha una mariposa.

 

GILA. —El amor es un halo alrededor del cielo.

 

LA BRINVILLIERS. —El amor es un cuchillo de luz que hace brotar la fuente de una música moribunda.

 

ANATOLE FRANCE. —El amor es una ilusión.

 

BERNARD SHAW. —El amor es una evacuación no muy desagradable.

 

HUYSMANS. —El amor es un crimen enorme y delicado.

 

GILLES. —¡Basta, señores, os he dicho basta! ¡El amor, el amor, qué palabra ridícula! Ya no tengo paciencia.

 

GILA. —No los dejes hablar más, Gilles. Habla tú sólo; tú, el único que

tiene en la garganta pájaros rojos para hablar al mundo.

 

GILLES. —¿Todavía me amas, Gila? Me parece que después de haber oído idioteces ya no se puede amar.

 

GILA. —Te amo a tal punto que mi voz se alarga como una espada.

 

(Gilles la aprieta en sus brazos.)

 

HUYSMANS. —Ved cómo es la muerte. ¡Mirad el amor enamorado de la muerte!

 

JUPITERIA. —Señor, te cantaremos El Cantar de los Cantares, de Salomón.

 

GILLES. —¡Todavía vosotras! ¡Paciencia, paciencia!

 

LA BRINVLLIERS. —¿Están encadenadas? Siete princesas encadenadas por los rayos cargados de corriente de tu corazón. Están encadenadas a ti.

 

GILLES. —Pero lo horrible es que yo también estoy encadenado a ellas. ¡Líbrame, Señor, líbrame!

 

SATURNIA. —Te besaremos con los besos de nuestras bocas.

 

GILLES. —¡Oh mujeres, inventad otra cosa!

 

VENUSIA. —Tu cuerpo será el río donde nadarán a su gusto los peces de fuego de nuestros besos.

 

MERCURIA. —Señor, tus pestañas se abren sobre la Tierra y dejan caer luz.

 

MARSIA. —El viento pasa a través de los latidos de tu corazón y algunas golondrinas fatigadas reposan sobre tus miradas. Míranos con amor.

 

LUNIA. —De pie, a la sombra de ti mismo, escucha tu leyenda, que forma todas las sombras de la noche y todo su encanto.

 

URANIA. —Yo paseo mis ojos sobre tu alma de noches boreales y no sé cómo he podido vivir antes de estar al alcance de tu aureola eléctrica.

 

HERNÁNDEZ. —Os digo que era un hombre valiente, un perfecto gentilhombre.

 

BERNARD SHAW. —Era el vicio.

 

ANATOLE FRANCE. —Era el amor.

 

HUYSMANS. —Era la muerte.

 

YO. —Yo creo cada vez más que era el diablo.

 

 

ANATOLE FRANCE. —¡Estás loco!

 

YO. —Un gentilhombre, el amor, el vicio y la muerte, eso constituye el diablo.

 

GILLES. —¡Basta, basta! Estoy harto. Señor, ¿no podíais inventar otro castigo menos cruel? Heme aquí condenado a escuchar hasta el fin de los siglos clamores de mujeres por un lado y discursos de imbéciles por el otro.

 

GILA —Gilles, tu corazón sangra un ocaso inagotable. Dame tus labios y que nuestros ojos agranden el infinito.

 

GILLES. —El cielo se hace sombrío.

 

LA BRINVILLIERS. —¿Qué pasa, qué pasa?

 

GILLES. —El velo de luz se destroza y deja pasar la penumbra glacial. Llueven lágrimas, todo el universo está sacudido de sollozos.

 

GILA. —Caen cascadas de lágrimas de todos los planetas. Las palomas viajeras, aturdidas, van de estrella en estrella.

 

GILLES. —Todo ha perdido la orientación.

 

LA BRINVILLIERS. —Los aerolitos bombardean por este lado.

 

GILA. —¿Qué entierro es ese que pasa?

 

YO. —Es el entierro de Dios. Todos los astros doblan a muerto.

 

DON JUAN. (Entra con la espada en la mano.) —¿Qué he hecho, pues? ¿Qué

he hecho? Quise matar ala mujer; me he equivocado y maté a Dios.

 

TODOS. —¡A muerte! ¡Asesino!

 

VARIAS VOCES. —¡Ah! Me muero, me muero.

 

LA BRINVILLIERS. —Vamos a morir todos de la muerte de Dios.

 

(Se hace la oscuridad. Todos mueren, salvo Gilles y Gila, que permanecen iluminados.)

 

GILLES. —Todo el mundo ha muerto. Sólo yo vivo.

 

GILA. —¡Gilles, estamos todavía vivos! ¡Mírame! Que nuestras bocas al juntarse iluminen la eternidad.

 

GILLES. —¡Silencio! Dios ha muerto. Esperemos eternamente el Juicio Final.

 

(TELÓN)

FIN DE "GILLES DE RAIZ"

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1Juego de palabras intraducible: oeil (ojo), boeuf (buey) y oeuf (huevo) tienen en francés sonidos parecidos. N. del T.

2Barbe en francés se usa para denotar fastidio. De ahí el juego de palabras que hace Shaw con barbe, queriendo insinuar lo de la barba azul. N. del T.

3Cafard en francés denota aburrimiento, desaliento, el mal del desierto. En el texto se usa unida a barbe, que queda explicada en la nota anterior. De ahí el nuevo juego de palabras que hace Shaw. N. del T

4'Espectáculo frívolo de París. N. del T.